– ¡Caramba, pues sí que has tenido unas vacaciones movidas!
Dean sonrió a su madre, Anne, sentada frente a el en el restaurante. Aquella era la primera noche que pasaba en Seattle desde que dejara a Jo y, aunque la mayor parte del día la había tenido que pasar en la oficina por las negociaciones de la venta de la empresa, había reservado unas horas en la tarde-noche para su madre.
Cuando ella le había preguntado por el motivo por el cual había acortado sus vacaciones, Dean le había relatado cómo había caído prisionero de una cazarrecompensas por culpa de un caso de identificación errónea. Al principio, lógicamente, su madre se había mostrado horrorizada y disgustada ante la idea de que lo hubieran arrestado, pero cuando él le aseguró que su nombre había quedado limpio de nuevo, le vio el lado humorístico de la situación. Los detalles íntimos de su relación con Jo, evidentemente, había pretendo guardarlos para sí.
– Bueno, lo cierto es que, a toro pasado, debo decir que han sido las vacaciones más divertidas que puedo recordar -contestó entre risas. Cuando hubo terminado su plato, dejó los cubiertos sobre este y lo empujó hacia delante para poder apoyar los antebrazos en la mesa-. He logrado volver a comportarme con espontaneidad, y era justo lo que necesitaba para poder aclarar mi mente.
– Desde luego, pareces más relajado -comentó su madre ladeando la cabeza y estudiando sus rasgos-. Aunque debo decir que creo ver en tu frente esa pequeña arruga que se forma cuando estás preocupado por algo.
Dean se echó a reír ante la suspicacia de su madre. Desde niño, siempre había sido capaz de adivinar sus estados de ánimo.
– En realidad se trata de dos cosas de las que necesito hablarte.
Anne se recostó en el asiento, pero en ese instante apareció el camarero para retirarles los platos y tomarles nota para el postre. Una vez se hubo retirado, reanudaron la conversación.
– ¿Es que algo no va bien, cariño? -le preguntó a Dean.
Él inspiró profundamente y alzó los ojos hacia la curiosa y preocupada mirada de su madre. A pesar de que estaba ya en sus cincuenta, aún era una mujer atractiva, y de algún modo le pareció a Dean que aquella noche había un brillo especial en sus ojos que nunca había visto antes. Claro que, en los tres últimos años, ¿acaso se había detenido un momento a fijarse en los pequeños detalles de las cosas que lo rodeaban? No.
La respuesta había saltado a su mente con tanta rapidez que se sintió incómodo. Desde que hubiera conocido a Jo, era corno si esos pequeños detalles, incluso las cosas más mundanas, hubieran dejado de pasarle desapercibidos, como por ejemplo lo silenciosa y vacía que se le hacía la casa, o lo grande que, resultaba la cama que tenía en su dormitorio para una sola persona… y lo mucho que echaba de menos la risa y las bromas que había intercambiado con Jo.
– No, todo va bien -mintió. «¿Cómo puedes decir eso?»,le reprochó su mente. «Sabes que no te sentirás completo si Jo no entra en razón y se da cuenta, de que debéis estar juntos»-. Bueno, a excepción de algunas cosas que ocurrieron durante mi viaje a San Francisco, y además, he tomado una serie de decisiones que también te afectarán a ti, mamá.
Anne entrelazó las manos sobre el regazo y esperó pacientemente a que continuara. Dean sonrió vergonzoso.
– ¿Puedes creer que me he enamorado de la mujer que me detuvo y me arrastró hasta California?
Los ojos castaños de su madre se abrieron como platos.
– ¿De esa chica cazarrecompensas?
Dean asintió con la cabeza y se abstuvo a duras penas de corregirla con aquella frase de Jo: «El término correcto es "agente de recuperación de fianzas"».
– Sí, bueno, ya sé que resulta muy repentino, que dirás que apenas la conozco -se apresuró a explicar-, pero en mi vida he estado tan seguro de otra cosa.
La expresión en el rostro se suavizó con auténtico afecto y comprensión. De algún modo, Dean había intuido que sería así, que no lo juzgaría.
Nunca lo había hecho.
– Enamorarse no es una cuestión que requiera un tiempo específico, Dean. A veces las cosas suceden cuando uno menos se las espera -se inclinó hacia delante, colocando los codos sobre la mesa y apoyando la barbilla sobre los dedos entrelazados-. Bueno, ¿y por qué no la has traído contigo para que pueda conocerla?
Dean se pasó una mano por el cabello, notando que un sentimiento de frustración lo invadía. Solo hacía un día que se había ido, y sin embargo echaba de menos a Jo como si hiciera años que no se vieran.
– Es bastante obstinada en lo que se refiere a admitir sus sentimientos, pero espero que con el tiempo vea que lo nuestro puede funcionar.
Estaba tratando de ser positivo, de pensar que Jo comprendería que se necesitaban mutuamente, pero no podía obviar la posibilidad, aterradora, de que ella dejara que el miedo se adueñara finalmente de su corazón y sus emociones.
Su madre le sonrió dulcemente.
– Si es la mujer a la que amas, espero que todo se solucione para bien, cariño.
– Gracias, mamá -le dijo Dean. Aquel apoyo incondicional significaba un mundo para él-. Para mí Jo es decididamente la mujer de mi vida, pero el próximo paso le corresponde darlo a ella.
En ese instante llegó el camarero con dos tazas de humeante café y dos raciones de tarta de chocolate. Dean vertió un poco de nata en su café, y hundió después el tenedor en el postre. De nuevo aquello volvió a llevar a su mente un recuerdo de Jo, de aquella tarta que había comprado la primera noche.
Al levantar la vista, sin embargo, sus pensamientos se disiparon. Su madre estaba observándolo muy seria, como si hubiera algo que quisiera hablar con él.
– Sé que nunca te lo he llegado a decir, Dean, pero lo único que yo he querido siempre para ti e que fueras feliz -le dijo con voz queda.
Aquellas palabras le llegaron al corazón.
– Yo… Lo cierto es que me ha llevado bastante tiempo darme cuenta de que mi propia felicidad debía ser lo primero, pero ahora… finalmente creo que estoy en posición de decidir qué es lo que quiero y necesito hacer con mi vida.
Su madre lo miró confusa.
Dean tomó un sorbo de su café antes de proseguir.
– He recibido una oferta de compra para nuestra empresa, mamá, y he decidido venderla.
En vez del temor o el shock que esperaba ver aparecer en su rostro, Dean solo pudo advertir cierto alivio.
– ¿Pensarás que soy una mala madre si te digo que me alegro?
Dean enarcó las cejas.
– ¿Por qué iba a pensar eso?
– Porque he estado esperando que la vendieras desde el día en que murió tu padre -le dijo ella-. Siempre había sospechado que habías tomado las riendas del negocio por obligación, que de haber podido tener elección no habrías continuado con el legado de tu padre.
Dean se quedó boquiabierto ante semejante revelación.
– ¿Y por qué no lo dijiste nunca?
Su madre se encogió de hombros.
– Me pareció que era algo de lo que debías darte cuenta por ti mismo. Y pensaba que tal vez me creyeras desagradecida hacia la memoria de tu padre si te hubiera sugerido que vendieras la empresa.
Dean sacudió la cabeza, atónito.
– No tenía ni idea.
– Lo sé -murmuró ella con la voz entrecortada por la emoción. Extendió la mano por encima de la mesa y apretó afectuosamente la de Dean. -A pesar de todos los defectos que tenía tu padre, he de decir que también tenía sus cualidades, y tú las has heredado. Eres un hombre íntegro, responsable con las obligaciones que contraes. Y, no me interpretes mal, porque yo estoy muy orgullosa del modo en que has llevado la compañía todo este tiempo, pero creo que ya es hora de que hagas con tu vida lo que tú quieras.
– Pero ¿y tú?, ¿estarás bien? -inquirió Dean. Necesitaba escuchar de labios de su madre que aquella decisión no la haría sentirse mal en modo alguno o la haría sentirse insegura con respecto al futuro.
– Estaré perfectamente, Dean -le aseguró ella. Inspiró profundamente antes de continuar-. Después de vivir con tu padre tantos años, y de no haber llegado a comprender su forma de pensar, lo cierto es que no sabía lo que te haría feliz a ti… Supongo que eso no parece tener mucho sentido, pero cuando te pusiste al frente de la empresa al morir él, yo creí que lo hacías porque era lo que querías. Sin embargo, a lo largo de estos tres años me he dado cuenta de que los sacrificios que has hecho para mantener la compañía tan boyante como tu padre la dejó estaban agobiándote y robándote la alegría de vivir. Por eso quiero decirte ahora, como hijo mío que eres y no como empresario, que estoy muy contenta de ver que finalmente has decidido poner tu futuro y tu felicidad en primer lugar.
Dean no pudo menos sonreír.
– Gracias, mamá.
Sin embargo, en ese momento Dean observó que su madre aún parecía tener algo que decir. Enarcó las cejas para instarla a continuar.
– Yo… La verdad es que yo también tengo algo que quería compartir contigo -comenzó jugueteando nerviosa con el tenedor-. He estado saliendo con un hombre los últimos meses.
Desde luego era una noche de revelaciones. Dean la miró sorprendido.
– ¿Y por qué no me lo habías dicho hasta ahora?
– Es que… Siempre parecías tan ocupado y abstraído en tus cosas… Y además, nunca imaginé que nuestra relación llegaría a convertirse en algo serio. Se llama Ted, y me encantaría que os conocierais.
Dean sonrió ampliamente.
– ¡Mamá, eso es estupendo! Y por supuesto que me encantaría conocerlo.
Anne rió y enrojeció como una colegiala.
– Me trata como a una reina. Me hace sentirme terriblemente mimada. No estoy acostumbrada a esa clase de atenciones, pero debo decir que me siento halagada.
Dean rió también, contento ante la recién descubierta felicidad de su madre..
– Te mereces todas y cada una de esa clase de atenciones, así que disfrútalas -le guiñó un ojo.
– Oh, ya lo hago -aseguró ella con un brillo malicioso en los ojos mientras levantaba su taza de café. -Bueno, y dime, ¿qué piensas hacer cuando vendas la compañía?
Dean había calculado que ultimar los detalles y efectuar la venta y el traspaso le llevaría unos seis meses, pero a partir de entonces se dedicaría única y exclusivamente a sus propios intereses, a comenzar de nuevo.
– Para empezar, voy a mudarme a San Francisco.
– ¿Para estar cerca de Jo? -aventuró su madre.
– En parte -contestó Dean. Sin embargo, sabía que aquel cambio de residencia no tendría mucho sentido si Jo no se comprometía finalmente en su relación-. Me gusta la ciudad, y allí hay muchísimas oportunidades. Supongo que lo único que tendré que decidir es cuál me atrae más.
– Me parece muy bien -aprobó su madre-.Parece que al fin ambos hemos aprendido a consideramos lo primero, ¿verdad, hijo?
– Sí, creo que sí -asintió Dean. Era casi sorprendente, aunque más sorprendente aún era cómo podía haber sido una mujer vulnerable, especial y cabezota la que hubiera producido en él ese cambio. Por desgracia, sin embargo, debía afrontar la posibilidad de que tal vez tuviera que pasar sin ella el resto de su vida.
Jo arrojó el bolígrafo sobre su escritorio y emitió un profundo suspiro. Si los dos últimos días había estado sintiéndose fatal sin Dean, ¿cómo iba a soportar vivir sin él el resto de su vida? Había perdido el apetito, no dormía por las noches, y durante el día sus pensamientos volaban constantemente hasta él, y era incapaz de concentrarse en nada. Además, no podía sacarse de la cabeza sus últimas palabras: «Cuando estés lista para dejar atrás el pasado y mirar hacia el futuro, ya sabes dónde encontrarme».
Dicho así parecía tan sencillo… Sin embargo, le resultaba mucho más fácil encerrarse en su trabajo y tratar de bloquear el dolor de haber perdido a Dean. Sabía que era solo culpa suya, porque estaba huyendo, porque no tenía el valor de atreverse a aceptar todo lo que él suponía: un hombre que la amaba a pesar de los fallos que había tenido en el pasado y sus defectos. Usar el trabajo como excusa para evitar sus inseguridades no sólo no era efectivo, sino que era una cobardía, y lo sabía. Detestaba esa falta de fortaleza interior que le impedía afrontar y resolver sus mayores debilidades, como la falta de confianza en sí misma y la incapacidad de concederse el perdón por el error que había regido su vida los dos últimos años.
Cerró la carpeta del nuevo caso en el que estaba trabajando, se puso de pie, y fue a mirar por la ventana, tratando de sacudirse de encima la tristeza y la desesperanza. Por desgracia, el bullicio y el día soleado no la liberaron de los recuerdos de Dean, recuerdos que, de algún modo, siempre hallaban la manera de introducirse en su mente en los momentos más inesperados.
– Jo, Roseanne Edwards al teléfono para ti -le llegó la voz de Melodie a través del interfono que tenía sobre el escritorio-. Dice que es una emergencia.
– Espera, atenderé la llamada enseguida -contestó Jo apretando el botón del interfono y levantando el aparato.
Roseanne era una nueva clienta. De hecho, se había presentado allí esa misma mañana, rogando literalmente a Jo que aceptara encargarse del caso de secuestro de su hija. El día anterior, Michael, su marido, que había sido encarcelado por malos tratos y posteriormente puesto en libertad condicional bajo! fianza, se había introducido en su casa cuando ella había salido a recoger el correo, violando las restricciones que le había impuesto el juez, y se había llevado a la pequeña, de ocho años. Roseanne le había explicado a Jo que estaban en trámites de divorcio, que estaba muy preocupada porque su marido bebía y era un hombre violento, y temía que pudiera dañar a la niña.
– ¿Qué ocurre, Roseanne?
– Ha llamado -le contestó la mujer en un tono al borde de la histeria-. Oí a Lily llorando por detrás, y me ha amenazado con hacerle daño si no le prometo que cancelaré el proceso de divorcio. Le dije que haría lo que fuera con tal de que la dejara marchar, pero entonces colgó y no he vuelto a saber nada. ¡Oh, Dios!, ¿qué puedo hacer?
Jo ignoró como pudo el pinchazo agudo que sintió en el plexo solar, por la tensión.
– Roseanne, haré todo lo que esté en mi mano para encontrar a tu hija, pero para ayudarme tienes que calmarte y centrarte; hazlo por Lily, por favor.
– Nunca me lo perdonaré si le hace daño… – dijo la mujer hipando.
– No va a hacerle ningún daño si yo puedo evitarlo, Roseanne -no tenía derecho a hacerle aquella promesa, pero tenía que ofrecerle alguna esperanza y consuelo-. Necesito algunos datos personales sobre ti y tu marido para poder rastrearlo.
– Lo que sea, le diré lo que sea para recuperar a mi pequeña…
Le llevó ajo otros cinco minutos calmar a la disgustada madre para poder obtener los números de cuentas bancarias, contraseñas, y códigos de autorización que podrían darle una pista de su paradero en caso de que hubiese hecho, como esperaba, uso de su tarjeta de crédito. La urgencia del caso la hizo olvidarse momentáneamente de sus problemas, y en cuanto hubo colgado el teléfono, se puso en contacto con los distintos informadores habituales que solían ayudarla, e incluso con un detective retirado que había sido muy amigo de su padre.
Tres horas más tarde, había descubierto que Michael Edwards había utilizado una de sus tarjetas de crédito para pagar la habitación de un motel en Concord, a una media hora de Oakland en coche.
Recogió todas las notas que había tomado sobre el caso, junto con la fotografía del hombre, una fotocopia de la orden de restricción que había violado y los demás papeles que le harían falta para poder arrestarlo.
Justo cuando estaba poniéndose el cinturón con la pistola, entró Cole en su despacho. Se quedó quieto junto a la puerta al ver que se estaba preparando para salir.
– ¿Adónde vas, Jo?
Jo apretó la mandíbula. Un interrogatorio de su hermano era lo último que necesitaba en aquel momento, y menos cuando el tiempo corría en su contra, pero sabía por experiencia que no la dejaría marchar si no le explicaba lo que sucedía.
– Voy en busca del sospechoso del caso Edwards.
La expresión hosca en el rostro de Cole se transformó en sorpresa.
– ¿Sabes dónde está el marido de Roseanne?
Cole había estado allí esa mañana cuando la mujer se había presentado en la oficina, así que conocía los detalles del caso.
– Creo que sí -contestó Jo con cautela. Se puso su chaqueta vaquera para ocultar el arma y las esposas-. Podré darte una respuesta más exacta cuando verifique la información que me han dado.
Cole contrajo el rostro molesto.
– Ese hombre va armado y es peligroso, Jo. Le diré a Noah que vaya contigo -se dio media vuelta y, antes de que Jo pudiera detenerlo, gritó hacia el vestíbulo:
– ¡Mel, dile a Noah que venga inmediatamente al despacho de Jo!
La joven sintió que la ira la invadía, y tuvo que reprimir el deseo de agarrar el pisapapeles que tenía sobre la mesa, golpear a Cole en aquella cabezota que tenía, y dejarlo sin conocimiento.
– No quiero, ni necesito ninguna niñera, Cole. Puedo ocuparme de mis propios casos -protestó.
Cole la ignoró por completo, como si no la hubiera oído.
– Sólo te lo voy a decir una vez, Jo -le advirtió-. O te llevas a Noah o yo me haré cargo de este caso.
Aquel ultimátum fue como una bofetada para ella, recordándole una vez más que no contaba con la confianza de su hermano.
Noah entró en ese momento en el despacho, y de inmediato advirtió la tensión reinante en el ambiente.
– ¿Qué está pasando aquí? -inquirió frunciendo el ceño.
Cole señaló molesto a su hermana con la mano.
– Jo pretende ir sola tras un tipo peligroso y no quiero que acabe herida o aún peor.
La joven sintió que las mejillas le ardían de indignación. Rodeó el escritorio para ir junto a sus hermanos, preparándose para emprender una vez más la batalla que tantas veces había perdido.
– Voy a deciros exactamente qué es lo que pasa aquí -les dijo haciendo acopio de un valor y una fortaleza que hacía tiempo que no encontraba en su interior-. Estoy cansada de que me protejáis, y de que me tratéis como si no conociera este trabajo, ni supiera qué diablos debe hacerse -le lanzó a Cole una mirada penetrante-. Todo este infierno de dudas acerca de mi valía ya lo tuve que atravesar hace nada en el caso de Dean. Te pedí que confiaras en mi instinto, te dije que estaba convencida de su inocencia, y tenía razón. Y sin embargo, aquí estamos de nuevo, teniendo la misma conversación, contigo cuestionando si soy capaz o no de hacer lo que llevo años haciendo, cuestionando lo que puedo manejar, y cuestionando mis decisiones -su voz se quebró. De pronto se había dado cuenta de que ella misma tenía culpa también de aquella situación, por no haberse puesto antes en su sitio, por haber dejado que la protegieran. «Nunca más», se dijo, «nunca más»- Ya he tenido bastante de vuestra actitud sobreprotectora y dominante.
Cole parecía pasmado por aquel arranque. Obviamente no tenía ni idea de cómo se sentía. Noah, por otra parte, la miraba entre divertido y admirado. Ninguno de los dos pronunció palabra, y Jo aprovechó la oportunidad, envalentonada por su reacción.
– Yo os quiero, chicos -les dijo con todo el corazón-. Habéis hecho muchísimo por mí y habéis, estado a mi lado siempre que os he necesitado., Cuando mamá falleció, me aceptasteis de nuevo en la familia con renovado cariño y, tras la muerte de papá, los dos os encargasteis de criarme, pero también habéis llevado esa responsabilidad hasta el extremo, más allá de donde debería haber terminado cuando me gradué en la universidad y decidí convertirme en policía.
– Y mira lo que pasó -gruñó Cole refiriéndose a la muerte de Brian.
Jo sintió una punzada de dolor, pero se sacó el aguijón, decidida a no dejar que el pasado interviniera en la discusión, largamente pospuesta.
– ¿Cuánto tiempo vas a seguir echándome en cara aquel error, Cole? Sé que fallé a Brian, pero no puedo estancarme para siempre en el pasado; tengo que volver a confiar en mí misma, y en mi instinto, y nunca podré lograrlo si los dos continuáis intentando protegerme constantemente.
– Es sólo que no queremos que te hagan daño, Jo -intervino Noah con suavidad.
– Y yo lo comprendo -asintió Jo tragando saliva-. Es posible que no os haya dado muchas razones para creer en mí después de aquello, pero hay cosas, como esta, que tengo que hacer por mí misma. Me gustaría contar con vuestro apoyo, pero si no podéis aceptar mis decisiones o confiar en mis capacidades, supongo que no me quedará otro remedio que ir a buscar trabajo en otra agencia. La elección es vuestra.
Estaba claro que a Cole no le agradaba en absoluto que el ultimátum se hubiera vuelto en contra de él, pero Jo creyó advertir que la miraba orgulloso.
– No queremos que te vayas a ningún otro sitio -le dijo con sinceridad.
Un tremendo alivio inundó a Jo, y casi sintió deseos de llorar, pero sabía que no debía saborear el triunfo antes de haberlo asegurado.
– Bien, entonces empecemos a comprometemos -les dijo. Esa era la base de una buena relación, de una relación sólida, pensó recordando el consejo que Iris les había dado a ella y a Dean-. Yo os doy mi palabra de que tendré muchísimo cuidado, y vosotros me prometéis que trataréis de confiar un poco en mí y que dejaréis de sobreprotegerme.
– Me parece justo -respondió Noah contestando por los dos.
– Entonces trato hecho -dijo Jo sonriendo por primera vez en los últimos días. Tomó de su mesa la carpeta con la información del caso-: Y ahora, me voy tras mi pista… sola.
Aquella vez ninguno de sus hermanos la detuvo. Jo sintió que era maravilloso haber resuelto la cuestión de una vez por todas con ellos, y poder abandonar la oficina sin ecos de duda en su cabeza, ni la sensación de inseguridad que la había perseguido, tanto tiempo. «Pero ahora tienes que concentrarte», se recordó, «porque hay una niña pequeña a la que tienes que llevar junto a su madre».
Tomó la camioneta y llegó a Concord en veinte minutos, dejando el vehículo en el aparcamiento del cochambroso motel al que la había conducido la transacción que el marido de Roseanne había hecho con la tarjeta de crédito. Entró en la garita de recepción y le explicó la situación al empleado para que le diera el número de la habitación de Michael Edwards. Al principio este se resistió, excusándose en que la política del motel se lo impedía, pero cuando ella le mostró su arma y la placa de investigadora accedió inmediatamente a dárselo.
La habitación del señor Edwards estaba en el segundo piso. Jo se aproximó en silencio a la puerta, con el corazón latiéndole furiosamente contra la caja torácica. Si trataba de hacer que el tipo abriera la puerta, seguramente este no quitaría la cadena, y le sería imposible entrar en la habitación y llegar hasta la niña.
Tampoco podía arriesgarse a contrariar a aquel hombre violento, porque cabía la posibilidad de que descargara su furia sobre su hija.
Un sentimiento de furia y frustración se apoderó, de Jo, y regresó al vehículo para pedir refuerzos policiales con el teléfono móvil. Le aseguraron que mandarían un coche patrulla en quince minutos, pero a Jo aquel breve período de tiempo le parecía una eternidad cuando pensaba que la pequeña estaba a merced de aquel hombre.
Apagó el móvil y maldijo entre dientes. En ese preciso instante, sin embargo, una moto de una pizzería se detuvo junto al motel. Jo rogó en silencio por que hubiera sido Michael Edwards quien hubiera encargado una pizza.
Sin perder tiempo, sacó unos cuantos dólares de su monedero, cerró de un golpe la puerta de la camioneta y corrió hacia el repartidor, que estaba quitándose el casco en ese momento. Lo alcanzó justo cuando había iniciado el ascenso por los escalones de cemento, y lo pilló tan por sorpresa que cuando le preguntó para qué habitación era el pedido el chico se lo dijo al momento. ¡Era la de Michael Edwards! Jo no podía creer que había tenido aquel golpe de suerte. Le preguntó atropelladamente al chico cuánto tenía que pagarle, y le dijo que entregaría ella misma la pizza.
El adolescente la miró dudoso.
– No puedo dejarle hacer eso.
Jo maldijo de nuevo. No tenía tiempo para ganarse su cooperación de buenos modos.
– Escucha, soy policía, y el tipo que hay en esa habitación es un fugitivo de la ley con tendencias violentas; y tiene secuestrada a una niña -dijo enseñándole la placa-. Así que créeme cuando te digo que te estaré haciendo un favor entregando esa pizza.
El miedo se pintó al instante en los ojos claros del chico. Jo aprovechó el momento para agarrar la caja, y le puso unos cuantos billetes en la mano.
– No hay tiempo de que me cambies, así que me temo que te llevas una buena propina a mi costa, pero ¿qué le vamos a hacer? -suspiró.
El chico tomó el dinero sin discutir y salió pitando de allí.
Jo subió los escalones de dos en dos y golpeó la puerta con los nudillos.
– Le traigo su pizza, señor.
Escuchó tras la puerta ruidos amortiguados y palabras que no acertó a comprender, pero le pareció distinguir la voz de un hombre. Segundos más tarde, oyó cómo el señor Edwards quitaba los cerrojos de la puerta, a continuación retiraba la cadena y abría la puerta unos centímetros.
Era un tipo robusto, vestido con unos pantalones cortos y una camiseta manchada. Tenía el cabello largo y grasiento, como si hiciera semanas que no iba al peluquero ni se daba una ducha, y de él emanaba un tremendo pestazo a alcohol que se coló por los orificios nasales de Jo, dándole ganas de vomitar.
El tipo bloqueaba la entrada impidiéndole ver el interior de la habitación, y le tendió un mugriento billete de diez dólares. Jo no lo tomó.
– El total son once con setenta y seis, señor -se inventó, dándose tiempo para pensar. Con un poco de suerte tal vez el tipo entraría para buscar el dinero que le faltaba y le dejaría vía libre para entrar en la habitación.
– Malditas pizzas… -gruñó el tipo-. Cada vez son más caras.
Dio un par de pasos atrás para alcanzar algo de la mesilla de noche… Su billetera.
Mientras rebuscaba entre los billetes que contenía, Jo empujó con cuidado la puerta para que se abriera unos centímetros más y así poder escudriñar el interior de la habitación. Alcanzó a ver la cama, y sobre ella, para su espanto, a la niña encogida, con una expresión de terror en el rostro y un cardenal en la mejilla. Tenía las manos atadas a la espalda, y su padre le había tapado la boca con cinta adhesiva para mantenerla callada. La escena le recordaba demasiado a otra situación similar, atrás en el tiempo, en otro lugar… Jo notó que un sudor helado le perlaba la frente y las manos.
«Maldita sea, ¿donde estaba la policía?». «Vamos, chicos, os necesito…».
Si había llegado hasta allí no podía echarse atrás. Centró su mente en un solo pensamiento: salvar a la niña. En un arranque de valor, entró en la habitación con la caja de la pizza aún en las manos. Sin embargo, el tipo le bloqueó el camino antes de que pudiera ir más lejos.
– ¿Adónde diablos crees que vas? -exigió saber con el rostro enrojecido por la furia.
Jo se obligó a alzar la mirada hacia aquel animal, que la sobrepasaba ligeramente en estatura, y a pesar de los nervios que la atenazaban esbozó una cándida sonrisa.
– Iba a dejarle la pizza… ¡Y algo más! -recurriendo a sus conocimientos de artes marciales subió una pierna con agilidad y le pegó una patada en la tripa con todas sus fuerzas.
El hombre se estampó contra la pared y cayó al suelo jadeando. Jo entró hasta el centro de la habitación y arrojó la pizza sobre la cama.
– ¡No se mueva! -le ordenó advirtiéndole con el índice-. ¡Está usted arrestado!
El tipo rió de un modo amenazador y se levantó tambaleándose en dirección a una mesita junto al armario. Los ojos de Jo se movieron hacia allí y vio lo que el tipo buscaba: un revólver yacía sobre la superficie descascarillada de la mesita. Jo sacó su arma al mismo tiempo y la apuntó hacia él, pero este ya había alcanzado su pistola y también la tenía a tiro.
Como aquel día fatídico, Jo sintió que la adrenalina se disparaba por sus venas. El pulso le temblaba y estaba sudando aún Con más intensidad. Sin embargó, logró bloquear los terribles recuerdos y aferró el arma con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
Y entonces acudieron a su mente las palabras de Dean. Tenía que creer en sí misma. «Cree en ti, cree en ti, cree en ti…», se repitió una y otra vez como un mantra.
Curvó el dedo sobre el gatillo.
– ¡Tira el arma! -le gritó con un cierto temblor en la voz.
El hombre agarró la pistola con más fuerza, pero estaba claro que no podía apuntar bien por los efectos del alcohol.
– Mi mujer me lo ha quitado todo, no tengo nada que perder -masculló con una sonrisa maliciosa en los labios-. Si intentas dispararme mataré a la niña.
«Cree en ti, cree en ti, cree en ti…», gritaba la mente de Jo. Había fallado aquella prueba antes, pero no iba a fallar de nuevo. Antes de que el tipo pudiera dirigir la pistola hacia la pequeña, Jo apretó el gatillo. El tiro resonó en la habitación, ensordeciéndola.
La bala había penetrado en el hombro derecho del padre, y el impacto lo derribó. Cayó al suelo con un golpe seco, y la pistola se resbaló de su mano, yendo a caer sobre la moqueta. Jo se apresuró a recogerla.
Herido y dolorido, al tipo no le quedaban muchas fuerzas para luchar. Jo lo hizo rodar sobre el estómago y lo esposó. No sólo no lo había matado, sino que además había salvado la vida de Lily. Sonriendo satisfecha, fue con la niña, la desató y le quitó la cinta adhesiva de la boca. La niña se deshizo en lágrimas por el miedo pasado, y Jo la acunó, susurrándole palabras de alivio, mientras miraba con desprecio a su padre. Las autoridades se encargarían de aquel indeseable.
Había creído en sí misma, y se había demostrado que tenía la fortaleza interior para tomar las decisiones adecuadas y salir victoriosa…
El camino había sido largo, pero lo había logrado… gracias a Dean. Estaba lista para afrontar otro miedo. La vida era demasiado corta e incierta como para dejar escapar a la persona a la que amaba y que la había ayudado a recuperar la fe en sí misma.