Mientras esperaban la llegada del médico que se les había prometido, Doc encontró entre las existencias de la tienda unas tijeras y un par de cordones de zapatos. Los puso a hervir en un recipiente que se utilizaba normalmente para hervir el agua que luego se mezclaba con las bebidas calientes instantáneas. Cogió también de las estanterías compresas, esparadrapo y un paquete de bolsas de basura.
Le preguntó a Donna si tenían aspiradores. Viendo que ella le miraba sin comprender nada, le explicó:
– Es como una jeringa con un émbolo de caucho. Sirve para limpiar la mucosidad de la garganta y la nariz de los bebés.
La mujer se rascó el codo.
– De eso no tenemos.
Ronnie se puso nervioso cuando Doc cogió el recipiente con el agua hirviendo. Le ordenó que dejara que fuese Gladys quien vertiera el agua, a lo que la anciana accedió satisfecha.
Después de aquella actividad, la espera se hizo interminable. Todos los que estaban en el establecimiento se daban cuenta de que cada vez iban llegando más vehículos. La distancia entre los surtidores de gasolina y la entrada de la tienda parecía una zona desmilitarizada; seguía despejada. Pero la zona comprendida entre los surtidores y la carretera estaba ocupada por completo por vehículos oficiales y de urgencias. Cuando ese espacio quedó lleno, empezaron a aparcar en la cuneta de la carretera, llenando ambos lados de la vía estatal. No habían llegado corriendo, pero la ausencia de luces y sirenas hacía su presencia aún más inquietante.
Tiel se preguntó si en la parte trasera del edificio se viviría también tanta actividad como enfrente. Era evidente que la posibilidad se le había pasado por la cabeza también a Ronnie, pues acababa de preguntarle a Donna por la existencia de una puerta trasera.
Y ella le respondió:
– ¿Ves el pasillo que conduce a los servicios? ¿Ves esa puerta? Detrás está el almacén. También la nevera donde me encerraron aquellos locos.
– He preguntado por una puerta trasera.
– Está cerrada a cal y canto desde el interior. Tiene una barra que la cruza y las bisagras están también por dentro. Pesa tanto que apenas si puedo abrirla cuando me traen entregas.
Si Donna decía la verdad, nadie cruzaría aquella puerta trasera sin hacer ruido. Ronnie se enteraría con tiempo suficiente de cualquier intentona.
– ¿Y los lavabos? -quiso saber entonces-. ¿Hay alguna ventana?
Ella negó con la cabeza.
– Es verdad -gorjeó Gladys-. He estado en el de señoras. Y si quieres conocer mi opinión, creo que un poco de ventilación no le iría mal.
Dejando de lado esas preocupaciones, Ronnie pasó entonces a repartir su atención entre Sabra, sus rehenes y el movimiento en el exterior, que iba en aumento, lo cual era más que suficiente para mantenerlo ocupado. Tiel se disculpó por abandonar el lado de Sabra y le preguntó a Ronnie si podía ir a por su bolso.
– Tengo las lentes de contacto secas. Necesito la solución hidratante.
El chico miró de reojo el bolso que estaba sobre el mostrador. Tiel lo había dejado allí después de extraer de él el producto para lavarse las manos que le había pedido Doc. Parecía estar reflexionando sobre la conveniencia de darle permiso cuando ella dijo:
– No tardaré ni un segundo. No puedo alejarme mucho tiempo de Sabra. Le gusta tener a otra mujer a su lado.
– Está bien. Pero la vigilo. No se crea que no lo hago.
La valentía del joven estaba seriamente afectada. Estaba asustado y agotado, pero seguía con el dedo pegado al gatillo de la pistola. Tiel no quería ser la responsable de forzar la situación al límite.
Se acercó hasta el mostrador para que Ronnie pudiera verla cómo buscaba en el bolso el frasquito de la solución. Lo destapó e inclinó la cabeza hacia atrás para echarse unas gotas.
– Maldita sea -maldijo en voz baja, llevándose un dedo al ojo. Se retiró entonces las lentillas, hurgó en el bolso en busca de otro frasco de líquido y empezó a limpiar las lentes de contacto con la pequeña cantidad de solución que había depositado en la palma de la mano.
Sin volverse a mirar a Gladys y Vern, se dirigió a ellos con un susurro.
– ¿Hay cinta dentro de la cámara?
Vern, bendito sea, estaba examinando una piel muerta en un dedo de la mano izquierda y tenía un aspecto tan conspirador como el que podría tener un monaguillo.
– Sí, señora.
– Y baterías cargadas -añadió Gladys, como si estuviese enrollando a la altura del tobillo su calcetín de deporte. Lo miró bien y entonces, después de decidir que le gustaba más tal y como estaba antes, volvió a desenrollarlo. Está todo preparado para ponerla en marcha. Prepárese. Tenemos a punto un plan para distraerle.
– Espere…
Antes de que Tiel pudiese terminar la frase, Vern se arrancó a toser. Gladys se levantó de un salto, dejó su bolsa sobre el mostrador al alcance de Tiel y empezó a darle golpes a su esposo en la espalda.
– ¡Oh!, Señor. Vern, que no te dé uno de esos ataques de ahogo. Mira que atragantarte ahora con tu propia saliva. ¡Por el amor de Dios!
Tiel echó un vistazo a su contacto y vio dónde había quedado la bolsa. Entonces, mientras todo el mundo, incluyendo a Ronnie, observaba al anciano respirando con dificultad y boqueando en un esfuerzo por recuperar el ritmo de su respiración y cómo Gladys lo sacudía como si de una alfombra se tratara, hurgó en la bolsa en busca de la cámara.
Conocía lo bastante bien las videocámaras caseras como para saber dónde estaba el interruptor de encendido. Lo activó y pulsó la tecla de grabación. La depositó entonces en la estantería, encajada entre cartones de tabaco y rezando para que pasase desapercibida. No albergaba grandes esperanzas sobre la calidad de la película, pero pensó que los vídeos de aficionados habían sido de un valor incalculable en el pasado, incluyendo la película de ocho milímetros del asesinato de JFK y el perturbador vídeo de la paliza de Rodney King en Los Angeles.
La tos de Vern fue menguando. Gladys pidió permiso a Ronnie para ir a buscarle una botella de agua.
Tiel guardó en el bolso el líquido limpiador de las lentes de contacto y la solución hidratante y a punto estaba de retirar la mano cuando vio de refilón, en el interior del bolso, su grabadora. A veces, en las entrevistas, utilizaba la minúscula grabadora para complementar la grabación del vídeo. Así, después, si quería escuchar la entrevista para redactar el guión, no tenía que buscar una sala de edición donde poder visionar el vídeo. Podía escucharla de nuevo en la pequeña grabadora.
No la había llevado consigo intencionadamente. Era una herramienta de trabajo, no un objeto de vacaciones. Pero allí estaba, escondida en el fondo del bolso, mirándola como un ídolo a la espera de ser desenterrado. Se la imaginó irradiando una brillante aura dorada.
Palpó el aparato grabador y lo deslizó en el bolsillo de sus pantalones justo en el momento en que Sabra lanzaba un grito agudo. Desesperado. Ronnie miró a su alrededor en busca de Tiel.
– Voy -le dijo.
Después de levantar el pulgar en dirección a los ancianos actores, corrió junto a Sabra.
Doc parecía preocupado.
– Los dolores no son tan frecuentes, pero cuando sufre uno es muy agudo. ¿Dónde demonios está ese médico? ¿Por qué tardan tanto?
Tiel secó la frente sudorosa de Sabra con unas gasas que había humedecido con agua fresca.
– ¿Resultará efectivo cuando esté aquí? ¿Qué será capaz de hacer en estas circunstancias?
– Esperemos que tenga cierta experiencia con partos de nalgas. O a lo mejor puede convencer a Ronnie y Sabra de que no hay más remedio que hacer una cesárea.
– Y si no fuera éste el caso…
– Pues muy mal -dijo apesadumbrado-. Para todos los implicados.
– ¿Se las apañará sin una jeringa de aspiración?
– Espero que el médico traiga una. Debería.
– ¿Y si no ha dilatado…?
– Cuento con que la naturaleza siga su curso. A lo mejor el bebé da la vuelta solo. Eso ocurre…
Tiel acarició la cabeza de la chica. Sabra parecía adormilada. No habían empezado aún las fases finales del parto y estaba agotada.
– Suerte que puede echar estas siestecitas.
– Su cuerpo sabe que más tarde necesitará de todas sus fuerzas.
– Me gustaría que no tuviese que sufrir.
– Sufrir es una putada, de acuerdo -dijo, casi para sus adentros-. El médico puede darle una inyección que le alivie el dolor. Algo que no perjudique al feto. Pero sólo hasta cierto punto. Cuanto más cerca esté el momento del parto, mayor riesgo supone la administración de fármacos.
– ¿Y la epidural? ¿No la administran en las fases finales del parto?
– Dudo que el médico intente un bloqueo en estas condiciones, a no ser que esté lo bastante seguro.
Después de un momento de reflexión, dijo Tiel:
– Creo que seguir por la vía natural es una locura. Supongo que pensar esto me convierte en una desgracia para la mujer en general.
– ¿Tiene hijos?
Cuando sus ojos conectaron con los de ella, notó como si acabaran de pincharla justo debajo del ombligo.
– ¡Oh!, no. -Bajó rápidamente la vista-. Sólo digo que si algún día los tengo, cuando los tenga, quiero fármacos con una F mayúscula.
– La entiendo perfectamente.
Y Tiel tuvo la impresión de que así era. Cuando volvió a mirarlo, él volvía a prestar atención a Sabra.
– ¿Tiene usted hijos, Doc?
– No.
– Antes hizo un comentario sobre las hijas que me llevó a pensar…
– No. -Rodeaba con la mano la muñeca de Sabra, el pulgar buscando el punto exacto para contar las pulsaciones-. Ojalá tuviese un manguito para conocer la tensión arterial. Y espero que traiga un fetoscopio.
– ¿Qué?
– Sirve para controlar el latido fetal. Hoy en día, los hospitales utilizan modernos aparatos de ultrasonidos. Pero con un fetoscopio nos apañaríamos.
– ¿De dónde ha sacado toda esta formación médica?
– Lo que de verdad me preocupa -dijo, desoyendo su pregunta- es si le practicará o no una episiotomía.
Tiel puso mala cara sólo de pensar en la incisión y en la delicada zona donde debía realizarse.
– ¿Cómo la haría?
– No será agradable, pero si no la practica, la chica podría rasgarse y eso sería más desagradable si cabe.
– Todo esto que dice no es nada bueno para mis nervios, Doc.
– Me imagino que todos hemos tenido días mejores para nuestros respectivos nervios. -Volvió a levantar la cabeza y la miró-. Por cierto, me alegro de que esté aquí.
La mirada era intensa, sus ojos tan atractivos como antes, pero esta vez ella no se amedrentó y no apartó la vista.
– No estoy haciendo nada constructivo.
– El simple hecho de estar con ella ya es mucho. Cuando le venga un dolor, anímela a no luchar contra él. La tensión de los músculos y del tejido que rodea el útero sólo sirve para aumentar las molestias. El útero está hecho para contraerse. Debería dejar que hiciese su trabajo.
– Eso es muy fácil de decir.
– Sí, es fácil de decir -admitió, con una débil sonrisa-. Respire con ella. Inspire profundamente por la nariz y suelte el aire por la boca.
– A mí también me irán bien esas respiraciones profundas.
– Lo está haciendo usted muy bien. Ella se siente a gusto con usted. Neutraliza su timidez.
– Antes admitió que le daba vergüenza estar con usted.
– Comprensible. Es muy joven.
– Ha dicho que no tiene usted aspecto de médico.
– No, me imagino que no.
– ¿Lo es usted?
– Soy ranchero.
– ¿Es entonces un vaquero de verdad?
– Crío caballos, tengo un rebaño de reses. Conduzco una furgoneta. Todo eso me convierte en un vaquero.
– Entonces, ¿cuándo aprendió…?
El sonido del teléfono interrumpió su conversación. Ronnie cogió el auricular.
– ¿Diga? Soy Ronnie Davison. ¿Dónde está el médico?
Hizo una pausa para escuchar. Tiel adivinó por su expresión que lo que estaba escuchando no le gustaba.
– ¿El FBI? ¿Cómo es posible? -Y entonces explotó: ¡Yo no la he secuestrado, señor Calloway! Era una fuga. Sí, señor, ella también es lo que más me preocupa. No. No. Se niega a ir a un hospital.
Escuchó durante más tiempo y luego miró de reojo a Sabra.
– De acuerdo. Si el teléfono alcanza. -Tirando al máximo del cable trasladó el teléfono hasta donde estaba Sabra-. El agente del FBI quiere hablar contigo.
Dijo Doc:
– Levantarse no le irá mal. De hecho, podría hacerle bien.
Él y Tiel sujetaron a Sabra y la ayudaron a incorporarse. Avanzó a pasitos lo suficiente como para coger el auricular que le tendía Ronnie.
– ¿Diga? No, señor. Lo que le ha dicho Ronnie es verdad. No pienso irme sin él. Ni siquiera para ir al hospital. ¡Debido a mi padre! Dijo que se llevaría a mi bebé, y siempre hace lo que dice. -Sorbió por la nariz para contener las lágrimas-. Por supuesto que vine voluntariamente con Ronnie. Yo… -Cogió aire y se agarró a la camisa de Doc.
Él la cogió en brazos y la condujo de nuevo hasta la improvisada cama, depositándola delicadamente en ella. Tiel se arrodilló a su lado y, tal y como Doc le había explicado, aconsejó a Sabra que se relajara, que no luchara contra la contracción y que respirara.
Ronnie seguía hablando ansioso por teléfono.
– Escuche bien, señor Calloway. Sabra no puede seguir hablando. Tiene una contracción. ¿Dónde está el médico que se nos prometió? -Miró a través de la luna del escaparate. Sí, ya lo veo. Por supuesto que le dejaré entrar.
Colgó el auricular de un golpe y dejó de nuevo el teléfono en el mostrador. Se dirigió entonces hacia la puerta pero, dándose cuenta de lo expuesto que quedaría de ese modo a los posibles francotiradores, volvió a esconderse detrás del expositor de aperitivos.
– Cajera, no abra hasta que esté frente a la puerta. Luego, tan pronto como haya entrado, cierre enseguida. ¿Entendido?
– ¿Qué te piensas? ¿Que soy estúpida?
Donna esperó hasta que el médico empujara la puerta para darle al interruptor. En cuanto entró, todo el mundo, incluyendo el joven médico, escuchó el sonido metálico de la puerta al cerrarse de nuevo.
Nervioso, el médico miró por encima del hombro hacia la puerta antes de presentarse.
– Soy…, soy el doctor Cain. Scott.
– Acerqúese.
El doctor Scott Cain era un hombre atractivo, de altura y constitución mediana, de unos treinta y cinco años de edad. Con los ojos abiertos de par en par, examinó a las personas acurrucadas formando un grupo justo delante del mostrador. Gladys le saludó con la mano.
Su mirada volvió enseguida a Ronnie.
– Estaba realizando visitas por el condado cuando me han localizado. Nunca me imaginé que me llamarían para asistir una emergencia de este tipo.
– Con todos los debidos respetos, doctor Cain, vamos mal de tiempo.
Tiel compartía la impaciencia de Doc. Era evidente que el doctor Cain estaba muy verde y que le daba pavor verse convertido en actor de aquel drama. No había llegado a comprender del todo la gravedad de la situación.
Doc preguntó si le habían informado acerca de la condición en la que se encontraba Sabra.
– Me han dicho que estaba de parto y que podría haber complicaciones.
Doc le indicó el lugar donde estaba postrada la chica.
– ¿Puedo? -le preguntó Cain a Ronnie, mirando asustado la pistola.
– Abra el maletín.
– ¿Qué? Ah, sí, por supuesto. -Abrió el maletín negro y lo mantuvo así para que Ronnie lo inspeccionase.
– Está bien, adelante. Ayúdela, por favor. Lo está pasando mal.
– Eso parece -observó el médico, viendo cómo Sabra sufría y gemía ante la llegada de una nueva contracción.
La chica, por instinto, buscó la mano de Tiel. Tiel se la apretó con fuerza y siguió hablándole y dándole ánimos.
– Ha llegado el médico, Sabra. A partir de ahora todo irá mejor. Te lo prometo.
Doc estaba dándole al médico la información pertinente.
– Tiene diecisiete años. Es su primer hijo. Su primer embarazo.
Tomaron posiciones junto a la chica, Doc al lado derecho de Sabra, el doctor Cain a sus pies, Tiel a su izquierda.
– ¿Cuánto tiempo lleva de parto?
– Las contracciones preliminares han empezado a media tarde. Ha roto aguas hace dos horas. Después de eso, los dolores han aumentado mucho, y durante la última media hora han ido disminuyendo.
– Hola, Sabra -le dijo el médico a la chica.
– Hola.
Le puso las manos en la barriga y la examinó con presiones ligeras.
– Viene de nalgas, ¿verdad? -preguntó Doc, buscando la confirmación de su diagnóstico.
– Sí.
– ¿Cree que podrá darle la vuelta al feto?
– Eso es muy complicado.
– ¿Tiene experiencia en partos de nalgas?
– He ayudado en algunos.
No era la respuesta esperada. Preguntó entonces Doc:
– ¿Ha traído un manguito para la tensión?
– Lo tengo en el maletín.
El médico siguió examinando a Sabra palpándole con delicadeza el abdomen. Doc le pasó el manguito, pero él se negó a cogerlo. Estaba hablándole a Sabra.
– Relájate y todo irá bien.
La chica miró de reojo a Ronnie y le sonrió esperanzada.
– ¿Cuánto falta para que llegue el bebé, doctor Cain?
– Eso es difícil de saber. Los bebés tienen mentalidad propia. Preferiría llevarte al hospital mientras tengamos tiempo para ello.
– No.
– Sería mucho más seguro para ti y para el bebé.
– No puedo ir por culpa de mi padre.
– Está muy preocupado por ti, Sabra. De hecho, está fuera. Me ha dicho que te diga…
El cuerpo de la chica se contorsionó como si sufriera un espasmo muscular.
– ¿Que está aquí mi padre? -Su voz era aguda, presa del pánico-. ¿Ronnie?
La noticia le había descompuesto tanto como a Sabra.
– ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
Tiel le dio unos golpecitos en el hombro para animarla.
– No pasa nada. Ahora no pienses en tu padre. Piensa en tu bebé. Sólo deberías preocuparte por eso. Todo lo demás se solucionará.
Sabra se puso a llorar.
Doc se inclinó hacia el médico y le susurró enfadado:
– ¿Por qué demonios le ha dicho eso? ¿No podía esperar a darle la noticia?
El doctor Cain parecía confuso.
– Pensé que le consolaría saber que su padre estaba aquí. No han tenido tiempo de darme todos los detalles de la situación. No sabía que esta información la pondría así.
Doc parecía dispuesto a estrangularlo, y Tiel compartía su impulso.
Doc estaba tan enfadado que apenas movía los labios al hablar. Pero, consciente de que cualquier exhibición de rabia sólo serviría para empeorarlo todo, siguió centrado en el asunto que tenían entre manos.
– Cuando la exploré no había dilatado mucho. -Y, mirando el reloj, añadió-: Pero ha pasado ya una hora desde entonces.
El médico asintió.
– ¿Cuánto? ¿Cuánto había dilatado, quiero decir?
– Unos ocho o diez centímetros.
– Mmmm.
– Eres un hijo de puta.
El gruñido de Doc obligó a Tiel a levantar la cabeza de repente. ¿Lo había oído bien? Pues sí, al parecer, ya que el doctor Cain lo miraba consternado.
– ¡Hijo de puta! -repitió Doc, esta vez exclamando y rabioso.
Lo que sucedió a continuación quedó, para toda su vida, borroso en la memoria de Tiel. Nunca consiguió recordar exactamente la rápida secuencia de acontecimientos, pero cualquier evocación de los mismos siempre le daba ganas de comer chile.