Gina dio vueltas durante días a la conversación que había mantenido con Adam en el establo. Se obligaba a recordar no sólo el fuego de su beso, sino también los dardos de hielo de sus ojos.
Se preguntaba si llevaba meses engañándose. Aferrándose a un sueño infantil que no tenía base real. Tal vez hubiera llegado la hora de admitir la derrota y proteger su corazón antes de que quedara destrozado del todo.
Tiró de las riendas de Shadow, obligándola a seguir por el sendero que llevaba al cementerio de la familia King. Cuando llegaban, las nubes de tormenta, que llevaban viéndose en el horizonte todo el día, empezaron a moverse, cruzando el cielo como un ejército invasor.
La temperatura descendió en un instante y la luz del sol se apagó. Se levantó un frío viento y todo se volvió grisáceo. Shadow movió las patas inquieta, como si presintiera que se acercaba una tormenta y deseara volver a la cálida comodidad del establo.
Pero Gina tenía una misión y no regresaría a la casa antes de completarla. Se preguntaba cómo Adam había apartado de sí el recuerdo de su familia muerta. Con precisión quirúrgica, había extirpado esa parte de su pasado. No entendía qué clase de hombre podía hacer algo así.
El verano estaba dando paso al otoño. Pronto, los árboles que guardaban el cementerio se cubrirían de tonos dorados y rojos y sus hojas, mecidas por el viento, caerían al suelo creando una alfombra de color. Los días empezaban a acortarse.
Shadow relinchó, sacudió la cabeza y volvió a intentar salirse del sendero. Pero Gina quería enfrentarse al pasado que Adam había enterrado.
La verja de hierro que rodeaba el cementerio parecía desgastada por el tiempo, pero aún fuerte. Como si hubiera sido creada para durar generaciones, igual que la familia King.
Las buganvillas se enredaban por los barrotes y las flores fucsia y lavanda revoloteaban al viento. El pequeño cementerio, de principios del siglo XIX, estaba lleno de lápidas. En algunas, las letras grabadas se habían medio borrado por efecto del paso del tiempo y del clima. Las más recientes estaban rectas como palos, con la piedra aún brillante y el grabado profundo y claro, apenas estropeadas por el viento y la lluvia.
Gina desmontó, ató las riendas de Shadow a la verja y abrió la puerta. El chirrido del metal y el viento la pusieron nerviosa. Se sentía como si algo o alguien le estuviera advirtiendo que se alejara del hogar de los muertos y volviera al de los vivos.
Empezaron a caer las primeras gotas de lluvia helada, mojando su camisa y deslizándose por su cuello y espalda. Las hojas de los árboles crujieron, sonando casi como un grupo de gente susurrando y preguntándose qué iba a hacer.
Caminó con cuidado por la hierba mojada y se dirigió a la última fila de lápidas, la más reciente.
Los padres de Adam estaban allí, lado a lado, desde hacía más de diez años, cuando el avión privado en el que iban a San Francisco se estrelló. Había flores frescas sobre sus tumbas: rosas del jardín del rancho.
Pero Gina no había ido a ver a los padres de Adam. Quería ver las otras dos tumbas: Monica Cullen King y Jeremy Adam King.
También tenían flores. Rosas para Monica y margaritas para Jeremy. La lluvia creaba regueros sobre las superficies de granito y las placas de bronce. Gina sintió que el silencio la ahogaba. Allí yacía la familia que Adam no podía olvidar y no se permitía recordar. Allí estaba la razón de que viviera la vida a medias. El pasado que, de alguna manera, le ofrecía más de lo que podía ofrecerle un futuro con ella.
– ¿Cómo puedo hacer que me quiera? -preguntó, mirando una lápida y luego la otra-. ¿Cómo puedo hacerle ver que tener un futuro no implica eliminar el pasado?
Por supuesto, no hubo respuestas. Y de haberlas habido Gina habría salido del cementerio corriendo y gritando. Pero tuvo la sensación de que alguien escuchaba sus preguntas y entendía.
Apoyó una rodilla en el suelo, ante las tumbas gemelas, y sintió cómo el agua empapaba la tela vaquera. Apartó unas ramitas sueltas.
– Sé que os quería. Pero creo que también podría quererme a mí.
Miró la lápida de Jeremy y la inscripción del breve periodo que había vivido. Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar al sonriente niño.
– No es que quiera que os olvide. Sólo quiero…
Su voz se apagó y miró hacia el horizonte.
– Me he estado engañando, ¿verdad? No volverá a arriesgarse. No se arriesgará a amar porque ya ha pagado un precio muy alto.
El cielo se había vuelto negro y tenebroso y la lluvia empezó a caer a mares, empapándola por completo. El frío viento la rodeó, helándola hasta los huesos. Sin embargo, Gina supo que no todo se debía a la tormenta. También influía haber comprendido que lo que había anhelado no sucedería. Había llegado la hora de rendirse. No seguiría con un hombre sólo por la esperanza de que algún día llegara a quererla.
Era hora de librarse del diafragma.
Se puso en pie lentamente.
Adam estaba en el establo, ensillando su caballo, cuando Gina llegó al rancho, empapada y con un aspecto terrible. Se estaba preparando para salir a buscarla, aunque incluso él sabía que sería inútil. En un rancho del tamaño del suyo, podría haber tardado días en encontrarla. Pero iba a ir a buscarla porque no saber dónde estaba, si a salvo, herida o perdida, lo estaba volviendo loco.
Al verla sintió una mezcla de alivio y furia. Sin preocuparse por la lluvia, salió del establo y fue rápidamente hacia ella. La bajó del caballo y sujetó sus hombros con fuerza brutal.
– ¿Dónde diablos has estado? -le gritó, mirándola a los ojos-. Llevas horas fuera.
– Montando -dijo ella, soltándose. Se tambaleó un poco y miró a su alrededor, como si intentara recordar dónde estaba y cómo había llegado-. Estaba montando. Llegó la tormenta…
Su voz se apagó y se perdió entre el golpeteo de la lluvia y el ulular del viento. Se miró como si le sorprendiera estar empapada. El agua caía a mantas y no se veía nada a más de un metro.
Adam luchó por recuperar la legendaria calma que era habitual en su vida. Había estado volviéndose loco de preocupación. Llevaba dos horas observando el avance de la tormenta y buscando su silueta en el horizonte. Se sentía como si llevara todo el día corriendo. Exhausto y al borde del límite.
– Maldición, Gina, no salgas a montar sin decirle a alguien adonde vas -le apartó el pelo empapado de la frente-. Es un rancho muy grande. Podría ocurrirte algo, incluso siendo una jinete experta.
– Estoy bien -murmuró ella, limpiándose el agua de la cara con las manos. Encogió los hombros-. Deja de gritarme.
– Ni siquiera he empezado -le advirtió él, aún atenazado por la emoción que había sentido al verla llegar. Podría haberle ocurrido algo.
Una serpiente de cascabel podría haber asustado a su caballo. Podría haberla atacado un gato salvaje que bajara de la montaña buscando comida. Su yegua podía haber tropezado y haberse roto una pata, dejando a Gina aislada a kilómetros de distancia. Tenía el corazón acelerado y el cerebro en llamas. La ira que había controlado desde que descubrió que había salido sola se desbocó por completo.
La agarró por los brazos y la sacudió hasta que echó la cabeza atrás y sus grandes ojos dorados lo miraron a la cara.
– ¿Qué demonios era lo bastante importante para salir a montar avecinándose una tormenta?
– Es igual -ella parpadeó; la lluvia se deslizaba por su rostro como una cascada de lágrimas-. No lo entenderías.
– Vamos -se dio la vuelta y tiró de ella, en dirección a la casa. Habría sido mejor que le diera una bofetada, que negarse a decirle qué había hecho. No iba a seguir allí empapándose.
– Tengo que ocuparme de Shadow -protestó ella, forcejeando. No consiguió liberarse.
– ¿Ahora te preocupas por la yegua? -movió la cabeza-. Uno de los hombres se ocupará de ella.
– ¿Quieres soltarme, Adam? -discutió ella, clavando los talones en el suelo-. Puedo andar sola. Yo cuido de mí misma. Y de mi yegua.
– ¿Sí? -la miró de arriba abajo-. Parece que estás haciendo un gran trabajo, Gina -miró por encima del hombro y señaló con la mano-. Sam ya tiene a Shadow. La secará y le dará de comer. ¿Satisfecha?
Ella echó un vistazo. Observó cómo guiaban a su yegua al establo seco y caliente. La poca fuerza que le quedaba se desvaneció. Se tambaleó y a Adam le dio un vuelco el corazón. Había revolucionado su vida y acababa de hacerle gritar como un poseso cuando él no gritaba nunca.
– Vamos -masculló. Volvió a agarrarla y tiró de ella sin detenerse hasta llegar a la puerta. Abrió, se quitó el barro que pudo de los zapatos y entró en la casa-. ¡Esperanza!
La mujer mayor salió de la cocina al vestíbulo y corrió hacia Gina.
– ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado aquí? ¿Está bien, señorita Gina?
– Sí -dijo Gina, aún intentando librarse de la sujeción de Adam-. Lamento este desastre -añadió, señalando el agua y el barro que se deslizaban por el antes reluciente suelo.
– No importa, no importa -Esperanza miró a Adam con dureza-. ¿Qué le has hecho?
– ¿Yo?
– No -interrumpió Gina rápidamente-. No fue Adam. Me pilló la tormenta.
Aun así, Esperanza lanzó a Adam una mirada fulminante que decía con claridad: «Podrías haber evitado esto si lo hubieras intentado». A él le dio igual. No iba a quedarse allí parado defendiéndose mientras Gina se helaba hasta morir.
– Voy a llevarla arriba -dijo Adam, yendo hacia la escalera-. Nos vendrá bien algo caliente dentro de, digamos una hora. Tal vez un tazón de tu sopa de tortilla, si hay.
– Sí, sí -dijo Esperanza-. En una hora -chasqueó la lengua cuando Adam alzó a Gina en brazos y empezó a subir los escalones de dos en dos.
– Puedo andar -protestó ella.
– No digas una palabra más, ¿me oyes? -rugió él.
Cuando llegó arriba, echó un vistazo y vio que Esperanza estaba limpiando el desastre que habían dejado a su paso. Hora de volver a subirle el sueldo a su ama de llaves.
– Maldición, Adam, no soy una inválida -dijo Gina, golpeándole el pecho con una mano.
– No. Sólo estás loca -dijo él, yendo hacia el dormitorio. Entró y fue directo al cuarto de baño. Era una habitación enorme, alicatada con azulejos blancos y verdes, con lavabo doble, una ducha lo bastante grande para celebrar una orgía y un jacuzzi junto al mirador que daba a los espectaculares jardines traseros. En ese momento, con la lluvia chorreando por los cristales, la vista era una borrosa mezcla de gris y negro.
– Desnúdate -ordenó, dejándola en el suelo.
– No pienso hacerlo -replicó ella.
– Bien. Entonces lo haré yo por ti. Como si no supiera manejar tu cuerpo -llevó las manos a los botones de su camisa, pero Gina le dio un palmetazo. No muy fuerte, porque tiritaba y le castañeteaban los dientes-. Te valdría más esperar a tener algo de fuerza si quieres pelear -dijo él, cortante, inclinándose para abrir los grifos de la bañera. Puso el tapón y se volvió hacia ella-. Estás medio congelada -abrió la camisa de un tirón y se la quitó. Luego le desabrochó el sujetador. Gina se puso un brazo sobre los pechos, en un inútil ejercicio de modestia-. Es un poco tarde para los ataques de timidez, ¿no crees?
– No te quiero aquí -afirmó ella. Sus palabras habrían tenido más fuerza si no le temblara la voz.
– Peor para ti -se arrodilló ante ella y empezó a quitarle una bota-. ¿Qué diablos estabas pensando? ¿Por qué has salido hoy? Sabías que venía tormenta. Oíste el parte meteorológico.
– Creí que tendría tiempo -dijo ella poniendo una mano en la encimera para equilibrarse mientras él le alzaba un pie y luego el otro-. Necesitaba…
– ¿Qué? -la miró desde el suelo. Aún debatiéndose entre la furia y el alivio, gruñó-. ¿Qué necesitabas?
– Ya no importa -ella movió la cabeza.
Lo irritó que no le dijera lo que estaba pensando. Dónde había estado. Qué había puesto esa expresión devastada en sus ojos y su rostro. Quería… hacer que se sintiera mejor, maldita fuera. Se preguntó cuándo había empezado a preocuparle lo que ella pensaba, cómo se sentía. Y también cómo podía dejar de hacerlo.
Sacudiendo la cabeza, le quitó los calcetines y empezó a ocuparse de los pantalones. La tela vaquera estaba tan empapada que era difícil de manejar. Tuvo que esforzarse para conseguir bajárselos. Ella volvió a tiritar y Adam curvó los dedos para no acariciarla, para no calentarla con sus manos.
– Estás helada hasta los huesos -siseó.
– Creo que sí.
A sus espaldas, el agua caliente iba llenando la gigantesca bañera y el vapor empañaba los cristales, dejando fuera la noche y el mundo exterior.
– Métete -ordenó Adam.
– Antes vete de aquí.
– Ni lo sueñes -respondió él.
La alzó en brazos como si pesara menos que una pluma y la metió en la bañera. Gina tragó aire cuando el agua caliente tocó sus piernas heladas, pero un instante después se sentó y dejó que el calor la rodease, esperando que llegase también a su corazón.
Gina cerró los ojos y recostó la cabeza, centrándose en la deliciosa sensación del agua caliente alrededor de su cuerpo cansado, dolido y helado. Oyó a Adam pulsar el botón de los chorros de hidromasaje; un segundo después, notó cómo el agua masajeaba su maltratado cuerpo.
Sin duda era irritante, mandón y, en ese momento, el último ser del planeta con quien deseaba estar a solas, pero había tenido razón en lo del baño. Quiso agradecerle que hubiera encendido los chorros, pero cuando abrió los ojos vio que Adam se estaba desnudando.
– ¿Qué estás haciendo?
Él la miró con furia, se bajó los vaqueros y los dejó en el suelo, junto a la camisa mojada y las botas. Gotas de agua caían de su pelo y corrían por su torso desnudo.
– ¿A ti qué te parece?
– Sé bien lo que me parece -dijo ella, alejándose hasta el otro extremo de la bañera.
Su cuerpo empezaba a encenderse sólo con verlo. Era un imperativo biológico: ver a Adam desnudo y sentir un excitante cosquilleo.
Se preguntó si eso duraría para siempre.
Pensó que si podía aguantar sin verlo durante diez o quince años, seguramente llegaría a controlar la reacción. Pero en ese momento empezaba a sufrir el embate de sus hormonas, a pesar de las advertencias y predicciones negativas que le gritaba su cerebro.
Él entró en la bañera y se sentó frente a ella.
– Estaba preocupado -dijo.
Gina sintió una punzada de algo cálido y dulce durante un instante. Unas semanas antes, incluso unos días antes, habría adorado oír esas palabras de boca de Adam. Le habrían dado esperanza, haciéndole pensar que aún había una oportunidad para ellos.
Pero eso se había terminado.
Gina lo miró a los ojos y sólo pudo pensar que ya no era suficiente. La preocupación y el miedo a que estuviera herida habrían sido iguales en el caso de un vecino. O un conocido.
Ella quería más.
Y no iba a conseguirlo.
– Sigues teniendo frío -dijo él.
– Sí -admitió Gina. Era un frío intenso. El mayor que había sentido en toda su vida. Pensó que más le valía acostumbrarse a sentirlo.
– Eso puedo solucionarlo.
Adam se echó hacia delante, agarró sus brazos y tiró de ella, atrayéndola y estirando sus largas piernas en la bañera. La rodeó con los brazos y apoyó su cabeza en su pecho. Ella se acurrucó, escuchando el firme latido de su corazón.
– No vuelvas a hacerme algo así -dijo él.
Los chorros de agua caliente le golpeaban la espalda mientras Adam acariciaba su piel. Tuvo la fugaz sensación de que él le había besado la cabeza, pero la rechazó, convencida de que eran imaginaciones suyas.
– No lo haré -contestó.
No tendría muchas más oportunidades de preocuparlo. Su tiempo en el rancho King estaba llegando a su término. Y cuando se marchara, Adam no volvería a pensar en ella. Tendría lo que quería: el terreno que devolvería al rancho King su tamaño original.
Pasados unos meses, ella no sería más que un recuerdo inconveniente. Tal vez cuando paseara por ese terreno que tanto le había costado conseguir pensaría en ella. Tal vez se preguntaría qué estaba haciendo o dónde estaba. Pero luego desecharía el pensamiento y lo aparcaría lejos de su memoria, igual que había hecho con el recuerdo de Monica y Jeremy.
– Al menos llévate el teléfono móvil la próxima vez -dijo Adam, deslizando sus manos curtidas por su espalda, creando un contrapunto ideal a los chorros de agua caliente-. Casi me vuelvo loco cuando te llamé y oí el teléfono sonar aquí arriba.
– Lo haré.
Lo cierto era que no había estado pensando a derechas cuando salió del rancho, o le habría dicho a alguien dónde iba. Sabía que podía haber un accidente en cualquier momento, y encontrar a alguien en aquel rancho llevaría semanas de búsqueda. No se había llevado el móvil porque no había querido que nadie interfiriera en su viaje al pasado de Adam.
– Maldición, Gina… -esa vez sonó casi como un gruñido. Gina captó la necesidad en ella, sintió el pálpito de su erección bajo su cuerpo.
Él se tensó, su corazón se aceleró y, segundos después, las caricias de sus manos transmitieron más deseo que ternura.
– Podría haberte pasado algo -murmuró, alzando su rostro. Inclinó la cabeza y la besó larga y profundamente. Su lengua acarició el interior de su boca y su aliento le acarició la mejilla. Ambos gimieron al mismo tiempo.
Gina se acercó más a Adam. Él estaba duro y dispuesto. Se le aceleró la respiración cuando ella deslizó una pierna por encima de su vientre. Llevó las manos a su cintura y la colocó sobre él. Sus ojos se encontraron y Gina sintió cómo se introducía lentamente en ella. La llenó y se deleitó con la sensación. Intentó grabarla a fuego en su memoria, para no olvidar nunca la sensación de sus manos en su piel mojada. Su olor. El sabor de su beso.
Sabía que sin el obstáculo del diafragma pronto estaría embarazada. Sabía que, mientras la tocaba, mientras sus cuerpos se fundían en uno, en realidad empezaban a separarse.
Sabía que cada caricia a partir de esa noche equivaldría a un silencioso adiós.
Dos meses después, Adam estaba en su despacho revisando los informes de sus corredores de Bolsa y las proyecciones de varias pequeñas empresas en las que el rancho King tenía participación de negocio. Se encerraba allí al menos un día a la semana, revisando las montañas de papeles que generaba una corporación tan inmensa como la suya.
El despacho no había cambiado mucho desde los tiempos de su abuelo. Las paredes eran de color verde bosque. Había estanterías de suelo a techo en dos de las paredes y un ventanal que daba a la ancha pradera que había ante la casa. En un rincón había un mueble bar de caoba y un cuadro, copia de uno de Manet y favorito de su madre, ocultaba tras él un televisor de plasma de cincuenta pulgadas. Había dos sofás enfrentados, listos para que alguien se sentara en ellos y mantuviera una conversación, además de dos enormes sillones de cuero rojizo. También había una enorme chimenea de piedra.
Era su santuario. Nadie entraba allí excepto Esperanza, y sólo para limpiar. Absorto en las columnas de cifras y sugerencias, ni siquiera notó que la puerta del despacho se abría lentamente.
Pero sí la oyó cerrarse.
– No tengo hambre, Esperanza -dijo, sin alzar la cabeza-. Pero me iría bien algo de café, si hay.
– Lo siento -dijo Gina-, no nos queda.
Sorprendido, Adam alzó la cabeza y la vio echar un vistazo a la única habitación de la casa en la que nunca había estado. Llevaba unos vaqueros gastados, una camiseta roja de manga larga y botas que parecían tan viejas como el rancho. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo baja y ni una pizca de maquillaje. Sin embargo, sus ojos dorados parecían llenos de fuego y emoción; Adam supo que nunca había visto una mujer tan bella en su vida.
Sintió la ya familiar descarga eléctrica que recorría su cuerpo cada vez que la observaba. Su sexo se puso duro como el granito. Llevaban meses casados y seguía sin haberse inmunizado a su presencia.
Irritado por ese pensamiento, bajó la vista al montón de papeles que tenía ante él.
– No sabía que eras tú, Gina. Estoy ocupado ahora mismo. ¿Necesitas algo?
– No -respondió ella con suavidad, cruzando la espesa alfombra oriental hacia el escritorio de roble que había pertenecido a su padre-. Ya me has dado cuanto necesito.
– ¿Qué? -alzó la vista de nuevo. Su tono solemne le había llamado la atención. Se fijó en la sonrisa triste que curvaba su boca y en el brillo húmedo de sus ojos-. ¿De qué estás hablando? -preguntó, poniéndose en pie-. ¿Algo va mal?
Ella negó con la cabeza, se limpió una lágrima solitaria que había escapado de un ojo y se deslizaba por su mejilla y sacó un papel doblado del bolsillo trasero.
– No, Adam. Nada va mal. De hecho, todo va de maravilla.
– ¿Entonces…?
Ella le entregó el papel y observó cómo lo desdoblaba cuidadosamente. Lo primero que vio Adam fue una palabra impresa en color negro: Embarazo.
Sus dedos se tensaron sobre el papel, haciendo que crujiera. Eso sólo podía significar… la miró de nuevo.
– ¿Estás embarazada?
Ella le ofreció una sonrisa que no llegó a brillar en sus ojos.
– Lo estoy. Me hice una prueba de embarazo en casa y ayer fui al médico a confirmarla -inspiró profundamente-. Estoy de unas seis semanas. Parece que todo va bien.
Gina. Embarazada de él. Una emoción que no deseaba y que se negó a reconocer destelló en su mente. Bajó la mirada hacia su vientre plano, como si pudiera atravesar la piel y ver el diminuto ser que crecía en su interior. Un niño. Su hijo. Esperó que llegara la cuchillada de dolor, pero no llegó y no supo cómo interpretarlo.
– Enhorabuena, Adam -Gina interrumpió sus pensamientos con su voz queda y, en cierto modo, desgarrada-. Hiciste un buen trabajo. Cumpliste tu parte del trato. Ahora tienes la tierra que querías y el pacto queda cumplido.
– Sí -Adam pasó los dedos sobre el papel y supo que debería sentir una gran satisfacción. Plenitud.
Llevaba cinco años entregado a recuperar los últimos trozos de su rancho. Y lo había conseguido. Tenía en sus manos la escritura de la última parcela y sentía… nada.
– He hecho el equipaje -estaba diciendo Gina. Adam arrugó la frente y alzó la vista de nuevo.
– ¿Te marchas? ¿Ya?
– No tiene sentido quedarme más tiempo, ¿no? -su voz se agudizó y subió de volumen.
– No -Adam miró de nuevo el papel. Gina se marchaba. El matrimonio había terminado-. No tiene sentido.
– Adam, hay una cosa más -tomó aire y lo soltó de golpe-. Algo que deberías saber antes de que me vaya. Te quiero, Adam.
Él se desequilibró un poco, como si esas tres palabras hubieran sido un puñetazo. Lo quería y se marchaba. Se preguntó por qué era incapaz de hablar. Por qué no podía siquiera pensar.
– Siempre te quise -admitió ella, y se limpió otra lágrima con gesto impaciente-. No tienes que decir ni hacer nada, así que no lo intentes, ¿vale? No creo que ninguno de los dos pudiera soportarlo -sonrió débilmente, pero Adam captó el temblor de su labio inferior.
Empezó a rodear el escritorio, sin saber qué iba a decir o hacer, pero con la certeza de que debía actuar. Ella lo detuvo alzando una mano y retrocediendo.
– No, por favor -movió la cabeza-. No me toques y no seas amable -soltó una risa que sonó como cristales rompiéndose-. Dios, no seas amable. También quería decirte que no me quedaré en Birkfield. Me voy. Mañana.
– ¿Te vas? ¿Adónde? ¿Cuánto tiempo? ¿Por qué?
– Me traslado a Colorado -esbozó otra sonrisa poco convencida-. Voy a vivir con mi hermano Nick y su familia hasta que encuentre un lugar que me interese -mientras hablaba, retrocedía hacia la puerta sin dejar de mirarlo, como si temiera que intentase retenerla-. No puedo quedarme aquí, Adam. No puedo criar a mi hijo tan cerca de un padre que no lo quiere. No puedo estar cerca de ti sabiendo que nunca te tendré. Necesito algo nuevo, Adam. Mi bebé se merece ser feliz. Y yo también.
– Gina, me estás lanzando todo esto demasiado deprisa. ¿Qué diablos se supone que debería hacer al respecto?
– Nada, Adam -cerró la mano sobre el pomo de la puerta-. Esto no tiene que ver contigo. Así que… adiós.
Gina iba a cambiar toda su vida por culpa de él. Se sentía como un canalla, pero no era capaz de decirlo en voz alta. Ella no tendría que verse obligada a marcharse. Abandonar el hogar que amaba por culpa de él.
– Gina, maldita sea…
– Es como tiene que ser, Adam -movió la cabeza-. Te deseo lo mejor. Espero que te vaya muy bien en la vida.
Se marchó y Adam se quedó solo.
Justo como había querido.