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Pan Joelle Sommers el éxito era algo dulce, embriagador, y casi tan revitalizante como una buena noche de sexo.

Aunque de eso no había tenido mucho en las últimas semanas, pensó frunciendo los labios mientras tomaba asiento en su sillón de oficina y subía las botas sobre la esquina de su desordenado escritorio. Sin embargo, el triunfo de aquel día compensaba con creces la falta de un hombre en su vida. Al fin Y al cabo, el sexo solo proporcionaba unos fugaces momentos de placer en comparación con la satisfacción por resolver un difícil caso de secuestro o desaparición y reunir a esas personas con sus familias.

Sus labios esbozaron una media sonrisa. Cuando le había comentado eso a una amiga días atrás mientras cenaban, ésta le había respondido que lo que le ocurría en realidad era que no había dado aún con el hombre adecuado, porque, entonces, los placenteros efectos secundarios del sexo podían durar días y días.

«¡Imagínate!», se dijo Jo pensativa, incapaz de ignorar el cosquilleo que la recorrió ante la idea. Alargó la mano para tomar una carpeta y suspiró. Eso era lo único que había estado haciendo los últimos días, imaginar, porque había descubierto que sus fantasías eran mucho mejores que la realidad. Encontrar al hombre adecuado había resultado ser una tarea agota- dora para la que ya no tenía ánimos.

Por desgracia, la mayoría de los hombres con los que había salido hasta la fecha mostraban la fea costumbre de meterse donde nos los llamaban. Cuando se enteraban de que había sido policía, y de que en la actualidad se dedicaba a buscar a personas desaparecidas o secuestradas y a capturar a fugitivos buscados por la ley, empezaban a sermonearla sobre los peligros que podía suponer una profesión así para una mujer. ¡Por favor! Ya había tenido suficiente de esa actitud autoritaria por parte de sus dos hermanos mayores. Le había llevado años conseguir que Cole y Noah dejaran de tratarla como a una niñita indefensa, y, aun así, tenía que insistirles en que podía apañárselas sola cuando se ponían pesados con que necesitaba que la respaldasen en algún caso complicado.

Lo quisiera o no, sabía que siempre tendría que luchar contra el estereotipo femenino de que una mujer debía ser delicada, llevar una vida tranquila, casarse y tener hijos. Precisamente porque se negaba a resignarse a ello había terminado discutiendo con todos los tipos con los que había salido y finalmente había decidido prescindir de los hombres. El caso era que había terminado reemplazándolos por el trabajo y, aunque no quisiera admitirlo, era un pobre sustituto de los placeres carnales

«¡Deja de pensar en ello!», se dijo. «Lo último que necesitas son la frustración y los problemas que acarrea una relación».


Además, lo cierto era que ningún hombre había despertado en ella tanta pasión o lujuria como para hacer que valiera la pena el esfuerzo, pensó Jo mientras estampaba el sello de «caso cerrado» sobre la carpeta. De algún modo eso la hizo sentirse mejor. Sí, esa era la clase de satisfacción que la hacía sentirse útil y de valor.

De pronto se escucharon unos golpes en la puerta abierta de su despacho. Jo alzó la vista y vio entrar a Melodie Turner, la secretaria de la agencia Sommers, investigadores especialistas.

– Te acaba de llegar algo, Jo -le dijo mientras su rostro se iluminaba con una sonrisa-. Y creo que tiene toda la pinta de ser algo para celebrar.

Jo bajó los pies del escritorio y observó curiosa la cesta de regalo envuelta en papel celofán que Melodie había colocado frente a ella. Jo extrajo la tarjeta que la acompañaba y sonrió mientras leía la nota. La familia Faron le daba las gracias por haber pasado los últimos seis meses tras la pista de su hija Rachel, que se había fugado de casa, y habérsela llevado de vuelta.

No había sido un caso sencillo, ni mucho menos. La chica de trece años había desaparecido sin dejar rastro, atrapada por una secta. Habían cambiado su nombre y apariencia, pero finalmente las pistas la habían llevado hasta Sacramento, y había logrado arrancarla de las garras de aquellos estafadores lavacerebros. La pobre Rachel estaba en realidad tan asustada y echaba tanto de menos a los suyos que colaboró plenamente con Jo y la policía. Devolvieron a la joven con su familia y desarticularon aquella organización de embaucadores. Un final feliz.

Por desgracia, no todos los casos terminaban tan bien, por lo que cuando eso sucedía, verdaderamente era un motivo de celebración. Jo retiró el envoltorio de papel celofán, dejando al descubierto las exquisitas viandas que contenía.

– Mmmm… Champán, fresas… ¿Quieres brindar, conmigo, Mel?

– No tienes que decírmelo dos veces -asintió esta yendo a buscar un par de vasos de plástico del montón que había junto a la máquina de café en el despacho de Jo-. Técnicamente mi horario ha acabado, y tampoco tengo plan para esta noche, así que…

Jo le lanzó una mirada divertida.

– ¿Cómo?, ¿no tienes una cita con un hombre apuesto?

Melodie puso los ojos en blanco mientras descorchaba la botella.

– No he tenido una cita con un hombre, ni apuesto ni feo, desde hace meses.

«Pues ya somos dos…».

– Tal vez sea porque haces demasiadas horas extras. Te mereces una vida privada, Mel. Noah me dijo que te has estado quedando hasta muy tarde, como Cole.

Melodie tomó una fresa y se encogió de hombros, pero Jo observó que se ruborizaba ligeramente.

– Es que… En fin, no tengo nada mejor que hacer, y no hay una larga cola de pretendientes esperando frente a mi puerta.

– Bueno, desde luego no atraerás la atención de ningún hombre encerrada entre estas cuatro paredes y… -de pronto Jo se quedó callada al atar cabos en su mente. Lo cierto era que siempre le había parecido que a Melodie le gustaba Cole, pero… ¡Cielos! La verdad era que la compadecía. Su hermano no sabía ni que existía, la veía solo como a una eficiente y devota secretaria digna de confianza.

¿Cómo era posible que, después de dos años trabajando con él, Melodie no lo conociera lo suficiente como para evitar hacerse ilusiones? El interés de su hermano por las mujeres se resumía a relaciones esporádicas sin ataduras, y por lo general solo se fijaba en las rubias sofisticadas de piernas largas y bastante alocadas. Melodie era todo lo contrario: respetable, responsable, recatada, la clase de buena chica que Cole tendía a evitar. De hecho, la había contratado como un favor hacia su padre, Richard Turner, que se había convertido en una especie de mentor para él después de la muerte de su propio padre mientras cumplía con su labor de policía. ¡Pobre Melodie…! Jo sentía que era su deber como amiga advertirle, hacerla despertar de su sueño imposible, pero también sintió que era incapaz de romperle el corazón de aquel modo. No tenía derecho a destruir sus esperanzas.

Mientras Melodie servía el champán, Jo se desabrochó del hombro la funda de la pistola. Su hermano le había insistido en que si iba a trabajar con ellos debía llevar un arma, pero Jo no había tenido que hacer uso de ella por el momento y esperaba que siguiera siendo así.

Durante su instrucción en la academia de policía había aprendido que era mejor no sacar la pistola a menos que uno se sintiese preparado para disparar, y lo cierto era que, tal vez porque jamás se había sentido preparada, no había sido nunca capaz de apretar el gatillo, ni siquiera el día que… Como siempre notó una desagradable punzada en el pecho al recordar las devastadores consecuencias de su vacilación… La muerte de su compañero, Brian Sheridan. Se había acobardado, y su fallo le había costado la vida a Brian.

Desde aquel aciago día, un par de años atrás, por mucho que Cole dijera, Jo no sentía que un arma la protegiera. Prefería otros métodos de defensa, como la porra, o el grado de cinturón negro que había alcanzado en las clases de karate.

Levantaron sus vasos al mismo tiempo.

– Por muchos más finales felices -dijo Jo.

Mel la secundó y brindaron, tomando cada una un sorbo de champán.

– ¿Melodie? -llamó una voz profunda desde otro lugar de la oficina.

Al oír la voz de Cole, la secretaria se puso en pie como un resorte y fue disparada hacia la puerta del despacho bajo la asombrada mirada de Jo. Sin embargo, justo antes de que salir, Mel tuvo que detenerse porque en ese mismo instante entraba Cole con una carpetilla de cartulina en la mano. Mello miró con los ojos muy abiertos.

– ¿Me necesitabas? -murmuró. Su voz sonaba sin aliento, pero Cole ni siquiera lo notó.

– ¿Sabes algo de Noah?

– Aún está pendiente del caso de divorcio de los Blythe -contestó Melodie, más recuperada, en su tono de eficiente secretaria-. Llamó esta tarde para saber si le habían dejado algún mensaje, pero me dijo que probablemente no volvería hasta el lunes.

– Estupendo -masculló Cole entre dientes, visiblemente irritado ante la falta de disponibilidad de su hermano. Se frotó la nuca, como si aquel brusco movimiento pudiera relajar la tensión que parecía irradiar su cuerpo-. Por cierto, ¿acabaste de pasar a máquina el informe final del caso Cameron?

– Sí, lo he dejado sobre tu mesa hace quince minutos, sólo tienes que firmarlo.

Cole asintió sucintamente, y en ese instante sonó el teléfono de su despacho. Cole ni se movió, pero le dirigió a Melodie una mirada que decía claramente: «¿Es que no piensas ir a contestarlo?».

Melodie, deseosa de complacerlo, pasó por detrás de él para atender la llamada.

– Diantres, Cole, no te mataría contestar el teléfono, ¿no crees? -dijo Jo mirándolo con los ojos entornados y mordiendo una fresa. Cole no contestó, así que añadió-: La jornada de Mel ya ha acabado. ¿O es que estás pagándole horas extra?

Su hermano frunció las cejas y miró el reloj, obviamente sorprendido por cómo había pasado el tiempo.

– Bueno, si aún está aquí es porque quiere, ¿no? Creía que, como seguía en la oficina, estaba trabajando.

Ese era parte del problema; Mel lo tenía tan acostumbrado que Cole daba ya por hecho el entusiasmo que ponía en su trabajo. En fin, se dijo Jo, no era su problema, no era a ella a quien le correspondía resolverlo, sino a la propia Melodie. Tenía que poner a Cole firme, y no sólo en lo profesional, sino también en lo personal.

Los ojos azules de Cole se posaron sobre la cesta que Jo tenía sobre su mesa, y tomó la tarjeta que la acompañaba. Tras leerla, levantó la vista y dirigió una cálida sonrisa a su hermana. Siempre que lo hacía, a Jo le parecía estar viendo a una versión más joven de su difunto padre, con el revuelto cabello negro y atractivas facciones.

– Por cierto, felicitaciones por el caso Faron – dijo Cole agitando la tarjeta-. Fue un buen trabajo.

– Gracias -respondió Jo inclinando graciosamente la cabeza. Viniendo de su exigente hermano, no podía sino sentir una enorme satisfacción ante el cumplido.

Tras dejar su trabajo en el cuerpo de policía, y pedirle que permitiera que trabajara con él, Cole se había mostrado muy reticente, y Jo lo entendía, ya que su falta de sangre fría aquel aciago día había demostrado que no estaba lista del todo; pero cuando ella le había sugerido que podía encargarse de las desapariciones y secuestros de niños y adolescentes, él había aceptado darle una oportunidad. Además, había sido bueno para la agencia. Había atraído a un nuevo tipo de clientela, y a Jo la estaba ayudando a recuperar la confianza en sí misma. Inspiró apartando esos recuerdos de su mente y señaló con la mano el champán y las fresas.

– ¿Quieres unirte a nuestra pequeña celebración? -invitó a Cole.

Él sacudió la cabeza.

– En otra ocasión. Dado que Noah nunca está cuando lo necesito, tendré que volver a llamar a Vince y… -Cole se quedó callado al darse cuenta de que acababa de cometer un grave error.

A la mención del agente de afianzamiento, Jo se irguió inmediatamente. Vince solía requerir alguna que otra vez la ayuda de un agente de cumplimiento de fianza para capturar a alguien que se hubiera fugado estando bajo fianza, y tanto ella como sus dos hermanos eran agentes autorizados para la recuperación de fianzas.

– ¿Qué necesita Vince? -le preguntó a Cole. Cole la miró malhumorado. A Jo no la sorprendió. Su hermano había adquirido el hábito de sobreprotegerla desde que su madre se divorciara de su padre, cuando ella contaba solo cinco años. Siendo el mayor, Cole había cargado entonces con muchos más deberes y responsabilidades que cualquier otro chico adolescente.

– Eh, vamos, Cole, escúpelo -lo instó Jo. Cole exhalo un profundo suspiro, pero al fin cedió.

– Lo de siempre, un tipo que estaba bajo fianza ha huido, y resulta que le debo a Vince un favor -le explicó Cole con un tono inusualmente despreocupado-. Le he seguido la pista hasta su residencia en el estado de Washington, y le iba a pedir a Noah que tomara el relevo, porque estoy a punto de resolver el caso Petrick, pero como no está disponible tendré que llamar a Vince y decirle que busque a otra persona para este trabajo.

– ¡Yo lo haré! -exclamó Jo poniéndose de pie y rodeando el escritorio para ir junto a él.

– Ni hablar.

Durante un buen rato se sostuvieron la mirada, el uno frente al otro, los brazos de él cruzados y los de ella en jarras.

– ¿Sabes, Cole? Me fastidia que me coartes de este modo. No soy una inepta. Recibí el entrenamiento necesario, ¿recuerdas?

– ¿Quién ha hablado de ineptitud aquí? -replicó él frunciendo las cejas-. Maldita sea, Joelle, es sólo que no creo que estés preparada para salir por ahí a cazar criminales. Precisamente por eso dejaste el cuerpo de policía.

Jo lo miró dolida. Ese no era el motivo por el que había dimitido, y él lo sabía, pero no quería hablar de ello, así que decidió cambiar de táctica:

– Vince siempre paga bien, y yo necesito dinero para pagar los gastos de los casos por los que recibo menos ingresos.

– Ya te he dicho que te ayudaré con eso si es necesasio, o…

– Pero yo no quiero que lo hagas, Cole -lo cortó ella. No le parecía bien llevar a la agencia a la ruina por causa de su altruismo. Y sin dejarle que replicara, le arrancó los papeles de la mano. Su hermano pareció darse por vencido, porque se dejó caer en la silla que antes había ocupado Melodie mientras permitía que Jo hojeara los contenidos de la carpeta: una copia compulsada del contrato de la fianza, la ficha policial con la fotografía del fugitivo, y una fotocopia del permiso de conducir.

– Dean Colter -leyó-. Edad: 32 años. Altura: un metro ochenta y tres. Peso: ochenta y tres kilos.

A juzgar por la fecha de nacimiento, celebraría su trigésimo tercer cumpleaños entre rejas, ya que eso era el viernes de la semana siguiente.

La mirada de Jo fue de la foto del permiso de conducir a la de la ficha policial, comparando las dos. Su cabello era negro como el azabache, y en el informe decía que tenía los ojos verdes, pero el color no se apreciaba bien en las fotografías. Sin embargo, mientras que la primera mostraba a un hombre de sonrisa fácil y cabello corto, en la segunda lucía una sonrisa socarrona y desaliñadas greñas. Era obvio que la primera había sido tomada antes de que se diera a la vida criminal.

Jo continuó leyendo la ficha hasta dar con el motivo por el que lo habían procesado: Robo de coches a gran escala.

– Bah, no me parece que sea muy amenazante -dijo alzando la vista de los papeles y mirando a su hermano-. Venga, Cole, no se trata de un asesino.

– ¿Cómo lo sabes? -le espetó él.

Jo se apoyó en el borde del escritorio.

– Bueno -comenzó en un tono de fastidio-, aquí dice que no tiene antecedentes penales. No puede ser tan peligroso.

Cole enarcó las cejas.

– ¿Y no te parece raro que siendo tan inofensivo como tú crees, fijaran la fianza en cien mil dólares?

Jo volvió a bajar la vista al informe para confirmar lo que Cole acababa de decir, y al ver que así era, se quedó boquiabierta.

– ¿C-cómo puede ser? Sólo lo han procesado por robar coches. Es un delito, sí, pero un delito menor.

– Lo pillaron con media docena de coches de lujo cuyo destino era un desguace de una red de traficantes que vende las piezas en el mercado negro. La policía llevaba detrás de ellos los últimos tres meses. El tipo aseguró que podía darles el nombre de su contacto, e incluso estaba dispuesto a testificar contra él. El motivo por el que el juez fijó esa fianza tan elevada fue para que dijera la verdad, pero en cuanto Vince pagó la fianza, se esfumó. Sin embargo, siendo un delincuente novato era muy predecible, y como esperábamos ha regresado a su domicilio en Washington.

– Entonces es pan comido -contestó Jo.

Si aquello salía bien, podía llevarse diez de los grandes.

Cole suspiró resignado.

– Hay más de quince horas en coche desde Oakland hasta Seattle.

¡Como si esa pequeñez fuera a detenerla! Jo hizo unos rápidos cálculos mentales:

– Si salgo dentro de una hora y paso la noche en un motel de camino, llegaré allí mañana por la tarde -le aseguró a Cole con una brillante sonrisa-. De hecho, estaré de vuelta antes de que acabe el fin de semana.

Sí, iba a ser pan comido. Regresaría con aquel tipo aunque fuera a rastras, y cien de los grandes estarían esperándola.

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