Adam llamó a la puerta delantera, esperó con impaciencia y se enderezó cuando un hombre mayor abrió y le sonrió.
– Adam -saludó Sal Torino, cediéndole el paso-. Llegas en punto, como siempre.
– Sal. Gracias por recibirme -Adam entró en la casa y miró a su alrededor. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí, pero el lugar no había cambiado nada.
La entrada era ancha y recibía luz a través de una claraboya que iluminaba de sol el reluciente suelo de pino. Las paredes del vestíbulo que conducía a la parte trasera de la casa estaban cubiertas de fotos familiares enmarcadas, de niños sonrientes y padres orgullosos. La sala de estar en la que entraron tampoco había cambiado. Las paredes seguían siendo de un amarillo suave y cálido, los muebles eran grandes y cómodos y la chimenea de piedra estaba decorada con una urna de cobre llena de flores frescas. Sal se sentó en el sofá y agarró la cafetera que había en una bandeja, sobre una ancha y rayada mesa de pino.
Mientras Sal servía café que Adam no deseaba tomar, éste recorrió la habitación y se detuvo ante el mirador curvado. El límpido cristal ofrecía una amplia panorámica de la pradera de césped bien cortado, rodeada por viejos robles. Sin embargo, Adam apenas se fijó. Su mente se centraba en la tarea que lo esperaba: convencer a Sal para que le vendiera el terreno que necesitaba.
– ¿Qué trae a Adam King a mi casa a primera hora de la mañana?
Adam se volvió hacia su vecino. Sal medía un metro setenta y cinco, tenía abundante cabello negro salpicado de canas, la piel curtida y bronceada como cuero viejo y agudos ojos marrones.
Adam aceptó la taza de café que Sal le ofrecía y tomó un sorbo por cortesía. Se sentó en un sillón frente a él y sujetó la taza con ambas manos.
– Quería hablarte de esa parcela de ocho hectáreas que tienes en el prado norte, Sal.
– Ah -el hombre esbozó una sonrisa comprensiva y se recostó en el sofá.
No era bueno dejar que el adversario supiera cuánto se deseaba algo, pero Sal Torino no era ningún tonto. La familia King había hecho ofertas por ese trozo de tierra varias veces en las últimas dos décadas. Sal siempre las había rechazado de plano. Sabía lo importante que era el tema para Adam y no tenía sentido simular lo contrario.
– Siempre he querido esa tierra, Sal, y estoy dispuesto a hacerte una oferta muy ventajosa.
Sal movió la cabeza, tomó un sorbo de café y dejó escapar un suspiro.
– Adam…
– Escúchame antes -Adam se inclinó hacia delante, dejó la taza de café en la mesa y apoyó los codos en los muslos-. No utilizas ese terreno como pasto. No le sacas ningún partido.
Sal sonrió y negó con la cabeza. Era testarudo y Adam lo sabía. Controló la impaciencia que lo reconcomía y dio un tono cordial a su voz.
– Piénsalo, Sal. Estoy dispuesto a hacerte una oferta sustanciosa por la propiedad.
– ¿Por qué es tan importante para ti?
«Ahora empieza el juego», pensó Adam, deseando que fuera más sencillo. Sal sabía muy bien que Adam quería que el rancho King recuperase su extensión original, pero iba a obligarlo a dar razones.
– Es la última parcela que falta para completar la propiedad original de la familia King -dijo Adam, seco-. Como sabes muy bien.
Sal sonrió de nuevo. Adam pensó que parecía un duende benévolo. Por desgracia, no parecía un duende dispuesto a vender.
– Hablemos de negocios. No necesitas la tierra y yo la quiero. Es sencillo. ¿Qué me dices?
– Adam -Sal hizo una pausa para tomar otro sorbo de café-. No me gusta vender terreno. Lo que es mío, es mío. Lo sabes. Tú sientes lo mismo al respecto.
– Sí, y esa parcela es mía, Sal. O tendría que serlo. Empezó siendo tierra de los King. Debería volver a ser de los King.
– Pero no lo es.
Adam sintió una intensa frustración.
– No necesito tu dinero -Sal se inclinó hacia delante, dejó la taza en la mesa y empezó a pasear por la habitación-. Lo sabes y, aun así, vienes a convencerme arguyendo que sacaré beneficio.
– Obtener beneficio no es un pecado, Sal -contraatacó Adam.
– El dinero no es lo único en lo que piensa un hombre.
Sal se detuvo ante la chimenea, apoyó un brazo en la repisa y miró a Adam.
Adam no estaba acostumbrado a estar a la defensiva en una negociación. Tener que alzar la vista para mirar a Sal, desde el mullido sillón, hizo que se sintiera en desventaja, así que se puso en pie. Metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y contempló a Sal, preguntándose qué intenciones tenía.
– He oído un «pero» implícito en tu frase -dijo Adam-. ¿Por qué no me dices qué tienes en mente? Así descubriremos si es posible llegar a un acuerdo.
– ¡Ay, la impaciencia! Deberías aprender a disfrutar más de la vida, Adam. No es bueno centrarlo todo en los negocios.
– A mí me va bien.
Adam no estaba interesado en escuchar consejos. Ni en que nadie le hablara de «disfrutar» de la vida. Sólo quería ese último pedazo de tierra.
– Hubo un tiempo en que no pensabas así -musitó Sal. Sus ojos se ablandaron comprensivamente y su sonrisa se borró.
Adam se tensó. Lo peor de vivir en un sitio pequeño era que todo el mundo se enteraba de los asuntos personales de uno. Sabía que Sal intentaba ser amable, así que controló el nudo de ira que atenazaba su estómago. La gente creía conocerlo y ser capaz de entender lo que sentía y pensaba. Pero la gente se equivocaba.
Le interesaba tan poco la comprensión como los consejos. No necesitaba la compasión de nadie. Su vida era como él deseaba que fuera. Sólo le faltaba esa maldita parcela.
– Mira, Sal. No he venido aquí a hablar de mi vida. He venido a hacer un trato. Si no te importa…
– Eres un hombre de ideas fijas, Adam -Sal chasqueó la lengua con desaprobación-. Aunque lo admiro, también es algo que dificulta la vida.
– Deja que sea yo quien me preocupe por mi vida, ¿de acuerdo? -el cosquilleo de impaciencia que había sentido antes empezaba a burbujear y bullir en su estómago-. ¿Qué me dices, Sal? ¿Va a ser posible que lleguemos a un acuerdo?
Sal cruzó los brazos sobre el pecho y ladeó la cabeza, estudiando a Adam como si buscara algo concreto. Tardó unos minutos en contestar.
– Podríamos llegar a un acuerdo. Pero los términos que tengo en mente son distintos de los que esperabas.
– ¿A qué te refieres?
– Es sencillo -Sal se encogió de hombros-. Tú quieres la tierra y yo quiero algo a cambio. Y no es tu dinero.
– ¿Qué es?
El hombre asintió, volvió al sofá y se puso cómodo. Luego alzó la vista hacia Adam.
– Conoces a mi Gina.
– Sí… -corroboró Adam con suspicacia.
– Quiero verla feliz -dijo Sal.
– No lo dudo -Adam se preguntó qué diablos tenía Gina que ver con el asunto.
– Quiero verla casada. Asentada. Con una familia.
Adam se puso rígido y sintió un escalofrío. Todos sus sentidos se pusieron en alerta. Oyó el tictac del reloj en la repisa de la chimenea y a una mosca chocar contra la ventana. Inspiró profundamente y saboreó el aroma de la salsa de tomate que hervía en la cocina. Tenía la piel tensa y los nervios a flor de piel.
Inspiró de nuevo, movió la cabeza y miró a Sal fijamente, incapaz de creer lo que acababa de oír. El peso de lo que Sal parecía estar sugiriendo cayó sobre él como una tonelada de ladrillos. Pero el hombre lo miraba con determinación, esperando a que absorbiera sus palabras. Adam no podía creer que Sal hablara en serio.
Se había enfrentado a negociaciones difíciles y siempre había ganado. Ésa no sería diferente.
– No veo qué tiene que ver el matrimonio de Gina conmigo, ni con esta conversación.
– ¿No lo ves? -Sal sonrió-. Tú estás solo, Adam. Gina está sola…
Adam pensó que el asunto iba muy mal.
¿Gina casada con él?
Impensable.
Miró a Sal a los ojos y vio que era totalmente sincero, por increíble que pareciera. Adam apretó los dientes e inspiró un par de veces para calmarse. No funcionó.
– Seré claro -dijo Sal apoyando un brazo en el respaldo del sofá, como si estuviera perfectamente cómodo consigo mismo y con su entorno-. Te ofrezco un trato, Adam. Cásate con mi Gina. Hazla feliz. Dale un bebé o dos. A cambio te daré la parcela.
«¿Un bebé o dos?».
La furia se desbocó como un volcán y Adam vio rojo. Sus pulmones no recibían bastante aire. Tenía el cerebro nublado por la ira y le resultaba imposible pensar. Se dijo que era mejor así. Si consideraba las palabras de Sal seriamente, sólo Dios sabía lo que podía llegar a decir.
No recordaba haber estado nunca tan enfadado. Nadie lo manipulaba, él era el manipulador. Él era el tiburón a la hora de negociar. Nadie lo sorprendía y nunca se sentía perdido. Y, maldijo para sí, nunca se quedaba sin habla.
Al mirar a Sal comprobó que estaba disfrutando viéndolo confundido y eso lo enfureció aún más.
– Olvídalo -siseó Adam. Incapaz de quedarse quieto, fue hacia el mirador y contempló el paisaje un par de segundos antes de volverse hacia el hombre que seguía tranquilamente sentado-. ¿Qué diablos te pasa, Sal? ¿Estás loco? La gente no comercia con sus hijas hoy en día. No estamos en la Edad Media, ¿sabes?
El hombre se levantó, miró a Adam con los ojos entrecerrados y agitó el índice en el aire.
– La ganancia no sería para mí, sino para ti -apuntó Sal-. ¿Crees que aceptaría a cualquier hombre para mi Gina? ¿Crees que la valoro tan poco para hacer esto sin pensarlo? ¿Sin reflexión?
– Creo que estás loco.
– Si tanto quieres la tierra, ya sabes cómo conseguirla -Sal soltó una risa seca.
– Increíble -la proposición era una locura. Siempre le había caído bien Sal Torino; nunca habría pensado que le faltaba un tornillo.
– ¿Por qué te parece tan poco razonable? -preguntó Sal, rodeando el sofá para situarse junto a Adam ante la ventana-. ¿Es una locura que un padre busque la felicidad de su hija? ¿O la felicidad del hijo de un hombre que fue su amigo? Eres un buen hombre, Adam, pero llevas mucho tiempo solo. Has perdido demasiado.
– Sal… -sonó como una advertencia.
– De acuerdo -alzó las manos-. No hablaremos del pasado, sino del futuro -se giró hacia la ventana y su vista se perdió en el horizonte-. Mi Gina necesita algo más que sus adorados caballos. Tú necesitas algo más que tu rancho. ¿Es tan aventurado pensar que podríais construir algo juntos?
– ¿Quieres que tu hija se case con un hombre que no la ama? -Adam lo miró con fijeza.
– El amor puede surgir y crecer.
– No para mí.
– Nunca digas «nunca jamás», Adam -Sal lo miró de reojo-. La vida es larga y no está hecha para vivirla a solas.
La vida no siempre era larga y Adam había descubierto que era mejor vivirla a solas. Sólo tenía que preocuparse de sus propios intereses, vivía como quería y no se excusaba ni pedía disculpas por ello. No tenía ninguna intención de cambiar su vida.
La irritación se exacerbó en su interior. Quería esa tierra. Para él se había convertido en una especie de Santo Grial. El último trozo de terreno que completaría las extensivas propiedades de la familia King. Casi había paladeado la satisfacción de acabar con la tarea que se había propuesto. De repente, parecía que saborearía el fracaso y eso lo quemó por dentro.
– Gracias, Sal. Pero no estoy interesado -dijo. Quería la tierra, pero no estaba dispuesto a volver a casarse. Lo había intentado una vez. E incluso antes del desastroso final, no había funcionado ni para él ni para su esposa. Simplemente, no estaba hecho para el matrimonio.
– Piénsalo -insistió Sal, señalando la ventana.
Adam miró y vio a Gina y a su madre en el prado. Teresa se alejó y dejó a su hija sola, rodeada de pequeños y fuertes caballos.
El sol caía sobre Gina como un haz de luz. Su cabello largo y oscuro revoloteaba alrededor de sus hombros; cuando echó la cabeza hacia atrás y se rió, resultó tan intrigante que Adam tuvo que apretar los dientes.
– Mi Gina es una mujer extraordinaria. Sería una gran elección.
Adam desvió la mirada de la mujer, sacudió la cabeza y miró al hombre mayor que tenía al lado.
– Puedes olvidar esa idea tuya, Sal. ¿Por qué no piensas de forma realista y buscas un precio para ese terreno que nos satisfaga a los dos?
La situación se le había ido de las manos y Adam se sentía como si un muro se cerrara a su alrededor. Era obvio que Sal estaba loco, aunque no lo pareciera. Nadie ofrecería a su hija como parte de un trueque en los tiempos que corrían.
– ¿Qué diablos crees que diría Gina si oyera tu proposición? -preguntó Adam, jugando su última carta.
– Ella no tiene por qué enterarse -Sal sonrió y encogió los hombros.
– Vives peligrosamente, Sal.
– Sé lo que les conviene a mis hijos -rezongó él-. Y lo que te conviene a ti. Es el mejor trato que harás en tu vida, Adam. Así que eres tú quien debe pensarlo seriamente antes de decidir.
– La decisión está tomada -le aseguró Adam-. No me casaré con Gina ni con ninguna otra mujer. Pero si cambias de opinión y quieres hablar de negocios en serio, llámame.
Adam tenía que salir de allí. La sangre le bullía en la venas y tenía la sensación de que le ardía la piel. Maldijo al hombre por soltarle algo así de sopetón. Cruzó la habitación con unas zancadas y abrió la puerta justo cuando Teresa Torino entraba. Ella dio un respingo.
– Adam.
– Teresa -la saludó con la cabeza, lanzó una última mirada incrédula a Sal y salió, cerrando la puerta a su espalda.
De inmediato, sintió que podía respirar de nuevo. El aire fresco traía el aroma de los caballos y del lejano mar. Casi sin pensarlo, Adam volvió la cabeza hacia el prado en el que Gina Torino departía con sus caballos.
Incluso en la distancia, sintió una atracción que hacía tiempo que no sentía. La última vez que había visto a Gina había sido en el funeral de su esposa y de su hijo. Ese día había estado demasiado ausente para fijarse y desde entonces se había concentrado únicamente en el rancho.
En vez de encaminarse hacia su coche, se sorprendió yendo hacia el prado cercado.
Gina observó el avance de Adam y ordenó a sus hormonas que se echaran a dormir. Pero no escucharon. Empezaron a bailar, excitando cada una de sus terminaciones nerviosas.
– Ay, Shadow -susurró, acariciando el cuello aterciopelado de la yegua-. Soy una idiota.
– Buenos días, Gina.
Ella se cuadró y se volvió hacia él. Con una sola mirada a sus ojos oscuros, Gina supo que nunca podría «cuadrarse» lo bastante. Se preguntó por qué ese hombre la encendía por dentro, como una traca de fuegos artificiales del Cuatro de Julio. Su corazón anhelaba a Adam King y a nadie más.
– Hola, Adam -dijo, felicitándose por el tono sereno de su voz-. Has salido temprano esta mañana.
– Sí -su expresión se torció e hizo un esfuerzo obvio por controlarla-. He tenido una reunión con tu padre.
– ¿Sobre qué?
– Sobre nada -dijo rápidamente.
Tan rápido que Gina supo que ocurría algo. Y conociendo a su padre, podía ser cualquier cosa.
Pero era obvio que Adam no iba a hablar del tema, así que decidió reservar su curiosidad para después. Se lo sacaría a su padre. Adam se acercó, apoyó los antebrazos en el travesaño superior de la valla y entrecerró los ojos. La dirección del viento cambió de pronto y ella recibió una ráfaga de aire impregnado con su aroma. Olor a hombre y a jabón. Gina notó que le costaba seguir respirando.
– Parece que hay un nuevo miembro en tu yeguada -dijo él, señalando al potrillo.
– Llegó anoche -Gina sonrió y miró al potrillo mamando-. Bueno, de madrugada. Estuve levantada hasta las cuatro de la mañana, por eso hoy parezco la novia de Frankenstein.
Se llamó idiota en cuanto acabó de hablar. No lo veía desde el funeral de su familia y sólo se le ocurría llamarle la atención sobre su horrible aspecto. Fabuloso.
– Yo te veo muy bien -dijo él, casi como si le molestara admitirlo.
– Sí. Seguro -Gina rió, acarició a Shadow una última vez y trepó sobre la valla.
Supo de inmediato que debería haber caminado hacia la puerta. Estaba demasiado cansada para que fuera una maniobra grácil y fluida.
La punta de su bota se enganchó en el travesaño inferior. Tuvo un segundo para pensar.
«Perfecto. Estoy a punto de caer de bruces en el barro, delante de Adam. ¿Podría ser peor?».
La mano de Adam aferró su brazo y la sujetó hasta que recuperó el equilibrio.
– Gracias… -sacudió la cabeza para apartarse el cabello del rostro y miró sus ojos de color chocolate. Se le secó la boca.
El calor de la mirada de Adam la desconcertó. Era como someterse a un lanzallamas. Con la sangre bullendo en las venas, la respiración agitada y el estómago hecho un nudo, se limitó a mirarlo. Sentir su mano en la piel incrementaba aún más el calor que sentía.
– Ven a cenar conmigo -dijo Adam, justo cuando ella se preguntaba cómo iba a justificar haberse quedado paralizada como una estatua.