9

Dean decidió que después de unos minutos despertaría a Jo, pero por el momento, con su cálido cuerpo acurrucado junto al suyo, la manta de franela echada descuidadamente sobre ellos, y la lluvia, ya menos intensa, golpeando suavemente los cristales, se deleitó regocijándose en la satisfacción y el contento que sentía. Era la clase de relajación del cuerpo y la mente que sobrevenía sólo a algo tan increíble como lo que acaba de ocurrir entre ellos.

Era innegable que el sexo con Jo había sido maravilloso, agotador, y habían estado tan sincronizados que parecía que llevasen años siendo amantes. Sin embargo, tras el fantástico orgasmo con que habían culminado los juegos eróticos previos, había brillado algo más íntimo entre los dos, una especie de conexión emocional; él al menos la había sentido, aunque le había dado la impresión de que Jo había luchado contra ella.

Dean había creído reconocer en aquel instante ese tipo de vínculo que le había faltado todos esos años.

Cerró los ojos y hundió el rostro en el cabello castaño de la joven, inhalando el aroma excitante del deseo saciado, mezclado con la humedad que había en la camioneta.

El brazo que tenía colocado en torno a la cintura de Jo se tensó, posesivo. Aquel momento perfecto de tranquilidad y compenetración le recordaba todas las cosas que había sacrificado por culpa de su trabajo: una mujer en su vida, y quizá en un futuro su esposa, y una familia.

Siempre había querido tener ambas cosas, seguro de que su vida sería distinta de la de sus padres, pero desde el día en que su prometida había salido de su vida, se había dado cuenta de que no podía hacerles, a esa esposa y esos hijos que quería tener, lo mismo que su padre les había hecho a él y a su madre: ponerlos en un segundo lugar, por detrás de la compañía. Y lo cierto era que tenía miedo a no poder cambiar, a actuar igual que su padre cuando se viera obligado a elegir entre las responsabilidades que implicaba la compañía y esa familia que planeaba tener.

Por eso, a lo largo de esos tres años había preferido no comprometerse demasiado en ninguna de las relaciones fugaces que había tenido. Además, no solo no había tenido tiempo para ello, sino que ninguna mujer, ni siquiera Lora, lo había atraído tanto como Jo. Su compleja personalidad lo tenía intrigado, y su cándida sensualidad le hacía desearla como jamás había deseado a otra mujer. Eso mismo le hizo decidir, en ese instante, que si su relación iba en el camino adecuado, se aseguraría de anteponer sus propias necesidades a las exigencias de su trabajo.


Sin embargo, todavía tenía que tomar una serie de decisiones difíciles, que afectarían a las vidas de muchas personas que dependían de él; decisiones que, de pronto, incluían también a aquella preciosa y vibrante mujer. No estaba dispuesto a separarse de ella cuando todo se hubiese resuelto. Había despertado en él emociones que no había creído que pudiera tener, y le había hecho desear, aún con mayor intensidad, una vida de verdad, una vida plena.

Por desgracia, sospechaba que Jo no sentía exactamente lo mismo que él. Le había dejado muy claro que era una mujer fuerte e independiente, y él estaba convencido de que era eso, y mucho más, como vulnerable emocionalmente, y sensible, aunque eso ella jamás lo admitiría. Le daba la impresión de que estaba todo el tiempo tratando de demostrar algo; a sí misma, a sus hermanos, y a cualquier hombre que tratase de acercársele demasiado… Lo cual lo incluía a él.

Tal vez se mostrara desinhibida cuando hacían el amor, pero Dean había advertido que había barreras muy altas en torno a su alma que él no había logrado atravesar. Pero al menos tenía la impresión de que estaba dispuesta a entregarse a él durante los días que pasaran juntos, sin restricciones. Si tenía que recurrir al sexo para traspasar esas barreras, lo haría gustoso.

Levantó el brazo de la cintura de Jo y le echó un vistazo a su reloj de pulsera. La había dejado descansar una hora, dándole unos minutos extra para reponerse de la agitada noche que habían pasado. Detestaba la idea de tener que perturbar su apacible sueño, pero no podían arriesgarse a esperar más, porque cabía la posibilidad de que siguiera una nueva tormenta a la que acababa de pasar, y tampoco sabía cuánto tendrían que caminar para encontrar ayuda.

Tocó el brazo de Jo suavemente para despertarla.

– Jo… -le susurró al oído imprimiendo un beso en su hombro desnudo-, Jo tienes que despertar ya. Tenemos que vestirnos e ir a buscar ayuda -le dijo. «Y comida», añadió para sí. Necesitaba algo más que chocolate.

Jo se desperezó, estirando sus voluptuosas curvas contra el cuerpo de Dean, frotando sus piernas contra las de él y volviendo a excitarlo.

– ¿De verdad tenemos que irnos ya? -le preguntó, soñolienta.

Dean sonrió. Si por él fuera, se quedaría allí para siempre.

– Creo que la tormenta ya ha pasado, así que creo que es un buen momento para aventuramos ahí fuera.

Jo giró la cabeza para mirarlo por encima del hombro y le susurró, mimosa, haciendo pucheros.

– Quedémonos un poquito más… -aún no lograba abrir los ojos del todo. Alzó la mano para acariciarle la mejilla, y se echó hacia atrás presionando sus nalgas contra la entrepierna de Dean, de modo que su erección se deslizó en el hueco húmedo y cálido entre los muslos de Jo.

Dean sintió que no tenía la fuerza de voluntad suficiente como para no admitir que aquel era todo el incentivo que necesitaba para concederle su petición. Le mordisqueó el lóbulo de la oreja, le lamió el cuello, y tomó uno de sus senos en la mano.

El pezón de la joven se endureció al instante contra la palma de su mano.

– Eres absolutamente insaciable, Jo…

La joven se arqueó, meneando el femenino trasero contra las caderas de él, mientras Dean acariciaba delicadamente la aureola.

– Es que tengo mucho tiempo por recuperar… -le dijo Jo en un tono sensual-. Y a juzgar por tu ávida respuesta, yo diría que estás más que dispuesto a acomodarte a mis deseos.

Dean tiró suavemente del pezón antes de recorrer con la mano el costado de Jo.

– Oh, sí, más que dispuesto… -murmuró contra su cuello. Notó a la joven estremecerse de expectación.

Dean apartó la manta y se apretó más contra la espalda de Jo. Haciendo uso de la rodilla, subió la pierna izquierda de la joven para poder penetrarla. La tomó por la cadera para mantenerla en esa postura, y ansioso por volver a estar dentro de ella, frotó su abultado pene contra las nalgas de Jo, para a continuación empujar, hundiéndose en su interior y saboreando la sensación de suavidad y calor que lo envolvía.

A diferencia de la vez anterior, en aquella ocasión hicieron el amor sin prisas. Sus embestidas eran lentas y rítmicas, para ir aumentando poco a poco la presión y hacerla a ella más consciente de esa unión. Jo dejó escapar un suave gemido en un momento dado, cuando él casi se retiró por completo, pero suspiró agradecida cuando volvió a introducirse hasta el fondo. Alzaba las nalgas queriendo tomar dentro de sí más y más de él.

Dean pasó la boca abierta por sus hombros, lamiéndole la piel para volverla loca. Cuando volvió a salir de ella, Jo gimió frustrada y se impulsó hacia atrás apretando las palmas de las manos en el suelo de la camioneta para indicarle lo que quería.

– Dean… Necesito…

Y entonces él volvió a embestirla, ahogando el resto de sus palabras, llenándola de una sola vez. Sabía exactamente lo que Jo ansiaba, pero, decidido a mantener el mismo ritmo, colocó la palma de una; mano sobre el estómago de ella y con la otra, llevó: la mano de Jo hasta la suya, bajando, hasta que alcanzaron los húmedos rizos y acariciaron los pliegues, suaves como pétalos.

Jo detuvo su mano tensa, insegura de repente; ante la idea de tocarse a sí misma íntimamente delante de él, y de sus labios escapaba una respiración temblorosa.

Dean la besó en la sien.

– Vamos, Jo, no te me pongas ahora tímida – murmuró intentando hacer que confiara en él en vez de forzarla-. Enséñame lo que te gusta, lo que te hace sentir bien…

Jo suspiró, se relajó y enseñó a Dean los secretos de su cuerpo para que los aprendiera de primera mano, demostrándole el ritmo que más la excitaba, mientras él continuaba introduciéndose y apartándose de sus nalgas lentamente. Minutos después, sin embargo, Dean advirtió los primeros signos de que el clímax de Jo estaba aproximándose, por el modo provocativo en que contenía la respiración y cómo sus músculos internos se apretaban en tomo a su miembro, atrayéndolo más y más adentro. Las caricias Íntimas de sus dedos se volvieron más rápidas, y de pronto un profundo y largo gemido salió de la garganta de la joven. Empujó las nalgas contra las caderas de Dean, abriendo más las piernas y se arqueó hacia él aceptando todo aquel placer.

Verla abrazar el orgasmo temblando gracias a sus propias indicaciones fue lo más erótico que Dean había imaginado jamás, y lo hizo a él mismo volar con ella. El corazón le latía desbocado en el pecho, se hundió una última vez en ella rápidamente y con fuerza, experimentando sensaciones tan intensas que le pareció que se estremecía hasta su alma.

La mente de Jo la hizo volver a la realidad mucho antes de lo que habría querido. No podía dormirse en los laureles: tenía que probar la inocencia de Dean y convencer a Cole de que era competente. Ninguna de las dos cosas iban a resultar sencillas. Estaba segura de que su hermano desaprobaría su decisión de fiarse de su instinto y creer a Dean, sobre todo porque en el pasado no le había funcionado demasiado bien. Sin embargo, no podía evitar por más tiempo ponerse en contacto con él, especialmente cuando llevaba horas sin estar localizable. Debía de estar histérico. En cuanto encontraran alguna población cercana, hubieran conseguido ayuda para el vehículo y tuvieran un lugar en el que pasar la noche, haría esa temida llamada.

Tras caminar cuarenta y cinco minutos bajo una leve llovizna, divisaron una granja en el horizonte. Jo se sintió como un marinero perdido que avistara tierra tras vagar sin rumbo durante días, y exclamó aliviada:

– ¡Gracias a Dios!

En ese momento se escuchó un retumbante trueno sobre sus cabezas y vieron a lo lejos nubarrones negros que se acercaban. Parecía que iba a empezar a llover de nuevo con más fuerza.

– Gracias a Dios, ya lo creo -asintió Dean apretando el paso-. Ya estaba a punto de sugerirte que hiciéramos autostop hasta Medford.

Jo se rió.

– Si es que pasaba algún coche… -contestó enarcando las cejas. Sin embargo, lo cierto era que ella también lo había pensado-. Pero hemos tenido suerte. Esperemos que esa granja esté habitada y puedan llamar una grúa para que lleven la camioneta a un taller.

– Y a nosotros a un restaurante -añadió Dean sonriendo-. Necesito comida, comida de verdad.

Jo se hizo a un lado para no pisar un charco entre ellos, y sonrió al ver cómo la conciencia caballeresca hacía a Dean inclinar el paraguas para continuar resguardándola, a pesar de mojarse él durante esos segundos.

– ¿No te ha bastado con todo lo que te has comido? -inquirió, incrédula.

Después de vestirse, Dean la había emprendido con todas las golosinas que quedaban en la bolsa hasta acabar con ellas.

– ¡Con eso no tenía ni para empezar! -exclamó Dean poniendo los ojos en blanco.

Habiéndolo visto comer, no era de extrañar que aún tuviera hambre, aunque desde luego su apetito sexual, el de los dos, había quedado más que satisfecho, se dijo Jo recordando todo lo que había ocurrido en la parte trasera del vehículo. Era un amante increíble, tan atento, tan apasionado, tan generoso…

Había sido tan perfecto que se sentía completamente relajada.

Finalmente llegaron al camino de grava que conducía a la granja, flanqueado por sendos pastos vallados, donde había caballos, y pasaron un granero rojo recién pintado, un corral de gallinas, otro de cabras, y un huerto separado con árboles frutales y hortalizas cultivadas. Unos minutos más tarde ascendían los escalones del porche. Jo cerró el paraguas mientras Dean llamaba a la puerta con los nudillos.

Les abrió un hombre mayor vestido con un mono vaquero muy desgastado. De repente, sin previo aviso, Dean tomó a Jo de la mano, entrelazando sus dedos. Ella lo miró sorprendida, pero lo cierto era que no podía decir que le desagradara el gesto en absoluto.

El hombre se quedó allí plantado, observándolos con el ceño fruncido. Jo se dijo que no podía culparlo por mirarlos con desconfianza, ya que sin duda no recibiría muchos visitantes.

– ¿En qué puedo ayudarlos? -inquirió. Su voz era profunda y brusca, pero sus ojos castaños reflejaban amabilidad.

– ¿Quién es, Frank? -preguntó una voz femenina detrás de él. Era una mujer regordeta y también mayor, de cabello entrecano. Se aproximó a la puerta, limpiándose las manos en el delantal, y mirándolos con curiosidad.

– No lo sé, Iris -contestó el hombre, molesto-. Eso es lo que estaba tratando de averiguar.

– Hola -los saludó la mujer, con una sonrisa cálida y amistosa-. ¿Se han perdido?

Dean esbozó una amplia sonrisa.

– Pues verán, de hecho, mi esposa y yo venimos desde Seattle, y nos dirigimos a San Francisco a visitar a su familia, pero nuestro vehículo se ha averiado a unos kilómetros de aquí. El manguito del radiador reventó -explicó a la pareja sin dar ocasión a Jo de intervenir-. Nos quedamos tirados en medio de la carretera por la tormenta, y su granja es el primer signo de civilización que hemos encontrado. ¿Podrían ayudarnos?

¿Su esposa? ¿Y que iban a visitar a su familia en San Francisco? Jo tuvo que hacer un gran esfuerzo para no quedarse mirando fijamente a Dean, boquiabierta, ante semejante mentira.

– No, es verdad que esta zona está bastante desierta -asintió Frank rascándose la sien-. De hecho, la gasolinera más próxima está en Medford, a unos veinticinco kilómetros de aquí, en la carretera interestatal.

– Frank, ¿es que no tienes modales? -le reprochó su esposa-. No puedes dejarlos ahí fuera, con esta humedad, y después de lo que han debido de padecer ahí fuera… Pasen, pasen y veremos qué podemos hacer por ayudarlos.

Dean hizo una pequeña inclinación de cabeza.

– Gracias, señora, se lo agradecemos muchísimo.

– Gracias -repitió Jo. Y pasaron al interior de la pequeña pero acogedora vivienda.

Nada más cruzar el umbral les llegó un delicioso olor a carne estofada con verduras, a manzanas asadas y a canela. El estómago de Dean rugió. Jo contuvo como pudo la risa, y él se disculpó azorado con la pareja. Iris había abierto los ojos como platos al escuchar el exagerado ruido de sus tripas, pero agitó la mano, como quitándole importancia.

– No tiene que disculparse, por Dios… Deben de haber pasado mucha hambre esperando que amainara la tormenta. Comerán con nosotros.

– Oh, no por favor, no queremos ser una molestia -le dijo Jo.

Dean le apretó la mano para expresar su protesta.

– No es ninguna molestia. Tenemos suficiente comida, e insistimos en que se unan a nosotros, ¿verdad, Frank? -dijo volviéndose hacia su marido. Sin embargo, siguió hablando, sin darle tiempo a contestar- Con esto de vivir en el campo y tener a todos mis hijos ya mayores, desperdigados por el país con sus familias, no tenemos compañía muy a menudo. Y no me quedaría tranquila pensando que los he dejado marchar con el estómago vacío.

– En ese caso estaremos encantados de cenar con ustedes -se apresuró a decir Dean antes de que Jo pudiera rechazar la oferta de nuevo.

– Estupendo -aplaudió Iris sonriendo-. Pasen al comedor. Frank, pon dos cubiertos más, yo traeré las fuentes.

La pareja desapareció tras la puerta de la cocina, dejándolos sentados el uno junto al otro en una mesa de roble con seis sillas. Jo se giró hacia Dean, aprovechando la ocasión para expresarle su incredulidad por la mentira que les había contado.

– ¿Tu esposa? -susurró mientras esperaban a sus anfitriones-. ¿A qué venía eso?

Dean parpadeó sin el menor signo de arrepentimiento.

– ¿Habrías preferido que les dijera que eres una cazarrecompensas y que me llevas a San Francisco porque la policía cree que he cometido un delito por robo de coches a gran escala?

Jo reprimió la risa y concedió que tenía razón.

– No, supongo que no, pero fingir que somos un matrimonio me parece exagerar la nota, ¿no crees?

– ¿Qué daño puede hacer? -contestó él encogiéndose de hombros. Le tomó la mano y se la llevó a los labios, besando sus nudillos. Jo no podría decir si lo había hecho en caso de que sus anfitriones los estuvieran observando a través de la puerta entreabierta de la cocina, o si era un gesto de verdadero afecto, pero le gustó-. Frank parecía reacio a dejarnos entrar cuando aparecimos en su puerta, y esa historia los ha hecho compadecerse de nuestra situación, así que ¿por qué no?

Jo suspiró. Le era imposible rebatir semejante lógica.

– Hum… Y de paso tú vas a conseguir una cena gratis.

– Y tú casi lo echas a perder -le espetó Dean con una mirada de reproche-. Después de lo exhausto que me dejaste esta tarde necesito recuperar energías. Además, lo que sea que ha cocinado esa mujer huele de maravilla, y seguro que es mucho mejor que la comida rápida que me has obligado a comer.

Jo lo miró divertida.

– Pobrecito… Disfruta de la cena, y no esperes ninguna comida de cinco tenedores cuando lleguemos a Oakland.

– No me digas que no sabes cocinar -inquirió Dean decepcionado.

– Bueno, se me da muy bien calentar en el microondas productos congelados -respondió Jo con una sonrisa maliciosa mientras se ponía la servilleta en el regazo-. Lo aprendí de Noah y de Cole cuando tenía unos diez años.

– No es algo de lo que alardear, la verdad -la picó Dean-. Hasta yo sé hacer un par de huevos fritos.

– Pues mi lema es: «Cuanto más rápido y fácil, mejor». No tengo tiempo para cocinar.

Dean pasó el brazo por el respaldo de su silla y se inclinó sobre ella para que pareciera que estuvieran teniendo una conversación privada.

– ¿Sabes lo que creo? Creo que pasas demasiado tiempo persiguiendo delincuentes y apenas le das una oportunidad a lo que es lento y minucioso.

¿De qué estaban hablando?, ¿de cocinar, de sexo o de cultivar una relación? Jo no estaba segura, pero en cualquier caso, la crítica a su trabajo y su estilo de vida la puso a la defensiva.

– Lo que hago lo hago porque quiero, por mi propia voluntad -le aclaró.

El matiz molesto en la voz de Jo y el brillo obstinado en sus ojos pillaron por sorpresa a Dean. Le sostuvo la mirada un buen rato. Aquella chica se tomaba demasiado a pecho su ocupación y la necesidad de defender su modo de ganarse la vida. Lo único que había tratado de decirle era que no debía cerrar la puerta a otras opciones, opciones que podrían incluir algo más entre ellos, pero perdió la oportunidad de explicarse cuando Frank e Iris entraron al comedor con la comida.

Minutos después, Dean estaba devorando un generoso plato de carne estofada con patatas panaderas y verduras frescas. Sus gemidos de apreciación y los cumplidos que hizo a la cocinera hicieron enrojecer a esta, aunque era obvio que los agradecía y la llenaban de satisfacción.

Iris se sirvió más té helado y a su marido también.

– Asegúrense de dejar sitio para las manzanas asadas -les dijo ajo y a Dean.

– No se preocupe, Iris -repuso Jo. Le dirigió a Dean una dulce sonrisa que contrastaba con la provocación que había en sus ojos-. Mi esposo es como un pozo sin fondo en lo que se refiere a comida.

– Oh, no hay nada de malo en que un hombre tenga buen apetito -replicó Iris, saliendo en defensa de la voracidad de Dean.

Éste le dirigió una de sus más encantadoras sonrisas.

– Es que, en casa, Jo no me suele obsequiar con comidas tan maravillosas como estas -dijo Dean siguiendo con la mentira de su matrimonio-. De hecho, esto es un auténtico lujo para mí.

– Pues considérense invitados a visitamos cada vez que pasen de nuevo por aquí para ver a su familia -les ofreció Iris-. Bueno, ¿y cuánto hace que están casados?

– Sólo unos meses -se apresuró a intervenir Dean.

– ¡Oh, lo sabía! -exclamó Iris entusiasmada-. ¿No te dije yo que estos dos tortolitos tenían esa mirada de luna de miel en sus ojos, Frank? -inquirió girándose hacia su marido.

El hombre sonrió ligeramente.

– Sí, es cierto que me lo dijo, hace un rato, en la cocina.

– ¡Oh, qué maravilla! -prosiguió Iris antes siquiera de que su marido terminase la frase-. ¡Lo que yo daría por volver a ser joven y experimentar la felicidad de los primeros años de casados! -suspiró la mujer llevándose una mano al corazón-. Bueno, aunque he de admitir que nuestro primer año de casados, aunque fue uno de los mejores, fue también uno de los más duros.

– ¿En qué sentido? -inquirió Jo, curiosa, mientras pinchaba con el tenedor unas verduras-. Espero que no la moleste la pregunta.

– En absoluto, querida -replicó Iris. Y se limpió; los labios con la servilleta, preparándose para la explicación-. Mi Frank siempre ha sido de esa clase de hombres que son fuertes, silenciosos la mayor parte del tiempo, y cuando no, parcos en palabras. Él lo llama ser «contemplativo», pero yo creo que en el fondo se debe a que es bastante cabezota. En fin, con el tiempo he aprendido a comprenderlo… y a aceptarlo.

Frank gruñó por toda respuesta mientras masticaba el trozo de carne que tenía en la boca, pero no pareció demasiado preocupado por contradecirla. Iris le puso una mano en el brazo, en un gesto cariñoso y pacificador.

– Cuando nos casamos -prosiguió la mujer-, no teníamos demasiado, y los tiempos eran muy malos. Esas dificultades nos llevaron a tener bastantes desacuerdos, pero también nos enseñaron una de las lecciones más importantes para que un matrimonio sea feliz y duradero: descubrimos que teníamos que comprometernos respecto a algunos asuntos, esforzarnos por igual y encontrar puntos en común.

Aquellas palabras tocaron una cuerda en el alma de Dean, haciéndole darse cuenta de que el compromiso era uno de los ingredientes principales que habían faltado en el matrimonio de sus padres.

– Ese es un consejo muy sensato -dijo con voz queda.

Iris sonrió amablemente.

– Al menos puedo decir que ha supuesto una enorme diferencia en nuestra relación, y que nos ha ayudado a tener cuarenta y tres años de felicidad.

– Cuarenta y tres años… -repitió Jo, impresionada y conmovida-. Eso es maravilloso.

– Nosotros pensamos lo mismo -asintió Iris hablando por ella y su marido-. Y también es importante que traten de robar tiempo a las obligaciones para dedicarlo al otro, para mantener el romance en su matrimonio.

Dean dejó el tenedor sobre su plato vacío.

– Lo haremos -le contestó, deseando que sus padres hubieran tenido a alguien como Iris para darles ese consejo en concreto.

Sabía que su padre tenía en gran parte la culpa, porque no se preocupaba por sacar tiempo para estar con él y con su madre, pero tal vez todo habría sido diferente si su madre le hubiese pedido más atención y él se hubiera comprometido a ello, aunque hubiese sido solo un poco.

Frank bebió un buen trago de su té helado y, tras limpiarse la boca con la servilleta, dijo a su mujer:

– Iris, creo que el chico está listo para tomar esas manzanas asadas.

– Ya lo creo -asintió Dean complaciente-. Me encantarían unas manzanas asadas.

– Retiraré los platos mientras sirve el postre, Iris -se ofreció Jo. Se puso de pie, apiló los platos y acompañó a la mujer a la cocina.

Dean aprovechó el momento para consultar a Frank acerca de su problema.

– ¿Nos permitiría llamar una grúa para que remolquen nuestra camioneta?

– No tienen que llamar a nadie -replicó Frank meneando la cabeza-. Yo tengo un cable de remolque, los llevaré personalmente a Medford.

– No es necesario, nosotros…

Frank enarcó las cejas de manera cómica.

– Después de todo lo que ha oído decir a mi mujer durante la cena, ¿cree que me dejará en paz si no los llevo a la ciudad yo mismo?

Dean se rió ante el peculiar sentido del humor del otro hombre, no falto de verdad, por otra parte.

– Supongo que tiene razón. Gracias. Han sido muy amables y hospitalarios con nosotros, sobre todo considerando que no esperaban invitados.

– ¿Bromea? Soy yo el que debería agradecérselo -replicó Frank. Se inclinó hacia delante en su asiento y esbozó una media sonrisa-. No veía a Iris tan contenta desde hacía varias semanas. Le encanta tener visitas, y por desgracia por aquí viene muy poca gente.

Momentos después los cuatro estaban disfrutando ya de las manzanas asadas, acompañadas de helado de vainilla, y de una agradable conversación. Y después, cuando llegó la hora de marcharse, Iris insistió en que se llevaran lo que había sobrado para el camino, por si Dean volvía a tener hambre. Jo, tras agradecérselo, le aseguró con una sonrisa maliciosa que era más que probable. Tras una ronda de cálidos abrazos, la mujer garabateó en un trozo de papel su número de teléfono para que los llamaran y nuevamente los invitó a volver cuando quisieran.

Agitando la mano en señal de despedida una última vez, Dean subió a la camioneta de Frank junto a Jo, preguntándose si ella también estaría sintiendo en ese momento lástima por tener que marcharse, y si envidiaría también la relación especial que la pareja compartía.

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