Capítulo 1

– Acabo de oír el boletín de noticias en la radio del coche.

Tiel McCoy no inició la conversación telefónica con palabras superfluas. Fue directa al grano en el instante en que Gully la saludó. No había necesidad de preámbulos. A decir verdad, seguramente él estaría esperando su llamada.

Pero se hizo el tonto de todos modos.

– ¿Eres tú, Tiel? ¿Qué tal las vacaciones?

Sus vacaciones habían empezado oficialmente aquella misma mañana, cuando abandonó Dallas y emprendió camino hacia el oeste por la Interestatal 20. Había conducido sin parar hasta Abilene, donde se había detenido para visitar a su tío, que llevaba cinco años instalado allí, en una residencia. Recordaba al tío Pete como un hombre alto y robusto, con un irreverente sentido del humor, capaz de zamparse un costillar entero asado a la barbacoa y de lanzar una pelota de softball más allá de los límites del parque.

Aquel día, sin embargo, había compartido con él una comida compuesta por palitos de pescado apelmazados y guisantes de lata, y luego un episodio de la telenovela Guiding Light. Le había preguntado si podía hacer alguna cosa por él aprovechando su visita, como escribirle una carta o ir a comprarle una revista. Él le había sonreído con tristeza, le había dado las gracias por ir a verlo y luego había llamado a una auxiliar, quien lo había acomodado en la cama como a un niño para que pudiese echarse su siesta.

En el exterior de la residencia, Tiel había respirado agradecida una buena bocanada de aquel aire abrasador y arenoso del oeste de Texas con la esperanza de erradicar el olor a vejez y resignación que impregnaba el centro. Se sentía aliviada por dejar atrás las obligaciones familiares, aunque culpable de sentirse así. Con un acto de fuerza de voluntad, se sacudió de encima la frustración y se recordó que estaba de vacaciones.

Oficialmente, el verano no había llegado todavía y hacía un calor poco habitual para el mes de mayo. En la residencia no había encontrado ningún lugar a la sombra donde aparcar y el interior del coche estaba tan caliente que podría incluso haber horneado galletas en el salpicadero. Puso el aire acondicionado a tope y buscó una emisora de radio donde sonara otra cosa que no fueran Garth, George y Willie.

– Voy a pasármelo estupendamente. Este tiempo fuera me irá muy bien. Me sentiré mucho mejor después de esto.

Repetía este diálogo interno como un catecismo, intentando convencerse de la verdad de todo ello. Había abordado las vacaciones como el equivalente a tomarse un laxante con mal sabor.

Las oleadas de calor hacían que la autopista pareciera ondularse y el movimiento resultaba hipnótico. La conducción se hizo automática. Su cabeza empezó a divagar. La radio emitía un ruido de fondo del que Tiel apenas era consciente.

Pero al escuchar el boletín informativo notó como si el asiento empezara a pincharle. Todo se aceleró de repente: el coche, las pulsaciones de Tiel, su cabeza.

Palpó a tientas el interior de su gran bolso de piel hasta dar con el teléfono móvil y marcó el número directo de Gully. Declinando de nuevo cualquier conversación innecesaria, le dijo:

– Dame detalles.

– ¿Qué dicen en la radio?

– Que un estudiante de secundaria de Fort Worth ha secuestrado a la hija de Russell Dendy esta mañana a primera hora.

– Ese es el quid de la cuestión -confirmó Gully.

– El quid, sí, pero quiero detalles.

– Estás de vacaciones, Tiel.

– Se acabaron. Voy a dar la vuelta en la siguiente salida. -Consultó el reloj del salpicadero-. Estaré en la emisora hacia las…

– Espera un momento. ¿Dónde estás, exactamente?

– A unos ochenta kilómetros al oeste de Abilene.

– Hmm.

– ¿Qué, Gully?

Le sudaban las manos. Empezaba a experimentar aquel conocido cosquilleo en el estómago que sólo notaba cuando seguía la pista de una historia muy interesante. Aquel subidón de adrenalina tan único que no daba pie a confusiones.

– Vas de camino a Angel Fire, ¿no?

– Eso es.

– La región noreste de Nuevo México… Sí, ahí está. -Debía de estar consultando un mapa de carreteras mientras hablaba-. Pero no importa. No pienses más en este caso, Tiel. Te apartaría de tu camino.

Estaba poniéndole el cebo, y ella sabía que se lo estaba poniendo, aunque en esas circunstancias no le importaba que lo hiciera. Quería una parte del pastel. El secuestro de la hija de Russell Dendy era una gran noticia, y prometía convertirse en una noticia mayor aun antes de que terminara.

– No me importa desviarme. Dime dónde tengo que ir.

– Bien -dijo, andándose con rodeos-, pero sólo si estás segura.

– Estoy segura.

– De acuerdo, entonces. No muy lejos de donde estás encontrarás una salida hacia la autopista dos-cero-ocho. Coge en dirección sur hacia San Angelo. Cuando llegues a la zona sur de San Angelo, vas a cruzarte con…

– Gully, ¿cuántos kilómetros me alejaré de mi camino dando este rodeo?

– Creí que no te importaba.

– Y no me importa. Simplemente me gustaría saberlo. Una aproximación.

– A ver, veamos. Más o menos… unos quinientos kilómetros.

– ¿Desde Angel Fire? -preguntó con un hilo de voz.

– Desde donde estás ahora. Sin contar el resto de camino hasta Angel Fire.

– ¿Quinientos kilómetros ida y vuelta?

– Sólo ida.

Soltó un prolongado suspiro, aunque tomó las medidas necesarias para que él no lo oyera.

– Has dicho la autopista dos-cero-ocho dirección sur hasta San Angelo, y luego ¿qué?

Sujetaba el volante con la rodilla, el teléfono con la mano izquierda y tomaba notas con la derecha. Había puesto el coche en control de velocidad automático, pero su cerebro iba a toda máquina. Sus jugos periodísticos bombeaban más rápido incluso que los pistones del motor. Las imágenes de agradables y largas veladas en un porche, sentada en una mecedora, se transformaron en cuñas radiofónicas y entrevistas.

Pero estaba anticipándose. Le faltaban los hechos más relevantes. Cuando se los solicitó, Gully, maldita sea, siguió mostrándose terco.

– Ahora no, Tiel. Estoy más ocupado que un empapelador manco, y tú tienes muchos kilómetros que hacer. Cuando llegues a donde tienes que ir, tendré mucha más información.

Frustrada y tremendamente molesta con él por ser tan tacaño con los detalles, le preguntó:

– ¿Y cómo dices que se llama la ciudad?

– Hera.


Las autopistas eran rectas como una flecha, flanqueadas a ambos lados por interminables praderas con algún que otro rebaño pastando hierba mantenida con riego artificial. Las siluetas de los pozos petrolíferos se perfilaban contra un horizonte sin nubes. De vez en cuando, se le cruzaban matojos de hierbas secas en la carretera. Una vez pasado San Angelo, apenas vio más vehículos.

«Es curioso -pensó- cómo resultan a veces las cosas».

Normalmente se habría desplazado a Nuevo México en avión. Pero unos días atrás había decidido ir a Angel Fire en coche, no sólo porque así podría visitar al tío Pete de camino, sino también para ir adoptando una mentalidad de vacaciones. El largo viaje le daría tiempo de desconectar, de olvidarse de los problemas de trabajo, de iniciar el periodo de descanso y relajación antes de llegar al lugar elegido en la montaña, de modo que, cuando pusiera el pie allí, se sentiría de vacaciones.

En casa, en Dallas, se movía a la velocidad de la luz, siempre con prisas, siempre trabajando para cumplir los plazos de entrega. Aquella mañana, una vez superado el límite occidental de Fort Worth y después de haber dejado atrás el caos urbano, cuando las vacaciones se convirtieron en una realidad, había empezado a anticipar los días idílicos que tenía ante ella. Había soñado despierta en riachuelos cantarines y transparentes, caminatas por senderos flanqueados por álamos, aire fresco y limpio, e interminables mañanas perezosas junto a una taza de café y una buena novela.

No habría ninguna agenda que seguir, nada sino horas ociosas, una virtud en sí misma. A Tiel McCoy no le daba vergüenza alguna aburrirse. Ya había retrasado tres veces sus vacaciones.

– O los gastas o los pierdes -le había dicho Gully en referencia a los días de vacaciones acumulados.

Le había soltado un sermón sobre lo mucho que mejoraría su rendimiento y su disposición si se tomaba un descanso. Y eso se lo decía un hombre que en los últimos cuarenta y pico años no había disfrutado más que de unos pocos días de vacaciones…, contando la semana obligatoria para la extirpación quirúrgica de la vesícula biliar.

Cuando ella se lo recordó, él la miró con el ceño fruncido.

– Precisamente. ¿Quieres acabar siendo una antigualla fea, arrugada y patética como yo? -Entonces sí que dio en el clavo-. Que te tomes unas vacaciones no significa poner en peligro tus oportunidades. Cuando regreses, tendrás todavía todo tu trabajo esperándote.

Al instante dedujo lo que había detrás de sus astutos comentarios. Ofendida porque había dado en el blanco del verdadero motivo de su negativa a abandonar el puesto de trabajo en cualquier momento, había consentido a regañadientes marcharse una semana. Había hecho las reservas, preparado el viaje. Pero todos los programas incluyen un pequeño punto de flexibilidad.

Si alguna cosa exigía flexibilidad, era el presunto secuestro de la hija de Russell Dendy.


Tiel sujetaba con cuidado entre el pulgar y el índice el pegajoso auricular del teléfono público, sin ganas de tocar la superficie más de lo necesario.

– Muy bien, Gully. Ya estoy aquí. Bueno, cerca, al menos. De hecho, me he perdido.

Gully soltó una sonora carcajada.

– ¿Demasiado excitada como para concentrarte en las indicaciones?

– Oye, ni que me hubiera pasado una próspera metrópoli. Tú mismo lo dijiste, ese lugar casi ni aparece en los mapas.

Su sentido del humor había ido desapareciendo a medida que perdía sensibilidad en el trasero. Hacía horas que se le habían dormido las posaderas de tanto estar sentada. Desde que había hablado con él se había detenido una única vez y sólo por extrema necesidad. Tenía hambre, sed, estaba cansada, malhumorada, dolorida y adormilada, pues había recorrido una buena parte del viaje con el sol de cara. El aire acondicionado del coche había empezado a concentrar vapor de agua de tanto utilizarlo. Una ducha sería como una bendición.

Gully no mejoró en absoluto su humor cuando le preguntó:

– ¿Cómo te las has arreglado para perderte?

– He perdido el sentido de la orientación después de que el sol empezara a ponerse. El paisaje es igual por donde quiera que mires. Y más incluso con el anochecer. Estoy llamándote desde un pequeño supermercado en una ciudad con ochocientos veintitrés habitantes, según reza un cartel en la entrada, y creo que la cámara de comercio falsificó la cifra en su favor. Es el único edificio con luz en kilómetros a la redonda. La ciudad se llama Rojo algo.

– Flats. Rojo Flats.

Naturalmente, Gully conocía el nombre completo de aquel oscuro villorrio. Seguramente sabía también el nombre del alcalde. Gully lo sabía todo. Era una enciclopedia andante. Recopilaba información igual que los responsables de las fraternidades recopilaban los números de teléfono de los alumnos.

La emisora de televisión donde trabajaba Tiel tenía un director de informativos, pero el tipo que ostentaba el cargo dirigía el negocio desde un despacho alfombrado y era más contable y administrador que un jefe con ejercicio práctico.

El hombre de las trincheras, el que trataba directamente con los reporteros, redactores, fotógrafos y editores, el que coordinaba agendas y escuchaba las historias lacrimógenas y pegaba broncas cuando tocaba pegar broncas, el que en realidad dirigía el departamento de informativos, era el jefe de redacción, Gully.

Llevaba en la emisora desde los inicios, a principios de la década de los cincuenta, y había dejado dicho que sólo lo sacarían de allí arrastrándolo con los pies por delante. Moriría antes que jubilarse. Trabajaba una jornada de dieciséis horas y cuando no lo hacía estaba de mal humor. Poseía un vocabulario de lo más pintoresco e innumerables analogías, un extenso repertorio de historias sobre los viejos tiempos en las ondas y, aparentemente, carecía de vida fuera de la sala de redacción. Su nombre de pila era Yarborough, algo que sólo sabían contadas personas. Todos los demás le conocían estrictamente como Gully.

– ¿Piensas darme este misterioso trabajo o no?

No tenía ninguna prisa.

– ¿Y qué ha pasado con tus planes de vacaciones?

– Nada. Sigo de vacaciones.

– Ya.

– ¡De verdad! No he cancelado mi semana libre. Simplemente estoy retrasando su inicio, eso es todo.

– ¿Y qué dirá ese nuevo novio?

– Ya te lo he dicho mil veces, no hay ningún novio.

Gully soltó una de aquellas risas imperturbables de fumador empedernido que servía para comunicar que sabía que mentía, y que ella sabía que lo sabía.

– ¿Llevas encima la libreta? -le preguntó de repente.

– Sí, claro.

Los gérmenes que pudiera haber pululando por el teléfono debían de haberla asaltado ya. Resignada, afianzó el auricular en el hombro y lo sostuvo allí con la mejilla mientras extraía del bolso un cuaderno y un bolígrafo y los instalaba en la estrecha repisa de metal situada bajo el teléfono de pared.

– Dispara.

– El chico se llama Ronald Davison -empezó Gully.

– Esa parte ya la he escuchado en la radio.

– Le conocen por Ronnie. Está en el último año, igual que la Dendy. No se graduará con matrícula, pero es un chico de notables. Hasta hoy nunca se había metido en problemas. Después de las clases de primera hora de la mañana, ha salido zumbando del aparcamiento de estudiantes a bordo de su furgoneta Toyota, llevándose a Sabra Dendy a punta de pistola.

– La hija de Russ Dendy.

– Su única hija.

– ¿Está el FBI en el tema?

– El FBI. Los Texas Rangers. Cualquier cosa. Todo sirve mientras lleven una placa. La repetición de lo de Waco. Todo el mundo reclama la jurisdicción y quiere entrar en acción.

Tiel necesitó un momento para captar todo el alcance de la historia. El pequeño pasillo donde estaba situado el teléfono público conducía a los servicios. En una de las puertas había un dibujo de color azul que representaba a una vaquera vestida con falda de flecos. En la otra, como cabía esperar, la silueta de un vaquero con zahones y su correspondiente sombrero, haciendo girar un lazo por encima de la cabeza.

Tiel miró por el pasillo y vio que entraba en la tienda un hombre de verdad. Alto, delgado, con el sombrero Stetson calado hasta las cejas. Saludó con un movimiento de cabeza a la cajera del establecimiento cuyo cabello, encrespado por un exceso de permanentes, llevaba teñido de un tono ocre muy poco favorecedor.

Más cerca de donde Tiel se encontraba había una pareja mayor mirando souvenirs, sin prisas por volver a subir a su furgoneta Winnebago. O, al menos, Tiel supuso que la Winnebago aparcada junto al surtidor de gasolina era suya. La mujer estaba leyendo los ingredientes de un bote de una de las estanterías a través de sus gafas bifocales. Tiel la oyó exclamar:

¿Mermelada de pimientos jalapeños? Por Dios.

La pareja se desplazó entonces hacia donde estaba Tiel, rumbo hacia sus respectivos lavabos.

– No te entretengas, Gladys -dijo el hombre. Apenas tenía vello en las piernas, blancas y ridículamente delgadas, con aquellos holgadísimos pantalones cortos color caqui y zapatillas deportivas de suela gruesa.

– Tú encárgate de tus asuntos y yo me encargaré de los míos -le replicó ella con elegancia. Al pasar junto a Tiel le lanzó un guiño como queriéndole decir «los hombres se creen muy listos, pero nosotras lo somos más». En otro momento, aquella anciana pareja le habría parecido a Tiel encantadora y simpática. Pero ahora estaba ocupada leyendo a conciencia las notas que había tomado de Gully, casi palabra por palabra.

– Has dicho que se la ha llevado «a punta de pistola». Una elección de palabras muy especial, Gully.

– ¿Puedes guardarme un secreto? -Bajó la voz de forma significativa-. Porque voy a quedar retratado si esto sale a la luz antes de nuestro siguiente boletín. Tenemos la noticia antes que cualquier otra emisora o periódico del estado.

A Tiel empezaba a picarle el cuero cabelludo, lo que solía ocurrirle cuando era consciente de que estaba escuchando algo que ningún otro periodista sabía aún, cuando descubría el elemento que distinguiría su reportaje de todos los demás, cuando su exclusiva tenía el potencial de proporcionarle un premio periodístico o los elogios de sus colegas. O de garantizarle el lugar más privilegiado en el noticiario Nine Live.

– ¿A quién iba yo a contárselo, Gully? Estoy compartiendo espacio con un vaquero recién salido de la pradera que está comprando una caja de seis cervezas Bud, una abuela insolente y su marido que no son de la zona…, lo que adivino por su acento. Y dos mexicanos que no hablan inglés.

La pareja estaba ya en la tienda cuando ella entró. Los había oído hablar entre sí en español mientras calentaban un paquete de burritos en el microondas.

– Linda… -dijo Gully.

– ¿Linda? ¿Le has dado la noticia a ella?

– Tú estás de vacaciones, ¿lo recuerdas?

– ¡Unas vacaciones que me recomendaste tomar! -exclamó Tiel.

Linda Harper era otra periodista, una periodista condenadamente buena y la rival no declarada de Tiel. Le dolía que Gully hubiese asignado a Linda una historia tan estupenda que, por derecho propio, debería pertenecerle a ella. Al menos, así lo veía.

– ¿Quieres oír esto o no? -le preguntó con un tono avinagrado.

– Adelante.

El hombre mayor salió del lavabo de caballeros. Avanzó hasta el final del pasillo, donde se detuvo para esperar a su esposa. Para matar el tiempo, extrajo una videocámara de una bolsa de nailon con el logotipo de una compañía aérea y se puso a revisarla.

– Esta tarde -dijo Gully-, Linda ha entrevistado a la mejor amiga de Sabra Dendy. Y ahora, agárrate. La Dendy está embarazada de Ronnie Davison. De ocho meses. Han estado escondiéndolo.

– ¡Bromeas! ¿Y los Dendy no lo sabían?

– Según la amiga, nadie lo sabía. Es decir, hasta la pasada noche. Los chicos comunicaron la noticia a los padres, y Russ Dendy se puso hecho una fiera.

La cabeza de Tiel iba por delante, rellenando huecos.

– De modo que no se trata de un secuestro. Sino de una versión contemporánea de Romeo y Julieta.

– No he dicho eso.

– ¿Pero…?

– Pero ésa sería mi primera conjetura. Un punto de vista que comparte la mejor amiga y confidente de Sabra Dendy. Afirma que Ronnie Davison está loco por Sabra y que no le tocaría ni un pelo. Ha dicho que Russell Dendy lleva más de un año oponiéndose al romance. Nadie es lo suficientemente bueno para su hija, son demasiado jóvenes para saber lo que quieren, la universidad es obligatoria, etcétera. Supongo que te haces una idea de la situación.

– Sí.

Y lo peor era que Tiel McCoy no estaba en ella y Linda Harper sí. ¡Maldita sea! Elegir justo ese momento para ir de vacaciones.

– Regreso esta noche, Gully.

– No.

– Creo que me has hecho perder el tiempo por aquí para que me resulte imposible regresar.

– No es verdad.

– ¿A qué distancia estoy de El Paso?

– ¿El Paso? ¿Quién ha mencionado El Paso?

– O San Antonio. Lo que quede más cerca. Podría llegar allí en coche esta noche y pillar un vuelo de Southwest por la mañana. ¿Tienes los horarios a mano? ¿A qué hora sale el primer vuelo para Dallas?

– Escúchame, Tiel. Lo tenemos cubierto. Bob está trabajando en la puesta en marcha de la búsqueda de los fugitivos. Linda está con los amigos, los maestros y las familias de los chicos. A Steve lo tengo prácticamente instalado en la mansión de los Dendy, de modo que estará allí por si reciben alguna llamada pidiendo un rescate, lo que no creo que ocurra. Y, de todos modos, estos chicos aparecerán seguramente antes de que tú puedas regresar a Dallas.

– ¿Y entonces qué hago yo aquí en medio de esta condenada nada?

El anciano le lanzó una mirada de curiosidad por encima del hombro.

– Escucha -dijo Gully entre dientes-. ¿Te acuerdas de la amiga? Sabra le mencionó hace unas semanas que cabía la posibilidad de que ella y Ronnie huyeran a México.

Apaciguada por el hecho de que estaba más cerca de la frontera mexicana que de Dallas, Tiel preguntó:

– ¿A qué parte de México?

– No lo sabía. O no quiso decirlo. Linda tuvo que retorcerle el brazo para sacarle eso. No quería traicionar la confianza de Sabra. Pero lo que sí dijo es que el padre de Ronnie -su verdadero padre; su madre se volvió a casar- les apoya en su complicada situación. Hace un tiempo les ofreció su ayuda en caso de que la necesitaran. Y te digo que te sentirás muy mal por haberme gritado cuando te explique dónde cuelga el padre cada día su sombrero.

– ¿En Hera?

– ¿Satisfecha?

Debería haberse disculpado, pero no lo hizo. Gully la comprendió.

– ¿Quién más sabe esto?

– Nadie. Pero lo sabrán. Tenemos a nuestro favor que Hera es una ciudad a la que casi sólo se llega a caballo, que no está en ninguna ruta importante.

– Cuéntame más -murmuró ella.

– En cuanto corra la voz, todo el mundo tardará un poco en llegar allí, incluso en helicóptero. Definitivamente, tienes ventaja.

– ¡Gully, te quiero! -dijo, excitada-. Dime cómo puedo ir hasta allí.

La mujer mayor salió entonces del baño de señoras y se reunió con su marido. Le regañó por toquetear la videocámara y le ordenó que la guardara de nuevo en la bolsa antes de que la rompiera.

– Como si tú fueras una experta en videocámaras -le replicó el hombre.

– Al menos he dedicado tiempo a leer el libro de instrucciones. Y tú no.

Tiel se tapó el oído con la mano para oír mejor a Gully.

– ¿Cómo se llama el padre? Davison, me imagino.

– Tengo dirección y teléfono.

Tiel anotó la información con la misma rapidez con la que él la soltó.

– ¿Tengo cita con él?

– Estoy trabajando en ello. A lo mejor no accede a ponerse ante las cámaras.

– Conseguiré que acceda -dijo ella con confianza.

– Te mando un helicóptero con un fotógrafo.

– Mándame a Kip, si está disponible.

– Podéis encontraros en Hera. Puedes hacer la entrevista mañana, tan pronto como esté arreglado lo de Davison. Y luego, sigues con tu feliz viaje.

– A menos que allí continúe la historia.

– Eso es. Esa es la condición, Tiel. -Se lo imaginó sacudiendo la cabeza con terquedad-. Haces esta parte y luego te largas a Angel Fire. Y punto. Fin de la discusión.

– Lo que tú digas. -No le costaba nada acceder ahora y luego, si los acontecimientos lo justificaban, ya discutirían sobre el tema.

– Está bien, veamos. Sales de Rojo Flats… -Debía de tener el mapa en la mesa, pues en cuestión de segundos empezó a darle instrucciones sobre cómo llegar-. No deberías tardar mucho en llegar. No tendrás sueño, ¿verdad?

Nunca estaba más despierta que cuando iba detrás de una historia. Su problema era más bien al contrario, desconectar y dormir.

– Me compraré algo con cafeína para el camino.

– Contacta conmigo en cuanto llegues. Te he reservado una habitación en el motel…, sólo hay uno. No tiene pérdida. Me han dicho que está junto al semáforo intermitente, el único que hay. Te esperarán despiertos para entregarte la llave de la habitación. -Cambió de tema y preguntó-: ¿Crees que se cabreará tu nuevo novio?

– Por última vez, Gully, no hay ningún nuevo novio.

Colgó y efectuó otra llamada… a su nuevo novio.

Joseph Marcus estaba tan enganchado al trabajo como ella. Tenía programado tomar un avión a primera hora del día siguiente, de modo que se imaginó que estaría trabajando en su despacho hasta tarde, poniéndolo todo en orden antes de ausentarse varios días. Tenía razón. Cogió el teléfono del despacho al segundo tono.

– ¿Te pagan las horas extras? -le preguntó, bromeando.

– ¿Tiel? Hola. Me alegro de oírte.

– Es muy tarde. Temía que no respondieras.

– Un acto reflejo. ¿Dónde estás?

– En medio de la nada.

– ¿Va todo bien? ¿Has tenido algún problema con el coche o algo por el estilo?

– No, todo marcha estupendamente. Te llamaba por un par de cosas. Primero, porque te echo de menos.

Era la estrategia a seguir. Dejar claro que el viaje seguía en pie. Dejar claro que se trataba de un retraso, no de una cancelación. Asegurarle que todo era maravilloso, luego informarle del pequeño cambio en sus planes de escapada romántica.

– Si me viste anoche.

– Pero muy poco tiempo, y ha sido un día muy largo. En segundo lugar, llamaba para recordarte que pongas un bañador en la maleta. La sauna de los apartamentos es pública.

Después de una pausa, le dijo él:

– De hecho, Tiel, te agradezco que llames. Necesitaba hablar contigo.

Algo en ese tono de voz impidió a Tiel seguir diciendo tonterías. Dejó de hablar y esperó a que fuese él quien llenase el silencio que se prolongaba entre los dos.

– Podría haberte llamado hoy al móvil, pero no es el tipo de cosas que… El hecho es que… Y estoy fatal por esto. No te imaginas cuánto lo siento.

Tiel estaba con la mirada clavada en las innumerables perforaciones del metal que rodeaba el teléfono.

Permaneció tanto rato mirándolas fijamente que los agujeritos empezaron a juntarse. Absorta, se preguntó para qué servirían.

– Me temo que no puedo escaparme mañana.

Ella había estado conteniendo la respiración. Y soltó el aire, liberada. Aquel cambio de planes le aliviaba la culpabilidad que sentía por tener que ser ella quien los cambiara.

Sin embargo, antes de que pudiera hablar, prosiguió él:

– Sé las ganas que tenías de hacer este viaje. Igual que yo -se apresuró a añadir.

– Permíteme que te lo ponga más fácil, Joseph. -Tímidamente, se confesó-: La verdad es que llamaba para decirte que necesito un par de días antes de llegar a Angel Fire. De modo que no pasa nada si lo retrasamos un poco. ¿Crees que podríamos reunimos, pongamos… el martes en lugar de mañana?

– No entiendes lo que pretendo decirte, Tiel. No podemos reunimos.

Los agujeritos volvieron a juntarse.

– ¡Oh! Ya veo. ¡Qué desilusión! Bueno…

– La situación es muy tensa. Mi esposa encontró el billete de avión y…

– ¿Perdón?

– He dicho que mi esposa encontró…

– ¿Estás casado?

– Bueno…, sí. Pensé que lo sabías.

– No. -Notaba los músculos de la cara rígidos e inflexibles-. No habías mencionado la existencia de la señora Marcus.

– Porque mi matrimonio no tiene nada que ver contigo, con nosotros. Hace mucho tiempo que no es un matrimonio de verdad. En cuanto te explique mi situación en casa, lo comprenderás.

– Estás casado. -Esta vez era una afirmación, no una pregunta.

– Tiel, escucha…

– No, no, no pienso escuchar, Joseph. Lo que voy a hacer es colgarte, hijo de puta.

Se aferró al auricular que diez minutos antes había sido tan reacia a tocar, y siguió así incluso después de devolverlo a su sitio. Se apoyó en el teléfono, su frente presionaba con fuerza el metal perforado mientras sus manos sujetaban el grasiento auricular.

Casado. Parecía demasiado bueno para ser verdad, y lo era. El guapo, encantador, simpático, ingenioso, atlético, exitoso y económicamente seguro Joseph Marcus estaba casado. De no ser por un billete de avión, habría tenido un romance con un hombre casado.

Reprimió las náuseas y dedicó un momento más a recuperarse. Más tarde mimaría su ego herido, se recriminaría ser tan ingenua y lo maldeciría hasta no poder más. Pero en aquel momento tenía trabajo que hacer.

La revelación de Joseph la había dejado tambaleándose de incredulidad. Estaba inmensamente furiosa. Se sentía terriblemente herida, pero lo que por encima de todo la incomodaba era su candidez. Razón de más para no permitir que aquel hijo de puta influyera en su rendimiento profesional.

El trabajo era su panacea, su apoyo vital. Si estaba feliz, trabajaba. Si estaba triste, trabajaba. Si estaba enferma, trabajaba. El trabajo era la cura de todas sus enfermedades. El trabajo era el remedio para todo…, incluso para una congoja tan profunda que la hacía sentirse como si estuviese a punto de morir.

Lo sabía perfectamente.

Recuperó su orgullo, junto con las notas sobre la historia de Dendy y las instrucciones que Gully le había dado para llegar a Hera, Texas, y se obligó a ponerse en marcha.

En comparación con la penumbra del pasillo, la iluminación con fluorescentes del supermercado resultaba desmesuradamente brillante. El vaquero se había ido. La pareja de ancianos estaba hojeando las revistas. Los dos hombres de habla hispana comían sus burritos y conversaban entre sí en voz baja.

Tiel intuyó sus miradas abrasadoras al pasar por su lado de camino a las neveras. Uno le dijo algo al otro que le llevó a reírse con disimulo. Era fácil imaginar la naturaleza del comentario. Afortunadamente, su español estaba muy oxidado.

Abrió la puerta de la nevera y seleccionó para el camino un paquete de seis refrescos de cola de alto voltaje. De uno de los estantes con tentempiés eligió una bolsa de pipas de girasol. En la universidad había descubierto que abrir las pipas saladas para extraer de ellas la semilla era un ejercicio manual que la ayudaba a mantenerse despierta mientras estudiaba. Esperaba que el remedio surtiera también efecto mientras conducía aquella noche.

Se debatió entre comprar o no una bolsa de caramelos recubiertos de chocolate. El mero hecho de que el asqueroso hombre con el que llevaba semanas saliendo resultara estar casado no significaba que pudiera utilizarlo como excusa para darse un atracón. Por otro lado, si alguna vez había merecido permitirse un capricho…

La cámara de seguridad situada en la esquina del techo explotó en mil pedazos de vidrio y metal.

Por instinto, Tiel dio un salto hacia atrás para protegerse de aquel ruido ensordecedor. Pero la cámara no había explotado sola. Acababa de entrar un joven y le había disparado con una pistola. El pistolero apuntó a continuación hacia la cajera, que lanzó un grito agudo antes de que el sonido pareciera congelarse en su garganta.

– Esto es un atraco -dijo en un tono melodramático, y en cierto sentido innecesario, ya que estaba claro que lo era.

Y a la joven que lo acompañaba, le dijo:

– Sabra, vigila a los demás. Avísame si alguien se mueve.

– De acuerdo, Ronnie.

«Tal vez muera -pensó Tiel-. Pero al menos tendré mi historia».

Y no tendría que desplazarse hasta Hera para conseguirla. Le había llegado sola.

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