– Estás obsesionado -Travis King miró a su hermano mayor y sonrió-. Y no de buena manera.
– Estoy de acuerdo -Jackson King sacudió la cabeza-. ¿Por qué te importa tanto?
Adam King miró a sus hermanos y contestó con el tono de voz que solía reservar para sus empleados: uno que no daba lugar a discusión.
– Al hacernos cargo de los negocios familiares, acordamos que cada uno de nosotros se ocuparía de su propia área -declaró.
Los hermanos King celebraban una reunión mensual bien en el rancho familiar, como ese día, bien en los viñedos que operaba Travis o en uno de los aviones privados que Jackson alquilaba a los millonarios del mundo.
Las reuniones mensuales ayudaban a los hermanos King a ponerse al día respecto a las actividades de las diversas empresas de la dinastía familiar. Pero también les permitían ponerse al día sobre sus vidas personales. Incluso si, a juicio de Adam, eso implicaba soportar interferencias, por bien intencionadas que fueran.
Levantó su copa de brandy, hizo girar el líquido ambarino y observó cómo reflejaba la luz del fuego. Sabía que no tardaría en escuchar algún comentario y apostó para sí que Travis sería el primero en hablar. Su opinión quedó confirmada segundos después.
– Sí, Adam, cada uno se ocupa de su área -dijo Travis, tomando un sorbo de Merlot Viñedos King. Travis prefería beber los vinos producidos por él mismo al brandy que degustaba Adam. Miró a Jackson y éste asintió-. Eso no implica que no vayamos a hacer una pregunta o dos.
– Preguntad cuanto queráis -replicó Adam. Se puso en pie, fue hasta la enorme chimenea de piedra y contempló el fuego-. Pero no esperéis que conteste.
– No decimos que el rancho no sea tuyo para hacer con él lo que gustes, Adam. Sólo queremos saber por qué significa tanto para ti recuperar cada centímetro del territorio original -dijo Jackson, apaciguador. Él bebía whisky irlandés.
Adam dio la espalda a la chimenea, miró a sus hermanos y sintió la intensidad del vínculo que los unía. Habían nacido con un año de diferencia entre cada uno, y la amistad que forjaron en la infancia no había disminuido con el tiempo. Pero eso no implicaba que fuera a explicarles cada uno de sus pasos. Adam King era el mayor y no daba explicaciones a nadie.
– El rancho es mío -dijo-. Quiero que recupere su extensión original, ¿por qué os importa eso?
– No nos importa -respondió Travis. Se recostó en el sillón de cuero marrón, apoyó la copa de vino en el estómago y miró a Adam con los ojos entrecerrados-. Queremos saber por qué te importa a ti. Diablos, Adam, el bisabuelo King vendió esa parcela de ocho hectáreas a los Torino hace casi sesenta años. Somos dueños de casi la mitad del condado. ¿Por qué es tan importante esa parcela?
Lo era porque Adam se había propuesto recuperarla y nunca se rendía. Cuando decidía hacer algo, lo hacía, contra viento y marea. Miró por el ventanal que daba al jardín y a una pradera que se extendía unos quinientos metros, hasta el camino.
El rancho siempre había sido importante para él, pero en los últimos cinco años se había convertido en su vida y no descansaría hasta que volviera a estar completo.
Había caído la noche y fuera la oscuridad sólo quedaba aliviada por pequeños grupos de luces decorativas que bordeaban el camino de entrada. Ése era su hogar. El de la familia. Y conseguiría que volviera a estar completo.
– Porque es el único trozo que falta -dijo Adam. Había dedicado los últimos cinco años a comprar cada trozo de terreno que había pertenecido a la concesión de tierra original, que se remontaba a más de ciento cincuenta años.
La familia King llevaba en California central desde antes de que empezara la fiebre del oro. Habían sido mineros, rancheros, granjeros y constructores navales. A lo largo de los años, la familia había ampliado sus intereses, expandiendo su dinastía. Generación tras generación, habían ampliado el imperio familiar.
Con una salvedad: su bisabuelo, Simón King, había sido jugador. Y para costear su vicio había vendido partes de su herencia. Por fortuna, los King que lo sucedieron mantuvieron intacto el resto del patrimonio.
Adam no sabía si conseguiría que sus hermanos lo entendieran, ni estaba seguro de que mereciera la pena intentarlo. Había dedicado los últimos cinco años a volver a recomponer el rancho y no se detendría hasta concluir su tarea.
– Bien -dijo Jackson, lanzándole a Travis una mirada para que no dijese más-. Si es tan importante para ti, adelante.
– No necesito vuestro permiso -rezongó Adam-, pero gracias.
Jackson sonrió. Era el hermano menor y era casi imposible irritarlo.
– Pero necesitarás mucha suerte para recuperar esa tierra de los Torino -tomó un sorbo de whisky y soltó un suspiro dramático-. El viejo se aferra a todo lo suyo con ambas manos -torció la boca-. Igual que tú, hermano mayor. Sal no va a venderte la tierra sin más.
– ¿Cuál era el dicho favorito de papá? -preguntó Adam, alzando su copa de brandy.
– «Todo hombre tiene un precio» -dijo Travis, alzando su vaso-, «se trata de encontrarlo lo antes posible».
– Puede que Salvatore Torino sea la excepción a esa regla -Jackson movió la cabeza, pero alzó el vaso hacia sus hermanos.
– Imposible -afirmó Adam, ya saboreando la victoria por la que había trabajado cinco años. No permitiría que un vecino testarudo se la robara-. Sal tiene un precio. Lo encontraré.
Gina Torino enganchó el tacón de su gastada bota en el travesaño inferior de la verja de madera. Apoyó los brazos en el travesaño superior y miró el prado que se extendía ante ella. El sol brillaba, la hierba era verde y abundante y un potrillo recién nacido trotaba junto a su madre.
– ¿Ves, Shadow? -le susurró a la satisfecha yegua-. Te dije que todo iría bien.
La noche anterior, Gina no había estado tan segura. Hacer de comadrona para la yegua que había criado desde la infancia la había aterrorizado. Pero en ese momento podía sonreír y disfrutar.
Siguió con la vista a la yegua negra y blanca paseando con el potrillo recién nacido pegado a sus patas peludas. Los caballos de tiro Gypsy eran los más bonitos que Gina había visto nunca. El pecho ancho, el porte del cuello y las «plumas», pelos largos y delicados que flotaban alrededor de sus cascos, creaban un conjunto de aspecto exquisito. La mayoría de la gente les echaba un vistazo y pensaban que eran Clydesdale miniatura. Pero los Gypsy eran algo muy distinto.
Relativamente pequeños, pero fuertes, originariamente habían sido criados por los gitanos ambulantes que les dieron su nombre: Gypsy. Podían tirar de carretas y caravanas cargadas, y eran tan mansos que acababan siendo parte de la familia. Eran muy gentiles con los niños y leales hacia sus dueños.
Para Gina los caballos eran más que animales que se criaban y vendían: eran familia.
– Los mimas como si fueran bebés.
Gina ni siquiera se dio la vuelta cuando oyó a su madre hablar a su espalda. Era una discusión que venía de largo; su madre alegaba que Gina pasaba demasiado tiempo con los caballos e insuficiente buscando marido.
– No tiene nada de malo.
– Deberías tener tus propios bebés.
Gina puso los ojos en blanco, agradeciendo que su madre no pudiera ver el gesto. Teresa Torino no tenía en cuenta la edad de sus hijos. Si hacían algo que no le gustaba, les daba un coscorrón igual que cuando eran niños. Gina pensó que si tuviera sentido común, se habría ido, como dos de sus tres hermanos mayores.
– Sé que estás poniendo los ojos en blanco.
Sonriendo, Gina miró por encima del hombro. Teresa Torino era baja, regordeta y de ideas fijas. Su pelo negro empezaba a encanecer y no se molestaba en teñírselo; prefería recordar a la familia que se había ganado esas canas a pulso. Tenía ojos marrones y agudos, a los que se les escapaba bien poco.
– ¿Haría yo eso, mamá?
– Si pensaras que no iba a verlo, sí -su madre enarcó una ceja oscura.
Gina alzó el rostro hacia la brisa que llegaba del océano y cambió de tema. Era más seguro.
– Te oí hablar con Nick por teléfono esta mañana. ¿Va todo bien?
– Sí -Teresa se reunió con su hija en la valla-. La esposa de tu hermano Nickie está embarazada otra vez.
– Es una gran noticia -Gina pensó que también explicaba la mención sobre ella y futuros bebés.
– Sí. Nick tendrá tres, Tony, dos y Peter, cuatro.
Gina pensó, sonriente, que sus hermanos estaban esforzándose por repoblar el mundo con Torinos. Ella disfrutaba siendo tía, por supuesto. Pero habría deseado que vivieran más cerca de allí para librarla de «cierta» atención. Pero de los tres Torino sólo Tony vivía en el rancho, que dirigía con su padre. Nick era entrenador de fútbol en un instituto de Colorado y Peter instalaba programas informáticos en empresas de seguros, en Carolina del Sur.
– Eres una abuela afortunada al tener tantos nietos que mimar -comentó Gina.
– Podría serlo más -rezongó su madre.
– Mamá… -Gina dejó escapar un suspiro-. Tienes ocho nietos y medio. No necesitas que yo te dé más.
Su madre siempre había soñado con el día de la boda de Gina. Ver a su única niña caminar hacia el altar del brazo de su padre. El que Gina no hubiera cumplido su deseo la disgustaba.
– No es bueno que estés sola, Gina -dijo su madre, dando una palmada en la valla.
– No estoy sola -refutó Gina-. Te tengo a ti, a papá, a mis hermanos, a sus esposas y a los niños. ¿Quién podría estar solo en esta familia?
Teresa no iba a dejarlo ahí. Volvió a hablar con el deje italiano que aún no había perdido.
– Una mujer debería tener un hombre en su vida, Gina. Un hombre al que amar y que la ame…
Gina se irritó, aunque una parte de ella estaba de acuerdo con su madre. No se trataba de que ella hubiera decidido no casarse nunca, o no tener hijos. Pero las cosas habían salido así y no iba a pasarse el resto de su vida amargada por eso.
– Que no esté casada, mamá -interrumpió-, no significa que no haya hombres en mi vida.
Teresa inspiró con tanta fuerza y desaprobación que uno de los caballos del prado giró la cabeza y la miró con curiosidad.
– No necesito saber esas cosas.
Mejor así, porque Gina no quería hablar de su vida amorosa, o carencia de ella, con su madre. Quería mucho a sus padres, desde luego. Teresa pertenecía a una numerosa familia siciliana y había llegado a América hacía más de cuarenta años para casarse con Sal Torino. A pesar de que Sal había nacido y crecido en América, tendía a ponerse del lado de su mujer con respecto a los valores del Viejo Mundo: el destino de las hijas que no habían encontrado marido a los treinta años era convertirse en solteronas.
Por desgracia, Gina había cumplido los treinta dos meses antes.
– Mamá… -Gina tomó aire e intentó armarse de paciencia.
Había esperado que construirse su propia casita en el rancho le daría intimidad. Que sus padres empezarían a verla como una mujer adulta y capaz. Gran error.
Tal vez debería haberse ido a vivir fuera del rancho. Pero incluso así habría pasado allí todos los días, dado que los caballos Gypsy que criaba y adiestraba eran su vida. Simplemente, tendría que encontrar la manera de soportar el hecho de ser una gran decepción para su madre.
– Lo sé, lo sé -Teresa alzó una mano como si quisiera evitar una discusión habitual-. Eres una mujer adulta. No necesitas a un hombre que te complete -resopló con impaciencia-. No debí dejarte ver todos esos programas en la televisión mientras crecías. Te llenan la cabeza de…
– ¿… Sensatez? -ofreció Gina con una sonrisa. Adoraba a su madre, pero era un incordio tener que pedirle disculpas continuamente por no estar casada y embarazada.
– ¡Sensatez! ¿Es sensato vivir sola? ¿No tener amor en tu vida? No -espetó Teresa-. No lo es.
Sería más fácil discutir con su madre si Gina no estuviera de acuerdo con ella hasta cierto punto. Una vocecita en su cabeza le susurraba que se estaba haciendo mayor y que renunciase a las viejas fantasías que tendría que haber desechado hacía años.
Pero no conseguía hacerlo.
– Estoy bien, mamá -dijo, deseando creerlo.
– Claro que sí -Teresa le dio una palmadita cariñosa en el antebrazo.
Gina aceptó el gesto, aunque sabía que sólo era un intento de su madre para aplacarla.
– ¿Dónde está papá? -preguntó-. Iba a venir a ver al recién nacido esta mañana.
– Ha dicho que tenía una reunión -Teresa agitó la mano-. Muy importante.
– ¿Sí? ¿Con quién?
– ¿Crees que me dice esas cosas? -Teresa resopló con frustración y Gina sonrió. Su madre odiaba no estar al tanto de todo lo que ocurría.
– Bueno, mientras papá está en su reunión, tú puedes conocer al nuevo bebé.
– Caballos -masculló Teresa-. Tú y tus caballos.
– Ven -Gina rió y agarró a su madre de la mano.
Mientras iban hacia la verja, se oyó el motor de un coche acercarse por el camino, desde la carretera principal. El lujoso automóvil negro dejaba remolinos de polvo a su paso y algo se removió en el interior de Gina al reconocerlo. Intentó controlar la sensación, pero se quedó sin aliento y se le secó la boca.
No le hizo falta mirar la matrícula, KING I, para saber con certeza que lo conducía Adam King. Tenía una especie de radar interno que entraba en acción en cuando Adam se acercaba.
– Así que la importante reunión es con Adam King -musitó su madre-. Me preguntó por qué.
Gina también se lo preguntaba. Sabía que debía seguir con sus asuntos, pero no consiguió mover los pies. Se quedó allí parada, observando a Adam aparcar y bajar del coche. Cuando él miró a su alrededor, el corazón de Gina dio un bote. Se dijo que era una estupidez sentir algo por un hombre que ni siquiera sabía que existía.
Adam siguió mirando, como si estuviera catalogando el rancho de los Torino. Finalmente, vio a Gina. Ella se tensó. Incluso en la distancia notó el poder de su mirada oscura igual que si la hubiera tocado con una mano.
Saludó con la cabeza y Gina se obligó a alzar una mano para devolverle el saludo. Antes de que la bajara, Adam ya iba hacia la casa.
– Un hombre frío donde los haya -dijo Teresa con voz queda. Se persignó-. Hay oscuridad en él.
Gina también había sentido esa oscuridad, no podía negarlo. Pero había conocido a Adam y a sus hermanos toda la vida. Siempre había deseado ser la persona que iluminara esa oscuridad.
Era una estupidez. Se preguntó por qué parecía que todas las mujeres querían ser quienes «salvaran» a un hombre. Siguió allí parada, a pesar de que Adam ya había entrado en la casa.
– ¿Qué? -preguntó, al notar que su madre la observaba.
– Veo algo en tus ojos, Gina -susurró su madre con expresión preocupada.
Gina se dio la vuelta y fue hacia los caballos. Hizo un esfuerzo para que sus pasos fueran largos y firmes, aunque seguía temblorosa por dentro. Alzó la barbilla y se echó el pelo hacia atrás.
– No sé a qué te refieres, mamá.
Sin embargo, Teresa no se arredró por eso. Corrió tras su hija, le agarró el brazo y la obligó a detenerse. La miró a los ojos con firmeza.
– No puedes engañarme. Sientes algo por Adam King, y no debes rendirte a ello.
– ¿Disculpa? -Gina se rió, sorprendida-. ¿Eso lo dice la mujer que hace dos minutos me decía que me casara y tuviera bebés?
– No con él -replicó Teresa-. Adam King es el único hombre que no deseo para ti.
Era una lástima. Porque Adam King era el único hombre a quien Gina deseaba.