4

Aproximadamente una hora más tarde, Jo salió de la autopista interestatal, y detuvo el vehículo frente a un restaurante de comida rápida en Kelso, Washington, a unos metros del motel en el que había pensado pasar la noche. Era una ciudad pequeña y tranquila, justo lo que estaba buscando. Lo único que quería en ese momento era llenarse el estómago, darse una ducha de agua caliente para destensar los músculos de sus hombros, dormir… y la total cooperación que el fugitivo le había prometido, claro.

Hasta el momento al menos había cumplido su palabra, y se había comportado de un modo ejemplar, aunque por supuesto tampoco podía hacer mucho esposado y sujeto por el cinturón de seguridad.

Sin embargo, no había vuelto a protestar con aquello de que no era él, no se había vuelto a quejar de estar incómodo, y no se había vuelto a advertir frustración en su voz. Por el contrario, había estado sacando, uno tras otro, temas de conversación, preguntándole sobre todo por la época en que había sido policía. Las anécdotas del oficio parecían fascinarlo y divertirlo, y no había perdido ocasión de lanzar ocasionales comentarios galantes que no hacían sino azorarla. Tenía que admitir que era un buen conversador, y que el tiempo y los kilómetros parecían haber pasado volando.

Bajó la ventanilla para poder leer el gran cartel iluminado donde anunciaban los distintos platos. Una vez hubo decidido lo que iba a pedir, se giró hacia Dean.

– ¿Qué quieres comer?

Los ojos del fugitivo se encontraron con los suyos, y sus labios esbozaron una irresistible sonrisa.

– Bueno, como eres tú quien invita, creo que tomaré… Dos hamburguesas dobles con queso y beicon, una de patatas grande y un refresco de cola tamaño gigante.

Jo enarcó las cejas ante la ingente cantidad de comida que quería pedir.

– Oh, ¿eso es todo? -inquirió con ironía. Se preguntó si siempre comía así, y dónde diablos iba a meterse todo aquello.

Dean hizo un ademán de encogerse de hombros, pero hizo un mal movimiento y contrajo el rostro, dolorido. Era obvio que tenía los músculos rígidos por la postura, pero ni aun así expresó una queja para que lo soltase.

– ¿Qué quieres? -murmuró-. Ya te dije que estaba hambriento.

– ¿Y estás seguro de que no quieres también un postre para acompañar ese banquete pantagruélico? -añadió ella para picarlo.

Dean volvió a levantar la vista hacia el cartel.

– Pues ahora que lo dices… Creo que tomaré una porción de esa tarta de mousse de chocolate que anuncian.

Evidentemente, Jo lo había preguntado en broma, pero se quedó anonadada al darse cuenta de que él hablaba en serio. De pronto se encontró pensando en que debía de quemar muchas energías para poder comer de ese modo y estar en tan buena forma. No pudo evitar que su mirada se desviara hacia el cuerpo viril y atlético que había estado cacheando, y se le empezaron a ocurrir diversos métodos para quemar todas esas calorías que iba a ingerir. Las imágenes que se formaron en su mente tenían poco que ver con la gimnasia, y mucho con el ejercicio que suponían unas buenas sesiones de sexo: calor, sudor, dos cuerpos frotándose, empujando las caderas al unísono, con los músculos al límite, el pulso totalmente fuera de control…

Oh, sí, el pulso desde luego se le había acelerado, y sentía la sangre bombeando por sus venas con la misma cadencia que habían marcado aquellas eróticas visiones. De repente le pareció que hacía calor dentro del vehículo a pesar de que el aire acondicionado estaba en funcionamiento. No podía creer que hubiera tenido esa clase de pensamientos, y mucho menos que hubiera imaginado a su cautivo en el papel del protagonista de su fantasía sexual.

Apretó las manos en torno al volante mientras inspiraba despacio. «Tienes que controlarte, Joelle. Este tipo es un criminal, por muy guapo, sexy y encantador que sea, por muy convincente y honesto que parezca». Tampoco importaba cuánto tiempo hacía que un hombre le provocaba un deseo semejante. No era de confianza, no cuando lo llevaba a la cárcel y seguramente pasaría tras las rejas unos cuantos años. Repitiéndose esas palabras una y otra vez, salió del vehículo y pidió en la ventanilla lo que le había dicho Dean, más una ensalada de pollo y un té helado para ella.

Unos diez minutos después, regresaba a la camioneta con las bolsas cargadas con la comida y la bebida. Las colocó en el asiento de atrás, volvió a ponerse al volante, y llevó el vehículo hasta el aparcamiento del motel.

– Volveré enseguida -le dijo a Dean mientras abría la puerta-. Voy a pedir que nos den una habitación para pasar la noche y cenaremos una vez estemos instalados, ¿entendido?

Dean le dedicó una sonrisa irónica.

– Tranquila, estaré aquí esperando.

Jo se bajó del vehículo y cerró la puerta tras de sí. Atravesó el aparcamiento y entró en la garita acristalada sin perder de vista un momento la camioneta. Firmó en el libro de registros y pagó por una noche.

Unos minutos después estaban dentro de la habitación, con las mochilas de cada uno y las bolsas de la comida. Tras asegurar los cerrojos de la puerta y poner en marcha el aire acondicionado, Jo alzó la mirada hacia su silencioso prisionero, que esperaba de pie pacientemente en el centro de la habitación. Por primera vez se sintió verdaderamente consciente de los anchos hombros, los musculosos brazos, los fuertes muslos… Era realmente impresionante. Con otro tipo de similar constitución física, habría sentido que podía correr peligro, pero con Dean se le antojaba imposible. No parecía dispuesto a saltar sobre ella en cuanto se diera la vuelta, sino que, por el contrario, estaba en una postura relajada y calmada, observándola con una mirada cálida y casi diría que sensual.

También era más alto de lo que le había parecido en un principio, en cualquier caso bastante más alto que ella. De hecho, Jo, con su metro sesenta y ocho de estatura, sería lo que en moda calificaban como «petite». Odiaba aquella palabra, por el significado implícito que parecía tener para los hombres: «pequeña», «delicada»… Un «peso pluma», el apodo con el que a Noah le gustaba mortificarla. En parte era ella quien había propiciado aquel apelativo, con su decisión de entrar en el cuerpo de policía: «Pero si eres un alfeñique», la picaban sus hermanos.

Sin embargo, por desgracia, aunque había logrado demostrar su fuerza física, su agilidad, y su resistencia, había fallado miserablemente a la hora de demostrar la fortaleza mental y emocional que aquel trabajo requería, un fallo que le había costado la vida a Brian.

– Cariño, la comida se enfría -la voz de Dean la sacó de sus pensamientos. Parecía cansado y soñoliento, igual que ella-. Por cierto, ¿vas a quitarme las esposas o tendré el placer de que tú misma me des de comer?

Por como lo había dicho parecía que no le importaría nada que ella se decantase por la segunda opción. Jo controló sus pensamientos para que no siguieran aquella dirección, y miró en derredor, considerando el asunto. Había una mesa pequeña y rectangular entre la segunda cama y el rincón.

– Te liberaré solo una mano para que puedas utilizarla para comer. El otro extremo de las esposas lo ajustaré a la pata de esa mesa. Es más de lo que suelo ofrecer a mis prisioneros, así que no me hagas arrepentirme.

– Sí, señorita -murmuró Dean.

– Un movimiento en falso y no solo te tumbaré con mi pistola de fogueo, sino que durante el resto del viaje estarás todo el tiempo esposado de pies y manos. ¿Entendido?

Dean asintió amigablemente.

– Por supuesto.

Una vez aclarados los términos del juego, Jo lo sentó en una silla junto a la mesa y, rápida y eficazmente, abrió las esposas. Le dejó libre la mano derecha, mientras que unía el otro extremo de las esposas a la pata de la mesa.

Dio un paso atrás y se quitó la camisa que llevaba sobre la camiseta de algodón, dejando al descubierto el revólver que llevaba. Los ojos de Dean fueron del arma a su rostro, y su sorpresa inicial se transformó en una sonrisa juguetona:

– Y yo que creía que era el único con una pistola oculta… -la picó-. ¿Está cargada?

Jo frunció los labios pero no contestó. Dean gimió aliviado mientras giraba los rígidos hombros y estiraba los brazos.

– Gracias por soltarme. Las manos estaban empezando a dormírseme -le dijo. A continuación, sin embargo, le dedicó una sonrisa lobuna-. Aunque he de admitir que me atraía esa idea de que me dieras de comer tú. Le estás quitando toda la diversión a mis fantasías de cautivo, Jo.

La joven puso los ojos en blanco ante su caradura. Sacó la comida y las bebidas de las bolsas y las depositó sobre la mesita, para tomar luego asiento frente a él.

– ¿Qué puedo decir? Me temo que en mi contrato no dice nada de dar vida a las fantasías de mis prisioneros, y cuando estoy trabajando no está entre mis prioridades pasarlo bien.

– Vaya, es una lástima, en los dos casos -dijo Dean con fingida decepción en su voz. Agarró con la mano libre una de las hamburguesas dobles con queso y beicon-. ¿Eres una de esas chicas que trabajan mucho y se divierten poco?

Jo vertió sobre la ensalada el contenido del botecito con el aliño y empezó a moverla.

– Sí, algo así. Demasiado trabajo y muy poco tiempo para divertirme.

Lo cual era culpa suya, añadió para sí. Durante los dos últimos años había hecho del trabajo su refugio, un modo muy conveniente de no pensar en aquel terrible incidente. Los casos que había llevado desde entonces mantenían su mente centrada, en vez de llevarla hacia el abismo de locura y depresión al que había notado que se estaba dirigiendo, pero también la mantenían encerrada en su pequeña oficina durante el día, y en una cama solitaria y fría por las noches. Además, estaban esas horribles pesadillas de las que se despertaba muchas veces de madrugada, para no poder volver a conciliar el sueño hasta casi llegado el amanecer.

Dean se había quedado pensando en sus palabras mientras masticaba.

– Bueno, entonces parece que tenemos algo en común.

Jo pinchó unas cuantas hojas de lechuga y lo miró dudosa. En su opinión, una ex policía convertida en detective privado y un delincuente no podían tener menos en común.

– ¿Cómo es eso?

– No, de verdad. -insistió él. Abrió uno de los paquetitos de ketchup con sus perfectos dientes blancos y vació el contenido en el interior de la caja de la hamburguesa para poder mojar las patatas-. Demasiado trabajo y poco tiempo para divertirme es exactamente la razón por la que iba a irme una semana a las montañas. Y puedo decirte que Brett se partirá de risa cuando le cuente cómo he pasado mis vacaciones y cómo pensé equivocadamente que eras su sorpresa de cumpleaños.

Jo exprimió el limón en su vaso de té helado y revolvió el líquido ámbar con la pajita.

– De veras que siento haberte decepcionado – le reiteró Jo irónicamente.

– Oh, no, no estoy decepcionado -replicó él sacudiendo la cabeza-. Me decepcionó que el show que yo esperaba resultara ser una detención, pero aún faltan seis días para mi cumpleaños, así que no he perdido la esperanza -dijo, burlón, guiñándole un ojo.

Jo sintió que un calor sofocante la invadía al imaginarse desnudándose ante aquel hombre, prenda tras prenda ante la atenta y lujuriosa mirada de esos ojos verdes.

– En tus sueños, Colter.

Dean se inclinó hacia delante en el asiento.

– De acuerdo. Mañana estaré encantado de compartir contigo los detalles de mis sueños si quieres.

A juzgar por el brillo malicioso en sus ojos, no había duda de qué clase de visiones esperaba que acudieran a su mente una vez pusiera la cabeza sobre la almohada: las mismas imágenes provocativas que ella había visualizado hacía un rato en la camioneta.

– No será necesario, gracias -gruñó Jo pinchando un trozo de pollo de su ensalada-. Bien, ¿y quién es ese Brett? -dijo cambiando el tema de conversación.

– Es uno de mis mejores amigos, y además trabaja para mí -le explicó Dean mojando tres patatas en el ketchup.

Jo se quedó mirándolo un buen rato, procesando aquella información y llegando a la conclusión más obvia:

– Así que ¿sois cómplices, no es así? Él te ayuda a robar los coches…

Dean se echó a reír, aunque Jo no podía entender qué le había hecho tanta gracia.

– No, es el director general de mi compañía, Colter Traffic Control.

– ¡Oooh!, ¿de veras? -inquirió Jo con sarcasmo, ¿la había tomado por tonta?-. Es un nombre muy curioso para una compañía… ¿No será más bien una tapadera para vuestra actividad delictiva?

Dean dejó escapar un pesado suspiro.

– No importa lo que puedas creer de mí, no importa lo que digan los informes de la policía, ni cuánto me parezca al tío que sale en esa ficha, no soy un ladrón -una sonrisa traviesa se dibujó en sus labios-. Es decir, al menos no de coches. Cuando tenía siete años birlé un paquete de chicle del supermercado. Al llegar a casa, mi madre se dio cuenta de lo que había hecho y me hizo volver a la tienda a enfrentarme con el encargado y que devolviera lo que me había llevado. De vuelta en casa, mi padre me echó un sermón acerca de lo mal que estaba robar, y que me llevarían a la cárcel si me pillaban, lo cual créeme me dejó aterrorizado, y juré que nunca más volvería a hacerlo. Y no lo he hecho, ni un caramelo.

Jo sonrió y giró el bol de plástico de su ensalada en busca de más trozos de pollo.

– Una historia encantadora, pero tendrás que admitir que «Colter Traffic Control» suena a que tu solución para los problemas de tráfico es quitar de la carretera unos cuantos coches caros para poder desmontarlos y vender las piezas en el mercado negro.

– Interesante teoría, señorita investigadora privada -dijo Dean agarrando su segunda hamburguesa-, pero me temo que totalmente equivocada. «Traffic Control» es el nombre de la compañía que heredé de mi padre cuando murió hace unos años.

Cualquiera diría que estaba hablando en serio, y lo cierto era que su historia parecía demasiado bien urdida para ser un delincuente novato. Jo se preguntó hasta dónde pensaría llevar esa charada. Decidió seguirle un poco el juego.

– Muy bien, ya que aseguras que se trata de un negocio legal, ¿a qué se dedica exactamente tu compañía?

Dean alzó un dedo para pedirle un minuto mientras masticaba. Necesitaba tiempo para inventarse algo creíble, pensó Jo. Al fin, tragó y se limpió la boca con una de las servilletas de papel para hablar:

– Alquilamos y vendemos todo tipo de aparatos de control del tráfico a grandes contratistas para sus proyectos de autopistas y carreteras.

Jo tuvo que admitir para sí que tenía inventiva.

– ¿Qué clase de aparatos, por ejemplo? -lo instó, convencida de que lo acorralaría, dejándolo sin respuesta.

– Máquinas para pintar las medianas de la carretera, luces de tráfico, señales, conos viales, parquímetros, e incluso esas señales grandes luminosas que se utilizan para desviar el tráfico cuando se está construyendo una carretera -le contestó al punto. Terminó la hamburguesa y, tras chupar un poco de mostaza del pulgar, abrió la tapa de la caja de la tarta de mousse de chocolate-. Entre otras muchas cosas, claro está.

Jo apoyó los codos en la mesa y puso la barbilla sobre las manos entrelazadas.

– Humm… ¿Y tan estresante es eso de proveer aparatos para el control del tráfico como para que necesitaras desesperadamente unas vacaciones?

Dean cortó un pedazo de tarta con el tenedor de plástico, y levantó los ojos hacia Jo, que lo observaba escéptica. Bueno, tampoco podía culparla por eso. Acostumbrada como estaría a tratar con delincuentes, era normal que no lo creyera. Además, que lo hubiera encontrado a punto de marcharse de su casa seguramente habría confirmado sus sospechas de que estaba tratando de eludir a las autoridades, como decía aquel informe que le había mostrado.

A pesar de que las razones que lo habían llevado a tomarse un descanso eran privadas y personales, decidió que lo mejor sería decir la verdad. Unos días después, cuando se descubriera que todo era un error, ella recordaría que él había sido honesto desde el primer momento. Y por otra parte, ¿qué sentido tendría mentir?

– No había tomado unas vacaciones desde hacía años, y necesitaba pasar algún tiempo lejos de todo para pensar en una importante decisión que debo tomar -explicó-. Hace tres años mi padre murió de apoplejía, y la responsabilidad de Colter Traffic Control recayó sobre mí, lo quisiera o no. Desde ese día he dedicado casi todo mi tiempo y energías en asegurarme de que el negocio no se hundiría, de que seguiría siendo rentable y exitoso, hasta el punto de que he llegado a sacrificar mi vida privada por ello, entre otras cosas.

– No parece que te hiciera mucha ilusión tomar las riendas de la empresa familiar -comentó ella.

Dean alzó la cabeza sorprendido. ¿Creía su historia? Buscó en su rostro algún signo de ello, pero la expresión de la joven no revelaba nada. Seguramente estaba dándole cancha, convencida de que era un cuento. A pesar de todo, decidió continuar.

– No podría decirte cómo me sentí en ese momento. Cuando terminé mis estudios en la universidad empecé a trabajar en la compañía porque era lo que mi padre quería, y a mí me parecía que, de algún modo, se lo debía. En todo caso, tal vez no habría aceptado la responsabilidad si no me hubiera visto obligado.

Jo se echó hacia atrás y se cruzó de brazos, atrayendo la mirada de Dean hacia sus bien formados senos, y dejándole admirar la sugerente manera en que la camiseta de algodón los moldeaba.

– ¿Por qué te sentiste obligado?

Dean tomó un trago del refresco para apagar sus ánimos. De pronto se dio cuenta de que estaba siendo objeto de un sutil interrogatorio, que desde hacía un rato ella había estado lanzándole una batería de preguntas, esperando sin duda encontrar una grieta en su historia. Lo tenía difícil, sobre todo teniendo en cuenta que lo que le estaba contando era la pura verdad.

– Soy hijo único, y he crecido escuchando a mi padre hablarme continuamente de todos sus sacrificios, de todas las horas extra que hacía en el trabajo. Incluso se escudaba en el trabajo cuando no venía a mis partidos, y cuando no asistió a mi graduación, diciéndome que era porque quería dejarme un legado, algo que su propio padre no había hecho, porque los abandonó a él y a su madre cuando tenía diez años -prosiguió. Sí, por desgracia aquel sentimiento de culpabilidad que su progenitor había instilado en él a edad tan temprana, seguía pesando sobre su conciencia de adulto-. Por eso, cuando murió, tenía la errónea idea de que estaba obligado a continuar lo que él había empezado. Además, una de las lecciones que el viejo me enseñó bien era que uno nunca rehuye sus responsabilidades, y para mí aquella era la más grande de las responsabilidades, la más ineludible.

»Tampoco había ninguna otra persona que pudiera hacerse cargo del negocio, así que mi principal preocupación y prioridad era que mi madre no tuviera que preocuparse nunca por el dinero, que pudiera vivir tranquila el resto de sus días. Recibió una cantidad importante del seguro de vida de mi padre, pero está acostumbrada a un estilo de vida bastante desahogado, así que he tenido que esforzarme mucho para que el negocio siguiera marchando sobre ruedas como hasta entonces.

La decisión de ocupar el lugar de su padre en la empresa había sido el motivo de muchas discusiones entre él y Lora, la que entonces había sido su prometida, hasta que una noche, cuando él le dijo que tenían que cancelar una cena especial, ella le contestó que ya estaba cansada de estar siempre en un segundo lugar, por detrás del trabajo. La ruptura había sido muy dolorosa para ambos, pero aun así aquello no lo hizo reaccionar como hubiera debido, sino que se encontró atrapado en un círculo vicioso en el que el trabajo llenaba cada vacío en su existencia.

– Visto así, lo cierto es que tu elección no fue en absoluto egoísta, sino todo lo contrario -dijo Jo con voz queda. Sin embargo, a pesar de aquella concesión, la duda permanecía en sus iris azules.

– No fue nada heroico. La verdad es que en ese momento me pareció que era la única opción que tenía -murmuró Dean estirando sus largas piernas bajo la mesa. Accidentalmente su pantorrilla rozó la de ella, y habría jurado que Jo se quedó un momento sin aliento, antes de apartarse un poco. Sin embargo, fingió que no lo había notado y continuó-. De eso hace ya tres años, y las cosas han cambiado. Yo he cambiado. No quiero volver a equivocarme otra vez. No quiero sentirme obligado hacia nadie más que hacia mí mismo.

Jo se quedó pensativa, mirándolo como si quisiera ver dentro de él. Se apartó distraída unos mechones que se habían salido de la coleta, y de repente la mente de Dean conjuró una visión de aquella magnífica mata de pelo suelta sobre sus hombros, se imaginó enredando los dedos en ella, atrayendo a Jo hacia sí…

– Bueno, y entonces… -dijo Jo de improviso. Lo sacó de sus fantasías tan bruscamente, que sólo entonces se dio cuenta Dean de que estaba empezando a afectarlo de verdad-. Esa decisión tan importante que tienes que tomar ¿tiene algo que ver con tu compañía?

– Así es -asintió él-. Hace unos meses recibí una llamada de otra compañía de aparatos de control de tráfico, de San Francisco. Están interesados en comprar la empresa para hacerse con el mercado en Seattle. Por eso me iba una semana a las montañas, para descansar, relajarme y decidir si debo quedarme con la compañía, porque al fin y al cabo es todo lo que conozco, o buscar otra cosa antes de que me haga demasiado mayor para cambiar de profesión -concluyó. «Y de paso, añadió para sí, recuperar mi vida social y personal».

Dean metió los envoltorios de la comida en una de las bolsas de papel y se recostó en el asiento, aliviado de haber podido contarle aquello abiertamente a alguien, aunque esa persona dudara de su sinceridad.

– Lo único de lo que estoy plenamente seguro es de que quiero bajar el frenético ritmo que he llevado estos tres últimos años, porque no quiero acabar como mi padre. Además, también me gustaría poder tener una vida propia. El mes pasado estuve una semana en San Francisco tratando los detalles de esa posible venta. Me han ofrecido una cifra multimillonaria que superaba todas mis expectativas, así que lo cierto es que sería un tonto si no lo considerara al menos…

De pronto se quedó callado. ¿Cómo no se le habría ocurrido algo tan obvio antes? ¡Aquello podía ayudarlo a aclarar todo ese malentendido!

– Jo, escucha, acabo de pensar algo -le dijo experimentado una enorme frustración por no poder ponerse de pie-, algo que puede explicar todo este lío.

La joven entornó los ojos, suspicaz.

– ¿Y qué es?

Bueno, al menos le ofrecía el beneficio de la duda, y Dean no dudó en aprovechar la oportunidad:

– Durante ese viaje de negocios a San Francisco me robaron el maletín. Llevaba en él la billetera, con el permiso de conducir, la tarjeta de la Seguridad Social, las tarjetas de crédito…Todo -dijo gesticulando con la mano libre-. El robo se produjo en el hotel en el que me alojaba, en el mismo día en que iba a dejarlo para volver a casa. Era viernes por la tarde, el vestíbulo estaba lleno de gente, pero aun así no se me ocurrió que pudiera pasar nada por dejar un momento el maletín en el suelo mientras hablaba con el recepcionista. Cuando me agaché para recogerlo había desaparecido, pero nadie había visto al ladrón.

Jo se mordió el labio inferior silenciosa y pensativa, mientras la pierna que tenía cruzada sobre la otra se balanceaba arriba y abajo. Dean lo interpretó como una señal de que, al menos, estaba considerando su versión de los hechos. Decidió que lo mejor sería aprovechar que tenía su atención para terminar de exponer su defensa.

– Entonces creí que era sólo la víctima de un ratero cualquiera, pero después de ver esa ficha policial, y la fotocopia de mi permiso de conducir, ya no sé qué pensar.

Jo frunció ligeramente el ceño.

– ¿Adónde quieres llegar exactamente?

– Jo, alguien me suplantó -le dijo él, incapaz de enmascarar la impaciencia en su voz y el ruego de que lo creyera-. Alguien que se parece a mí, con el pelo oscuro, los ojos verdes, rasgos similares… Solo que él es un delincuente y yo no; es la única explicación posible que le encuentro, porque desde luego ese tío que aparece en la foto de la ficha no soy yo, eso te lo puedo asegurar.

Jo se puso de pie, suspirando, y metió en la otra bolsa los restos de su ensalada, el vaso del té, y la bolsa de Dean.

– ¿Sabes?, debo admitir que me está resultando verdaderamente difícil discutir esa aparente lógica aplastante tuya, sobre todo porque he pasado casi diez horas en la carretera y estoy tan reventada que es como si mi cerebro se hubiera reblandecido. Sin embargo, aunque lo que me estés diciendo fuera cierto, no hay modo de verificarlo por ahora. Tendrás que esperar a que lleguemos a San Francisco y te tomen las huellas dactilares; eso no dejará lugar a dudas -concluyó Jo. Alzó la vista para mirarlo y lo encontró claramente frustrado-. Lo siento, Dean -le dijo suavemente.

Él se quedó mirándola a los ojos.

– Tú me crees, ¿no es verdad, Jo?

Ella se quedó callada un instante.

– No lo sé -le contestó con honestidad. Parecía tan confusa y dividida entre los hechos y su deseo de creerlo, que Dean no pudo menos que sonreír-. En realidad importa poco lo que yo crea, porque las pruebas que tengo en mi poder me impiden dejarte libre. Además, dentro de un día los dos sabremos si eres realmente quien dices ser.

Dean comprendió que de nuevo debía resignarse, porque las circunstancias actuales no le dejaban otra opción. En fin, de vuelta al plan B: disfrutar en la medida de lo posible del viaje y la compañía.

– ¿Eso significa que no me vas a quitar las esposas?

– Me temo que no -respondió ella frotándose las sienes y dedicándole una sonrisa cansada-. Creo que necesito una buena ducha caliente para aclarar mis ideas.

– Buena idea. ¿No crees que deberías llevarme contigo al cuarto de baño para asegurarte de que no escapo? -sugirió desvergonzadamente.

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