Capítulo 12

– ¡Eres un tonto! -clamó Esperanza.

Adam ni siquiera alzó la cabeza cuando Esperanza le sirvió el desayuno, junto con su opinión. El sol de la mañana caía sobre él, sentado a la cabecera de la larga mesa de cerezo del comedor. Un hombre en una mesa para doce.

El resumen de su vida.

Su café estaba frío, pero tenía la clara impresión de que pedir otro no le llevaría muy lejos. Miró el plato y vio que los huevos revueltos estaban algo líquidos; odiaba los huevos poco hechos y Esperanza lo sabía muy bien. El beicon estaba quemado por un lado y crudo por el otro, y la tostada, ennegrecida.

Básicamente el mismo desayuno que le había servido cada mañana desde la marcha de Gina.

Quejarse no serviría de nada. Esperanza llevaba demasiado tiempo con la familia. Cuando una mujer le había dado una azotaina a uno de niño, era imposible tener autoridad sobre ella.

– Gracias -dijo. Levantó el tenedor y se preguntó si podría comerse sólo la parte de arriba del huevo. Maldición, él no le había dicho a Gina que se fuera. Había sido idea de ella y la había puesto en práctica sola. Pero ese hecho no parecía importarle a su ama de llaves.

Tampoco le importaba a él. No por primera vez desde su partida, Adam se preguntó qué estaría haciendo en ese momento. ¿Estaría sentada desayunando con su hermano? ¿Riendo, hablando, disfrutando? ¿O estaría echándolo de menos? ¿Pensaría en él alguna vez?

– ¿Vas a quedarte sentado sin hacer nada, mientras la madre de tu hijo está por ahí? -Esperanza estaba a un lado de la mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho, golpeando el suelo con la punta del zapato. Sus ojos chispeaban con furia y tenía los labios tan apretados que casi habían desaparecido.

Adam apartó sus pensamientos sobre Gina, aunque no demasiado lejos. Mordisqueó un trozo de huevo antes de hacer una mueca de asco y rendirse. Su ama de llaves y él llevaban manteniendo esa conversación tres semanas. En cuanto tenía oportunidad, Esperanza lo amenazaba, arengaba e insultaba por haber permitido que Gina lo abandonara.

– Está bien, en Colorado -apuntó.

– Pero no es aquí.

– Cierto -Adam dejó el tenedor en el plato y se resignó a pasar hambre un día más. Pensó en conducir hasta el pueblo para tomar un desayuno decente, pero desechó la idea enseguida. En el pueblo habría gente. Gente que querría hablar con él y decirle cuánto lamentaba el fin de su matrimonio. Gente que intentaría sonsacarle más información de la que estaba dispuesto a dar.

– Tienes que ir tras ella.

– Esperanza, Gina se marchó. Quería irse. Teníamos un trato, ¿recuerdas? El trato acabó.

– Trato -dijo la palabra con tanto disgusto que vibró en el aire-. Lo que teníais era un matrimonio. Lo que vais a tener es un hijo al que nunca verás. ¿Es eso lo que quieres, Adam?

Él miró la silla en la que solía sentarse Gina y pensó que no, no lo era. Recordó su risa, el tacto suave de su mano cuando le daba una palmadita en el brazo. Ni siquiera se había dado cuenta de hasta qué punto había llegado a contar con verla cada día. Oírla, hablar y discutir con ella.

En las últimas semanas la vida en el rancho King había vuelto a ser «normal». Los caballos Gypsy estaban de vuelta en el rancho Torino hasta que Gina se instalara definitivamente y pidiera que los enviasen a Colorado. Las continuas visitas de gente interesada en comprarlos habían cesado. Ya no había flores frescas en su dormitorio porque Gina no estaba allí para cortarlas. No había películas ni cuencos de palomitas por la noche porque Gina se había marchado.

Ya no había vida en el rancho.

Su mundo era de nuevo en blanco y negro. Antes le había gustado, pero en ese momento lo odiaba. Odiaba la monotonía, la quietud, la eterna rutina de su existencia. Era como los desayunos que Esperanza le había estado sirviendo: insípida.

Pero no podía cambiarla. Gina se había ido. Iba a crearse una nueva vida sin él, y era lo correcto. Mejor para ella, para su bebé y para él. Estaba casi seguro.

– Ya hace tres semanas que se fue -le recordó Esperanza.

«Tres semanas, cinco días y once horas», corrigió él mentalmente.

– Debes ir a buscarla. Traerla aquí, donde debería estar.

– No es tan sencillo.

– Sólo un hombre diría eso -replicó ella. Agarró el plato del desayuno intacto y se fue con él a la cocina.

– ¡Yo soy un hombre! -le gritó él.

– ¡Uno muy idiota! -gritó ella de vuelta.

– ¡Estás despedida!

– ¡Ja!

Adam se derrumbó en la silla y movió la cabeza. Despedirla no serviría de nada. Esperanza no se iría. Seguiría allí los siguientes veinte años, probablemente amargándole la vida siempre que tuviera oportunidad.

Lo cierto era que no se merecía nada mejor. Había dejado a Gina marcharse sin protestar porque no había sido capaz de arriesgarse a quererla. Ni a querer a su hijo.

Eso lo convertía en un cobarde.

Y todo el mundo sabía que los cobardes morían mil muertes.


Unas horas después, Adam había irritado, enfadado y molestado a todos sus empleados y empezaba a asquearse a sí mismo. Así que se encerró en su despacho, hizo algunas llamadas telefónicas y empezó a buscar nuevos proyectos. Al fin y al cabo, tenía la preciada tierra que tanto había deseado. Necesitaba un nuevo objetivo.

– ¿Qué pasa? -rugió, cuando alguien golpeó la puerta del despacho con los nudillos.

Sal Torino abrió la puerta y le dedicó una mirada tan intensa que Adam sintió que se helaba por dentro. Se levantó de la silla de un salto. Sólo podía haber una razón para que Sal estuviera allí.

– ¿Se trata de Gina? ¿Está bien?

El padre de Gina entró en la habitación, cerró la puerta a su espalda y estudió a Adam un momento antes de hablar.

– He venido porque deberías saberlo.

El hielo que tenía en las venas se movió lentamente hacia su corazón. Adam cerró los puños y apretó los dientes, intentando no perder el control de sus nervios.

– Dímelo. Gina… ¿está bien?

– Gina está perfectamente -dijo Sal, recorriendo el enorme despacho, como si fuera la primera vez que lo veía.

Adam sintió un alivio tan intenso que empezaron a temblarle las rodillas. Se sentía como si llevara corriendo una hora en el sitio. Su corazón galopaba, tenía la respiración entrecortada y, las piernas, de goma. Se preguntó qué diablos pretendía Sal.

– Maldición, Sal. ¿A qué ha venido eso? -gritó-. ¿Querías ver si podías reírte de mí?

– Era una especie de prueba -admitió Sal, deteniéndose frente a él-. Para saber si amabas a mi Gina -entrecerró los ojos-. Ahora lo sé.

Adam se pasó una mano por el pelo y después por el rostro. Amor. Era una palabra en la que había evitado pensar durante las últimas semanas. Incluso cuando yacía insomne planeando bien volar a Colorado para secuestrar a Gina, bien enterrarse en trabajo hasta el cuello, se había prohibido pensar en esa palabra.

No entraba en su plan.

Había probado el amor antes y no se le daba bien. El amor confundía a las personas. Arruinaba vidas. Acababa con algunas de ella. No quería repetir. Aunque el corazón estuviera otra vez vivo y dolido.

– Siento decepcionarte. Por supuesto, me he preocupado por ella. Pero si está bien no entiendo la razón de esta visita -volvió a sentarse, alzó un bolígrafo y miró los papeles que tenía delante-. Gracias por venir.

Pero Sal no se marchó. Se inclinó, apoyó las manos en el borde del escritorio y esperó a que Adam volviera a mirarlo antes de hablar.

– Tengo algo que decirte, Adam. Algo que tienes derecho a saber.

– Entonces dilo y acabemos de una vez -masculló Adam, preparándose para recibir la noticia que hubiera ido a llevarle.

Tal vez Gina ya se había enamorado de otro; la idea le dolió como una puñalada, a pesar de que la rechazó enseguida. Aunque pareciera que Gina faltaba hacía años, sólo habían pasado unas semanas.

– Gina ha perdido al bebé.

– ¿Qué? -susurró la palabra y el bolígrafo cayó de sus dedos inertes-. ¿Cuándo?

– Ayer -dijo Sal con expresión de dolor.

«Ayer». Adam se preguntó cómo podía haber ocurrido algo así sin que él lo percibiera. Lo intuyera de algún modo. Gina había estado sola y él había estado encerrado en su mundo. Ella lo había necesitado y él no había estado allí.

– ¿Y Gina? ¿Cómo está Gina? -Adam pensó que era una pregunta estúpida. Sabía cómo estaría. Había deseado mucho ese bebé. Estaría devastada. Destrozada. Con el corazón roto.

Un momento después comprendió, para su sorpresa, que sentía esas mismas emociones. Una profunda sensación de pérdida para la que no estaba preparado y que lo dejó sin habla.

– Se recuperará con el tiempo -le dijo Sal con suavidad-. Ella no quería que te enterases, pero a mí me pareció que lo correcto era decírtelo.

– Por supuesto que sí.

Claro que tenía que saberlo. El bebé que habían concebido había muerto. Aunque no había llegado a respirar, Adam sintió su pérdida con tanta intensidad como había sentido la de Jeremy, años antes. No era sólo la muerte del bebé. Era la muerte de sueños, esperanzas y futuro.

– También quería decirte que Gina se quedará en Colorado -añadió Sal, cuando Adam lo miró.

– Ella. Se quedará. ¿Qué? -Adam sacudió la cabeza, intentando concentrarse a través de la niebla de dolor que paralizaba su cerebro.

– No va a volver a casa -dijo Sal-. A no ser que algo consiga hacerle cambiar de opinión.


* * *

Adam no se percató de la marcha de Sal. En su mente destellaban imágenes de Gina y un dolor insoportable atenazaba su corazón. Llevaba semanas pensando sólo en ella, a pesar de que intentaba aislarse del mundo y volver a la solitaria existencia a la que se había acostumbrado.

Por más que lo había intentado, ella invadía su mente. Tentándolo y torturándolo. Llevándolo a preguntarse cómo estaba, dónde vivía y qué le diría a su hijo de él.

Pero ya no había bebé. Gina estaba sufriendo, sintiendo aún más dolor que él y estaba sola. A pesar de su familia, estaba tan sola como él. De repente, Adam supo qué era lo que más deseaba en el mundo: quería abrazarla, secar sus lágrimas, consolarla y dejarse envolver por su calidez.

Quería dormirse abrazándola y despertarse y ver sus ojos. Se puso en pie y miró por la ventana. Los árboles centenarios que bordeaban el camino de entrada se movían al viento y sus hojas, ya doradas, se soltaban y volaban por el aire. El otoño ya estaba allí, pronto los días serían fríos y, las noches, demasiado largas.

Igual que su vida sería larga, fría y vacía sin Gina.

– Esperanza tiene razón -masculló, llevando la mano al teléfono-. Al menos a medias. Soy un idiota, pero eso se acabó.


Gina rió al ver al niño botar en la silla. Estaba tan emocionado siendo un «vaquero» que no había dejado de sonreír desde que lo había montado en el caballo.

Por suerte, aunque su hermano Nick era entrenador de fútbol, tenía un pequeño rancho en las afueras de la ciudad. Pensó que se podía sacar al chico del rancho, pero era imposible sacar el rancho del chico. Y estar allí, trabajando en la pequeña propiedad de Nick y de su esposa la había ayudado mucho. Había pasado tiempo con sus sobrinos y su sobrina y se había mantenido tan ocupada que sólo había podido pensar en Adam cada cinco minutos.

Sin duda eso podía considerarse un progreso.

– Estás pensando en él otra vez.

– Sólo un poco -se dio la vuelta y sonrió a su hermano mayor.

– Anoche hablé con Tony -dijo Nick, apoyando los antebrazos en la valla del corral-. Si te sirve de algo, dice que Adam tiene un aspecto horrible.

No era un gran consuelo, pero Gina lo aceptó. Apoyó la espalda en la valla.

– ¿Estaría mal decir «me alegro»?

– No. En absoluto. Tony está dispuesto a ir a darle una paliza. Sólo tienes que dar la orden.

– Sois dos tipos geniales.

– Siempre te lo hemos dicho -sonrió y sus ojos chispearon.

Ella le devolvió la sonrisa. En ese momento un coche llegó por el sendero. No reconoció la furgoneta amarilla, así que su corazón no se aceleró hasta que el conductor descendió.

– ¿Quién iba a decirlo? -farfulló Nick.

– Adam -suspiró Gina, enderezándose y deseando estar mejor vestida. Era una tontería, pero su parte femenina no podía evitar sentirse irritada por lucir vaqueros ruinosos y botas sucias en el momento de la visita sorpresa de Adam.

– Nick, ¿podrías vigilar a Mikey?

– Desde luego -afirmó su hermano-. Si me necesitas para librarte de Adam, dame un grito.

Gina no quería librarse de él. Quería disfrutar con sólo mirarlo. Era penoso. Pero él estaba impresionante, incluso más guapo que en las imágenes que veía cada vez que cerraba los ojos.

Se obligó a ir hacia él con pasos cortos, aunque su instinto le gritaba que corriera a sus brazos y no lo dejara marchar nunca. Gina se preguntó cuánto tiempo tenía que pasar para que el amor se desvaneciera. Meses, años…

– Gina -la saludó. Ella tuvo la sensación de que su voz grave le reverberaba en el pecho.

– Adam. ¿Qué haces aquí?

– Tenía que verte -se frotó la nuca con una mano-. Vine en uno de los jets de la familia. Alquilé un coche en el aeropuerto… -miró la furgoneta con desagrado.

– Ya veo. Bonito color.

– Era lo único que tenían.

– No te he preguntado cómo has venido -Gina sonrió-. Sólo por qué estás aquí.

– Para verte. Para decirte…

Sus ojos brillaban de emoción, más de la que Gina había visto nunca en ellos. Gina se preguntó qué ocurría. Sintió un destello de esperanza, pero lo contuvo de inmediato. No tenía sentido crear una burbuja que Adam haría estallar de un momento a otro.

– ¿Estás bien? -Adam la miró de arriba abajo, con preocupación-. ¿Deberías estar en pie?

– ¿Qué? -se rió de él-. Estoy bien, Adam. ¿Puedes decirme qué ocurre?

– Te he traído algo -sacó un papel doblado del bolsillo y se lo ofreció-. Esto es tuyo.

Ella sólo necesitó un vistazo para saber que era la escritura que él tanto había deseado.

– ¿Qué? -sacudió la cabeza-. No entiendo.

– Es sencillo. Estoy rompiendo el trato. La tierra vuelve a ser tuya.

Gina miró el papel y luego a él.

– Lo que dices no tiene sentido.

– Tu padre me lo ha dicho.

Gina sintió un cosquilleo de inquietud. Se preguntó qué habría hecho su entrometido padre esa vez.

– ¿Qué te ha dicho exactamente?

– Que habías perdido al bebé -Adam le puso las manos sobre los hombros y la miró a los ojos.

Ella se tambaleó, pero él siguió hablando.

– Lo siento mucho, Gina. Sé que eso no basta. Sé que un «lo siento» no significa nada en un momento como éste, pero es lo único que puedo ofrecerte -llevó las manos a su rostro y acarició sus mejillas con los pulgares-. Siento mucho no haber apreciado el milagro que creamos juntos.

Su padre le había mentido. Y creyendo que estaría sufriendo, Adam había corrido a su lado. La burbuja de esperanza volvió a alzarse en su interior. Tomó aire y, por primera vez desde que dejó California, Gina sintió calor.

– Adam…

– Espera. Deja que acabe -la atrajo hacia él y acarició su espalda como si quisiera convencerse de que realmente estaba allí. Con él.

Gina no se lo impidió. Se entregó a la maravilla de estar en sus brazos de nuevo.

– Me preguntaste por qué no tenía fotos de Monica y Jeremy en la casa -dijo él con voz queda y rasgada. Ella se tensó, pero Adam la abrazó con más fuerza-. No los he olvidado. Pero hay algo que no sabes, Gina -se echó hacia atrás para mirar su rostro-. Monica iba a dejarme. Era un esposo terrible y no mucho mejor padre.

– Oh, Adam -eso explicaba muchas cosas-. Te culpas por…

– No -movió la cabeza con tristeza-. No me siento culpable del accidente, aunque si hubiera sido mejor marido tal vez no habría ocurrido. No, Gina. Lo que siento es arrepentimiento por no haber podido o querido ser lo que necesitaban.

A ella se le encogió el corazón, pero Adam no había terminado. En sus ojos, además de dolor, había determinación y esperanza.

– Quiero ser un marido para ti, Gina. Quiero un matrimonio verdadero. Por eso te devuelvo esa estúpida tierra. No la quiero. Quédatela tú, o dásela al siguiente niño que concibamos juntos. Dame la oportunidad de compensarte.

– Oh, Adam… -gimió.

Aquello era con lo que había soñado durante tanto tiempo. Todo estaba allí, al alcance de su mano. Por fin veía en sus ojos lo que siempre había deseado ver y sabía que su vida juntos sería la que había anhelado.

– Te echo de menos -dijo él, mirándola con adoración-. Es como si me faltara un brazo o una pierna. Una parte de mí se marchó contigo. Nada tiene significado desde que no estás. Gina, quiero que vuelvas a casa. Que seas mi esposa de nuevo. Permíteme ser el marido que debería haber sido. Te quiero, Gina. Ya no me da miedo admitirlo. ¿Podrías aceptarme de nuevo? ¿Querrías darme la oportunidad de intentar concebir otro bebé?

– Yo también te quiero, Adam -dijo ella, poniendo la mano en su mejilla.

– Gracias a Dios -musitó él. La atrajo y la besó con la desesperación y pasión que Gina conocía tan bien. Cuando por fin se separaron y se sonrieron, Gina tuvo oportunidad de hablar.

– Volveré a casa contigo, Adam, y nuestra vida será maravillosa. Pero…

– ¿Pero? -repitió él, inquieto.

– No hará falta intentar concebir otro bebé de momento -le dijo. Tomó su mano y la colocó sobre su vientre. Esbozó una sonrisa deslumbrante -mirándolo a los ojos-. El primero sigue estando en camino.

– ¿Sigues…? -la miró confuso.

– Sí.

– ¿Entonces tu padre…?

– Sí -Gina sonrió, se puso de puntillas y se abrazó a su cuello.

– El viejo tramposo -rezongó Adam, devolviéndole la sonrisa. La alzó del suelo y la hizo girar en el aire-. Recuérdame que invite a tu padre a un trago cuando lleguemos a casa.

– Trato hecho -dijo Gina.

– Pues sellémoslo de la manera correcta -propuso Adam, besándola con todo su corazón.

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