Capitulo 10

Matt se detuvo de golpe, como si se hubiera topado con un muro de ladrillos, y mientras veía a Jilly caminar detrás del camarero, no podía quitarse de la cabeza que acababa de decirle que no llevaba ropa interior.

Sin pensar, centró la mirada en el trasero de su compañera. La visión de aquellas curvas era tan arrebatadora, que sintió que, si no cerraba rápidamente los ojos, se iba a derretir en medio del salón.

Estaba tan embelesado, que tuvo que hacer un esfuerzo para seguir caminando. Entretanto, se rió por haber creído que podía tener la última palabra. No sólo había olvidado a quién se enfrentaba, sino que ella le había asestado uno de sus mejores golpes. Lo había dejado sin habla y completamente fuera de juego.

Decidió que lo mejor era dejar de lado esos pensamientos y apartar los ojos del trasero de Jilly. De modo que apuró el paso para alcanzarla y centró su atención en la mesa de la esquina, donde Jack los esperaba sentado frente a una mujer rubia. Matt supuso que se trataba de la nueva amante de su cliente. Aunque le parecía un desatino que la hubiera incluido en su cena de negocios, no podía hacer nada al respecto. Además, quizá fuera mejor así. Cuanta más gente hubiese y más variada fuese la conversación, menos pensaría en la posibilidad de que, en efecto, Jilly no llevara ropa interior.

Cuando por fin llegaron a la mesa, Jack se levantó para saludarlos y presentarles a su nueva amiga, Carol Webber. Era una rubia muy atractiva que apenas superaría los treinta años. Una vez que Jilly y Matt se sentaron, Jack preguntó:

– ¿Qué han hecho durante el día?

– Hemos ido de compras y hemos visitado una bodega -dijo Jilly, con una sonrisa.

– Veo que no se han matado mutuamente -bromeó el cliente-. Eso es toda una hazaña para dos competidores.

– Estuvimos a punto de hacerlo un par de veces -contestó Jilly-, pero gracias a mi limpieza de cutis y al masaje de Matt de esta tarde, hemos conseguido aplacar los ánimos.

– Estoy maravillada con el salón de belleza de este hotel -comentó Carol-. Ayer me hice una limpieza de cutis y todavía me siento fresca y relajada.

– Yo también me siento fresca y relajada – afirmó la publicista.

Jilly estaba mirando a Carol. Su tono de voz era muy natural, aunque Matt sabía que él era el verdadero destinatario de esas palabras. Sin embargo, él no estaba relajado. Bien por el contrario, estaba tenso, incómodo y molesto. No quería quedar como un tonto delante del hombre al que pretendía venderle una campaña publicitaria, pero no se le ocurría nada interesante que decir porque no conseguía dejar de pensar en el cuerpo de Jilly. Desde que era adolescente no se sentía tan vulnerable frente a una mujer. Y no sólo se trataba de su nulidad mental. El mayor problema era que su pene estaba absolutamente descontrolado.

Era algo que le venía ocurriendo desde el viernes, cerca de las tres de la madrugada, cuando vio a Jilly a desnuda por primera vez.

Estaba desesperado, tenía que encontrar el modo de borrarla de su mente, al menos durante la cena. Respiró hondo y se esforzó por participar de la charla.

– ¿Habéis disfrutado del viaje a Orient Point? -atinó a decir.

Acto seguido, Jack y Carol iniciaron un prolongado relato de su día y Matt se sintió aliviado al ver que su plan había funcionado y que, al menos de momento, la charla no le demandaba más que asentir y hacer algún comentario sin importancia. La conversación giró hacia la comida, los cuatro decidieron elegir sus platos. Entonces Matt comenzó a relajarse.

Después de que el camarero les tomara la orden, se volvió hacia Carol y le preguntó:

– ¿A qué te dedicas?

– Soy enfermera -respondió ella-. Jack me ha dicho que vosotros trabajáis en publicidad y que, actualmente, estáis compitiendo por la nueva campaña de su empresa. Imagino que será una situación complicada.

– Definitivamente -confirmó él.

– Ambos sois muy creativos -dijo Carol, con una sonrisa-. Jack me ha contado vuestras propuestas y las dos me han parecido brillantes. No quisiera estar en su lugar porque yo sería incapaz de optar por una.

Matt miró a Jilly de reojo y se tranquilizó al verle la expresión. Algo había cambiado entre ellos y, aunque no alcanzaba a definir de qué se trataba, sabía que ambos habían abandonado el enfrentamiento profesional. De hecho, debería haber aprovechado el comentario de Carol para subrayar los motivos por los que Jack debía elegir su propuesta y, sin embargo, se limitó a sonreír sin decir una palabra.

– Ya que hablamos de elecciones -intervino Jack-, necesito elegir entre darme un baño con fango o con algas marinas por la mañana, antes de regresar a la ciudad. ¿Alguno sabe algo del tema para aconsejarme al respecto?

La conversación comenzó a girar en torno a temas que no tenían que ver con el trabajo y Matt tuvo que hacer un esfuerzo de concentración para poder participar. Lo estaba haciendo muy bien hasta que, de pronto, sintió que algo le rozaba la entrepierna. Como la mesa era bastante pequeña, se limitó a mover la pierna con sutileza mientras seguía escuchando lo que contaba Carol sobre un crucero al Caribe que había hecho el año anterior. Pero segundos más tarde, volvió a sentir el roce y está vez tuvo la certeza de que se trataba de un pie descalzo subiendo por su pantorrilla.

Se quedó paralizado y, por la impresión, casi escupió el pedazo de pollo que tenía en la boca. Miró a Jilly con los ojos desorbitados y vio que era la inocencia personificada. Estaba ligeramente sonrojada aunque el rubor podía deberse a que las anécdotas de Carol estaban cargadas de detalles íntimos que incomodarían a cualquiera.

Matt intentó mover la pierna de nuevo, pero no tenía mucho espacio para maniobrar y ella era demasiado persistente con sus caricias.

Las tácticas de Jilly le provocaban una mezcla de irritación y deseo. Claramente, ella había roto el acuerdo de mantener las distancias durante la cena y, aunque no podía negar que disfrutaba de sus atenciones, le molestaba que le jugara sucio.

Trató de reprenderla con la mirada, pero ella seguía atenta al relato de Carol. Movió la pierna una vez más, pero no consiguió librarse del acoso que, para entonces, ya estaba bordeándole los muslos.

Cada segundo que pasaba, se sentía más enfadado. Si Jilly quería hacer trampa, él también lo haría.

De repente, ella empujó la silla hacia atrás y se puso de pie. Le lanzó una mirada fulminante a su compañero y murmuró:

– Vais a tener que disculparme, pero necesito y al cuarto de baño.

Matt contó mentalmente hasta diez y se levantó del asiento.

– Perdón, pero también necesito ir al servicio -dijo.

Acto seguido, caminó despacio hacia el pasillo por el que había salido Jilly, dobló hacia la derecha y encontró los cuartos de baño. Ella estaba parada en una de las puertas, con las manos en la cintura y el ceño fruncido.

– ¿Qué demonios estabas haciendo? -dijo, visiblemente irritada.

Él la miró sorprendido.

– ¿Yo? -exclamó.

– Sí, tú. Habíamos acordado que esta era una cena de negocios…

– Creo que has sido tú la que olvidó el trato, señorita «no llevo ropa interior».

– Si dije eso fue para vengarme de lo que me habías hecho en el ascensor.

Matt la recorrió con la mirada.

– ¿Eso quiere decir que sí llevas ropa interior? -preguntó, ansioso.

Ella se cruzó de brazos con cara de pocos amigos.

– Esa no es la cuestión ahora…

– No, no lo es -repitió él y se acercó un poco más-. La cuestión es que has quebrantado las reglas. Estoy dispuesto a jugar con tus condiciones, pero la próxima vez que las cambies, agradecería que me avisaras antes.

– No eres el más indicado para decir eso – gruñó Jilly-. ¿Qué te ocurre? ¿Estás enfadado porque me negué a seguir los jueguecitos de tus pies?

– ¿Que te negaste a qué…? Por Dios, poco más y me violas con el pie -replicó Matt, frunciendo el ceño-. ¿Y qué quieres decir con eso de mis jueguecitos?

– ¿Qué quieres decir tú con eso de que por poco te violo con el pie? Yo no te he tocado en ningún momento.

– Yo tampoco te he tocado.

De pronto, Jilly lo miró con los ojos muy abiertos.

– Espera un momento. ¿Me estás diciendo que no eras tú el que me acariciaba bajo la mesa?

– Claro. ¿Y tú me estás diciendo que no eras quien me estaba frotando el pie en la entrepierna?

Ella se llevó una mano a la boca.

– Juro que no era yo -declaró.

Se miraron en silencio durante varios segundos y entonces Jilly dijo:

– Estoy segura de que el pie que me acariciaba era de un hombre. Si no era el tuyo, entonces era el de Jack.

– Y yo sé que en mi caso se trataba de un pie femenino, así que tuvo que haber sido Carol. Perdóname por haber desconfiado de ti.

– Disculpa aceptada. Perdóname tú también. Supongo que lo que resta es averiguar si han intentado coquetear con nosotros o intentaban hacerlo entre ellos y se confundieron.

A Matt le temblaba la mandíbula.

– Ese bastardo -maldijo-. Será mejor que no haya intentado propasarse contigo porque te prometo que, si es así, le romperé la cara a puñetazos.

– Tranquilízate. Conozco a Jack y sé que no es la persona más encantadora del mundo, pero, ¿por qué haría algo así teniendo a su chica enfrente?

– Tienes razón -concedió él.

Sin embargo, Matt distaba de estar tranquilo. Lo fastidiaba pensar que Jack la había tocado y más, cuando recordaba que Jilly había dicho que no llevaba ropa interior.

– ¿Cómo de íntimas han sido sus caricias? -preguntó, furioso.

– Me levanté cuando llegó a la rodilla – afirmó ella-. Esto no es menos incómodo para ti. Después de todo, la amante del hombre al que tratas de impresionar podría estar tratando de seducirte.

– Definitivamente, es una situación muy incómoda -admitió Matt.

– Tal vez creyeran que se estaban tocando entre ellos.

– No lo sé. Mientras estaba hablando con Carol noté que Jack te miraba con demasiado interés.

– Me temo que estás en lo cierto. Me ha hecho un par de comentarios bastante improcedentes.

– ¿Y tú que has hecho?

Jilly se encogió de hombros.

– He hecho lo que siempre hago en estas situaciones. Sonrío con frialdad y cambio de tema. Ya te he dicho que ni coqueteo con los clientes ni tolero que ellos lo hagan conmigo -afirmó ella, con naturalidad-. Entonces, ¿cómo vamos a manejar este problema?

– Personalmente, creo que lo mejor es que demos por terminada la cena. Si estaban tratando de coquetear entre ellos, es hora de dejarlos solos. Y si, en cambio, intentaban coquetear con nosotros, conviene que nos vayamos cuanto antes.

– De acuerdo. Sólo tratemos de que nuestra huída no sea muy obvia. ¿Qué te parece si digo que me duele la cabeza y me voy, y a los diez minutos te marchas tú?

– Me parece una buena idea.

Después, Jilly se adelantó con la clara intención de volver a la mesa pero él la tomó de un brazo y la frenó. Ella lo miró con tanta indiferencia, que Matt tuvo la espantosa sensación de que estaba a punto de perderla.

Como él permaneció en silencio, ella enarcó las cejas y preguntó:

– ¿Ocurre algo, Matt?

Él no podía responder con la verdad a esa pregunta. No podía decirle que lo que ocurría era que esa expresión desdeñosa le hacía daño y que quería que volviera a mirarlo con pasión.

De modo que respiró hondo y pensó una respuesta apropiada.

– Sí. Quiero que sepas que sé muy bien que no coqueteas con los clientes y, si en algún momento dije algo que sugiriera otra cosa, te pido disculpas.

Antes de continuar, se acercó a ella, le olió el perfume y le acarició el cuello y los hombros.

– Además, quiero que sepas que, si Carol estaba intentando seducirme, no estoy interesado en ella.

– No es asunto mío -señaló Jilly-, pero creo que sería una locura que te arriesgaras con Jack sentado en el medio.

– Jack no tiene nada que ver con el hecho de que Carol no me interese.

A ella le brillaron los ojos y Matt respiró aliviado. Al menos había conseguido que dejara de mirarlo con frialdad.

– ¿Algo más? -consultó Jilly.

– Sí. Cuando regreses a la habitación, no te desvistas. Quiero descubrir si llevas ropa interior o no.

Jilly cerró la puerta de la habitación con un golpe de caderas, dejó el bolso en el vestidor y caminó hacia la ventana. Antes de que llegara Matt, necesitaba tomarse algunos minutos y pensar con tranquilidad.

Se dijo que no importaba que Carol supiera con quién estaba coqueteando, ni tampoco que Matt respondiera a sus juegos de seducción. Era atractivo, soltero y podía hacer lo que le diera la gana sin que ella tuviera derecho a decirle nada.

Pero por mucho que lo comprendiera, Jilly no podía negar el inmenso alivio que le provocaba que Matt no encontrara atractiva a Carol y, menos aún, los celos que había sentido al enterarse de que otra mujer lo había tocado.

– Jillian, será mejor que te enfrentes a la realidad -se reprendió, en voz baja-. A partir de mañana, lo que Matt haga o deje de hacer, dejará de ser asunto tuyo.

Le dolía el pecho de sólo pensarlo.

– De acuerdo -susurró-. Pero esta noche es mío y pienso aprovecharla al máximo.

En aquel momento, sonó el teléfono de la habitación. Jilly levantó el auricular y dijo:

– ¿Dígame?

– ¿Hablo con Jillian Taylor? -preguntó una voz femenina al otro lado de la línea.

– Sí.

– Habla Maggie de la recepción del hotel. Tengo una entrega para ti, ¿podrías bajar al buscarla?

– ¿Una entrega? ¿Qué es?

– No lo sé. Es una caja.

– ¿No hay nadie que me la pueda traer?

– Lo siento, Jillian, pero las entregas sólo se hacen en recepción y además necesito que firmes el recibo. Es una cuestión de seguridad interna.

– Comprendo. Bajaré de inmediato.

Jilly pensó que tal vez Adam les había enviado papeles de trabajo o los borradores de contrato para el negocio con Jack. Escribió una nota rápida para explicárselo a Matt y salió de la habitación. Cuando llegó al mostrador de recepción, Maggie la saludo con una sonrisa.

– Tu paquete está en el despacho de atrás. Te lo traeré ahora mismo.

Maggie había desaparecido hacía diez minutos y Jilly comenzaba a impacientarse. No entendía por qué tardaba tanto y estaba ansiosa porque se suponía que Matt la esperaba en la habitación.

Se acercó al teléfono de la recepción y llamó a la habitación 312 pero nadie contestó. Le pareció raro porque, en teoría, Matt ya debía haber regresado. Miró hacia el restaurante y se le hizo un nudo en el estómago al pensar en la posibilidad de que todavía estuviera allí con Carol y Jack. Tal vez no hubiera encontrado la manera de librarse de ellos. Sin embargo, tuvo la desagradable sospecha de que quizá ni siquiera lo había intentado y que había aprovechado que ella no estaba para convencer a Jack de que aceptara su proyecto para ARC.

En aquel momento, Maggie carraspeó para llamarle la atención.

– Aquí tienes, Jillian. Lamento haberte hecho esperar tanto.

Jilly observó la enorme caja dorada que Maggie había depositado sobre el mostrador.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Tu entrega -respondió Maggie, entre risas.

– Parece una caja de flores…

Acto seguido, Jilly tomó el paquete y admiró el delicado lazo de seda roja y verde.

– Es una caja de flores -confirmó Maggie y suspiró-. Creo que tienes un admirador.

La publicista trató de ignorar cómo se le aceleraba el corazón, pero falló por completo. Firmó el recibo, caminó hacia el final del mostrador y, lentamente, quitó la tapa de la caja.

Dentro había dos docenas de rosas blancas recostadas sobre un papel de seda rojo. En el centro del arreglo, había un tallo de muérdago. Jilly cerró los ojos, respiró hondo y se complació al sentir el perfume de las flores. Hacía años que ningún hombre le enviaba flores.

Abrió los ojos y descubrió un pequeño sobre en el fondo del paquete. Lo abrió y leyó el texto de la tarjeta en voz baja:

– He comprado rosas blancas para evocar algunas de las cosas que me recuerdan a ti: nieve y chocolate. Hagamos que nuestra última noche juntos sea inolvidable. Pensé que el muérdago podría servir. Te espero…

Jilly se llevó una mano a la boca y suspiró emocionada. Se sentía avergonzada por haber pensado que Matt se había quedado en él restaurante tratando de impresionar a Jack cuando lo que había pasado era que se había entretenido comprándole flores. Era un gesto romántico, dulce y considerado que la conmovía, asustaba y entristecía profundamente porque, como bien había dicho Matt en su carta, aquella era su última noche juntos.

Después de guardar la tarjeta en el sobre, cerró la caja y se dirigió al ascensor. No importaba lo que ocurriera al día siguiente, había llegado el momento de disfrutar de la noche compartida.

Mientras se acercaba a la habitación, respiró hondo y se esforzó por recobrar la tranquilidad. Sabía que su nerviosismo no era sólo una cuestión de anticipación. Si estaba temblando era porque, detrás de esa puerta, además de aguardarle una noche de sexo desenfrenado, se encontraba el hombre que le había robado el corazón.

Miró la caja de flores y asumió que Matt tenía un inmenso poder sobre ella. Era una sensación agradable y fastidiosa al mismo tiempo. No podía permitir que la relación entre ellos se convirtiera en algo más que un fin de semana de buen sexo compartido. Por otra parte, como le había mencionado a Kate, por mucho que le gustara, él no era su tipo. La semana siguiente, su amiga la ayudaría a encontrar un hombre que no fuese ni su compañero de trabajo, ni su rival, ni alguien que atentase contra su independencia. Se convenció de que en poco tiempo encontraría a alguien mejor que Matt.

Volvió a respirar hondo, abrió la puerta y, al entrar en la habitación, se quedó paralizada.

Matt estaba apoyado en el escritorio, con los tobillos cruzados de manera casual y los ojos cargados de deseo. Jilly se estremeció al verlo y tuvo que hacer un esfuerzo para poder seguir. Caminó lentamente hacia él, deseando encontrar algo que contribuyera a aliviar la tensión del momento. Se sentía más vulnerable e incómoda que nunca.

Respiró hondo y se obligó a sonreír.

– Alguien me ha enviado flores -murmuró-. La tarjeta no tenía firma, así que he pensado que tal vez podría tratarse del tipo de la habitación 311…

Se interrumpió al ver la cama. Tenía pétalos blancos desparramados sobre la manta verde. En la mesita de noche había una bandeja de plata llena de uvas, fresas y plátanos; dos copas de cristal y una botella de vino blanco dentro de un recipiente con hielo.

Antes de que pudiera decir nada, él se acercó a ella y dijo:

– Las flores son del tipo de la habitación 312.

– ¿Qué es todo esto? -preguntó Jilly, señalando la cama.

– El postre. Como no pudimos tomarlo en el restaurante, he ordenado que no los trajeran aquí. Pensé que te gustaría tomar algo en la cama.

Ella estaba fascinada con la idea. Sin embargo, no podía dejar de pensar en las consecuencias de la situación.

– Te has tomado muchas molestias -comentó.

– No me parece que sea una molestia ocuparme de que nuestra última noche sea memorable replicó Matt.

– Creo que lo habría sido de todas formas.

– Es verdad -dijo él y sonrió-. Pero me gusta cuidar los detalles.

Jilly lo sabía muy bien. De hecho, una de las cosas que más le preocupaban era que Matt siempre estuviera atento a los detalles. En parte, porque a veces se sentía invadida. Pero, sobre todo, porque adoraba que fuera tan romántico.

– ¿Cómo sabes que me gustará lo que has preparado? elijo, mirando hacia la bandeja de frutas.

– Porque sé lo que te gusta, Jilly -le susurró él al oído-. ¿Quieres que te lo demuestre?

Jilly no estaba segura de haber asentido o no porque el atrevimiento de la pregunta y el deseo que emanaba de Matt la habían dejado inmóvil. Sin duda había hecho algún gesto afirmativo porque él le quitó la caja de flores de las manos, la dejó en una silla y después la abrazó por la cintura, le desató el pelo y, antes de que ella pudiera decir algo, comenzó a besarla con desesperación. El calor y la avidez de la boca de Matt resultaban deliciosamente arrebatadores.

Jilly le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él. Sintió la presión del pene erecto contra su estómago y las manos que bajaban por la espalda para acariciarle el trasero. Evidentemente, Matt sabía lo que le gustaba.

En aquel momento, la mujer notó cómo le subía la falda. Cuando la tela le llegó a la altura de la pelvis, él interrumpió los besos y la miró. Ella le apoyó una mano en el pecho y pudo sentir que el corazón le latía a toda velocidad y que respiraba con un ritmo entrecortado. La hacía feliz saber que lo excitaba tanto.

Matt deslizó las manos por debajo de la chaqueta de Jilly y le tomó los pechos. Cerró los ojos durante unos segundos y luego la miró con intensidad.

– ¿Tienes una mínima idea de lo desesperado que me he sentido durante toda la cena? – preguntó-. Me desquiciaba pensar que no llevabas nada debajo de la falda y estabas al alcance de mi mano pero no podía tocarte.

Acto seguido, le levantó la prenda hasta la cintura y comenzó a acariciarle las nalgas con la yema de los dedos. Jilly estaba tan excitada, que ni siquiera podía responder.

– No podía pensar en otra cosa -continuó él-. Me moría por tocarte, lamerte, morderte…

Después, Matt dio un paso adelante, la alzó en brazos y la recostó sobre la cama. Se arrodilló frente a ella y suplicó:

– Abre las piernas, Jilly. Déjame tocarte y disfrutar de tu sabor.

Con el corazón a punto de estallar, ella separó las piernas. Lo observó excitarla con los dedos, acariciarla lentamente con movimientos que la impulsaban a arquear las caderas y a rogarle en silencio que siguiera. Sintió cómo le besaba, lamía y mordía la cara interior de los muslos. Se rindió al placer del momento y disfrutó de la visión de su cabeza entre sus piernas, del roce de la barba contra la piel y de las cautivadoras caricias en el centro de su ser.

Cuando él le aferró las nalgas y la empujó contra su boca, Jilly soltó un largo gemido de satisfacción. Luego dejó caer el peso de su cuerpo sobre la espalda, cerró los ojos y se deleitó con la increíble sensación de la lengua, los labios y los dedos de su amante, acariciándola por dentro y llevándola al borde de la locura. Un intenso orgasmo convulsionó su cuerpo y, mientras temblaba con agitación, murmuró el nombre de Matt entre gemidos.

Él levantó la cabeza y disfrutó al verla retorcerse de placer. Con el sabor del sexo de Jilly en la boca, se incorporó y se apuró a desvestirse. Después de ponerse un preservativo, se inclinó sobre ella.

– Mírame, Jilly -dijo.

Ella abrió los ojos lentamente. Cuando sus miradas se encontraron, con un rápido movimiento, él se introdujo en el calor y la suavidad del sexo de su compañera. Le sujetó las muñecas y comenzó a moverse acompasadamente contra ella. Jilly lo miró con los ojos cargados de renovada pasión. Él la besó con labios, dientes y lengua. La boca de Matt se movía al ritmo de sus caderas. Se concentró en cada uno de los matices del cuerpo de Jilly, en cada curva, cada gesto y en la adorable humedad que lo envolvía.

Sintió que la tensión iba en aumento e interrumpió los besos para tratar de prolongar el placer. Pero perdió la batalla cuando ella le rodeó la espalda con las piernas y gimió su nombre.

– Matt…

Él decidió acelerar el ritmo y, unos segundos después, flexionó los brazos, apoyó la cara en el pecho de Jilly y se estremeció. Entre jadeos y estertores, gritó el nombre de su amante.

Jilly…

Pasó un largo minuto antes de que pudiera levantar la cabeza. Cuando lo hizo, descubrió que Jilly lo miraba con una expresión grave en los ojos. Sin duda, se estaba preguntando lo mismo que él: ¿cómo harían para olvidarlo todo cuando volvieran al trabajo al día siguiente?

Matt quiso hacer alguna broma al respecto, pero no pudo. Seguía dentro de Jilly, podía sentir los latidos del corazón contra su pecho, todavía estaban tomados de la mano y ella seguía con las piernas abrazadas a su cadera. Definitivamente, no podía hacer bromas sobre el tema.

– Ha sido increíble -suspiró ella, tratando de sonreír-. Y bien, ¿cuál es el siguiente plato del menú de postres?

– Puedes tener todo lo que quieras.

Ella lo miró con detenimiento.

– Es la segunda vez que me lo dices.

– Es que sigues sin reclamar el premio por haber ganado la pelea en la nieve.

– No lo he olvidado. Sólo estoy esperando el momento perfecto

Matt se movió dentro de ella y ronroneó complacido.

– Esto es lo que yo llamo un momento perfecto -murmuró.

– ¿Existe alguna limitación temporal para mi premio?

– No.

– Genial. En ese caso lo postergaré hasta que cambies tu coche por un jaguar descapotable.

– Creo que estás olvidando la cláusula que se refería a que los premios debían estar dentro de lo razonable.

– Puede ser -reconoció ella, entre risas-. Ahora bien, en cuanto a la oferta de postres… acabo de tener un antojo.

Él inclinó la cabeza y le recorrió el labio inferior con la lengua.

– Si es algo parecido a lo que se me ha antojado a mí, encantado de complacerte. ¿Dime qué deseas?

– Quiero que llenemos la bañera con agua caliente -declaró Jilly-, que conectemos el hidromasaje y que, mientras disfrutamos del baño, comamos esas frutas deliciosas y bebamos el vino. ¿Qué opinas?

Opino que queremos las mismas cosas.

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