Jo acercó la silla de Dean al cabecero de la cama, y lo esposó a él. El prisionero se quejó de su crueldad por no dejarlo ir al baño con ella fingiendo un mohín muy sexy, pero finalmente dejó de protestar cuando le puso la televisión para que viera una película mientras se duchaba.
Así pues, Jo entró en el cuarto de baño cerrando la puerta tras de sí para disfrutar de una relajante ducha. Se quitó la ropa, se metió bajo la ducha, y gimió suavemente cuando, al abrir el grifo, el agua empezó a chorrearle por la espalda, aliviando la tensión de sus músculos. Lo cierto era que no solía permitirse lujos como aquel con todos los prisioneros, pero de algún modo confiaba en Dean. De hecho, desde el primer momento en que lo había visto no había observado en él ningún indicio de comportamiento criminal. Si estaba interpretando el papel de ciudadano modelo, podía decirse que era un excelente actor.
El caso era que, lo mirara por donde lo mirara, no encajaba de ningún modo en el perfil de un delincuente que iba de vuelta a la cárcel para tener que enfrentarse a cargos por robo a gran escala y a la posibilidad de testificar contra el poderoso líder de una red de traficantes.
Se echó un buen chorro de champú en la palma de la mano, se enjabonó el pelo, y se frotó el cuero cabelludo con la cabeza llena de todos aquellos detalles que le había dado durante la cena: la muerte de su padre, la compañía que había heredado pero que no estaba seguro de querer, y finalmente el robo de su maletín con toda su documentación personal. La verdad era que, aunque lo había intentado, no había logrado descubrir ni un solo fallo en su historia. Todo sonaba muy realista, como si verdaderamente lo hubiera vivido.
Aunque su conciencia profesional se oponía, cuanto más lo pensaba más cerca estaba de creerlo.
Parecía algo lógico, no algo astutamente urdido para engañar a nadie. El instinto que había desarrollado durante el tiempo que había trabajado como policía la urgía a darle un voto de confianza, pero por desgracia había dejado de dar crédito a su instinto desde que le fallara el día que mataron a Brian.
No podía permitirse otro error, no cuando al fin su hermano Cole estaba empezando a dar señales de que la creía verdaderamente preparada para su trabajo. Se mostraría indulgente con Dean por su buen, comportamiento, pero seguiría siendo su prisionero hasta que llegaran a su destino y un abogado limpiara su nombre si es que decía la verdad.
Satisfecha con el plan, se enjuagó el cabello y tomó el bote de gel olor a melón que había llevado consigo. Se enjabonó todo el cuerpo y fue enjuagando con las manos la espuma del cuello, los brazos, el pecho… Sus dedos rozaron los pezones, y éstos se endurecieron, haciendo que se le acelerara ligeramente el pulso.
Hacía tanto tiempo que no se sentía verdaderamente como una mujer… desde la última vez que había estado con un hombre. Su última relación larga había terminado justo el año en que se hizo en policía, y desde entonces su profesión se había convertido en una especie de impedimento para todos los hombres con los que había salido. O se sentían intimidados al enterarse o pensaban que tenían que protegerla. En ambos casos Jo se sentía como un gato acariciado a contrapelo, y con frecuencia era ella misma quien cortaba la relación, hasta que finalmente había llegado al punto de impedir que ninguno se le acercara demasiado, ni física, ni emocionalmente.
Desde la muerte de Brian había reprimido sus deseos sexuales volcándose en el trabajo, pero su cuerpo clamaba atención desde hacía semanas, recordándole que aquella prolongada abstinencia debía tocar a su fin, y su libido parecía más activa que nunca desde que sus ojos se posaran en Dean.
Antes de que pudiera siquiera darse cuenta de lo que estaba haciendo, se giró despacio hacia el chorro de agua cayendo de la ducha, y cerró las palmas de sus manos en torno a sus ansiosos senos. Los estrujó suavemente dejando que el agua caliente los masajeara. Sus pulgares dibujaron círculos lentamente alrededor de las aterciopeladas aureolas, y sintió que su respiración se volvía entrecortada al ir creciendo el deseo en su interior, ese deseo que había sido ignorado demasiado tiempo.
Y lo cierto era, pensó, que le costaría muy poco calmarlo. Se mordió el labio inferior y se preguntó… Tal vez si diera rienda suelta a ese deseo en ese momento no volvería a fantasear con aquel hombre, sexy y maravilloso.
Finalmente decidió rendirse, y dejó volar su imaginación, salvaje y desinhibida. Cerró los ojos para concentrarse mejor. Dean estaba dentro de la ducha también, con el vapor rodeándolos a los dos. Sus grandes manos envolvían su cuerpo femenino, se posaban sobre sus senos, e iban descendiendo, descendiendo, haciendo arder cada centímetro de piel que tocaban, y acercándose cada vez más a su estómago tembloroso.
La cascada de agua sobre su cuerpo reemplazó la cálida boca de un amante, y pronto se hizo tan erótica como los lamidos lánguidos y sensuales de una lengua experimentada, deslizándose por su vientre, rozando la cara interna de sus muslos, e introduciéndose entre ellos, hasta que los dedos, hábiles encontraron y acariciaron la protuberancia que se ocultaba entre sus pliegues. Jo estaba dejándose llevar completamente por aquel hechizo que había tejido, se acercó más a la pared, echando la cabeza hacia atrás, y se rindió a la provocativa fantasía que le evocaba el hombre que había en la habitación contigua. Recibió encantada el cosquilleo del orgasmo que se estaba creando en su interior, alzándose como una ola. Su respiración se tomó trabajosa, y tuvo que esforzarse por no gemir mientras empujaba las rodillas contra la pared y se dejaba ir, perdiéndose en el torrente de sensaciones que fluían a través de todo su cuerpo.
Unos segundos después, abrió los ojos y enfocó la vista en lo que la rodeaba. Volvía a estar sola. Su amante fantasma se había desvanecido, y el corazón le latía apresuradamente en el pecho. Y, de pronto, le sobrevino la sensación de que aquello sólo había sido una solución temporal que no había logrado otra cosa que oscurecer sus deseos prohibidos. De hecho, el ansia que tenía de Dean Colter no parecía sino haber aumentado. Cerró el grifo, salió de la ducha y se secó rápidamente con una toalla. Se puso unas braguitas y se echó encima una camiseta y los pantalones cortos de algodón a modo de pijama. Volvió a abrocharse el cinturón con la pistola, y enganchó en la cinturilla de los pantalones las llaves de las esposas. A continuación, se lavó los dientes, se peinó el cabello húmedo y arrojó en el neceser sus objetos de aseo.
Tras recogerlo todo, abrió la puerta y pasó a la habitación. Dean seguía donde lo había dejado. En la televisión estaban poniendo una película de acción de Bruce Willis, pero cuando Jo hizo su entrada, él solo tuvo ojos para ella. La recorrió con la mirada, desde las piernas desnudas hacia arriba. Finalmente, sus ojos alcanzaron el cabello mojado de la joven, libre de la coleta en que solía llevarlo recogido.
Jo notó que le ardían las mejillas, tanto por aquel lento reconocimiento visual, como por la ducha caliente que había tomado, y la fantasía que se había permitido. Solo recordar lo que habían hecho juntos, aunque hubiera sido en su imaginación, hizo que le entrara aún más calor.
– Bueno, parece que te ha sentado bien la ducha -le dijo él con una de esas sonrisas encantadoras.
Si él supiera lo que había ocurrido en el cuarto de baño… Jo trató de mantener un mínimo de compostura yendo hacia el armario y guardando la ropa y el neceser en la mochila.
– Sí, era justo lo que necesitaba -respondió. «En más de un sentido…».
– Espero que me hayas dejado un poco de agua caliente -dijo Dean.
Jo cerró la cremallera de la mochila y se volvió hacia él.
– Depende de para qué.
Dean ladeó la cabeza, haciendo que un mechón oscuro cayera sobre su frente..
– No me digas que me vas a negar una ducha…
Jo se cruzó de brazos y lo miró considerando el asunto. El cuarto de baño era pequeño, y no había ninguna ventana por la que pudiera escapar. No habría peligro de que huyera. Le daría tiempo para que se diera esa ducha… siempre y cuando se atuviera a sus reglas.
– Bueno, está bien, pero depende de lo pudoroso que seas -le advirtió.
Dean se rió comprendiendo lo que quería decir.
– No, no, no… Depende de lo pudorosa que tú seas -corrigió con una sonrisa lobuna.
Jo se acercó, deteniéndose a un metro de él.
– Vi de todo durante el tiempo que fui policía y, créeme, el pudor no tiene lugar en la profesión -le dijo. Sin embargo, tenía la sensación de que verle el trasero podía poner a prueba esa indiferencia de la que estaba presumiendo, sobre todo cuando hacía muy pocos minutos había intervenido en su pequeña fantasía privada.
De pronto recordó un incidente bastante humorístico de aquella época, y lo compartió con él:
– Cuando era policía, un compañero y yo tuvimos que perseguir en cierta ocasión a un sospechoso a través de una playa nudista. Eso me dio la oportunidad de familiarizarme con todo tipo de formas, tamaños y colores de anatomía humana. Fue bastante revelador, la verdad, así que dudo que tengas algo que no haya visto antes.
– Caray -exclamó Dean fingiéndose dolido-, desde luego sabes cómo aplastar el ego de un hombre.
Jo rió ligeramente.
– Bien, pongámoslo de este modo: si no te molesta tener público, puedes utilizar el baño. Con ciertas restricciones, por supuesto.
– Por supuesto, por supuesto -repitió Dean con un suspiro-. Adelante.
– Te quitaré las esposas para que puedas lavarte, pero te quitarás toda la ropa a excepción de los calzoncillos delante de mí y…
– ¿Y si no llevo calzoncillos? -la interrumpió Dean para observar su reacción.
Jo se esforzó por no mostrarse turbada y se encogió de hombros de un modo convincente.
– Pues te quedas en cueros y ya está. Dean sonrió malicioso.
– Hum… Ya veo -murmuró. Pero aquello no respondía a si llevaba calzoncillos o no.
Jo tragó saliva.
– Bien, te traeré las ropas que quieras y los objetos de aseo que necesites de tu mochila, y tendrás cinco minutos para ducharte.
– ¡Eh!, tú te has llevado mucho más tiempo – protestó él.
Jo enrojeció al recordar en qué había empleado esos minutos de más.
– Bueno, esa es una de las ventajas de estar al mando -replicó lanzándole una mirada de «mala suerte, amigo»-. Cinco minutos, lo tomas o lo dejas.
Dean se removió en su asiento y resopló.
– Lo tomo.
– Y tendrás que dejar la puerta entreabierta aproximadamente un metro todo el tiempo -añadió Jo. Dean abrió la boca como si fuera a protestar, pero ella alzó la mano para cortarlo-. Estas reglas no son negociables. Ya que estoy dispuesta a darte un poco de libertad, exijo a cambio tu total cooperación. Y recuerda, un movimiento en falso y…
– Y me tumbarás con tu pistola de fogueo, y pasaré el resto del viaje esposado de pies y manos – dijo Dean terminando la frase por ella.
Jo sonrió con soma.
– Me alegra ver que nos entendemos.
– Ya te dije que estaba dispuesto a cooperar.
De pronto Jo volvió a ponerse seria. Le parecía que debía hacerle saber que era todo un lujo el que le dejara darse esa ducha, que no diera las cosas por hechas.
– Y por tu buen comportamiento, sólo por eso, te estoy dando un poco de más margen del que suelo dar a ningún otro prisionero -le aclaró. Habría añadido que en parte estaba empezando a concederle el beneficio de la duda respecto a su inocencia, pero sin pruebas con las que corroborarlo, no estaba dispuesta a admitirlo-. Bien, ¿qué quieres que saque de tu mochila?
– Hay unos pantalones de chándal grises.
Jo los sacó de la mochila y mirándolo por encima del hombro le preguntó:
– ¿Y no quieres ropa interior?
Dean sacudió la cabeza con una sonrisa pícara que la desarmó.
– Demasiado incómoda para dormir.
Jo se preguntó si también le resultaría demasiado incómoda durante el día. Pronto lo averiguaría.
– ¿Y una camiseta?
– No gracias. Si voy a ponerme esos pantalones es tan sólo por estar en presencia de una dama. No suelo llevar nada cuando duermo.
Jo tragó saliva. ¡Dios! Una imagen de un cálido cuerpo masculino desnudo frotándose contra las frescas sábanas acudió a su mente, haciéndola sonrojarse ligeramente, pero la alejó tan rápido como pudo.
– ¿Hay algo más que quieras o necesites?
Los ojos de Dean buscaron los de ella, pura lascivia en sus iris verdes.
– Hay un montón de cosas que quiero y necesito, Jo -le dijo con voz ronca-, pero por ahora me conformaré con mi bolsa de aseo.
Un escalofrío recorrió la espalda de la joven, haciendo que sus ya sensibilizados pezones se irguieran. Inspiró hondo y sacó de la mochila la bolsa de aseo de cuero negro. La abrió para revisar sus contenidos y asegurarse de que no contuviera nada que pudiera ser utilizado como arma.
– De acuerdo, champú, jabón y el desodorante en barra -le dijo-. La cuchilla de afeitar tengo que requisártela, lo siento.
– En fin, ¿qué le vamos a hacer? -contestó Dean parpadeando.
Jo puso todas las cosas en el cuarto de baño y fue a quitarle las esposas. Se sentó al borde de la cama, cerca de él, pero teniendo mucho cuidado de mantener el arma lejos de su alcance. Una vez estuvo libre, Dean se puso de pie lentamente y se frotó las muñecas. Jo se había puesto de pie también y, dando un paso hacia atrás, le indicó que fuera hasta la pared opuesta.
– Ponte de espaldas y desvístete -le ordenó. Aquella iba a ser la única privacidad que iba a tener.
Dean obedeció. Observarlo todo el tiempo era simplemente una medida de seguridad, se recordó Jo mientras veía cómo empezaba a sacarse la camiseta, revelando una franja de lisa piel. Sí, sólo era una medida preventiva para asegurarse de que no ocultaba nada peligroso antes de que entrara en el baño, siguió diciéndose mientras la camiseta iba subiendo hasta la cabeza. Jo no pudo evitar quedarse mirando embobada el fascinante movimiento de los músculos tensándose y relajándose.
Si era una medida preventiva, una medida de seguridad… ¿Por qué diablos tenía que acelerársele el pulso de aquel modo?, ¿y por qué sentía como un nudo de deseo en el estómago? Aquello, desde luego, no era muy profesional. De pronto, advertir la tranquilidad con que estaba quitándose la ropa, le hizo preguntarse si no estaría haciéndolo a propósito, para intoxicar sus sentidos. Si así era, ciertamente lo estaba consiguiendo.
Dean dejó caer al suelo la camiseta, se sacó los zapatos y después se agachó para tirar de los calcetines, mostrando de nuevo a Jo ese juego de músculos contorsionándose incitantes.
Entonces el sonido de la cremallera del pantalón bajándose llegó hasta los oídos de la joven, turbándola de nuevo. Dean enganchó los pulgares en la cinturilla del pantalón y Jo contuvo el aliento mientras la tela vaquera bajaba, centímetro a centímetro. Suspiró aliviada al ver que llevaba unos calzoncillos blancos que, a pesar de todo, la turbaron también por el modo en que se ajustaban a las nalgas.
Y, de pronto, sin previo aviso, el prisionero se dio media vuelta, y Jo se encontró observando fijamente su entrepierna. Las mejillas se le arrebolaron cuando advirtió que estaba bastante excitado. Rápidamente levantó la vista. Dean estaba sonriendo sin la menor vergüenza.
– ¿He pasado la inspección? -le preguntó. El doble sentido era obvio por el tono de su voz.
«Mientras esa única arma oculta que tienes no esté cargada…». Por suerte aquella descarada respuesta no llegó a cruzar los labios de Jo. Se aclaró la garganta y remetió un mechón por detrás de la oreja.
– Sí, ya puedes pasar al baño. Cinco minutos – le recordó-. Te avisaré cuando se te haya acabado el tiempo.
– Entonces será mejor que me apresure -dijo él haciéndole un guiño juguetón. Entró al cuarto de baño y dejó la puerta entreabierta como ella le había indicado. Segundos más tarde un golpe seco y el ruido del agua le indicaron que ya estaba dentro de la ducha.
Jo se inclinó un poco hacia la izquierda para asegurarse de que en efecto era así, pero vio mucho más de lo que esperaba ver. Aunque el cristal de la ducha era esmerilado, dejaba entrever su silueta y los rasgos masculinos: el ancho tórax, los atléticos muslos… Jo sintió que una ola de calor se expandía por su interior. A pesar de lo que le había asegurado antes sobre que ya lo había visto todo, tenía que admitir que estaba equivocada, muy, muy equivocada. Estaba extraordinariamente bien dotado.
Un suave gemido escapó de la garganta de la joven. Si no centraba su mente rápidamente en otra cosa, acabaría espiando a Dean todo el tiempo mientras se duchaba. No era un mal modo de pasar el tiempo… Si las circunstancias fueran distintas. Aquello era una locura, no debía sentirse atraída por un tipo al que buscaba la ley por un delito que había cometido… ¿O no lo había cometido?
Se bajó de la cama y tomó de la mesa la carpeta con todos los documentos referentes al caso. Estaba decidida a dar con alguna respuesta concluyente. Empezó a hojear una vez más los papeles, buscando una prueba que pudiera corroborar la historia que él le había contado. Por desgracia, todos aquellos papeles apuntaban a su culpabilidad. Jo se mordió el labio inferior, tratando de abrir su mente. Si alguien lo hubiera suplantado como decía, evidentemente tenía que tratarse de alguien cuya altura, peso y rasgos fueran muy similares. Y si le habían robado toda la documentación… Fue hasta el lugar donde había dejado la mochila de su prisionero y volvió a registrar la billetera. La fecha de expedición del permiso de conducir era de unas semanas atrás. Sí, eso concordaba. Si le habían robado el permiso, habrían tenido que expedirle uno nuevo. Comprobó la fecha de la fotocopia del permiso de conducir en el informe y vio que era anterior.
Sacó también de la billetera las tarjetas de crédito, y unas cuantas tarjetas de presentación: Colter Traffic Control, Dean Colter; Presidente.
– ¡Madre mía! -murmuró Jo.
La cabeza le daba vueltas ante las implicaciones de aquello. ¿Y si la historia que le había contado Dean era cierta? Desde luego aquellos detalles le otorgaban cierta credibilidad. Sin embargo, como santo Tomás, la joven se dijo que no podía estar segura hasta no haber comprobado la prueba definitiva, las huellas dactilares. Si hacía caso de su instinto y lo soltaba, cabía la posibilidad de que se equivocara y sólo fuera un mentiroso muy astuto.
– ¿Me he pasado de la hora, guardiana?
El corazón se le subió ajo a la garganta al oír tras de sí la voz grave de Dean. La billetera se resbaló de sus dedos, cayendo al suelo, y buscó con la mirada la pistola de fogueo. La había dejado sobre la cama, entre ellos. «¡Maldita sea!».
La frustración y la ira se adueñaron de ella. No estaba segura de que sus conocimientos de artes marciales pudieran servirle contra él. No tenía otra opción, así que agarró el revólver que colgaba de su cintura. Sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Si se acercaba a ella no tendría más remedio que sacar la pistola y usarla pero, una vez más, se dio cuenta de que no estaba segura de ser capaz de hacerla. ¿En qué diablos estaba pensando?, ¿cómo podía haber bajado la guardia?
– No te muevas -advirtió.
Dean se quedó completamente quieto, allí de pie con el cabello húmedo y revuelto, vestido solo con los pantalones de chándal. Lentamente, levantó las manos con los dedos separados para tranquilizarla.
– Caray, Jo, lo siento, lo siento… -le dijo con voz suave, la mirada fija en el revólver -. Te juro que no era mi intención asustarte. Creí que me habías oído salir de la ducha.
Jo apretó la mandíbula. Detestaría tener que admitir que se había distraído buscando pruebas de su inocencia. «¡Estúpida, estúpida, estúpida!». Al ver que no respondía, Dean sacudió la cabeza en dirección al cuarto de baño.
– ¿Quieres que saque mis cosas yo mismo?
Jo negó con la cabeza. No detectaba ningún signo agresivo por parte de él, así que apartó la mano del revólver, pero continuó alerta.
– No, yo lo haré -masculló. Había un matiz de irritación en su voz, pero no iba dirigido a él, sino a ella misma, por haber sido tan tonta como para haberse puesto en una posición vulnerable cuando conocía las consecuencias que podía acarrear el relajarse demasiado. Y desde luego no la excusaba el que estuviera cansada, ni el que creyese en la inocencia de aquel hombre.
– Bueno, supongo que se acabó la libertad por ahora, ¿eh? -dijo él ofreciéndole las muñecas.
– Me temo que sí -contestó Jo en un tono casual, a pesar de lo agitada que estaba en realidad.
Sin quitarle la vista de encima, se agachó para recoger del suelo la billetera, la metió otra vez en la mochila, y se aproximó a él cautelosamente, tratando de controlar de nuevo la situación.
Le puso uno de los extremos de las esposas en una muñeca y le dijo:
– Voy a tener que colocar el otro extremo en uno de los postes del cabecero de la cama.
– Lo imaginaba -respondió él sonriendo indulgente. Se sentó al borde de la cama para facilitarle la labor-. Pero no te apures -le dijo mientras Jo cerraba el otro extremo de las esposas en torno al poste del cabecero-, esto contribuye a hacer más real la fantasía que estoy intentando recrear para evadirme.
– Si eso te excita… -replicó ella sin pensar. Sin embargo, al alzar la vista se dio cuenta, por la mirada lasciva en sus ojos, de que era ella la que lo excitaba.
Jo dio un paso atrás, y Dean subió las piernas, acomodándose tanto como le era posible con un brazo esposado al cabecero de la cama. Metió la mano libre debajo de la almohada, y se estiró cuan largo era sobre el colchón. Parecía tranquilo y relajado, con la mirada en el televisor frente a él.
Jo resopló. ¿Por qué tenía que estar tan dispuesto a cooperar? Con esa actitud lo único que conseguía era hacerla dudar más aún, y resultaba muy incómodo plantearse dudas.
Se dio la vuelta y se pasó los dedos por el cabello húmedo. El día siguiente iba a ser muy largo. Necesitaba dormir. Recogió las cosas de Dean del cuarto de baño, salió sin apagar la luz, para que hubiera algo de claridad en la habitación durante toda la noche, metió toda la ropa y la bolsa de aseo en la mochila de Dean, y puso la alarma del despertador para las seis de la mañana. Finalmente, se quitó el cinturón, guardó el revólver debajo de la almohada, ignorando lo mejor que pudo todo el tiempo la abrasadora mirada de Dean sobre ella.
– ¿Te importaría pasarme el mando del televisor? -inquirió él con buenos modos.
Jo se lo arrojó y retiró el edredón y la sábana de su cama.
– No lo pongas muy alto y apágalo temprano – le dijo.
Dean, como todos los hombres, estaba ya absorto en la pantalla, haciendo zapping sin parar. Jo apagó la lámpara de la mesilla de noche que había entre las dos camas y se deslizó bajó las frescas y limpias sábanas.
– Buenas noches, Jo -le llegó la voz suave e íntima desde la otra cama-. Dulces sueños.
«Dulces y eróticos sueños» era seguramente lo que quería decir, pensó la joven enarcando una ceja.
– Sí, bueno, tú también -masculló.
– Vaya, eso casi ha sonado sincero -no Dean.
Jo se negó a sonreír. ¿Cómo podía hacer chistes cuando la situación era tan seria? Se dio media vuelta en la cama para mirar hacia la pared. Sin embargo, ni el cansancio conseguía hacer que se durmiera, y hasta que él no hubo apagado el televisor, casi una hora más tarde, y lo escuchó roncar ligeramente, no se relajó. Sólo entonces se dejó arrastrar hacia el mundo de los sueños.