Todo fue muy rápido después de eso.
Unos días después, Adam obtuvo la licencia matrimonial; por lo visto, ser uno de los hombres más ricos de California tenía sus ventajas. Adam tenía prisa por cerrar el trato, así que no hubo tiempo para celebrar la gran boda con la que siempre había soñado la madre de Gina.
En vez de eso, Adam, Gina y sus padres fueron a Las Vegas en uno de los jets de los King.
– No es exactamente la boda con la que sueñan las niñas de pequeñas -susurró Gina para sí, mirando el lujoso jardín interior en el que se estaba celebrando la ceremonia.
Las paredes estaban pintadas de color azul cielo, salpicado de algodonosas nubes blancas. Había altos pedestales con elegantes ramos de flores de seda y la alfombra blanca que llevaba hasta el altar aún dejaba entrever las pisadas de la pareja que acababa de casarse. Por los altavoces sonaba música clásica. Gina apretó con fuerza el ramo de novia, cortesía de la casa.
Se alegró de haber insistido en hacer algunas compras previas en San José. Se sentía muy guapa con el vestido amarillo intenso que lucía y eso le daba fuerzas y confianza en sí misma.
– ¿Estás segura de esto, Gina?
Ella volvió la cabeza hacia su padre y tragó saliva antes de contestar:
– Sí, papá. Estoy segura.
Por supuesto que lo estaba. Llevaba enamorada de Adam King desde siempre. Hacía años que soñaba con ese día. Cierto que, en esos sueños, Adam también la amaba a ella. El novio sonreía feliz, rodeado por sus hermanos, y miraba a Gina con ojos llenos de deseo.
Así que la realidad era un poco decepcionante. Aun así, iba a casarse con Adam. Miró hacia el altar, donde esperaba el novio.
Era un trato de negocios, desde luego. Adam iba a conseguir su tierra y, ella, el bebé que anhelaba. Pero en los últimos días había empezado a imaginar un final algo distinto. Si estaba dispuesta a arriesgar su corazón, tal vez pudiera conseguir lo que siempre había deseado.
Sólo tenía que encontrar la manera de derrumbar las defensas de Adam. Se le encogió el estómago al pensarlo. Habiendo llegado tan lejos, tenía sentido ir un paso más allá. Sólo necesitaba tiempo. Estaba segura de que, una vez estuvieran casados, él vería la verdad que ella siempre había sabido: que podían ser una gran pareja.
Tragó aire cuando ese pensamiento cruzó su cerebro, provocándole una descarga de adrenalina.
– No tienes buena cara, cielo -dijo su padre.
– Estoy bien, papá. En serio. ¿Ves? -le ofreció una sonrisa esplendorosa que, por suerte, a su padre no le pareció forzada-. Acabemos con esto, ¿de acuerdo?
– Sí -dijo él-. Tu madre parece angustiada.
Gina la miró de reojo y pensó que era verdad. Tenía aspecto de querer echarle a Adam un sermón sobre cómo tratar a su hija. Mejor evitarlo. Teresa Torino ya estaba bastante irritada con la idea de que Gina se casara con un hombre que, en su opinión, no la quería.
El cuarteto de cuerda empezó a tocar la Marcha nupcial. Gina, con el estómago hecho un nudo, inició el camino hacia el altar, del brazo de su padre.
Cada paso la alejaba de la vida que conocía y la acercaba a la que siempre había deseado.
Los ojos chocolate oscuro de Adam contemplaron su avance. Tenía el rostro tenso y sus labios no se curvaron con la sonrisa que ella había esperado. Su mirada era firme, pero inexpresiva. Gina deseó que la de ella tampoco desvelara sus emociones y pensamientos.
Ya en el altar, Sal puso la mano de Gina en la de Adam y se retiró para reunirse con su esposa.
Adam le ofreció una leve sonrisa que no palió en absoluto la indiferencia de sus rasgos.
El pastor empezó a hablar, pero ella sólo oía el tronar de su corazón. Sin embargo, captó las palabras más importantes. Las que cambiarían su vida, al menos, por un tiempo.
– Sí, quiero -dijo Adam. Gina se estremeció con el impacto de esas dos palabras.
Luego llegó su turno. Notó la enorme mano de Adam sobre la suya y se concentró en el pastor. Era su última oportunidad de dar marcha atrás. O el principio de la apuesta más grande de su vida.
El pastor dejó de hablar y siguió una larga pausa. El silencio en la capilla le pareció atronador. Notó que Adam la observaba, esperando su respuesta.
– Sí, quiero -dijo por fin. Fue como si la sala tomara aire y lo soltara de golpe, con alivio.
Adam le puso un anillo en el dedo y, mientras el pastor finalizaba la breve ceremonia, Gina miró su mano. Una ancha banda de oro brilló ante sus ojos. No había piedras engarzadas ni ningún detalle grabado que proclamase un vínculo compartido por dos personas.
Era una alianza sencilla.
Impersonal.
Como su matrimonio.
Entonces Adam le puso la mano en los hombros, la atrajo y le dio un beso rápido y firme, sellando el trato que Gina deseó no acabara convirtiéndose en una pesadilla para ambos.
Por primera vez en demasiado tiempo, Adam se sentía como si hubiera perdido el control de una situación. Y no le gustaba nada.
Sin embargo, allí estaba, en la suite presidencial de Dreams, el hotel más nuevo y opulento de Las Vegas, esperando a que su esposa se reuniera con él.
– Esposa -movió la cabeza y se sirvió una copa del champán que había refrescándose en una cubitera de plata, sobre la mesa del balcón privado de la suite. Si había un momento en el que un hombre necesitara un trago, era ése.
Tomó un sorbo y miró la panorámica. En la distancia se veía la sombra púrpura de las montañas, coronadas por las primeras estrellas que se encendían en el cielo nocturno. El ocaso aún teñía de anaranjado el horizonte. En las calles, montones de luces de colores brillaban como joyas en un cofre del tesoro.
Vista desde una trigésima planta, Las Vegas era una belleza. Adam sabía que de cerca era mucho más fácil percibir los fallos y fealdades de la ciudad. Algo muy parecido a lo que sucedía con su matrimonio. Tomó un largo sorbo del frío y burbujeante vino. Desde la distancia, la gente asumiría que Gina y él se habían entregado a la pasión. Sólo ellos sabrían la fría y dura verdad.
– Que eres un tipo duro y desalmado -masculló para sí-. Dispuesto a utilizar a una mujer para conseguir lo que deseas. Dispuesto a crear un nuevo ser y alejarte de él sin pensarlo dos veces.
Sorprendentemente, ese toque de realidad molestó a Adam más de lo que había esperado. Se frotó la mandíbula y dejó que su vista se perdiera en la noche, recordándose que la idea había sido de Gina. Ella no era una víctima, sino una parte interesada.
Sonó su teléfono móvil y Adam lo agarró, agradeciendo tener algo que lo distrajera de sus pensamientos. Resopló al mirar la pantalla.
– ¿Qué ocurre, Travis? -preguntó.
– ¿Qué ocurre? -repitió su hermano-. ¿Estás de broma? Acabo de hablar con Esperanza y me ha dicho que estabas en Las Vegas, casándote.
Adam suspiró. Su ama de llaves era una bocazas.
– Es cierto.
– Con Gina.
– Correcto.
– ¿Acaso mi invitación se perdió en el correo? -exigió Travis.
Adam dejó la copa sobre la barandilla de piedra y metió la mano libre en el bolsillo.
– Ha sido una ceremonia íntima.
– ¿Sí? He oído que sus padres estuvieron allí.
– Ya no están. El jet los llevó de vuelta a casa esta tarde.
– Ya. ¿Alguna razón para que no desearas que asistiera tu familia?
– No es lo que piensas.
– ¿En serio? Porque lo que pienso es que te has casado con una cría a la que conocemos de toda la vida sin molestarte en decírselo a tus hermanos.
– No es una cría -aseveró Adam-. Hace mucho que dejó de serlo. ¿Desde cuándo os informo a Jackson y a ti de mis movimientos?
– No lo haces -contraatacó Travis-. Pero algo me huele mal, Adam. Esta boda tuya, ¿no tendrá nada que ver con esa maldita parcela?
Siguió un largo silencio, mientras Adam intentaba controlar un arranque de mal genio.
– Eres un auténtico bastardo, ¿es eso? -masculló Travis.
– Ella sabía lo que hacía -Adam llevaba repitiéndose eso mismo desde el momento en que aceptó la propuesta de Gina.
– Lo dudo.
Adam sacó la mano del bolsillo y se mesó el cabello. Miró a su espalda para comprobar que Gina no hubiera salido del cuarto de baño.
– La verdad, Travis, nadie diría que tú eres un paladín del buen trato a las mujeres.
– Eso no viene al caso -le espetó su hermano.
– Claro que viene al caso. Yo no te digo que dejes de lucirte con jovencitas por ahí, ni que evites a los malditos paparazzi que te siguen a todas partes. Así que no te metas en mi vida, hermanito.
– Si le haces daño a Gina, su padre convertirá tu vida en un infierno -le advirtió Travis.
– ¿Esa vida que ahora es un lecho de rosas?
– Maldición, Adam -suspiró su hermano-. ¿Cuándo diablos te volviste tan frío?
– ¿Cuándo no lo fui? -Adam cerró el teléfono antes de que Travis volviera a hablar. Después lo apagó para que Jackson no pudiera llamarlo. No necesitaba escuchar lo que pensaban sus hermanos. Lo sabía. Y le importaba muy poco.
Gina y él eran adultos. Su matrimonio, fuera como fuera, era sólo asunto suyo.
– Vaya -dijo Gina, a su espalda-. Tienes aspecto de querer morder a alguien.
Él se dio la vuelta, asumiendo la expresión serena e inescrutable que utilizaba con todo el mundo, excepto con sus hermanos. Pero, aunque luchó por distanciarse, verla provocó una llamarada de lujuria en su bajo vientre.
Iluminada por la tenue luz del balcón, parecía casi de otro mundo. El camisón era corto, le llegaba a medio muslo. El tejido de satén, de color rojo oscuro, se pegaba a su piel, dibujando cada curva y exponiendo unas piernas interminables. La parte superior era de encaje y recogía sus senos como las manos de un amante. El cabello colgaba suelto sobre sus hombros, en una cascada de rizos revueltos. Olía a gloria, a melocotones y flores, y la sonrisa que le ofreció fue incitante y nerviosa al mismo tiempo.
– Estás bellísima -dijo.
– Me siento ridícula -su sonrisa se ensanchó.
Se puso una mano sobre el estómago, como si intentara apaciguar un revoloteo interno, y Adam se preguntó si estaría arrepintiéndose de haber hecho la oferta que los había llevado allí.
Le sirvió una copa de champán y se la ofreció. Sus dedos se rozaron y él sintió que le abrasaban la piel. Decidió ignorar la sensación.
– ¿Por qué ridícula?
Ella encogió los hombros y señaló el camisón.
– Me compré esto especialmente para esta noche y supongo que fue una tontería. No es que sea una noche de bodas normal, ¿verdad?
– No -concedió él. No podía dejar de mirarla. La curva de sus senos. La forma de sus pezones, apretándose contra el encaje-. No lo es. Pero sí es el principio de nuestro trato.
– Cierto -tomó un sorbo de champán. Después se lamió el labio inferior y Adam sintió que todo él se tensaba.
– Y, por lo que a mí respecta, te aseguro que aprecio tu talento haciendo compras.
Los ojos de ella se agrandaron y sonrió.
– Gracias -salió al balcón y admiró la vista-. Es una maravilla, ¿verdad?
– Sí que lo es -dijo él. Pero no miraba el desierto iluminado por luces de neón y las montañas en el horizonte. La miraba a ella. Tomó otro sorbo de champán, a ver si el vino helado le refrescaba la sangre un poco. No tuvo suerte.
– Gracias por traer a mis padres hasta aquí y devolverlos a casa -dijo ella, volviendo la cabeza para mirarlo por encima del hombro.
Él hizo un gesto de indiferencia. No le había importado llevar a Sal y a Teresa con ellos, pero tampoco verlos marchar. Sobre todo a Teresa. La mujer lo había taladrado con la mirada durante todo el día.
– Me pareció importante que estuvieran aquí contigo.
– ¿Pero no que estuvieran tus hermanos?
– Pensé que sería más fácil para todos mantener las cosas simples -se apoyó en la barandilla de piedra.
– Ya. Simples. ¿Lo saben?
– ¿Lo nuestro? -preguntó él. Ella asintió-. Ahora sí. Esperanza se lo ha dicho.
– ¿Cómo se lo han tomado?
Él la miró y mintió. No le importaba lo más mínimo lo que pensaran sus hermanos.
– Bien. Hablé con Travis hace unos minutos.
Llegó un golpe de brisa del desierto y Gina se estremeció.
– Tienes frío.
– Un poco.
Él dejó la copa en la mesa y fue hacia ella. Una distancia muy corta, pero Adam tuvo la sensación de medir cada paso. Estaba a punto de sellar el trato. No habría vuelta atrás. Y si a la mañana siguiente se despertaba arrepintiéndose de lo que hubiera hecho esa noche, tendría que aguantarse. Estaba más que acostumbrado a vivir con realidades incómodas.
– Ven aquí -la rodeó con los brazos y atrajo su espalda hacia él. El calor se introdujo en sus huesos, atizando el fuego de su sangre. Adam sintió una dulce oleada de deseo y apretó los dientes para mantener el control. No podía dejarse llevar por su entrepierna. Una cosa era el trato y, otra, perder el control. Eso no estaba dispuesto a hacerlo nunca.
– Adam -musitó Gina, tan bajo que le costó entenderla-. Sé que esto fue idea mía pero, de repente, no sé qué hacer ahora.
– Haremos lo que habíamos planeado. Concebir un bebé juntos.
Ella se estremeció y se apretó contra él.
– Sí. Es decir, de eso se trata esto. Entonces -se volvió hacia él y lo miró a los ojos-, no tiene sentido perder el tiempo, ¿verdad?
Alzó los brazos y rodeó su cuello. Luego se puso de puntillas y lo besó. El roce suave y casi tímido de su boca iluminó el interior de Adam con más fuerza que las luces de neón que se extendían bajo ellos.
Llevaba cinco años solo. Rechazando deseos y necesidades para los que no tenía tiempo ni paciencia. Ya no tenía razón para controlarse. Así que no lo hizo. La rodeó con los brazos, la apretó contra sí y apresó su boca con toda la pasión contenida que empezaba a desatarse en él.
Ella gimió levemente cuando entreabrió sus labios con la lengua y probó su sabor. Luego suspiró, avivando el fuego que surcaba sus venas. Apretó sus caderas contra las de él, anhelante.
Una y otra vez, su lengua la asaltó, reclamando, exigiendo. Olvidó el control y se rindió a las oleadas de deseo que lo invadían. Deslizó las manos por su espalda, tocando sus nalgas, acariciando su columna y enredando los dedos en la espesa masa de rizos oscuros.
Su aroma lo llenó y su sabor inflamó sus sentidos. Anhelaba sentirla bajo su cuerpo. Apartó la boca, como un hombre que necesitaba aire para no ahogarse.
Ella echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo del desierto, mientras la boca de Adam recorría su cuello besando, lamiendo y mordisqueando. Se sentía como un festín ante un hombre hambriento.
Se sentía necesitada. Deseada.
Anheló sentirse también amada.
Cuando ese pensamiento surgió en su mente, lo desechó. Por el momento bastaba con que amara ella. Quería más, lo quería todo. Al día siguiente empezaría la simulación de matrimonio acordada. Pero ésa era su noche de bodas y quería recordar cada segundo.
Gimió cuando Adam la alzó en brazos. Sonrió y miró sus ojos oscuros; no vio en ellos ni un atisbo, de humor o calidez. Sólo necesidad.
Eso la entristeció un poco, pero luchó contra la sensación y tomó su rostro entre las manos.
– Podremos hacerlo, ¿verdad?
– Oh, vamos a hacerlo, Gina -sus labios se curvaron-. Ahora mismo.
Ella sintió una deliciosa espiral de deseo que espesaba su sangre. Inspiró profundamente mientras él la llevaba a la suite.
– No me refería al sexo, Adam. Me refería a nuestro trato.
– ¿Empiezas a tener dudas? -se detuvo junto a la puerta y la miró.
– No -mintió ella-. Sólo quería asegurarme de que no las tenías tú.
– Cuando hago un trato, lo cumplo -replicó él, deslizando la mano por su muslo.
– Por supuesto -asintió ella, bajando una mano hacia su pecho. Sintió el fuerte latido de su corazón bajo la palma y supo que no estaba tan tranquilo como quería aparentar-. Yo también.
– Me alegro. ¿Qué te parece si empezamos a ocuparnos del negocio?
– Que tal vez me resultaría más fácil si no lo llamáramos negocio -dijo ella, desabotonándole la camisa. Él movió la cabeza de lado a lado.
– Es un negocio, Gina. Nada más -la devoró con los ojos-. No te engañes. No creas que es un matrimonio auténtico. Sólo acabarías sufriendo.
Gina pensó que no había nada equiparable a un poco de cruda y fría realidad en ese momento. Adam quería asegurarse de que no se entregara demasiado, y tal vez de que no hubiera rencores cuando el trato acabara.
A Gina le pareció bien. Él podía pensar lo que quisiera. Ella se reservaría sus pensamientos. Sus sueños seguirían escondidos bajo llave en su corazón. Tenía al hombre al que siempre había deseado y no iba a permitir que sus dudas y miedos respecto al futuro arruinaran la noche que llevaba esperando toda la vida.