– ¿Todavía estás en casa? -inquirió Brett Rivers, director de Colter Traffic Control, a su jefe en tono reprobatorio-. Deberías haber salido de ahí hace rato.
– Lo sé, lo sé… -murmuró Dean mientras salía del baño, el teléfono inalámbrico en una mano y la bolsa de aseo en la otra. Brett era su mano derecha, un buen amigo, y la única persona en la que confiaba lo bastante como para dejarlo al frente del fuerte en su ausencia-. Ya casi he terminado de recoger lo que necesito -le aseguró echando la bolsa en el interior de una mochila.
Tras haber trabajado tres años sin parar casi hasta llegar al agotamiento mental más absoluto, Dean estaba ansioso por saborear un poco de libertad y pasar una semana relajado, con una cerveza bien fría en una mano y una caña de pescar en la otra. Además, necesitaba estar a solas para poder pensar en su futuro, y en el futuro de la compañía que su padre había fundado. A la vuelta tendría que tomar importantes decisiones, y lograr liberar su mente de todo tipo de distracciones e influencias.
Echó un último vistazo por la habitación y, viendo que no le faltaba nada, cerró la cremallera de la mochila mientras contestaba a Brett:
– Ya sé que te dije que me iría temprano, pero es que tenía que dejar unas cuantas cosas resueltas antes de marcharme.
En cuanto hubo pronunciado las palabras un gemido de frustración escapó de su garganta. Empezaba a hablar igual que su padre, fallecido tres años atrás a causa de una apoplejía. ¿Cuántas veces había recibido aquella misma excusa de labios de su progenitor? ¿Cuántas veces se había sentido decepcionado al escucharla? ¿Y cuántas veces se había prometido que no sería como él cuando creciera, obsesionado con el trabajo hasta el punto de excluir de su vida todo lo demás?
Muchas, se contestó. Y sin embargo, allí estaba, dirigiéndose peligrosamente hacia el mismo punto de destrucción física y emocional. Desde luego sus esfuerzos se habían visto recompensados con la buena marcha de la empresa, pero en lo personal su vida era un desastre, y aquello estaba empezando a preocuparlo. ¿Cómo había llegado a eso? Antes de comprometerse con la empresa familiar, su vida había sido feliz y despreocupada. Y en cambio, ahora, cuando regresaba a casa por la noche, tras una jornada de doce horas, no había nada ni nadie esperándolo. ¿Y qué mujer soportaría, a la larga, el ritmo que llevaba?
Desde luego no Lora, la mujer con la que había estado prometido antes de tomar las riendas de Colter Traffic Control, antes de que el trabajo empezara a ocupar todo su tiempo. Desde entonces no había tenido más que alguna que otra aventura, pero nada serio, nada sólido, nada que mereciera la pena. ¿Cómo no, si apenas disponía de tiempo ni de ganas para conocer mejor a ninguna de esas mujeres?
Una semana atrás, sin embargo, había recibido una oferta muy tentadora. De aceptarla, podría cambiar su futuro y devolverle la vida que había perdido, pero el peso de las obligaciones y las responsabilidades con que se habla cargado lo hacían dudar.
Dean apartó esos pensamientos de su mente. En la cabaña junto al lago que había alquilado ya tendría tiempo más que de sobra para darle vueltas al asunto.
– Bien, ¿y por qué me has llamado entonces? -inquirió Brett al otro lado de la línea-. Es sábado, y tengo a una pelirroja preciosa en la salita, con un vestido ajustado y muy corto, esperando a que le dedique toda mi atención.
Dean sonrió. Al menos su amigo tenía claras sus prioridades. Agarró la mochila, bajó las escaleras y entró en la cocina.
– Sólo quería repasar un par de cosas contigo antes de salir a la carretera. Te he dejado algunos contratos en tu escritorio para que los revises mientras estoy fuera.
– De acuerdo, considéralo hecho.
Dean puso una nevera portátil sobre la mesa de la cocina y metió en ella unas cuantas latas y algo de comer para el camino.
– Bien. Oh, sí, otra cosa; Clairmont Construction ha aumentado su pedido de señales electrónicas triángulos de seguridad y conos viales. La lluvia ha retrasado el trabajo de reparación que están llevando a cabo en la autopista, y están haciendo dos turnos para poder terminar dentro del plazo previsto.
– Dean, lo tengo controlado -le aseguró Brett amablemente-. ¿Quieres largarte ya? Y, por cierto, ¿te llevas a alguien contigo?
– No -contestó Dean mientras cerraba la tapa de la nevera-. Estaremos solos yo y la Madre Naturaleza.
– ¿Es que no sabes divertirte? -le reprochó Brett decepcionado-. Déjame la dirección de ese sitio y te mandaré a una chica que te mantenga ocupado durante el día, caliente por las noches y que celebre contigo tu cumpleaños -le dijo en tono pícaro-. Te aseguro que volverás a Seattle como nuevo.
Dean había estado tan ocupado con el trabajo y su último viaje de negocios a San Francisco que se había olvidado hasta de su cumpleaños. Claro que tampoco era que en los últimos tres años hubiera hecho nada especial para celebrarlo, aparte de tomar unas copas con los amigos o cenar con su madre. No dudaba de la sinceridad de la oferta de Brett, pero la rechazó:
– Gracias, pero no. Pienso encontrar pronto y por mí mismo a la mujer adecuada.
Tras despedirse de su amigo colgó el teléfono. Salió fuera, y guardó en el maletero del coche la mochila, la nevera, y su equipo de pesca. Volvió dentro para asegurarse de que no se dejaba nada, y salió de nuevo, cerrando con llave tras de sí. Se dirigió hacia el garaje, donde lo esperaba su Mustang descapotable de color rojo… ¡¿Junto a una mujer armada?!
Dean se detuvo sorprendido, observando con aprensión la pistola. Por fortuna estaba apuntando hacia el suelo y no a él, pero ¿qué hacía aquella mujer allí plantada? Tenía los pies separados en una pose casi militar, y parecía irradiar una cierta audacia y presunción. Sin embargo, por lo demás, no tenía el aspecto de una mujer dura. Llevaba la abundante cabellera de color castaño recogida en una coleta que dejaba al descubierto sus hermosas facciones. Tenía esa clase de belleza que sólo requería de un ligero toque de maquillaje para ser deslumbrante. Era esbelta, ni muy alta ni muy baja, e innegablemente femenina.
Como si fueran las alas de una mariposa, las largas pestañas que bordeaban los ojos azules bajaron y subieron, y una media sonrisa, llena de seguridad, se dibujó en los carnosos labios.
A pesar de las circunstancias, Dean no pudo evitar que un escalofrío de placer le recorriera la espalda y que su cuerpo se pusiera en alerta como hacía meses que no le ocurría frente a una mujer. Pero aquélla resultaba demasiado seductora e incitante.
Con precaución, Dean se acercó un poco.
– ¿Puedo ayudarla en algo?
La joven echó a andar también hacia él, con paso engañosamente tranquilo, y la intimidatoria pistola en la mano derecha. Sus caderas, enfundadas en unos vaqueros desgastados, se cimbreaban ligeramente al andar. El mismo movimiento hizo que la camisa que llevaba sobre una camiseta de algodón se abriera, dejando al descubierto unas esposas colgando de la cinturilla de los pantalones. De pronto se detuvo, como guardando las distancias.
– ¿Dean Colter? -le preguntó en un tono exigente.
Sabía su nombre…
– S-sí, soy yo -balbució Dean sintiéndose en desventaja-. Pero ¿quién…?
– Jo Sommers -se presentó la joven-. Tu escolta personal, amigo.
Dean frunció el ceño, confuso. ¿Su escolta? Entonces recordó la conversación con Brett, lo que le había dicho sobre que le mandaría a una chica por su cumpleaños. ¡Diablos!, ¿cómo se las había apañado para hacerlo tan rápido?
Claro, de eso se trataba. La pistola, las esposas… Debía de ser una de esas actrices de agencia, una bailarina de striptease, que iría quitándose prenda tras prenda hasta dejar al descubierto aquel lujurioso cuerpo. Estaba más que dispuesto a cooperar. Sus vacaciones bien podían esperar un rato.
– ¿Ibas a algún sitio?
Iría a donde ella quisiera llevarlo. Dedicándole su sonrisa más encantadora y persuasiva, Dean le lanzó un reto:
– Bueno, eso depende de lo que tengas en mente, cariño.
Una sonrisa burlona volvió a dibujarse en los labios de la mujer.
– No sé por qué me parece que no tienes ni idea de lo que tengo en mente. Ni un movimiento brusco, ¿me has entendido? Si haces exactamente lo que yo te diga, todo irá bien -le dijo Jo en un tono suave pero firme.
A Dean le picaba demasiado la curiosidad por ver qué iba a hacer, de modo que levantó las manos siguiéndole el juego.
– Cuentas con mi plena colaboración.
– Estupendo, eso nos facilitará las cosas a ambos -contestó ella. Hizo un gesto con el arma para que se acercara al vehículo-. Pon las manos sobre el maletero y abre las piernas.
Dean enarcó las cejas sorprendido. No había esperado más que un striptease, pero obedeció. Parecía que a la joven le habían encomendado interpretar completamente su papel.
– Imagino que ahora vas a cachearme -inquirió;
Dean con una sonrisa juguetona mirándola por encima del hombro. Ella se colocó detrás de él, dejando un rastro de su perfume en el aire.
– Vaya, de modo que ya has pasado por esto, ¿verdad? -le espetó ella.
A Dean le pareció advertir un matiz de cinismo en su voz. Era una excelente actriz.
– En realidad no -replicó con otra sonrisa-, pero supongo que siempre hay una primera vez: para todo.
Jo puso una mano en el centro de su espalda y guardó la pistola en la funda del cinturón.
– Voy a asegurarme de que no llevas ninguna arma oculta..
«Eso depende de qué tipo de arma estés buscando», pensó Dean divertido.
– Adelante, soy todo tuyo, puedes hacerme lo que te plazca.
Jo dejó escapar una risa de mofa. Apoyó una de sus botas contra la zapatilla de él, y sus finas manos comenzaron a recorrer los hombros y brazos de Dean. Cuando se inclinó hacia él para cachearlo por el tórax y el abdomen, sus senos rozaron la espalda de Dean, y este sintió que una ola de calor lo inundaba. De hecho, era como si cada centímetro que ella tocaba se pusiera al rojo vivo, y estaba tocándolo por todas partes.
Lo estaba haciendo de un modo impersonal, pero en cierta forma resultaba casi íntimo. Los dedos de la joven se introdujeron en la parte delantera de la cinturilla del pantalón y recorrieron toda la circunferencia de su cintura hasta alcanzar la espalda. Revisó los bolsillos traseros, descendió hacia las nalgas, y los pulgares se dirigieron a la costura entre sus muslos.
Dean aspiró con fuerza por la boca cuando las puntas de los dedos de la joven rozaron el territorio más masculino de su cuerpo. Sin embargo, la tentadora caricia no duró demasiado, lo justo para volverlo loco.
A continuación, las finas manos descendieron por la parte exterior de sus piernas; comprobaron los tobillos y volvieron a subir por el interior de las piernas hasta alcanzar de nuevo aquel punto delicado. Pero la descarada exploración aún no había terminado. Las manos de Jo se apartaron para deslizarse hacia la parte delantera del pantalón, comprobando también los bolsillos y encaminándose de nuevo peligrosamente hacia…
– Si no tienes cuidado, cariño, vas a acabar encontrando la única arma que llevo encima -le advirtió Dean.
La joven resopló y se apartó un momento de él, sólo para agarrarle la mano izquierda y forzarla sobre la espalda. Antes de que pudiera preguntarle qué estaba haciendo, Dean sintió el frío metal de las esposas cerrarse en torno a su muñeca. Jo hizo lo mismo con la otra mano y le hizo darse la vuelta para que la mirara. Dean retorció las muñecas tratando de soltarse, pero parecía que las esposas no eran de juguete. Aunque fuera parte de una representación, no le gustaba sentirse prisionero.
– ¿Sabes?, no hacía falta que me esposaras -le dijo a la joven con una sonrisa pícara-. Me rindo por propia voluntad.
Ella lo miró de arriba abajo.
– No es nada personal, amigo. Pareces un buen tipo, y te has mostrado cooperador, pero no me gusta correr riesgos con nadie.
Dean estaba perplejo, y más aún cuando ella lo tomó por el codo y lo empujó hacia la acera, donde había aparcado una camioneta Suburban negra. ¿De qué iba todo aquello? ¿Había malinterpretado tal vez toda la situación? Si fuera una bailarina de striptease debería estar ya vestida solo con un tanga y sonriéndole.
– ¿Te importaría decirme adónde vamos?
– Sabes muy bien adónde vamos -respondió ella sin detenerse.
– No, me temo que no.
Pero ella no parecía dispuesta a creerlo ni a responder su pregunta. Al llegar junto al vehículo abrió la puerta del acompañante y, poniéndole una mano sobre la cabeza, lo obligó a entrar. Dean se quedó allí sentado unos segundos, demasiado perplejo para hacer otra cosa. ¿Qué diablos estaba ocurriendo allí?
La joven se encorvó y alcanzó el cinturón de seguridad, abrochándoselo a continuación. Cuando volvió a incorporarse, Dean advirtió al fin, por la seria mirada en sus iris azules, que no se trataba de una broma.
– ¿No eres una bailarina de striptease, verdad? -le preguntó con aprensión.
Ella terminó de incorporarse y apoyó una mano en la puerta de la camioneta.
– ¿Habías contratado a una bailarina de striptease? -inquirió enarcando una ceja.
– No -replicó Dean irritado-. Mi cumpleaños es el viernes de la semana próxima y creía que un amigo te habría enviado.
La joven rió. Parecía que su equivocación le hacía gracia.
– Siento decepcionarte y estropear tus planes de cumpleaños, pero mi ropa se va a quedar donde está.
«Una verdadera lástima», se dijo Dean.
– ¿Entonces qué es lo que quieres de mí?
Jo se cruzó de brazos y se quedó mirándolo largo rato de un modo penetrante.
– Soy agente de recuperación de fianzas -lo informó-, y he venido a llevarte de vuelta a San Francisco para que te juzguen por robo de coches a gran escala.
Dean se quedó boquiabierto y a continuación frunció las cejas, tratando de digerir lo que acababa de decirle.
– ¿Robo de coches? -repitió, su voz aguda por la incredulidad-. No tengo ni idea de lo que estás hablando.
– Oh, por supuesto que no… -contestó Jo sonriendo y sacando el arma de su funda.
Pensar que la pistola no era de juguete hizo que Dean se sintiera esa vez verdaderamente intimidado. ¡Iba a llevarlo de verdad a la cárcel! La sola idea de tener que pasar la noche en prisión hasta que sus abogados lo sacaran de aquel embrollo hizo que el estómago se le encogiera y que la frente empezara a sudarle a pesar de que era una fresca mañana del mes de mayo.
– Escucha… Te has equivocado de hombre – dijo tratando de hacerla razonar.
La joven suspiró con impaciencia.
– Tú mismo has admitido que eres Dean Colter; ésta es la dirección que venía en el informe; y te ajustas a la descripción que tengo de ti -le dijo encogiéndose de hombros-. No necesito más pruebas para llevarte de vuelta a San Francisco.
Y antes de que Dean pudiera decir otra palabra en su defensa, Jo cerró la puerta de la camioneta y se encaminó hacia la casa. ¿Cómo diablos iba a salir de aquel lío?