Gina dejó a Adam durmiendo en la enorme cama. Agarró su bata de la silla, se la puso y se ató el cinturón antes de salir del dormitorio. Era incapaz de quedarse dormida, por más que lo intentaba. Decidió levantarse, hacer un té y comer algunas de las galletas caseras de Esperanza.
En el umbral, se volvió para mirar a su marido y sintió un pinchazo en el corazón. Incluso dormido, Adam parecía poderoso y distante. Era como si sus emociones estuvieran tan encerradas que ni siquiera afloraban a la superficie cuando no las protegía conscientemente. Por lo visto, también iba a tener que batallar con su subconsciente.
Suspiró, cerró la puerta con cuidado y caminó hacia la escalera. La casa estaba en silencio, recogida para la noche, descansando tras un largo día. Gina deseó poder descansar también, pero su mente estaba demasiado activa. No podía dejar de pensar en Adam, en la discusión que habían tenido antes y en cómo la había observado desde la distancia mientras ella acomodaba a los Gypsy en su nuevo hogar.
No sabía por qué había creído que conseguiría llegar a él, sabiendo que llevaba cinco años aislándose del mundo. Tal vez no pudiera doblegar su voluntad. Cabía la posibilidad de que Adam sospechara si no se quedaba embarazada pronto. Llegó a la escalera sintiendo el principio de un dolor de cabeza.
Las luces estaban apagadas, pero los rayos de luna que entraban por las claraboyas daban a todo un leve resplandor plateado. Descalza, bajó los peldaños mientras miraba las fotos enmarcadas que decoraban la pared.
Fotos de los hermanos King desde su infancia hasta el momento actual. Jackson sonriente, con un ojo morado, entre sus dos hermanos. Travis alzando el trofeo del campeonato de fútbol del instituto. Incluso había una foto de una merienda de un Cuatro de Julio, hacía veinte años. Los King aparecían en ella, pero también Gina y sus hermanos. Adam era el más alto y estaba de pie detrás de Gina, que entonces tenía diez años. Como si incluso ya entonces hubiera encontrado la forma de estar cerca de él. Se preguntó si Adam se habría dado cuenta. Sonriendo, siguió mirando las fotos y comprendió que no había ninguna de Monica, la esposa fallecida de Adam. Ni del hijo de ambos, Jeremy.
Pensativa, arrugó la frente y pensó en las fotos que había visto en el resto de la casa. No había ninguna foto de la familia que Adam había perdido cinco años antes. Era extraño. Se preguntó por qué no quería verlos ni recordarlos.
Volvió a estudiar las fotos enmarcadas, concentrándose en las que mostraban a Adam: de niño, con vaqueros rotos y una gorra de béisbol caída sobre los ojos; como capitán del equipo de béisbol; en el baile de graduación; alzando la medalla ganada en un rodeo; sonriendo. Pensó que Adam debería sonreír más a menudo.
Alzó la mano y pasó la punta del dedo por esa sonrisa, deseando poder llegar al hombre con la misma facilidad. Vivían en la misma casa y lo sentía más distante de ella que nunca.
Sintió un escalofrío y se arrebujó en la bata de cachemir. Pero el frío le llegaba del corazón, así que eso no ayudó. Bajó el último escalón.
Miró el largo pasillo que llevaba a la cocina y las galletas caseras; después a la puerta delantera y la noche que había tras ella. Decidió salir fuera.
El aire nocturno era frío y húmedo, pero no soplaba la más mínima brisa. El cielo estaba despejado y tachonado de estrellas. La luna estaba en cuarto creciente y daba suficiente luz para crear sombras sobre el suelo.
Gina fue hacia el corral donde dormían los Gypsy. Al día siguiente les asignarían sus lugares en el establo, pero por esa noche estaban fuera, acostumbrándose a su nuevo hogar.
– Espero que os cueste menos acostumbraros que a mí -susurró, apoyando los antebrazos en el barrote superior de la verja.
Una de las yeguas relinchó suavemente y se acercó hacia ella. Gina estiró el brazo y le acarició el morro con gentileza. Sonrió cuando la yegua se acercó más aún.
– Hola, Rosie. ¿Me has echado de menos?
La yegua cambió el peso de lado a lado, y las delicadas crines que cubrían sus cascos flotaron en el aire. Gina miró al resto de los caballos y, después, de nuevo a Rosie.
– ¿Te sientes fuera de tu elemento? -preguntó, acariciando las sedosas crines de la yegua-. Te entiendo muy bien. Pero nos acostumbraremos a estar aquí. Adam no es un mal tipo. Sólo se comporta como un gruñón.
– Soy un gruñón.
La voz sonó a su espalda y Gina dio tal bote que la yegua se alejó trotando hasta reunirse con el resto de los caballos, al otro extremo del corral. Gina recuperó el aliento y se volvió.
– Podías haber dicho algo, en vez de llegar así y darme un susto de muerte -se llevó la mano al pecho, donde le tronaba el corazón-. Dios, Adam.
– ¿Qué diablos haces aquí en mitad de la noche?
Gina se esforzó por recuperar la calma y lo miró. Su torso desnudo relucía como oro a la luz de la luna. Tenía el pelo revuelto y una sombra de barba oscurecía su mentón. Estaba descalzo y sólo llevaba unos viejos vaqueros, muy gastados, que parecía haberse puesto a toda prisa. Los dos botones superiores estaban desabrochados.
Gina miró la hilera de vello negro que desaparecía bajo la tela vaquera y pensó que era demasiado atractivo. Sacudió la cabeza.
– ¿Es ésa otra norma, Adam? ¿También tengo que pedir permiso para salir fuera?
– No quería decir eso.
– ¿Qué, entonces?
Él se acercó más y ella captó su delicioso aroma, a hombre y jabón. Inspiró con fuerza, para recuperar la compostura, pero sólo consiguió envolverse aún más en su olor.
– Me desperté y no estabas -dijo él, encogiéndose de hombros.
– ¿Estabas preocupado por mí? -un destello de esperanza brilló en su interior.
– No iría tan lejos -dijo él, desviando la mirada hacia los animales que ocupaban el corral-. Me… preguntaba qué hacías.
Gina pensó que era un principio.
– No conseguía quedarme dormida -dijo ella, volviendo a apoyarse en la barandilla para observar a los caballos moverse bajo la luna-. Bajé en busca de las galletas de Esperanza y de pronto decidí salir a ver cómo estaban los Gypsy.
– ¿Qué tienen esos caballos que sea tan endiabladamente especial? -inquirió él, irónico, situándose a su lado.
– Todo -contesto ella, sonriente.
– ¿Podrías ser más imprecisa, por favor?
– Vaya. ¿Un chiste? -puso una mano sobre su antebrazo y le pareció un triunfo que él no lo retirara-. Esto es todo un hito para mí, Adam.
– Muy graciosa -se volvió para mirarla-. Pero eso no me dice por qué estás tan loca por estos caballos.
– Son tranquilos. E inteligentes. Y tan geniales con los niños que asombran -observó a uno de los potros iniciar una carrera contra sí mismo y sonrió abiertamente-. Hace años que se crían para formar parte de una familia. Son fuertes y leales. Admiro eso.
– Yo también -dijo él. Cuando Gina lo miró, comprobó que no estaba mirando a los caballos, sino a ella.
Sintió un cosquilleo nervioso pero agradable. La noche estaba en calma, excepto por el sonido de los caballos. Tuvo la sensación de que el mundo estaba aguantando la respiración. Adam estuvo callado tanto tiempo que se sintió obligada a interrumpir el silencio.
– Vi a los Gypsy por primera vez hace unos seis años, en una exhibición equina -volvió a mirar hacia el corral-. Me parecieron bellísimos y elegantes. Tenían ojos líquidos y amables, que parecían ocultar almas muy antiguas que me devolvían la mirada.
– Si tanto los quieres, ¿cómo soportas venderlos?
– No es fácil -ella se rió-. Soy muy cuidadosa con respecto a los compradores. Los investigo hasta tal punto que la CIA quedaría impresionada.
– Yo lo estoy.
– ¿En serio? -Gina lo miró y vio en sus ojos un destello que no supo interpretar.
– En serio -señaló con la barbilla los caballos que se movían lentamente de un lado a otro-. He conocido a muchos criadores a quienes no les importan los animales que tienen a su cargo. Sólo les interesa el dinero que pueden ganar.
– Yo también he visto a unos cuantos de ésos -Gina apretó los labios con desagrado.
– Apuesto a que sí -inclinó la cabeza hacia ella-. Siento lo de esta mañana.
– ¿Lo sientes? -Gina parpadeó, sacudió la cabeza como si no hubiera oído bien y sonrió-. Cielos. Un chiste y una disculpa. ¡Esta noche va a ser inolvidable para mí!
– Tienes una lengua muy viva, es indudable.
– Cierto. Mi madre siempre dijo que algún día me daría problemas.
– ¿Siempre escuchas a tu madre?
– Si lo hiciera, ahora no estaríamos casados -señaló ella. Deseó haber callado al ver su ceño.
– Tenía razón, ¿sabes? Sobre mí. Al advertirte que no te casaras conmigo.
– No es cierto. Adoro a mi madre, pero a veces se preocupa más de lo debido -Gina pensó que parecía estar acercándose a ella por primera vez desde su apresurada boda. Anheló que fuera verdad. Posó una mano en su antebrazo e intentó no notar cómo se tensaba-. Te conozco, Adam…
– No, no me conoces -miró la mano que había sobre su brazo, con tanta insistencia que Gina se sintió obligada a retirarla-. Solías conocerme, Gina, eso lo admito. Pero ya no soy aquel chico. Ha pasado el tiempo y las cosas han cambiado. Yo he cambiado.
– Sigues siendo Adam -insistió ella.
– Maldición -se apartó de la barandilla, la agarró por los hombros y la encaró a él.
Bajo las estrellas, sus rasgos parecían duros y fríos, y sus ojos, profundos y llenos de sombras. Gina sintió la fuerza de sus manos y el calor de su piel traspasando la bata de cachemir.
– No te equivoques con respecto a lo que está ocurriendo aquí, Gina.
– ¿Qué se supone que quiere decir eso? -Gina no iba a permitir que la intimidara. No le tenía ningún miedo, por más que quisiera asustarla.
– Sabes exactamente qué quiere decir -aflojó las manos un poco y sus ojos se oscurecieron hasta volverse casi negros-. Te estás engañando, Gina. ¿Crees que no lo veo, que no lo noto?
– Adam…
– El trato es lo único que compartimos -le aseguró él-. Ambos queremos algo del otro, y cuando el trato se complete, llegará a su fin. No te acomodes aquí. No esperes de mí más de lo que puedo dar. Y, por Dios santo, deja de mirarme con esos ojos dorados, suaves y húmedos.
– Yo no…
– Sí, tú sí. Ya es hora de parar, Gina. Por tu propio bien, si no por otra cosa. No existe un nosotros. Nunca existirá.
A ella le dolió el corazón. Intensamente.
Se le revolvió el estómago y luchó contra las lágrimas que le quemaban los ojos. Sabía que él hablaba muy en serio, pero seguía creyendo que entre ellos había más de lo que él quería o podía admitir. Tal vez realmente ella se estuviera engañando, y caería en picado cuando su tiempo juntos llegara a su fin. Quizá esperara encontrar al chico que había conocido dentro de un hombre que había cambiado demasiado para recordarse a sí mismo.
– Existe el ahora -alzó los brazos y apoyó las palmas de las manos en su pecho. Él inhaló, pero no protestó-. Y por ahora, Adam, existe un nosotros.
– Gina… -movió la cabeza y resopló con frustración-. Estás haciendo esto más difícil de lo que debería ser.
– Puede -admitió ella-. Y puede que tú lo estés haciendo mucho menos divertido de lo que podría ser.
Cerró la distancia que los separaba y deslizó las manos por su pecho, explorando, acariciando sus pezones, hasta que él contuvo el aliento, intentando no rendirse.
Pero ella quería su rendición y estaba dispuesta a luchar para obtenerla.
– Estás jugando con fuego, Gina -agarró sus muñecas y las sujetó, mirándola como un hombre que se encontraba en terreno desconocido.
– No soy frágil, Adam. Puedo soportar una quemadura o dos.
– Este fuego es de los que consumen.
– ¿Y eso es malo? -le sonrió, a pesar de la dureza de su rostro y la amargura de su mirada. Lo admitiera o no, el Adam de quien se había enamorado seguía ahí, escondido en su interior, y ella quería liberarlo. Quería recordarle que el amor, la vida y la risa merecían la pena. Que eran un tesoro-. Estamos casados, Adam. Mucha gente sueña con encontrar el fuego que compartimos.
– Los fuegos suelen apagarse muy deprisa.
– A veces -admitió ella-. Pero son fascinantes mientras están ardiendo.
– ¿No vas a hacer caso de lo que nadie te diga?
– No -admitió ella.
– Gracias a Dios.
Soltó sus muñecas y, sin decir una palabra, llevó la mano al cinturón de su bata. Lo soltó y abrió la bata para admirar su cuerpo desnudo.
Gina se estremeció cuando el aire nocturno besó su piel, pero el frío se disipó bajo la mirada ardiente de Adam. Sus pezones se tensaron, anhelando el roce de sus labios, de su boca. Él deslizó las manos por su cuerpo; la erótica fricción de las callosidades de sus dedos le abrasó la piel, encendiendo su deseo.
Ella dejó caer la cabeza hacia atrás, apoyándola en el poste de la valla. Adam la acarició desde el pecho a la entrepierna.
– Tu piel resplandece bajo la luna -dijo, inclinándose para capturar uno de sus pezones con la boca.
Ella gimió, se arqueó hacia él y puso una mano en su nuca. Él mordisqueó suavemente, rozando el pezón con los dientes. Gina contuvo el aliento mientras él succionaba, provocando oleadas de placer. Con cada movimiento, Gina sentía aún mayor ternura por ese hombre que intentaba mantenerla a distancia por su bien.
Contempló cómo su boca tentaba y atormentaba, alargando su placer como si estuviera dispuesto a saborearla toda la noche. Percibía su conexión con ella, a pesar de sus advertencias. Manos, labios, lengua y aliento la acariciaban con ternura, transmitiendo sentimientos.
Llevó las manos a sus hombros, disfrutando de su fuerza, de su cálida solidez. Cuando él levantó la cabeza, deseó llorar por la pérdida.
– Necesito tomarte -susurró él.
Gina se estremeció de pies a cabeza.
– Estás tomándome -dijo con una risa apagada.
Él sonrió y a ella se le desbocó el corazón. Esas sonrisas eran tan escasas, tan devastadoras, que la atraían más que nada.
– Quiero más -dijo él, bajando la cabeza por el resto de su cuerpo, apoyándola contra el poste. Ella rezó para no derribarlo con su peso.
– Sí, Adam -dos palabras quedas, casi perdidas en la oscuridad que los rodeaba y acunaba.
Él se arrodilló ante ella, abrió sus muslos y posó la boca en el mismo centro de su placer.
Gina gimió y se aferró a sus hombros, clavándole las uñas en la piel para estabilizarse. Pero mientras intentaba mantener el equilibrio, el mundo giraba locamente a su alrededor. Él lamió el húmedo y ardiente botón, quitándole el aliento.
«Increíble», pensó. Allí. Afuera. En el jardín, desnuda y dejando que Adam hiciera su voluntad con ella. Y deseando más, anhelando que la hiciera suya. La excitación de estar con él bajo las estrellas sólo incrementaba sus sensaciones.
Él la lamió una y otra vez, torturándola con las dulces e íntimas caricias que provocaban descargas eléctricas en su interior. Después alzó una de sus piernas y la puso sobre sus hombros. Gina tuvo que echar los brazos hacia atrás y agarrarse a la valla. Apenas podía respirar. Su mundo se había encogido y se reducía a Adam, ella y lo que él era capaz de hacerle sentir.
Sólo se oían sus gemidos y los movimientos de los caballos tras ellos. Gina alzó la vista hacia las estrellas, concentrándose en las sensaciones que experimentaba. La noche era amable y la magia de lo que Adam le estaba haciendo era casi más de lo que podía soportar.
Mientras sus labios y lengua seguían moviéndose, deslizó una mano alrededor de su cadera e introdujo un dedo, y luego otro, en su interior. Sus movimiento rítmicos y decididos hicieron que Gina empezara a temblar mientras un clímax devastador se preparaba para saltar como un muelle a presión.
Ella deseó que siguiera así para siempre. Deseaba el orgasmo, pero no quería que el momento acabara nunca.
Bajó la mirada hacia el hombre arrodillado ante ella y tragó saliva. Al observar lo que le hacía, ver su boca llevarla a alturas cada vez mayores, sintió que sus sensaciones se intensificaban aún más. No podía dejar de mirarlo. No podía desviar la vista mientras Adam la tomaba de la forma más íntima, como nunca la había tomado nadie.
Lo sentía dentro y fuera de ella. Su mente se rasgó como un velo y se convulsionó. Cuando llegó el primer torbellino de liberación, gritó su nombre con pasión. Se dejó llevar por la ola hasta que finalmente acabó; luego se derrumbó hacia él, que se levantó lentamente, sujetándola.
– Sabes dulce -dijo, inclinando la cabeza para besar sus labios, su mandíbula y cuello.
– Adam, eso ha sido… -dejó caer la frente contra su pecho, jadeando.
Su cuerpo seguía vibrando cuando él la abrazó. Al sentir la dureza pulsante de su erección en el abdomen, el deseo volvió, como un volcán en erupción.
Adam percibió su reacción. No había salido allí para hacer eso. Sólo la había seguido para comprobar si ocurría algo. Si ella estaba bien.
Había notado que dejaba la cama y se había forzado a dejarla ir. Pero unos minutos después la había seguido y, al encontrarla allí, a la luz de la luna, en su interior se había formado un nudo inmenso de lujuria, una bola de fuego.
La miró a los ojos y comprendió que era un momento peligroso. Sabía que ella daría importancia al encuentro, vería el lado romántico e imaginaría un futuro en común. Sin embargo, él ya le había advertido que no lo habría.
Ambos habían llegado al trato sabiendo lo que hacían. Él sólo hacía lo posible para cumplir su parte. Hacerle el amor era parte del trato. Sólo eso.
Lo único que podía ser.
Lo único que permitiría que fuera.
Sacudió la cabeza para alejar las preocupaciones y concentrarse en ese momento con ella. No cuestionaría ese fuego. Ni intentaría definirlo.
Tal y como había dicho Gina, tenían un «ahora».
Sin dejar de mirarla a los ojos, Adam desabrochó los dos últimos botones de sus vaqueros y liberó su miembro. Ella tragó aire y curvó los dedos a su alrededor. Le llegó el turno a Adam de jadear y sentir una fusión de tormento y placer.
Mientras ella deslizaba la mano arriba y abajo, él intentó mantener el control y supo que estaba perdiendo la partida.
Y que no le importaba.