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Tan pronto como hubo obtenido el permiso que necesitaba, Dean pasó una mano por debajo de la nuca de la joven, enredó los dedos en sus suaves cabellos, y con la otra le alzó la barbilla. Finalmente, inclinó la cabeza para terminar con la espera que los consumía a ambos. Necesitaba más que el aire saborearla, averiguar si toda aquella tensión sexual entre ellos era verdaderamente el preludio de una clase de éxtasis más intenso.

Su boca se posó en la de ella, deslizándose suavemente, despacio. Los labios de Jo eran tiernos, cálidos, flexibles, generosos… Se abrieron para él, permitiéndole adentrarse en el interior de su boca con un dulce gemido de rendición. Una ráfaga de calor pareció recorrer sus venas cuando encontró la lengua de la joven. Jugueteó con ella sin piedad, realizando profundas exploraciones de las paredes de su boca, animándola a comportarse de un modo igualmente atrevido..

Jo respondió con fervor, besándolo impetuosamente, dando todo lo que tenía, aumentando la excitación de Dean más allá de la lógica y la razón. Parecía que no se mostraba nada tímida, nada recatada, a la hora de entregarse al placer. Y desde luego no pareció dudar al comunicarle con los labios, la lengua y el sinuoso movimiento de su cuerpo lo que le gustaba, y de qué exactamente quería más. Quería más de él.

Jo no podía, esposada como estaba al cabecero, usar las manos, ni podía pronunciar palabra con los labios atrapados entre los suyos, pero las señales que emitía su cuerpo, tan antiguas como el mundo, eran inequívocas: la contorsión por acercarse más a él, la sutil sacudida de, sus caderas, el frotamiento incesante de sus muslos contra el que él había introducido entre sus piernas…

Quería que la tocara, que la acariciara, física e íntimamente. Dean, dispuesto a no perder más tiempo y a complacerla, recorrió con la mano la distancia entre su cintura y la parte superior de la espalda. Jo gimió dentro de su boca, se arqueó hacia él y se estremeció de pies a cabeza. Rindiéndose a la silenciosa invocación del cuerpo de la joven, Dean bajó la mano a la región lumbar de Jo y la atrajo más hacia sí. Al notar los pezones rígidos contra su torso y cómo Jo entrelazaba sus piernas aún más y apretaba, se deshizo en gemidos extasiados.

Lo invadió un fiero y lujurioso deseo de hacerle ciertas cosas para apagar el calor que lo estaba envolviendo. Tenía una erección tremenda, la más tremenda que podía recordar, y tampoco podía recordar cuánto tiempo hacía que no se sentía tan vivo. Y era todo por aquella maravillosa mujer, aquella mujer sensual que lo había sorprendido en tan tantos sentidos.

Varios minutos después, Jo apartó los labios de los de él, la respiración entrecortada, y tiró frustrada de sus brazos esposados. Incapaz de resistir la tentación, Dean hundió el rostro en el hueco de su cuello, y comenzó a besarle la garganta. Su mandíbula sin afeitar le rascó la piel, y para aliviarla le pasó la lengua despacio y sensualmente. Jo inhaló aire con \ dificultad.

– Dean, libérame, por favor -le rogó haciendo sonar las esposas.

Comprendiendo que habían llevado las cosas más lejos de lo que había esperado, y que todo había ocurrido muy rápido, Dean se apresuró a cumplir la petición. Desenredándose de su abrazo, tomó las llaves de la mesilla y abrió las esposas.

Frotó con los pulgares las muñecas de Jo, ligeramente enrojecidas, maldiciendo entre dientes por haberle hecho daño sin pretenderlo.

– ¿Estás bien?

– Perfectamente -asintió Jo con voz ronca. Y, aprovechando que había bajado la guardia, se abalanzó sobre él.

Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, Dean se encontró tumbado sobre su espalda, con Jo encima de él, sujeto firmemente por las muñecas a ambos lados de su cabeza, y las rodillas de la joven manteniéndole las piernas inmóviles. ¡Como si tuviera intención de ir a ningún sitio… aunque pudiera!

A pesar de que Jo era más baja y menos fuerte que él, era evidente que estaba preparada para cuidar de sí misma en una situación amenazante.

– ¿Es ése uno de los movimientos que os enseñan en la academia de policía?

Una amplia sonrisa se dibujó en los labios de Jo.

– Bueno, también me han ayudado unos cursos de artes marciales -su abundante cabellera caía despeinada en torno al acalorado rostro, y le dedicó una mirada larga y relajada-. Creo que es mi turno, es lo justo -murmuró en tono seductor.

Se inclinó sobre él, y colocó su boca a unos centímetros de la de él, dejando que se mezclara la respiración entrecortada y excitada de ambos, y buscó sus ojos, perdiéndose en aquellos hipnóticos iris verdes.

Finalmente, bajó la cabeza y mordisqueó el labio inferior de Dean de un modo delicado y sensual, tirando de él con sus propios labios. Pasó a ocuparse del labio superior, con idéntica dedicación, pero sin entregarse del todo, dispuesta a volverlo loco.

Poco a poco fue disminuyendo la presión sobre las muñecas de Dean, hasta que decidió liberarlas. Sus labios continuaron bailando con los de él, y recorrió con las puntas de los dedos la longitud de sus brazos, pasando luego a colocar las palmas abiertas sobre el ancho tórax y estimular los pezones con los pulgares. Incapaz de soportar por más tiempo esa deliciosa tortura, Dean le puso una mano en la nuca para fundir sus labios por completo, y dejando escapar un gemido casi animal, vertió en el profundo beso toda la pasión que se había acumulado en su interior a lo largo de las anteriores veinticuatro horas.

Su cuerpo parecía vibrar por la tensión y la necesidad imperiosa de tocar cada centímetro de su anatomía. Quería sentir sus femeninas curvas contra sus formas duras y angulosas; encontrar y devorar los puntos más sensibles con las manos, la boca y la lengua; imaginar lo que sería hundirse en ella, perderse en la deliciosa agonía de aquel mutuo placer, y hacerle el amor hasta terminar exhaustos y saciados.

Jo parecía tan inmersa en el hechizo del momento como él. Se removió sobre él, y deslizó la mano desde su torso hasta la cadera, en una caricia que lo hizo estremecerse. Dean siguió su ejemplo con ambas manos hasta que sus dedos alcanzaron la parte posterior de los aterciopelados y desnudos muslos. Pasó los pulgares sobre la zona, percibiendo cómo ella se estremecía y, sin dudarlo un instante, introdujo las manos por el dobladillo de los pantalones cortos.

La respiración de la joven era cada vez más entrecortada, pero aun así no despegó su boca de la de él. Dean apreció que su piel era cálida, suave, y perfectamente lisa, con músculos desarrollados en su justa medida para no restarle feminidad. Decidiendo ser aún más atrevido, metió las manos por debajo del elástico de las braguitas, rozando sus nalgas y masajeándolas después, y resistió a duras penas el deseo de seguir el pliegue hasta encontrar el valle húmedo que sabía encontraría entre sus muslos.

Jo se estremeció, cerró los puños sobre su pecho y dejó escapar un gemido largo y profundo. Dean tragó saliva al escucharla, sintiendo la necesidad de ella con la misma fuerza que la suya propia.

Enganchó los pulgares por detrás de las rodillas de la joven, y la colocó a horcajadas sobre él. Jo se dejó hacer, poniendo las manos a ambos lados de su cabeza, y permitió que le abriera las piernas para rodearle las caderas, colocándose en la postura adecuada para acoplar la erección, dura como el acero, y su femenino calor.

Dean la sujetó por la cintura y, flexionando las caderas, la hizo apretarse contra su miembro despacio, descarada y rítmicamente, imitando el acto sexual. Jo echó la cabeza hacia atrás, los labios entreabiertos, y se unió a aquel ritmo simulado que él marcaba. Un placer sin igual inundó a Dean, amenazando con hacerle perder el control, y forzando los músculos de su abdomen al límite. Apretó los labios contra el cuello de Jo, imprimiendo ardientes besos húmedos por toda su garganta, y subió hacia la oreja, mordisqueando el lóbulo con suavidad. Sus manos se introdujeron por debajo del dobladillo de la camiseta de la joven y acariciaron sus pechos, haciéndola estremecerse.

Ansioso por tener aquellos suaves montículos contra su tórax, le subió la camiseta y la atrajo hacia así. Los pezones de Jo lo quemaron, como si fueran hierro candente, y ambos gimieron al unísono al mezclarse el calor de sus cuerpos. Dean nunca había creído que el sexo pudiera llegar a ser tan intenso. Y apenas habían hecho otra cosa que los meros juegos preliminares. Sí, tenía la seguridad de que los aguardaban sensaciones mucho más increíbles, si tan solo se atrevían a explorar las posibilidades.

Jo también parecía estar considerándolo, pues la misma pasión desatada se reflejaba en sus ojos azules, junto con una buena dosis de enfebrecida ansia. Pero, de pronto, un sonido desagradable e irritante irrumpió en el momento, sacándolos bruscamente de aquel estado de euforia.

Jo se puso alerta al instante, incorporándose y rompiendo el íntimo contacto entre sus cuerpos. La ley de la gravedad hizo que la camiseta subida cayera, y Dean se encontró maldiciendo en silencio por haber perdido la oportunidad de vislumbrar aquellos gloriosos senos, de acariciarlos, de pasar la lengua por sus cumbres de terciopelo, y tomar esas perfectas circunferencias en su boca.

El ruido de la alarma del despertador siguió sonando, incesante, hasta que Jo se levantó y lo apagó. No regresó con él, sino que se quedó allí, de pie, dándole la espalda.

Dean bajó las piernas del colchón, y se quedó sentado al borde de la cama, mirando a la joven. Aceptaba que el hechizo del momento se hubiera roto, pero se dijo que no habían terminado, ni mucho menos. De hecho, para él apenas si habían empezado.

Jo se giró hacia él insegura, y se peinó el cabello con los dedos.

– Caray… -murmuró riéndose ligeramente. Parecía sorprendida por lo que acababa de ocurrir, pero no había enfado en su expresión, ni arrepentimiento.

Dean lo interpretó como un signo positivo que le indicaba que ella se daba perfecta cuenta de lo que estaba haciendo y de que había participado en ello por voluntad propia.

– Sí, caray -afirmó él. Aquella palabra desde luego resumía la química que se había producido entre ellos.

Jo esbozó una sonrisa indulgente mientras se frotaba las palmas de las manos, vergonzosa, en los pantalones de algodón.

– Salvados por la campana, ¿eh?

– Al menos por esta vez… -contestó Dean con una sonrisa presuntuosa. Sabía que sonaba muy seguro de sí mismo, pero no le importaba. Después de aquel incendio que habían provocado juntos, no tenía ningún sentido negar la atracción que sentían, y era absurdo creer que no se repetiría de nuevo en un futuro cercano… Sobre todo si dependía de él.

Habían llegado a ese punto en el que nada volvería a ser como antes, en el que siempre estaría como referente la confianza que se habían otorgado momentos antes en la cama. Ella a él, y él a ella. Dean desde luego planeaba llevar aquello tan lejos como pudiera. La deseaba, quería tenerla completamente desnuda, húmeda, caliente, retorciéndose debajo de él, abrazada con fuerza a su cuerpo, en un puro frenesí sexual.

En un período de tiempo muy corto se había convertido en una especie de fiebre para él, y estaba convencido de que no bastaría una vez para quitársela de la cabeza. Ante él se extendía aún toda una semana libre, lejos de las obligaciones y el trabajo, toda una semana para entregarse a ella en cuerpo y alma hasta que averiguara adónde podía llevarlos aquello. ¿Quedaría sólo como una aventura salvaje pero pasajera, o como algo mucho más profundo y duradero? A finales de la semana, ambos lo sabrían.

– Bien, señorita Sommers. Le toca mover a usted. ¿Adónde nos lleva esto?

Jo sonrió levemente, considerando el doble sentido de la pregunta, y finalmente se encogió de hombros.

– Seguimos con el plan inicial, señor Colter, a San Francisco… Para limpiar su nombre.

Dean sonrió ampliamente. Puede que hubiera optado por ignorar el verdadero sentido de su pregunta, pero la sombra del deseo en sus ojos le indicó que no le había cerrado la puerta.

Tras subir a la camioneta sus pertenencias, pagar la estancia en el motel y comprar dos cafés, sándwiches y algunas golosinas en el mismo restaurante de comida rápida del día anterior, volvían a estar en la carretera. Jo había calculado que llegarían a última hora de la tarde a su próxima parada. Si mantenía la velocidad que llevaba de ciento diez kilómetros/hora, se dijo Dean, desde luego lo conseguirían. Sin embargo, en su contra jugaba el mal tiempo, ya que el cielo, cada vez más oscuro, llevaba un par de horas amenazando lluvia.

Estaban ya lejos de Kelso, que había quedado atrás, a unos quinientos kilómetros, y a medio camino de su destino. Dean pudo comprobar que, aunque Jo no tenía ningún problema en hablar de todo tipo de cosas banales con él, era muy reacia a dejar que la conociera de verdad, a revelarle detalles más íntimos de su vida, sobre todo respecto a la pesadilla que había tenido aquella noche.

Fuera cual fuera el origen de ese mal sueño, sólo mencionarlo durante el trayecto la había puesto tensa y taciturna. Dean había intentado tratar el asunto del modo más directo posible, preguntándole quién era Brian, pero lo único que ella le había explicado, de mala gana y con claros tintes de dolor y culpabilidad en su voz, era que había sido su compañero y que le habían disparado cuando estaban a punto de detener a un supuesto secuestrador de niños.

No había dicho otra palabra, pero Dean sospechaba que había mucho más. Sin embargo, como la mujer policía que había sido, Jo había cambiado hábilmente el tema de conversación, dirigiendo ella, las preguntas hacia él. Se las había ingeniado para sonsacarle aún más información acerca de su mundana y aburrida vida en Seattle, la clase de detalles que a nadie le interesaría oír, pero ese era un terreno seguro, y la sonrisa volvió al cabo de un rato a sus labios y sus hombros se relajaron. Tal vez era lo mejor, pensó Dean; no quería atosigarla.

Sin embargo, les quedaban aún muchas horas de viaje, y muchos kilómetros por delante, y ya le había hablado tanto de él que no sabía qué le quedaba por contarle, mientras que ella en cambio apenas había dicho nada sobre sí misma. Dean no podía evitar seguir sintiendo curiosidad por aquella mujer frágil y fuerte a la vez.

Giró la cabeza hacia ella, admirando en silencio su perfil recortado contra las plomizas nubes de tormenta: las largas y oscuras pestañas que enmarcaban los expresivos ojos, la nariz, perfectamente esculpida, los altos pómulos, los cálidos labios, a la vez tan seductores y adictivos, y la pequeña barbilla, que marcaba su tozudez, pero a la vez también la clase de vulnerabilidad que había mostrado la noche anterior cuando se había acurrucado junto a él.

Aquel día se había puesto unos vaqueros más claros, con una blusa a juego, y había dejado en el asiento trasero la pistola de fogueo, las esposas, y la pistola dentro de su funda. Se había maquillado muy poco, y había vuelto a recogerse el cabello en una coleta. Dean prefería verlo libre y suelto sobre sus hombros, aunque pensó mientras la miraba que era una encantadora paradoja, tan femenina por un lado, y tan valiente y temeraria por otro.

Jo pareció advertir que estaba observándola porque giró la cabeza hacia él y le sonrió.

– ¿Todo bien?

Lo cierto era que, después de cinco horas dentro del vehículo, habiendo parado solamente una vez para ir al servicio y un desayuno bastante pobre, las articulaciones y el estómago de Dean estaba empezando a protestar.

– Sí, pero me muero de hambre -admitió.

– Eres un pozo sin fondo -contestó Jo entre risas-. ¿Crees que podrás aguantar otra media hora, hasta que paremos en Medford a repostar?

Estaba claro que quería hacer el máximo de kilómetros en el mínimo tiempo posible. En fin, tanto mejor para él. Cuanto antes llegasen a San Francisco, antes se aclararían las cosas.

– Cuanto más me hagas esperar, más te costará -bromeó recordándole la cena pantagruélica de la noche anterior.

Las risas de Jo llenaron el interior del vehículo.

– Tranquilo, creo que podré permitírmelo -le dijo-. Pero, si no puedes esperar, a lo mejor queda algo del desayuno -añadió señalando con la cabeza una bolsa de plástico que había en el asiento trasero.

Dean la agarró, y empezó a rebuscar entre los envoltorios de los sándwiches que se había comido.

– Galletas con trocitos de chocolate, chicles, chocolatinas… Por Dios, Jo, tus hábitos alimentarios son atroces.

La joven puso los ojos en blanco.

– Empiezas a recordarme a mi hermano Cole. No sabes la de veces que me ha reñido por abusar de las chucherías… Desde que era niña.

– Y tenía razón al hacerlo -murmuró Dean distraídamente mientras abría una bolsa de galletas.

Jo apartó un instante la vista de la carretera para sacarle la lengua.

– Pues a juzgar por lo que tú tomaste anoche, tampoco se puede decir que comas muy sano -le espetó.

– Ya, pero al menos yo como otras cosas aparte de chocolate.

– Las mujeres necesitamos chocolate -le aseguró Jo fingiéndose ofendida-, así que pásame una de esas galletas y te lo perdonaré por esta vez.

Dean rió, disfrutando aquel ambiente distendido entre los dos, y le dio una galleta. Gotas de lluvia empezaron a estrellarse contra el parabrisas. Jo puso en marcha los limpiacristales.

– Tienes suerte de que me gustes -le confió-. Si no te habría hecho saber quién soy yo y me habría quedado todas las galletas.

Al recordar el modo en que lo había tumbado en la cama aquella mañana, Dean no dudó de sus palabras.

– Eso sería divertido -le dijo-, sobre todo en un espacio tan reducido -añadió mirando el asiento de atrás y meneando las cejas provocativamente en dirección a ella.

Jo sintió que los colores se le subían a la cara.

– Hum… Demasiado reducido.

– Eso no tiene por qué ser un inconveniente – replicó él con picardía. -Lo haría más interesante – muy, muy interesante, añadió para sí-. ¿Lo has hecho alguna vez en un coche?

Jo sacudió la cabeza incrédula.

– Creía que estábamos hablando de galletas.

– Y estábamos, pero tú sacaste ese tema de pelearnos por ellas, y me has hecho pensar en todas las posiciones interesantes que dos personas pueden adoptar en un coche para hacer el amor.

Jo giró la cabeza para mirarlo y enarcó una ceja.

– ¿Lo has hecho alguna vez en un coche?

– A-a, yo pregunté primero -le recordó Dean.

Jo agarró el volante con más fuerza y suspiró, dispuesta a admitir la verdad.

– No, nunca llegué hasta el final. Solo besos y un poco de toqueteo. ¿Y tú? -inquirió curiosa volviéndose a mirarlo.

– Yo lo más lejos que llegué en un coche fue a la tercera base, en el asiento trasero con la chica a la que llevé al baile de graduación en el instituto, pero tampoco llegué al final -admitió con una sonrisa -. Pero siempre hay una primera vez para todo, ¿cierto?, hasta para hacer el amor en un coche.

Jo inspiró profundamente. Los pezones se le pusieron erectos, confirmando el pensamiento de Dean de que la idea la excitaba tanto como a él.

– Creo que no deberíamos seguir por este camino -dijo en un tono práctico.

Dean alzó la mano y le acarició el cuello, deleitándose en el suave tacto de su piel, y haciéndola estremecerse.

– Yo creo que no deberías descartar nada sin probarlo, Jo -murmuró con voz ronca.

– No he descartado nada -contestó ella con una sonrisa pícara en los labios-. Sólo digo que esta conversación no es muy adecuada para este momento, teniendo en cuenta que aún nos quedan muchos kilómetros por delante.

– Podrías considerarlo como un calentamiento. -sugirió Dean con un guiño.

Jo se removió incómoda en su asiento, acalorada.

– ¿Y qué tal si dejamos este tema de conversación para otro momento, cuando no tenga que concentrarme en conducir con lluvia? -replicó, prudente-. Sé buen chico, pásame otra galleta y cambia de tema.

Dean se conformó al ver que la había excitado y obedeció.

– Muy bien, nuevo tema de conversación marchando junto con una deliciosa galleta -anunció dándole otra-. ¿Cuánto hace que trabajas como cazarrecompensas?

Jo sonrió frunciendo las cejas.

– El término correcto es «agente de recuperación de fianzas» -le contestó, divertida-. Llevo en esto desde los diecisiete años, pero sólo hace dos que tengo licencia. Me preparé para ello cuando dejé el cuerpo de policía, obtuve mi licencia, y empecé a trabajar para mi hermano Cole, en su agencia de investigación.

Dean se quedó un rato callado, como pensativo.

– Debo decir que, dado el riesgo que implica tu profesión, teniendo que ir detrás de criminales potencialmente peligrosos y todo eso, me resulta increíble que tu familia te permitiera iniciarte en ello antes de alcanzar siquiera la mayoría de edad. ¿O es que tu padre se dedica a lo mismo y en tu casa se ve como algo normal?

Jo sacudió la cabeza.

– Mi padre también era oficial de policía. Lo mataron de un disparo cuando cumplía con su deber. Yo acababa de cumplir los dieciséis. A partir de entonces fue Cole principalmente quien se encargó de mí, ayudado por mi otro hermano, Noah, hasta que se alistó en los marines, seis meses después.

Dean tuvo la impresión de que faltaba en la respuesta un elemento crucial.

– ¿Y dónde estaba tu madre todo ese tiempo?

Jo apretó los labios en una fina línea.

– Eso es una larga historia.

A Dean le pareció advertir un matiz de amargura y resentimiento en su voz.

– Soy todo oídos.

La joven giró la cabeza hacia él, dudosa.

– ¿Estás seguro de que quieres enterarte de todos los sórdidos detalles de mi poco ortodoxa vida familiar?

– No te lo habría preguntado si no me interesara -respondió Dean muy serio. No le parecía que su vida familiar pudiera haber sido más disfuncional que la suya-. Además, eres tú la que no querías hablar de sexo -le recordó con una sonrisa maliciosa-. Y tenemos por delante una hora y media de carretera.

– Está bien -suspiró Jo-. Cuando vea que empiezas a cabecear y a roncar sabré que no quieres seguir escuchando la aburrida historia de mi vida.

– Dudo que nada relacionado contigo pueda aburrirme, cariño -le aseguró Dean metiéndose en la boca otra galleta.

Jo se quedó un rato callada antes de proseguir, como si estuviera pensando por dónde empezar.

– Mis padres se divorciaron cuando yo tenía cinco años, lo cual no es de extrañar en absoluto, ya que siempre estaban discutiendo por algo. Por lo que sé por mi hermano Cole, mi madre estaba teniendo una aventura con un tipo de su oficina, y cuando a éste le ofrecieron un traslado, ella decidió que quería el divorcio para poder irse con él y casarse de nuevo.

– ¿Y tus hermanos y tú os quedasteis con vuestro padre? -aventuró Dean.

– No, a mi madre no le bastó con abandonar a mi padre por otro hombre, quería hacerlo sufrir, y me utilizó a mí para ello, porque sabía lo mucho que me quería. Yo era la niña de sus ojos, y lo adoraba. Él ha sido la persona más importante en mi vida -su voz se tornó ligeramente emocionada, pero carraspeó para continuar-. En fin, mi madre luchó por obtener mi custodia y se la concedieron, de modo que dejó a mis hermanos con mi padre, y a mí me llevó con ella a Arizona. Durante el tiempo que estuve viviendo allí con ella y su segundo marido, apenas si se preocupaba de mí, pero había logrado lo que quería.

Un sentimiento de compasión surgió dentro de Dean.

– Debió de ser difícil para ti, y para tus hermanos y tu padre, haber sido separados de ese modo, por la fuerza.

Jo asintió.

– Lo fue. Recuerdo que me sentía sola, perdida, confusa, y que echaba muchísimo de menos mi hogar y a mi padre y a mis hermanos, pero sólo podía verlos durante las vacaciones de verano. Viví con mi madre y mi padrastro tres años, hasta que mi madre se mató en un accidente de tráfico.

– ¿Y entonces tu padre consiguió tu custodia?

– No fue tan sencillo. -murmuró lo. En el exterior un relámpago iluminó el cielo, seguido de un fuerte trueno, y una cortina de agua comenzó a descender del negro cielo.

– ¿Qué ocurrió? -inquirió Dean.

– Mi padrastro logró retenerme con él durante seis meses. Aseguraba que esa habría sido la voluntad de mi madre, pero, gracias a Dios, al fin mi padre le arrebató la custodia -continuó, aminorando la velocidad-. Entonces yo tenía ocho años, y regresé a Oakland, con mi familia. Mis hermanos se volvieron muy protectores conmigo, sobre todo Cole, que se encargaba de mí porque mi padre tenía turnos variables en el departamento de policía.

– Bueno, no me sorprende que fueran protectores contigo, considerando que eras la pequeña, que eras una chica y que habíais estado separados tres años.

Jo le lanzó una mirada molesta por el hecho de que se pusiera del lado de sus hermanos.

– Sí, pero casi no podía ni ir al baño sin pedir permiso a Cole -exageró-. Te lo aseguro, su actitud me hacía sentirme ahogada.

Dean giró la cabeza hacia la ventanilla para que no lo viera sonreír. Estaba claro que en parte el comportamiento de sus hermanos se debía también a que ella era muy temeraria y cabezota, pero sabía que no le haría gracia escucharlo, así que permaneció callado. Al cabo de un rato, sin embargo, continuó con la conversación.

– Bueno, ¿y cómo es eso de que empezaste en esto a los diecisiete?

– Cuando murió mi padre, Cole tenía veintiún años, y en esa época compaginaba sus estudios en la universidad con un trabajo como vigilante de seguridad en un club nocturno. Yo era menor de edad, así que la custodia pasó a sus manos, y tuvo que ocuparse de Noah y de mí.

– ¿Y dejó las clases?

– ¿Cole? -se rió Jo con cinismo pero también con innegable orgullo-. No, buscó un trabajo a tiempo completo para poder mantenemos y estudiaba por las noches. Es la persona más ambiciosa y firme que conozco, y eso puede ser una virtud, pero, en el caso de Cole también se ha convertido en un defecto. Es de ideas fijas, y en lo que se refiere al trabajo o a lo que considera que se espera de él, jamás se desvía de sus objetivos.

Dean sintió que eso mismo podría aplicársele a él.

– Eso me recuerda a mí mismo -apuntó bajando la vista.

Jo se sintió mal por él.

– Bueno, al menos tú estás empezando a darte cuenta de que hay más en la vida que el próximo proyecto, caso o contrato -le dijo para animarlo-. En cambio, debo decir que no albergo demasiadas esperanzas de que Cole abra los ojos como tú has hecho. Supongo que lleva tanto tiempo programado para ser responsable que es incapaz de disfrutar de las cosas más simples o, incluso, de darse cuenta de que su secretaria, Melodie, está loca por él.

Dean enarcó las cejas sorprendido.

– ¿De veras?

Jo asintió con una mueca de disgusto. Le parecía increíble que Cole nunca se hubiera percatado de algo tan obvio.

– Sí, pero de todos modos no se trata solo de lo corto que es. Que Mel sea hija del que fuera superior de mi padre, su mejor amigo y mentor de Cole, hace que él ni siquiera la considere como una mujer.

Dean se rió entre dientes. Estaba deseando conocer al hermano de Jo para poder formarse su propia opinión de él.

– En fin -continuó Jo-, volviendo a mi historia… Después de que muriera mi padre, Cole empezó a trabajar para un investigador privado haciendo sobre todo trabajos de vigilancia de sospechosos, de seguridad y aprendiendo los entresijos de la profesión hasta que terminó sus estudios. Además, para ganar algún dinero extra empezó a aceptar casos para capturar a fugitivos de un afianzador de la zona y, como Noah se había alistado en los marines, cuando llegaban las vacaciones de verano y no encontraba a nadie que cuidara de mí, Cole me llevaba con él -giró la cabeza para mirarlo, imaginando lo que estaría pensando-. Sí, ya sé que parece una locura por su parte arrastrar a una menor en algo potencialmente arriesgado, pero para mí, que siempre me sentía atada y sobreprotegida, era genial.

– De eso no me cabe duda -dijo él con una sonrisa maliciosa-. ¿Y fue así como aprendiste profesión?

Jo asintió con la cabeza.

– Esos fueron mis comienzos, y fue entonces cuando me di cuenta de que me encantaba todo este asunto de la persecución y la captura. Me parecía muy emocionante, y es rentable. Gracias a esos encargos Cole consiguió ahorrar lo suficiente para poder enviarme a la universidad y abrir su propia agencia de investigación. El resto de la historia ya lo conoces. En fin, ¿qué puedo decir? Evidentemente, tras haberme criado no se tomó muy bien cuando decidí seguir los pasos de mi padre y los de él.

Dean extrajo otra galleta de la bolsa y le ofreció una a Jo, que aceptó.

– Es normal. Eres su hermana pequeña -le dijo-, y debe preocuparlo que puedan hacerte daño.

– Sí, bueno, ser la hermana pequeña es una de las cosas que me coartan -contestó ella con un suspiro-. Eso, y el ser una mujer además de un peso pluma, como a Noah le encanta llamarme.

Dean ladeó la cabeza divertido y curioso al mismo tiempo.

– ¿Peso pluma?

– Sí, ya sabes; pequeña y delicada -le explicó con una expresión enfurruñada.

Dean se giró en el asiento para mirarla, admirando su figura.

– Pues desde mi punto de vista no es una mala combinación.

Jo resopló, dándole a entender que no compartía esa opinión.

– Mi estatura, mi complexión y mi género siempre han supuesto una desventaja frente a mis hermanos, sobre todo cuando decidí que quería ser policía. Además, es frustrante, porque muchos de los que fueron mis colegas, e incluso los tipos con los que he salido, creen que no soy capaz de arreglármelas sola -de pronto se quedó callada, como pensativa, y una sombra de tristeza cruzó su rostro-. Y supongo que lo que ocurrió con Brian les demostró que así era -murmuró, su voz cargada de dolor.

Lo había dicho tan quedamente, que Dean estaba seguro de que lo había dicho más para sí que para él. Se quedó callado, esperando que Jo prosiguiera, pero el prolongado silencio le indicó que no estaba dispuesta a dar más explicaciones. Iba a instarla a continuar, pero cuando ella lo miró y vio la tristeza en sus ojos comprendió que era mejor dejarlo estar.

A pesar de todo, una sonrisa prometedora se dibujó en los labios de la joven.

– Me temo que era más de lo que querías saber de mí, ¿no es cierto?

– No, en absoluto -le aseguró Dean. Todo lo contrario, añadió para sí. Sólo había logrado hacer que se interesase aún más por ella. Él la veía como una mujer que luchaba por tener su propia identidad, que quería que los demás la aceptaran, y que la respetaran. Tras escuchar el relato de su turbulenta infancia y de haber vislumbrado su espíritu independiente, comprendía el porqué.

Con todo, sospechaba que ocultaba otros secretos, que aún no había llegado a su alma, que debía levantar muchas más capas.

– Me gustaría saber mucho más de ti -le dijo muy serio, en un tono suave y amable-. Todo lo que pueda aprender de ti, Jo Sommers.

La joven dejó escapar una risita vergonzosa.

– Después de esta conversación no creo que haya mucho más que contar.

– Seguro que lo hay -insistió él-. Como por ejemplo, tu nombre, Jo. ¿Es tu verdadero nombre o es un diminutivo?

Jo lo miró sorprendida. Obviamente había esperado una pregunta más difícil, o más personal.

– Mi nombre completo es Joelle. Fueron mis hermanos quienes lo acortaron a Jo cuando era muy pequeña, y desde entonces se me ha quedado.

– Joelle… -repitió Dean, como fascinado por lo femenino del sonido-. Me gusta. Es precioso y único, igual que tú, mientras que «Jo» va más con tu lado decidido, obstinado e independiente.

– Gracias… creo -Jo sonrió con ironía.

– Lo he dicho a modo de cumplido, y de nada- contestó él. En ese momento giró la cabeza hacia ella y se dio cuenta de que Jo estaba observando indicadores del tablero de control, y advirtió que su expresión se tornaba preocupada-. ¿Ocurre algo?

– No estoy segura -respondió Jo. Levantó la vista del tablero de control para mirar la lluvia a través del parabrisas y de nuevo volvió a los indicadores-. Me parece que el indicador de la temperatura marca más de lo normal.

A pesar de su preocupación siguieron, pero media hora más tarde se hizo patente que había algún problema. La aguja de la temperatura iba subiendo peligrosamente hacia la sección pintada en rojo que señalaba peligro, y del capó empezó a emerger vapor. Debía de ser un problema del motor.

Pasaron una señal en la carretera que indicaba una salida cercana, y dado que faltaban aún unos veinticinco kilómetros para llegar a Medford, Jo se vio obligada a tomar una decisión sobre la marcha.

– Voy a tener que tomar la próxima salida si no encontramos una gasolinera.

Sin embargo no parecía haber ninguna, ni tampoco restaurantes ni otros locales junto a la carretera en los siguientes minutos, así que finalmente tuvo que tomar la salida de la autopista. Era una estrecha carretera mal pavimentada que serpenteaba entre denso arbolado, alguna colina y verdes pastos. Ni una casa, ni una persona…

Cuando se habían alejado ya unos tres kilómetros y medio de la carretera interestatal, el vehículo se estremeció de pronto bruscamente y el motor se paró, obligando a Jo a sacarlo como pudo al arcén de grava, donde se detuvo.

La joven alzó la vista hacia el cielo tormentoso y resopló para apartarse los mechones de la cara.

– Maldita sea -murmuró, obviamente contrariada por el contratiempo-. ¿Qué diablos le habrá pasado a este trasto? Cole lo llevó a revisar hace menos de un mes.

– Tranquila, Jo, éstas son cosas que pasan -intervino Dean-. Saldré y levantaré el capó para echar un vistazo.

Hizo ademán de abrir la puerta, pero Jo lo detuvo agarrándolo por la manga de la camisa.

– Yo lo haré, entiendo de mecánica.

El modo en que tenía alzada la barbilla le indicó a Dean que era mejor no discutir, pero tampoco estaba dispuesto a quedarse sentado calentito y cómodo, dentro del coche, mientras ella salía fuera sola con el aguacero cayendo, por mucho que entendiera de mecánica.

– Cuatro ojos siempre ven más que dos, ¿no crees?

Jo dudó un instante, pero finalmente accedió al comprender que no conseguiría disuadirlo.

– De acuerdo.

Se desabrochó el cinturón de seguridad y tumbó el asiento para poder acceder con más facilidad al maletero. Abrió un compartimento lateral, extrajo de él un trapo, una linterna y un paraguas, y regresó a la parte delantera.

– Ya que insistes en acompañarme, puedes sostenerme el paraguas para que no me ponga hecha una sopa -le dijo con una sonrisa maliciosa.

Dean puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza. En fin, si se sentía mejor llevando ella la batuta, no tenía ningún inconveniente. «Está visto que a esta chica no le van los caballeros andantes», se dijo.

A Jo le llevó menos de dos minutos descubrir cuál era el problema: el manguito del radiador había reventado.

Encima de ellos retumbaban los truenos, y los relámpagos iluminaban el cielo. No había nada que pudieran hacer, de modo que cerraron el capó y volvieron a meterse en el coche. A pesar del paraguas, el viento había arrojado la lluvia sobre ellos, y los dos estaban bastante mojados. Además, sin el aire acondicionado, el interior del vehículo se vio pronto inundado por un calor pegajoso.

Jo tomó el teléfono móvil para pedir ayuda a una agencia de servicio en carretera, pero la pantalla mostró un irritante mensaje de «fuera de cobertura», y dejó escapar un improperio.

– Genial -masculló, derrotada-. Estamos atrapados por una tormenta en medio de ninguna parte por Dios sabe cuánto tiempo, no hay forma de pedir ayuda y la carretera está desierta -resopló y se volvió a mirar a Dean-. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Por desgracia Dean no tenía poderes mágicos para poder resolver el problema, pero era un hombre de recursos, y decidió que podían aprovechar la oportunidad para relajarse y disfrutar hasta que parase la tormenta y pudieran aventurarse al exterior para pedir auxilio.

Recordando la conversación que habían tenido hacía un rato sobre hacer el amor en un coche, alargó la mano hacia ella y recorrió con los dedos su hombro y siguió hacia abajo, acariciando la piel desnuda del brazo.

– Bueno, ahora que ya no tienes que concentrarte en conducir, estaba pensando que podíamos probar la parte de atrás y pasar un buen rato hasta que escampe. Podemos empezar con unos besos y unas caricias, y llegar hasta donde tú quieras -la tentó con una sonrisa lasciva-. ¿Qué me dices, Jo?

Vio cómo la joven tragaba saliva mientras consideraba su proposición, junto con todas las sensuales posibilidades que los aguardaban si accedía. Dean por su parte estaba ansioso por repetir aquella maravillosa experiencia que habían compartido antes de abandonar el motel aquella mañana, antes de que el dichoso despertador los interrumpiera.

La tensión pareció comenzar a disiparse del cuerpo de Jo, y el deseo reemplazó la expresión dubitativa en su rostro.

– Si tú estás dispuesto, yo también lo estoy – murmuró.

Y reafirmó su atrevida respuesta pasando la primera a la parte de atrás de la camioneta.

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