Matt se despertó cuando la dorada luz del amanecer iluminó la habitación. Sus cinco sentidos estaban concentrados en una sola cosa: Jilly.
En aquel momento, el mundo se reducía a la mujer que dormía junto a él. Nada importaba salvo el calor de su cuerpo; la leve presión de su mano sobre el pecho; la suave curva de su cadera, la belleza de sus muslos; su embriagador perfume entremezclado con los aromas de la noche de pasión; la sensación de sus pechos presionándole el costado; su cálida respiración acariciándole las costillas; y su negra y revuelta cabellera haciéndole cosquillas en el torso.
En cuánto le acarició la cabeza, recordó las horas de sexo desenfrenado que habían compartido, el modo en que Jilly temblaba ante sus caricias y la sensación de fundirse con su cuerpo al entrar.
De solo pensarlo, sentía que se le paraba el corazón. Había sido increíble, con una intensidad que no podía describir porque jamás había experimentado nada semejante. Sentía como si acabara de descubrir un universo nuevo e inesperado.
Era como si, de repente, todo lo que había sentido antes por las mujeres se hubiera potenciado mil veces y se hubiera convertido en un recuerdo pálido en comparación. En cierta medida, se sentía apabullado. Una cosa era que ella lo excitara, pero jamás habría imaginado que lo enloquecería por completo. Se sentía cautivo de su contacto y de su maravillosa sonrisa y atraído por su sentido del humor y, por su férrea necesidad de independencia Definitivamente, no había pensado sentirse tan atado a ella.
Se preguntó de dónde provenían todos esos sentimientos inesperados. Le gustaba, la admiraba, quería conocer todo sobre ella. Dentro y fuera de la cama.
Cuando tomó conciencia de lo que estaba ocurriendo, suspiró con preocupación. Sin duda, se suponía que el fin de semana sería otra cosa. La idea original era que Jilly y él compartirían algunas risas, un par de orgasmos y, después, volverían a sus vidas de siempre.
Sin embargo, le había bastado una noche con ella para saber que eso era absolutamente imposible porque él sería incapaz de terminar aquel fin de semana y pretender que nada había ocurrido. Sabía que no podría porque, incluso teniéndola a su lado, no conseguía dejar de pensar en el sabor de su boca, la suavidad de su piel, lo embriagador de su aroma y el modo en que lo nombraba cuando alcanzaba el éxtasis.
Se maldijo por haber cedido a la tentación de haber hecho el amor con ella. Sabía que cometería un tremendo error al hacerlo, pero no había tenido la fuerza suficiente para resistirse. El problema era que ahora se encontraba en medio de una situación que podía arrastrarlo al mismo desastre que había vivido con Tricia.
Cerró los ojos y trató de alejar esos pensamientos negativos de su mente. Tenía claro que no había sido muy listo al acostarse con Jilly, fundamentalmente porque comenzaba a sentir que entre ellos había algo bastante más profundo que un tórrido romance de fin de semana. Pero de ninguna manera podía permitirse cometer los mismos errores que con Tricia. Algo había aprendido de esa experiencia. Esta vez, sabía que la mujer con la que estaba lidiando era ambiciosa y perseguía el mismo objetivo que él.
No obstante, ahora también sabía lo suave que era la piel de Jilly; lo deliciosa que era su boca; lo sedoso que era su cabello y lo increíble que era sentirse rodeado por el calor de su sexo. Y lo que había descubierto podía hacerle perder la razón y sacrificar sus ambiciones profesionales, entre otras tantas cosas.
Pero sólo si permitía que pasara, y no lo haría. Era cierto, Jilly le gustaba mucho y se sentía atraído por ella, pero mientras no cometiera la estupidez de enamorarse, todo estaría bien. Lo único que tenía que hacer era controlarse. Nada más, nada menos.
Después de meditar un largo rato, y sintiéndose algo más aliviado, deslizó la mano sobre la delicada curva de la cintura de su amante. Ella se desperezó sobre el pecho de Matt, levantó la cabeza y lo miró con cara de dormida.
– Buenos días -dijo Jilly, con una sonrisa.
Sólo había necesitado dos palabras y una sonrisa para echar por la borda todos los sentimientos que él había logrado apaciguar tras casi media hora de cavilaciones.
– Buenos días -contestó.
Jilly le apoyó las manos sobre el pecho, recostó la cabeza y lo miró con gesto solemne.
– Tenemos un problema, Matt.
Él se estremeció al oírla. Evidentemente, ella también había sentido la conexión que había entre ambos. Eso complicaba aún más las cosas. Matt sabía que lo más probable era que se llenara de recelo para defenderse de la sospechosa felicidad que sentía al pensar que a ella le pasaba lo mismo. Respiró hondo y se convenció de que lo mejor sería obrar con prudencia.
– Mira, Jilly, yo…
– No huelo a café -interrumpió la mujer-. Creí que habíamos acordado que el primero que se despertara se ocuparía del desayuno y, considerando que cuando abrí los ojos me estabas mirando, concluyo que tú te has levantado primero. Y como no tengo mi café, puedo asegurarte que tienes un grave problema.
Aliviado, Matt le deslizó las manos por la espalda y le pellizcó las nalgas.
– ¿Sí? -preguntó, con sorna-. ¿Y se puede saber qué clase de problema?.
Que estás en deuda conmigo.
– ¿Acaso estás hablando de dinero? Si es así, dime a cuánto asciende mi deuda.
– ¿Dinero? -se burló Jilly-. No, corazón, me temo que esto no se paga con dinero.
Acto seguido, le recorrió el vientre con las yemas de los dedos y le acarició el miembro viril.
– Exijo que me pagues en especie -añadió, con malicia.
– ¿Y qué pasa si me niego a cumplir tus exigencias?
Jilly se levantó de la cama sin responder. Matt la siguió con la mirada, fascinado por la belleza de aquel cuerpo desnudo, hasta que, con un sensual movimiento de caderas, ella desapareció de su vista. La oyó preparar el café en la pequeña cocina que había junto al cuarto de baño. Algunos segundos más tarde, salió del lugar y se apoyó contra la pared con una taza de cerámica blanca en la mano.
– Si eliges no cumplir mis exigencias dijo la mujer-, no compartiré mi café recién hecho contigo.
Sin quitarle la vista de encima, Matt se levantó de la cama y caminó lentamente hacia ella.
– Tú sí que sabes cómo conseguir lo que quieres, Jilly.
Ella bajó la mirada y se concentró en la notoria erección de su amante.
– A juzgar por lo que veo, diría que sí… – comentó ella, entre carcajadas.
En cuanto estuvo a su lado, él le quitó la taza de la mano, la dejó en la mesita de noche y atrajo a Jilly hacia él. Comenzaron a besarse intensa y apasionadamente. A Matt le dolía el cuerpo de desearla tanto.
– De acuerdo -comentó mientras le lamía el cuello-, está vez pagaré mi deuda pero sólo porque me muero por un café.
Ella deslizó una mano entre sus cuerpos y tomó el pene de Matt entre los dedos. Él suspiró complacido.
– ¿Estás seguro de que es café lo que quieres, Matt?
– Sí. Aunque antes te quiero a ti.
Acto seguido, la alzó en brazos y la llevó hasta la cama.
Una hora después, Jilly salió de la ducha y se envolvió en una de las toallas del hotel. Se sentía relajada y lista para afrontar el día. Se dijo que, sin duda, no había nada como el sexo para sentirse lleno de energía.
Mientras tuviera claro que lo que había entre ellos era sexo y nada más que sexo, todo estaría bien. Y estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario para no perder esa claridad mental. No podía permitirse pensar demasiado en la intensidad con la que habían hecho el amor una y otra vez. Tenía que olvidar lo agradable que era acariciar y besar a Matt; que borrar el recuerdo de cómo él murmuraba su nombre al penetrarla, y quitar de su memoria las risas compartidas. Si conseguía hacerlo, tendría la situación bajo control.
Al salir del cuarto de baño vio a Matt cerca del teléfono. Sólo llevaba puestos los calzoncillos y tenía una expresión sospechosa en la cara.
– ¿Algún problema? -preguntó Jilly.
– No, ninguno.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
– ¿Has localizado a Jack?
– Acabo de hablar con él. Según parece, tenemos todo el día para nosotros.
Ella arqueó las cejas.
– ¿Por qué? ¿Qué te ha dicho?
– Estaba con su nueva amante, Carol. Van a estar todo el día fuera, así que se reunirá con nosotros para cenar.
Jilly suspiró con preocupación.
– Eso nos pone en una situación complicada -reflexionó-. La cena de anoche no estuvo mal, pero a Adam no le va a gustar nada ver que Jack pierde horas de trabajo por salir con su nueva amiga.
– Mira, preciosa, quien tiene que dar las explicaciones es Jack. Nosotros no podemos hacer nada al respecto. Además, pensemos que no va a ocurrir nada malo y alegrémonos por Jack. Me dijo que lo estaba pasando muy bien con Carol -explicó, mirándola a los ojos-, y le dije que lo entendía perfectamente.
Jilly se sonrojó al ver cómo le brillaban los ojos a Matt cuando la miraba.
– Eso quiere decir que tendremos que soportarnos todo el día -comentó ella.
– Así parece…
Después, caminó hacia ella y sólo se detuvo cuando sintió que sus cuerpos estaban prácticamente pegados desde el pecho hasta las rodillas. La miró a los ojos y le asaltó la boca con un beso apasionado.
Jilly se sorprendió al notar que la lengua de Matt sabía a chocolate. Abrió los ojos y se inclinó hacia atrás para mirarlo.
– ¿Qué has estado haciendo mientras me duchaba? -preguntó, estudiándole los labios.
– Nada -se apresuró a decir él.
Ella se echó hacia delante y lo olfateó.
– Hueles a chocolate. Sabes a chocolate… a mi chocolate…
– No te pongas así, Jilly.
– No me digas cómo tengo que reaccionar. Sólo quedaba un bombón y era mío. Juro que si te lo has comido, te obligaré a quitarte la ropa interior.
– Cariño, sabes de sobra que no tendría ningún problema en quitármela.
– En ese caso, juro que si te has comido mis bombones, no conseguirás que yo me la quite.
Matt sonrió con picardía y, sin que ella tuviera tiempo de reaccionar, le quitó la toalla.
– Lamento comunicarte que no llevas ropa interior…
Con un rápido movimiento se quitó los calzoncillos y añadió:
– Y es una suerte, porque yo tampoco.
Al verlo completamente desnudo, a Jilly se le hizo agua la boca. Matt era alto, musculoso, bien parecido y la miraba con deseo y desesperación.
Acto seguido, la atrajo hacia él y le acarició el pubis con el pene erecto. Ella sintió que un placentero escalofrío le recorría la espalda.
– Debes saber -dijo Matt-, que sólo me he comido la mitad de tu bombón. De todas formas, podemos comprar más cuando salgamos.
En aquel momento, inclinó la cabeza y comenzó a lamerle los pezones.
– No lo sé… ¿crees que podríamos hacer el amor fuera de la habitación? -preguntó Jilly con el aliento entrecortado-. Creo que después de tanta abstinencia sexual, me he vuelto una mujer insaciable.
Mientras le besaba el cuello y el lóbulo de la oreja, él afirmó:
– Me temo que por mucho que odie la idea de salir de este cuarto, tendremos que hacerlo. Queda un solo preservativo y medio bombón.
– Y es mío, así que ni se te ocurra comértelo.
– ¿Te han dicho que eres un poco autoritaria?
– Sí, pero los obligué a retractarse de inmediato -dijo Jilly.
Matt soltó una carcajada. Adoraba el sentido del humor de aquella mujer.
– Hagamos un trato: ya que has compartido tus bombones conmigo, compartiré mi último preservativo contigo. ¿Qué dices?
Ella sonrió de oreja a oreja y exclamó:
– Digo que compartir es muy bueno.
Desde la mesa del restaurante donde acababan de almorzar, Matt observó cómo Jilly caminaba hacia el cuarto de baño. En cuánto la perdió de vista, hundió la cara entre las manos.
No entendía qué le estaba pasando. Estaba en un lugar encantador, disfrutando de la compañía de una mujer bella, inteligente y divertida, capaz de volverlo loco con cada gesto y con la que acababa de hacer planes para una nueva sesión de sexo desenfrenado. Se suponía que debía estar feliz y agradecido de su suerte. Sin embargo, estaba angustiado y lleno de preocupaciones.
Por un momento, se dijo que el problema era que estaba disfrutando demasiado. Había imaginado que disfrutaría de los momentos que compartieran en la cama, pero no esperaba disfrutar tanto del resto del tiempo que pasaban juntos. Después del almuerzo, descubrieron que los dos adoraban las películas de James Bond, las novelas de misterio, el jazz, los zoológicos, la pintura de Picasso y la comida tailandesa. Se habían tomado de la mano por encima de la mesa y habían reído con las anécdotas de la escuela, las disputas laborales y los recuerdos de infancia.
No estaba seguro de cómo había sucedido, pero en algún momento entre el almuerzo y el segundo café, el fin de semana con Jilly se había convertido en algo extremadamente peligroso.
Se sentía un imbécil. Cualquier otro hombre habría pensado que se había ganado la lotería al poder tener una aventura romántica con una mujer arrebatadora y sin prejuicios. Pero él no estaba feliz con la situación. Lamentablemente, lo que sentía por Jilly excedía a la simple atracción física, pero sabía que, por su bien, no debía enamorarse de ella. Necesitaba poner distancia para poder analizar las cosas con objetividad. Y lo que más le preocupaba era que, después del almuerzo, había descubierto que le bastaba hablar con ella para perder la cabeza. Se convenció de que lo único que necesitaba era pasar un par de horas alejado de ella para poder pensar con claridad.
Tomó su teléfono móvil, llamó a la sala de belleza del hotel e hizo reservas para los dos. En cuanto terminó la comunicación, respiró aliviado, seguro de que otra vez volvía a tener la situación bajo control.
Unos segundos después, Jilly regresó a la mesa y se sentó junto a él.
– Tengo algo que contarte-anunció Matt.
Ella lo miró con malicia y comentó:
– Me pregunto si será una historia tan graciosa como la de aquel día en que se te cayó la nueva caña de pescar de tu jefe al mar.
– Sabía que no tendría que haberte contado esa anécdota -protestó él-. Está bien, lo admito, como pescador soy un auténtico desastre. Pero puedo argumentar en mi defensa que el mar estaba revuelto y que la caña se me resbaló de las manos porque tenía la madera demasiado pulida.
– Ya lo sé, sólo estaba bromeando porque me hizo gracia -dijo Jilly con una sonrisa llena de complicidad-. ¿Qué era lo que querías contarme?
– Mientras estabas en el cuarto de baño, he llamado a la sala de belleza del hotel y he hecho reservas para las cuatro de la tarde. Una sesión de masajes para mí y una limpieza de cutis para ti.
Ella arqueó una ceja.
– ¿Una limpieza facial? ¿Estás tratando de decirme algo? ¿Tengo ojeras o qué?
– Nada de eso. En primer lugar, no tienes ojeras ni nada malo en la cara. Y en segundo, eres experta en artes marciales, tendría que estar loco como para atreverme a decirte una cosa así. No es por nada en especial, sólo pensé que te gustaría.
Los ojos de Jilly brillaron con fastidio.
– Te lo agradezco -dijo, con ironía-. Aunque te recuerdo que soy perfectamente capaz de ocuparme de mis asuntos. De haber querido que me hicieran una limpieza facial, yo misma habría acordado la cita.
En aquel momento, Matt se acordó de la conversación de la cena de la noche anterior y se maldijo mentalmente por no haber recordado antes que Jilly odiaba que intentasen organizarle la vida. Le tomó la mano. Ella intentó zafarse, pero él la aferró con fuerza.
– Supongo que me he excedido un poco al reservar una cita para ti. No pretendía ofenderte, sólo trataba de ser amable -se excusó él-. Quería que me dieran un masaje y pensé que, si pedía hora para mí y te dejaba sola, iba a ser una descortesía de mi parte. Aunque no lo creas, todavía conservo algunos buenos modales. Si no te apetece, podemos cancelar la cita o cambiarla para que también te den un masaje. Aunque, a decir verdad, preferiría ser yo quien te lo diera más tarde.
El fastidio en los ojos de Jilly se había disipado casi por completo.
– ¿O sea que no estabas tratando de controlarme sino de agradarme? -preguntó ella.
– Lo creas o no, mi intención era ser amable.
– La mía también. Y para qué veas lo amable que puedo llegar a ser, aceptaré tu masaje posterior.
– Me parece muy bien -afirmó Matt, entre risas.
Jilly se inclinó hacia adelante con la mirada encendida.
– En ese caso, también me haré la limpieza de cutis. La verdad es que acabo de verme en un espejo y, ciertamente, estoy muy ojerosa. Aunque debo señalar que el verdadero responsable de mis ojeras eres tú porque casi no me has dejado dormir en toda la noche.
– Cariño, no tienes ojeras ni nada malo en el rostro -insistió él-. Estás preciosa, como siempre. Y, desde luego, tampoco pienso dejarte dormir esta noche.
Se miraron a los ojos y entonces Matt sintió que ya no podía negar lo que pasaba entre ellos. En sus miradas había una calidez y una intimidad que excedía los límites de una aventura pasajera.
Se llevó la mano de Jilly hasta la boca y la besó con ternura.
– ¿Te enfadarías conmigo si pago la cena? -preguntó él.
– ¿Enfadarme? No. ¿Dejar que pagues? Tampoco.
– Me gusta invitar a mis amantes.
– No soy tu amante. Soy tu compañera de trabajo -replicó ella-. Además, este fin de semana vinimos aquí para trabajar. Deberías cargar este almuerzo a la cuenta de Maxximum.
Matt pensó que Jilly tenía razón. Eran compañeros de trabajo, no amantes. Sin embargo, el comentario lo había apenado porque sentía que, después de la cena de la noche anterior, la relación entre ellos había cambiado drásticamente y ella se había convertido en alguien mucho más importante que una simple compañera de trabajo. Matt sabía que había cometido un gran error al acostarse con ella, pero ya estaba hecho y ahora debía atenerse a las consecuencias.
– De acuerdo, cargaré el almuerzo a la cuenta de la empresa -accedió él-. ¿Estás lista para que vayamos de compras?
– Lista y ansiosa, muchachito.
– ¿Me has llamado muchachito? Rectifica ahora mismo, pérfida mujer.
– ¿Estás seguro de que quieres discutir con una experta en artes marciales?
Matt le miró la boca y afirmó:
– No, a la experta en artes marciales la quiero para otras cosas…
Jilly se sentó en el coche de Matt y desplegó la guía de bodegas de Long Island que había recogido al salir de la tienda, después de comprar bombones y un par de cajas de preservativos.
– Me muero por un poco de chocolate con menta -comentó él, con una sonrisa pícara.
El intenso tráfico que había en la carretera los obligaba a avanzar más despacio de lo normal. Mientras Matt daba golpecitos al volante con impaciencia, Jilly comentó:
– Según este folleto, hay cerca de treinta bodegas en las afueras de la ciudad.
Antes de continuar, levantó la vista y, durante algunos segundos, se distrajo contemplando el atractivo perfil de su compañero, que se mantenía con la mirada fija en el camino.
– Me parece increíble -agregó-, llevo toda la vida en Nueva York y jamás había visitado esta zona.
– Igual que yo. La única vez que estuve en esta parte de Long Island fue durante unas vacaciones familiares, cuando tenía diez u once años -dijo Matt-. Uno de los jefes de mi padre tenía una pequeña casa junto a la playa y vinimos a pasar el día. Recuerdo que recogimos almejas en la orilla del mar y las preparamos para la cena.
– Imagino que la recolección de almejas te resulta menos complicada que la pesca en alta mar.
Él soltó una carcajada.
– Es que las almejas no tienen la fuerza de los peces ni exigen de una caña de pescar para atraparlas -argumentó con una sonrisa-. Cambiando de tema, ¿te gustaría que antes de regresar pasemos por alguna de esas bodegas?
Era una sonrisa perfectamente normal y una pregunta de lo más simple. Sin embargo, a Jilly se le aceleró el corazón porque se trataba de la sonrisa y el comentario de Matt.
No podía seguir negando que le había tocado el corazón. No obstante, se dijo que era una consecuencia lógica del largo período de soledad que había precedido a su aventura con Matt y que cualquier hombre guapo, inteligente y divertido la habría afectado de ese modo. Una vez más, se convenció de que tenía la situación bajo control.
– Me encantaría ir a una de las bodegas – dijo, volviendo la vista al folleto-. Tal vez podríamos ir a la bodega de la familia Galini. Según esta guía, no está muy lejos de aquí. Además, ofrecen una buena selección de vinos, tanto blancos como tintos. Me gustaría comprar algunos para mí y otros para regalarle a mi familia en Navidad.
– Me parece una buena idea.
Mientras recorrían el tramo de carretera que los separaba de la bodega, Jilly contempló el paisaje que los rodeaba. Antiguas casonas con aire victoriano, cubiertos de una prístina capa de nieve y decorados con arreglos navideños. Unos minutos después, Matt abandonó el camino principal y dobló en una senda señalizada con un cartel de madera en que se leía Viñedos Galini.
– Que lugar tan pintoresco -comentó Jilly al salir del coche-. Más que una bodega parece una granja.
– Ya sabes lo que dicen acerca de que las apariencias engañan -murmuró Matt-. Vamos, echemos un vistazo.
Después, avanzaron tomados de la mano. El terreno estaba cubierto de nieve y los amantes se reían mientras comparaban quién dejaba las huellas más profundas. Llegaron a la finca, abrieron la puerta y estudiaron el lugar.
– Mira -dijo Matt, señalando hacia arriba-, eso es muérdago. ¿Sabes lo que significa?
Jilly simuló un suspiro de resignación. -Supongo que significa que tengo que besarte.
– Exactamente -exclamó él.
– ¿Te han dicho que eres muy conservador?
– Sí, pero nunca me han negado un beso.
Acto seguido, Matt la tomó por la cintura, la atrajo hacia él y le cubrió los labios con uno de sus besos húmedos y apasionados.
– Me alegra ver que mi muérdago está funcionando -dijo un hombre con acento italiano.
Los amantes abandonaron el abrazo y se volvieron de inmediato. En el umbral de una puerta que conducía a otra sala, había un hombre robusto de unos sesenta años que les sonreía con amabilidad. Vestía unos vaqueros, una camisa a cuadros y llevaba puestas unas botas de trabajo. Tenía canas en las patillas, ojos negros y unas gafas con montura metálica casi en la punta de la nariz.
– Funciona muy bien -dijo Matt, sonrojado.
– Todas las navidades cuelgo muérdago bajo las campanillas de la puerta -dijo el hombre mientras caminaba hacia ellos-, y todos los años sorprendo a docenas de parejas besándose. Juro que me alegra el corazón.
Antes de continuar, se limpió con un trapo y les extendió la mano.
– Bienvenidos a los Viñedos Galini -agregó-. Mi nombre es Joe.
Matt fue el primero en saludarlo. Cuando le toco el turno, Jilly notó que las manos de aquel hombre eran fuertes y estaban curtidas por el trabajo.
– ¿Buscabais algo en particular? -preguntó Joe.
– Tenéis distintos tipos de vinos, ¿no es así? -dijo ella.
– No sólo tenemos una oferta variada en blancos y tintos, sino que todos son de una calidad excelente -afirmó el hombre-. ¿Les gustaría probarlos?
Jilly sonrió.
– Nos encantaría.
Joe se dirigió hacia el enorme mostrador de madera. Matt y Jilly lo siguieron en silencio. Mientras el hombre preparaba las copas y sacaba algunas botellas del frigorífico, Jilly aprovechó para mirar a su alrededor.
Todo el interior del edificio estaba decorado al estilo rústico. Los suelos, techos y paredes de madera, la chimenea de piedra, con el fuego encendido y los leños chisporroteando, hacían que el ambiente fuera cálido y acogedor. En las paredes, había fotografías de los viñedos en las distintas estaciones del año.
Al observar el inmenso ventanal que ocupaba toda la pared trasera, Jilly se dio cuenta de que el escenario era idéntico al del Chateau Fontaine, con las viñas cubiertas por la nieve.
– Cuesta creer que muchas de las tierras que hoy se utilizan para los viñedos, antes eran plantaciones de patatas -señaló Jilly.
Matt arqueó las cejas.
– ¿Plantaciones de patatas? Eso no lo sabía -comentó.
– Es verdad -afirmó Joe, con su acento italiano-. De hecho, este edificio es una granja remodelada. Claro que los dueños quisieron mantener el estilo rústico del lugar.
– Es fantástico -exclamó Jilly, sonriendo-. Resulta muy cálido y acogedor.
– Grazie. En nombre de la familia Galini, muchas gracias -dijo Joe, mientras les servía dos copas de vino-. Este es nuestro mejor blanco. Es fresco, seco y está hecho con una equilibrada combinación de uvas españolas y francesas.
Jilly bebió un sorbo y comentó:
– Es delicioso.
Matt estuvo de acuerdo.
Probaron dos vinos más, uno tinto y el otro blanco, y Joe aprovechó la situación para contarles brevemente la historia del negocio.
– Las uvas de los Viñedos Galini se recogen a mano -explicó, orgulloso-. Tenemos cuarenta hectáreas con uvas francesas: cabernet sauvignon, chardonnay, merlot y pinot noir. Otras dos hectáreas con uvas españolas…
– Ribera del Duero, ¿por ejemplo? -intervino ella, con una sonrisa.
Joe la miró con sorpresa. En sus ojos se notaba que se sentía complacido por el interés y los conocimientos de Jilly.
– ¿Estudias enología? -le preguntó.
Ella soltó una carcajada.
– Me encantaría decir que sí, pero mis estudios sobre vinos se limitan a la lectura de dos o tres libros y unas cuantas revistas -admitió-. La verdad es que tuve que hacerlo porque tengo un posible cliente al que le encanta beber y quería impresionarlo. Sin embargo, debo reconocer que el tema me ha parecido fascinante.
Mientras hablaba, Jilly podía sentir la adoración con la que Matt la miraba. Sabía que, si le prestaba atención, no podría evitar distraerse por completo, así que decidió concentrarse únicamente en Joe.
– Supongo que en esta época estaréis ocupados podando las vides.
El italiano asintió con la cabeza.
– Sí. Es una tarea ardua y delicada. Las plantas se podan a mano y una por una. Hay que ser muy cuidadoso al hacerlo, por eso no es una labor que pueda hacer cualquiera.
– Imagino que para hacerlo bien hay que tener paciencia dijo Jilly.
– Sí, y no imaginas cuánta. En todo un día de trabajo no alcanzas a podar ni un cuarto de hectárea.
– Es un trabajo duro, pero los resultados prueban que vale la pena -replicó Matt-. Los vinos que hemos probado estaban deliciosos.
El tinto que estoy tomando ahora es una verdadera maravilla y el primer blanco, una exquisitez.
Joe sonrió agradecido.
– La verdad es que nos sentimos orgullosos de nuestros vinos.
– El blanco que mencionas ha madurado en toneles de roble, por eso tenía un sabor tan especial -puntualizó ella-. He leído sobre eso. El roble aporta su sabor durante el proceso de fermentación porque es una madera ligeramente porosa que absorbe parte del agua y el alcohol y, a la vez, permite que el vino se oxigene y se «integre» mejor.
De pronto, Jilly tomo conciencia de lo que había dicho que estaba siendo y se rió de sí misma.
– Perdón -se disculpó-, a veces me dejo llevar por la emoción.
– No digas tonterías -dijo Joe, frunciendo el ceño-. Tu entusiasmo es encantador.
En aquel momento, sonaron las campanillas de la puerta y tres adolescentes entraron al local. Cuando Joe se alejó para atender a los nuevos clientes, Jilly se volvió hacia Matt y vio que la miraba con una expresión extraña.
– Según parece, le has dedicado mucho tiempo a preparar este fin de semana con Jack -dijo él.
– Sé muy bien que tú has hecho lo mismo. -Es verdad, pero eso fue porque estuve acatarrado y aproveché los días de reposo para preparar estos días.
Jilly sonrió con ironía.
– Pobrecito, estuvo acatarrado. Imagino que te habrás sentido lo bastante enfermo como para no salir de tu cama antes de tener todo planeado.
– Me has descubierto -admitió Matt.
Y mientras le acomodaba un mechón de pelo detrás de la oreja, añadió:
– ¿Te he mencionado ya que adoro negociar en la cama?
Jilly se estremeció por la intimidad del gesto.
– Ni falta que hace, las acciones valen más que las palabras -respondió-. He negociado en la cama contigo y sé cuánto disfrutas.
Acto seguido, la mujer le rodeó el cuello con los brazos, se paró de puntillas y le dio un pequeño mordisco en el lóbulo de la oreja. El gemido de Matt aumentó la tensión sexual que había entre ellos.
– Por ejemplo, ¿qué te dice mi mordisco, grandullón? -dijo, apretándose contra él.
Que es hora de salir de aquí.
Jilly inclinó la cabeza hacia un lado y sonrió.
– ¿Sabes algo, Davidson? Una de las cosas que me gustan de ti es que eres inteligente.
A Matt le brillaron los ojos.
– Inteligencia. Esa es sólo una de las cosas que me gustan de ti, Jilly.
Ella sintió que se le paraba el corazón. Otra vez estaban hablando en términos románticos y eso la incomodaba. Ni quería gustarle a Matt, ni quería que él le gustara. Lo único que quería era hacer el amor el resto el resto del día y después olvidarlo para siempre.
De repente, se dio cuenta de que no había nada de malo en que se gustaran. Bien por el contrario, era algo lógico entre dos personas que mantenían relaciones sexuales. Además, eso no suponía ningún compromiso entre ellos. De hecho, a ella le gustaban las margaritas y eso no suponía que estuviera enamorada de una flor. Y así como le gustaban las margaritas, le gustaba Matt. Comprendió que, mientras se limitara a mirarlo de ese modo, no tenía motivos para preocuparse.
Entonces lo tomó de la mano y lo llevó hacia una mesa en la que había botellas de vino y cerámica.
– ¿Qué estamos haciendo? -preguntó él.
– Decidiendo qué comprar.
– Preferiría llevarte a la bodega y hacerte el amor detrás de los toneles de roble.
Jilly hizo un esfuerzo por apartar la imagen de su mente y simuló una mueca de preocupación.
– Estoy segura de que podría ser muy nocivo para los vinos -dijo, en tono burlón-. Probablemente, afectaría a los taninos.
– Sean lo que sean.
Ella puso voz de maestra de escuela y explicó:
– Los taninos son unas sustancias que se encuentran en la piel, las semillas y los tallos de las uvas. Son importantes porque reaccionan ante el oxígeno y evitan que el vino se estropee como consecuencia de una oxidación prematura.
Él la miró con los ojos cargados de deseo y comenzó a besarle el cuello.
– Odio cuando suceden esas cosas. La oxidación prematura es uno de los peores males de la humanidad.
Ella tuvo que contener las carcajadas.
– No me distraigas que aún no sé qué comprar.
A pesar de lo que acababa de decir, Jilly se recogió el pelo para que Matt pudiera besarle la nuca con facilidad.
– Puedo resolver el problema de la compra en cinco segundos -dijo él, sin apartar la boca-. Compremos una botella de cada vino y larguémonos de aquí.
Ella lo miró con el ceño fruncido.
– Evidentemente, no sabes lo que es vivir con un presupuesto limitado -protestó.
– Tienes razón. Te prometo que en cuanto nos desnudemos podrás hablarme de tus problemas económicos.
– Y pensar que creía que yo era la insaciable…
– ¿No te lo he dicho? Insaciable es mi segundo nombre.
– ¿Sí? ¿Desde cuándo?
De pronto, Matt se puso serio.
– ¿De verdad quieres saberlo, preciosa? – preguntó.
Jilly se sorprendió por el repentino cambio de tono y, por mucho que supiera que lo mejor era responder que no, no pudo controlar lo que le pedía su corazón.
– Sí -accedió, finalmente.
– Me he vuelto insaciable desde que entré en la habitación 312 del hotel el viernes por la noche.
La respuesta de Matt la dejó sin aliento. Era exactamente lo que temía oír, aunque también lo que deseaba que dijera porque a ella le ocurría lo mismo.
– A ti te pasa igual -murmuró él, mirándola a los ojos.
El pánico se apoderó de Jilly. Sentía la imperiosa necesidad de mentir, de salir corriendo, de suplicar piedad. Sin embargo, no tenía sentido que mintiera porque él se daría cuenta. Por otra parte, no era una mentirosa.
De modo que relajó la frente y dijo:
– Es cierto, siento lo mismo.
Matt respiró aliviado, le tomó la cara entre las manos y le acarició las mejillas.
– La pregunta es: ¿qué vamos a hacer con esto, Jilly?
Al escuchar lo que él mismo acababa de decir, Matt deseó poder volver el tiempo atrás. Se dijo que no tendría que haber preguntado eso, que no debería haber verbalizado aquello que lo venía inquietando. Jilly se había quedado en silencio y lo miraba con recelo, y esa reacción le confirmaba que acababa de cometer un error tremendo. Justamente, porque sabía que podía perder el control, había hecho las reservas en el salón de belleza del hotel para así poder pasar una hora alejada de ella y del poder que ejercía sobre él.
– Vamos a hacer lo que habíamos acordado -respondió Jilly-. Vamos a disfrutar juntos del resto del fin de semana y, el lunes, volveremos a la relación laboral de siempre.
– Tienes razón.
El problema era que Matt sospechaba que iba a resultarle imposible respetar ese acuerdo después de los momentos que habían compartido. De hecho, sabía que sería incapaz de volver a referirse a ella como «la princesa de hielo» o «la enemiga número uno» y, en cierta forma, esos apodos eran uno de los aspectos fundamentales en la relación que mantenían como compañeros de trabajo.
Con todo, forzó una sonrisa y trató de parecer despreocupado.
– Ya que nuestro fin de semana se termina mañana, propongo que volvamos al hotel y disfrutemos del tiempo que nos queda -dijo él-. ¿Crees que podríamos usar todos los preservativos que he comprado?
Jilly lo miró con una expresión más relajada.
– Sólo hay una manera de averiguarlo. Sin embargo, son treinta y seis preservativos y apenas tenemos veinticuatro horas -señaló y negó con la cabeza-. Me temo que van a sobrar algunos.
– Eso no me preocupa, estoy dispuesto a batir el récord. ¿Qué dices?
– Digo que terminemos de comprar y nos marchemos de aquí.
Matt eligió dos bandejas de cerámica pintada a mano para regalarles a su hermana y a su madre en Navidad, y Jilly, un juego de té para su familia y un par de tazas de café para ella.
– El café combina muy bien con el chocolate -comentó ella, con una sonrisa traviesa.
Después, escogieron varias botellas de vino y fueron hacia la caja. Mientras les envolvía los paquetes, Joe los entretuvo contándoles algunas historias de su infancia en Italia.
En cuanto terminó, les señaló una enorme copa de cristal junto a la caja registradora y dijo:
– Hacemos un sorteo todos los meses y el ganador se lleva seis botellas de vino. Para participar, lo único que tenéis que hacer es meter una tarjeta con su nombre.
Tanto Matt como Jilly sacaron sus tarjetas comerciales y se las pasaron a Joe, que las observó con sumo interés.
– Agencia de publicidad Maxximum – leyó-. ¿Trabajáis juntos?
Matt se sintió incómodo porque, en aquel momento, no deseaba que le recordasen el tema.
– Sí -contestó Jilly.
Con un además solemne, Joe introdujo las tarjetas en el recipiente.
– Mi esposa también trabaja en la bodega -comentó-. En ocasiones es difícil, pero en general suele ser gratificante.
Acto seguido, les entregó los paquetes y agregó:
– Buena suerte, Mathew y Jillian. Espero volver a veros. Si venís en verano, cuando las vides están verdes y cargadas de uvas blancas y moradas, prometo que os llevaré a recorrer los viñedos Galini personalmente.
– Gracias, Joe. Es una oferta muy atractiva -dijo Jilly, con una sonrisa.
A Matt se le hizo un nudo en el estómago al pensar en la posibilidad de que ella volviera a ese lugar con otro hombre.
Se esforzó para disimular la irritación y se despidió de Joe amablemente. Después, Jilly y él caminaron hacia la salida. Cuando Matt abrió la puerta, sonaron las campanillas y los dos miraron hacia arriba. Otra vez estaban parados debajo del muérdago. Jilly sonrió, acercó la cara esperando el beso de rigor y Matt no pudo resistir a la tentación. La atrajo hacia él y la besó apasionadamente. Al enderezar la cabeza, descubrió que ella lo miraba con deseo y se llenó de satisfacción.
– ¡Guau! -jadeó Jilly-. Este muérdago funciona de maravilla.
Por el rabillo del ojo, Matt pudo ver que Joe sonreía de oreja a oreja.
– El muérdago siempre funciona -aclaró el italiano.
Volvieron a despedirse y salieron rumbo al coche. En cuanto cerró el maletero, Matt comentó:
– Estoy ansioso por que lleguemos a la habitación, nos desnudemos y comencemos a gastar los treinta y seis preservativos. ¿Qué opinas?
– Opino que es bueno tener metas en la vida.