Capítulo 4

El inesperado y estridente sonido sorprendió a todo el mundo.

Donna era la que estaba más cerca del teléfono.

– ¿Qué hago? -preguntó.

– Nada.

– Ronnie, tal vez deberías dejar que respondiera -sugirió Tiel.

– ¿Por qué? Seguramente no tiene nada que ver conmigo.

– Podría ser. ¿Pero y si resulta que sí tiene que ver contigo? ¿No preferirías saber a qué te enfrentas?

Lo reflexionó unos segundos, y luego le dio su permiso a Donna para que respondiera.

– ¿Diga? -escuchó un momento, y dijo a continuación-: Hola, sheriff. No, no estaba borracho. Tal y como le ha dicho, este chico nos tiene retenidos a punta de pistola.

De pronto, la parte delantera del edificio se vio bañada por una fuerte luz. Todo el mundo dentro había estado tan concentrado en la situación de Sabra que nadie había oído la llegada de los tres coches patrulla que acababan de encender los faros delanteros. Tiel dedujo que el sheriff llamaba desde una de las unidades, aparcadas un poco más allá de los surtidores de gasolina.

Ronnie se ocultó detrás de un expositor de aperitivos y gritó:

– Dígales que apaguen estas condenadas luces o disparo a alguien.

Donna transmitió el mensaje. Hizo una pausa para escuchar, y dijo a continuación:

– Unos dieciocho, supongo. Se llama Ronnie.

– ¡Cállese!

Ronnie le apuntó con la pistola. Ella se estremeció y soltó el auricular.

Se apagaron entonces las luces de los coches, dos pares casi simultáneamente, el tercero unos segundos después.

Sabra gimoteó.

– Escúchame, Ronnie -dijo Doc.

– No. Cállese y déjeme pensar.

El joven estaba aturdido, pero Doc insistió, hablando en voz baja y con impaciencia:

– Si es eso lo que quieres, quédate aquí y arregla esto como te plazca. Pero lo más valiente sería dejar salir a Sabra. Las autoridades la llevarán al hospital, que es donde debería estar.

– No iré -dijo la chica-. No sin Ronnie.

Tiel intentó convencerla.

– Piensa en tu bebé, Sabra.

– Estoy pensando en nuestro bebé -respondió entre sollozos-. Si mi padre le pone las manos encima, nunca volveré a verlo. Y tampoco pienso abandonar a Ronnie.

Viendo que su paciente estaba al borde de una crisis de histeria, Doc retrocedió en su actitud.

– Está bien, está bien. Si no accedes a marcharte, ¿qué te parece esto? ¿Y si pidiésemos que entrase un médico?

– Usted es médico -dijo Ronnie.

– No el tipo de médico que Sabra necesita. No tengo instrumental. No tengo nada que darle para aliviar el dolor. Va a ser un parto difícil, Ronnie. Podrían producirse todo tipo de complicaciones graves y no estoy cualificado para tratarlas. ¿Estás dispuesto a poner en peligro la vida de Sabra y la del niño? Porque esto es lo que estás haciendo si permites que la situación siga tal y como está. Podrías perder a uno de ellos o a los dos. Y entonces, independientemente de cómo acabara esto, no habría valido para nada.

Tiel estaba impresionada. Ni ella podría haberlo dicho con mejores palabras.

El joven reflexionó un momento sobre las palabras de Doc y luego le hizo un ademán a Tiel en dirección al mostrador y al auricular que colgaba del mismo. Después de que Donna lo hubiese soltado, se había oído la voz de un hombre durante un rato, preguntando qué sucedía. Pero ahora permanecía en silencio.

– Usted es buena largando -le dijo Ronnie a Tiel-. Hable usted.

Tiel se puso en pie y se abrió paso entre Sabra y Doc. Pasó junto al expositor de aperitivos y caminó hasta el mostrador. Cuando marcó el número de la policía no perdió el tiempo. Tan pronto como respondió la telefonista, dijo:

– Necesito que me llame el sheriff. No haga preguntas. Está al corriente de esta situación de emergencia. Dígale que llame otra vez al supermercado.

Colgó antes de que la telefonista llevara a cabo el interrogatorio rutinario, lo que supondría una preciosa pérdida de tiempo.

Esperaron todos en tenso silencio. Nadie decía palabra. Gladys y Vern estaban sentados y abrazados el uno al otro. Cuando Tiel miró en su dirección, Vern llamó sutilmente su atención hacia la bolsa que tenía en su regazo. De un modo u otro, la había conseguido sin que Ronnie se percatase de ello. Un mañoso Casanova. Sólo esto constituía ya un buen reportaje, pensó Tiel. Excepto que tenía uno mejor aún, en el que no era sólo la periodista, sino también una de las participantes. Gully se pondría eufórico. Si con este reportaje no conseguía garantizarse un puesto en Nine Live…

Pese a que esperaba que sonara el teléfono, dio un respingo en cuanto lo hizo. Respondió de inmediato.

– ¿Quién es?

Evitó la respuesta directa al decir:

¿Sheriff?

– Marty Montez.

Sheriff Montez, he sido designada portavoz. Soy uno de los rehenes.

– ¿Corre algún tipo de peligro inmediato?

– No -respondió, creyendo en su respuesta.

– ¿Está siendo coaccionada?

– No.

– Hágame un resumen.

Empezó con un breve y conciso relato del atraco, a partir del disparo de Ronnie a la cámara de seguridad.

– Fue interrumpido cuando su cómplice se puso de parto.

– ¿De parto? ¿Quiere decir parto, tener un bebé?

– Eso es exactamente, sí.

Después de una prolongada pausa durante la cual se escuchaba perfectamente la trabajosa respiración de un hombre con sobrepeso, dijo:

– Respóndame si puede hacerlo sin correr peligro, señorita. ¿Son por casualidad estos atracadores un par de chicos de instituto?

– Sí.

– ¿Qué pregunta? -exigió saber Ronnie.

Tiel tapó el auricular con la mano.

– Ha preguntado si Sabra tenía dolores y le he respondido.

– ¡Dios! -exclamó el sheriff. Comunicó en voz baja a sus lugartenientes, o al menos eso fue lo que Tiel se imaginó, que los que habían tomado rehenes eran los chicos «de Fort Worth». Y entonces le preguntó a ella-: ¿Hay alguien herido?

– No. Estamos todos ilesos.

– ¿Quiénes son todos, además de usted? ¿Cuántos rehenes hay?

– Cuatro hombres y dos mujeres, además de mí.

– Habla usted muy bien. ¿No será por casualidad una tal señorita McCoy?

Intentó que Ronnie, que la escuchaba atentamente y controlaba muy de cerca sus expresiones faciales, no se diese cuenta de su sorpresa.

– Correcto. Nadie ha resultado herido.

– Usted es la señorita McCoy pero no quiere que sepan que es reportera de televisión. Comprendo. Su jefe, un tipo llamado Gully, ha llamado dos veces a la oficina diciendo que usted había desaparecido. Dijo que había salido de Rojo Flats y tenía que llamarle…

– ¿Qué está diciendo? -preguntó Ronnie.

Tiel interrumpió al sheriff.

– Por el interés de todos, estaría muy bien si pudiese proporcionarnos un médico. Un ginecólogo, a ser posible.

– Dígale que traiga consigo todo lo necesario para un parto difícil.

Tiel transmitió el mensaje de Doc.

– Asegúrese de que está al corriente de que el bebé viene de nalgas -añadió Doc.

Después de que Tiel transmitiera eso, el sheriff le preguntó quién le daba aquella información.

– Se hace llamar Doc.

– Me toma el pelo -dijo el sheriff.

– No.

«Doc es uno de los rehenes -oyó que comentaba. Doc dice que la chica Dendy necesita un especialista, ¿habéis oído?».

– Eso es, sheriff. Y lo antes posible. Nos preocupa tanto ella como el bebé.

– Si se rinden, la llevaremos enseguida al hospital. Se lo garantizo.

– Me temo que esta eventualidad no entra en el plan.

– ¿Davison no la deja marchar?

– No -dijo Tiel-. Ella se niega a irse.

– Mierda, vaya lío -dijo, con un potente suspiro-. Está bien, veré qué puedo hacer.

Sheriff, no tengo palabras para expresar lo mal que está pasándolo esta joven. Y…

– Adelante, señorita McCoy. ¿Qué?

– La situación está controlada -dijo lentamente-. De momento, todo el mundo está tranquilo. No tome medidas drásticas, por favor.

– Ya la he captado, señorita McCoy. Nada de exhibiciones, nada de fuegos artificiales, ni equipos especiales, ni nada de eso.

– Exactamente. -Se sintió aliviada al ver que la había entendido-. Hasta el momento, nadie ha resultado herido.

– Y a todos nos gustaría que la cosa siguiese así.

– Me alegra oírle decir eso. Por favor, por favor, consiga un médico lo más rápidamente posible.

– Estoy en ello. Le doy el número del teléfono que llevo conmigo.

Tomó nota del número de memoria. Montez le deseó suerte y colgó. Tiel devolvió el teléfono al mostrador, contenta de ver que se trataba de un modelo antiguo sin manos libres. Ronnie habría querido oír futuras conversaciones.

– Está tratando de conseguir un médico.

– Eso me gusta -dijo Doc.

– ¿Cuánto tardará en llegar?

Volviéndose hacia Ronnie, respondió Tiel:

– Llegará lo antes posible. Voy a ser sincera contigo. Ha adivinado tu identidad y la de Sabra.

– ¡Oh!, mierda -gruñó el chico-. ¿Qué más puede salimos mal?


– ¡Los han localizado!

Cuando se oyó el grito procedente de la habitación contigua, Russell Dendy casi derriba al agente del FBI que casualmente se interponía en su camino. No pidió perdón por haber derramado el café hirviendo en la mano del agente. Entró a toda prisa en la biblioteca de su casa que, desde aquella mañana, se había convertido en un puesto de mando.

– ¿Dónde? ¿Dónde están? ¿Le ha hecho algún daño a mi hija? ¿Está bien Sabra?

El responsable del caso era el agente especial William Calloway. Un hombre alto, delgado, casi calvo que, de no ser por la pistola que llevaba colgada, más parecía un banquero especializado en hipotecas que un agente federal. Su comportamiento tampoco casaba con el estereotipo. Era tranquilo y de voz suave…, casi siempre. Russell Dendy había puesto a prueba la actitud agradable de Calloway.

Cuando Dendy entró en la habitación lanzando preguntas, Calloway le indicó que se calmara y continuó con su conversación telefónica.

Dendy, impaciente, pulsó una tecla del teléfono y por el altavoz se filtró una voz femenina:

– Se trata de Rojo Flats. Prácticamente en medio de la nada, al sudoeste de San Angelo. Van armados. Han intentado atracar un pequeño supermercado, pero el atraco se ha visto frustrado. Ahora mantienen rehenes en el interior del establecimiento.

– ¡Maldita sea, maldita sea! -Dendy hundió el puño de una mano en la palma de la otra-. ¡Ha convertido a mi hija en una delincuente común! Y ella no comprendía por qué no me gustaba.

Calloway volvió a indicarle que bajara la voz.

– Ha dicho que van armados. ¿Hay algún herido?

– No, señor. Pero la chica está de parto.

– En la tienda.

– Afirmativo.

Dendy maldijo profusamente.

– ¡La retiene en contra de su voluntad!

La mujer incorpórea dijo:

– Según uno de los rehenes, que habló con el sheriff, la joven se niega a irse.

– Le ha lavado el cerebro -declaró Dendy.

La agente del FBI de la oficina de Odessa siguió como si no le hubiese oído.

– Al parecer, uno de los rehenes tiene conocimientos médicos. La está controlando, pero han pedido un médico.

Dendy dio un puñetazo en la mesa del despacho.

– Quiero que saquen a Sabra de allí, ¿me han oído?

– Le hemos oído, señor Dendy -dijo Calloway, cada vez con menos paciencia.

– No me importa si para ello tienen que utilizar una carga de dinamita.

– Pues a mí sí me importa. Según el portavoz, nadie está herido.

– ¡Mi hija está de parto!

– Y la llevaremos a un hospital lo antes posible. Pero no haré nada que ponga en peligro la vida de los rehenes, de su hija o del señor Davison.

– Mire, Calloway, si piensa abordar la situación como un pusilánime…

– La forma de abordarla depende de mí, no de usted. ¿Comprendido?

Russell Dendy tenía reputación de ser un verdadero hijo de puta.

Desgraciadamente, conocerlo en persona no había disipado ninguna de esas leyendas ni cambiado la idea preconcebida que Calloway tenía del millonario.

Dendy dirigía de forma despótica diversas empresas. No estaba acostumbrado a ceder el control a nadie, ni siquiera a dar un voto de confianza a otra persona en cuanto a cómo gestionar las cosas. Sus negocios no tenían nada que ver con la democracia, y tampoco su familia. La señora Dendy no había hecho en todo el día otra cosa que sollozar y secundar las respuestas de su marido a las tentativas preguntas de los agentes sobre su vida familiar y su relación con su hija. No había ofrecido ni una opinión que difiriera de la de su marido, ni expresado ningún tipo de observación personal.

Calloway había dudado desde el principio de la acusación de secuestro que había lanzado Dendy. Y se había inclinado hacía la versión más probable: Sabra Dendy había huido de casa con su novio para escapar de un padre dominante.

El rapapolvo de Calloway había dejado a Russ Dendy prácticamente echando espumarajos de rabia por la boca.

– Voy para allá.

– No se lo aconsejo.

– Me importa una mierda lo que usted me aconseje.

– En nuestro helicóptero no hay plaza para más pasajeros -le gritó el agente a la espalda de Dendy.

– Pues iré con mi Lear.

Salió precipitadamente de la habitación y empezó a vociferar órdenes a su banda de omnipresentes lacayos, tan silenciosos y discretos como muebles hasta que las estridentes órdenes de Dendy los ponían en marcha. Salieron en fila detrás de él. La señora Dendy quedó completamente ignorada y sin invitación para acompañarle.

Calloway desconectó el altavoz y cogió el auricular para oír con más claridad a la agente.

– Me imagino que lo habrás oído.

– Veo que estás de lo más ocupado, Calloway.

– Sólo faltaba esto. ¿Qué tal los agentes locales?

– Por lo que tengo entendido, Montez es un sheriff competente, pero esto le sobrepasa y es lo bastante listo como para saberlo. Ha buscado el apoyo de los Rangers y de la patrulla de tráfico.

– ¿Crees que les molestará nuestra presencia?

– ¿No es así siempre? -le respondió ella secamente.

– Nos ha llegado como un secuestro. Voy a dejarlo así hasta que lo tenga más claro.

– De hecho, seguramente Montez se alegrará de quitarse el problema de encima. Su principal preocupación es que no haya heroicidades. Quiere evitar un derramamiento de sangre.

– Entonces hablamos el mismo idioma. Creo que lo que tenemos aquí es simplemente a un par de chicos asustados que se han visto atrapados en una situación y no saben cómo salir de ella. ¿Qué sabes de los rehenes, si es que sabes algo?

Se los enumeró primero por sexo.

– Uno de ellos ha sido identificado por el sheriff Montez como un ranchero local. La cajera es empleada fija del establecimiento. En Rojo Flats la conoce todo el mundo. Y luego está esa tal señorita McCoy que ha hablado con el sheriff 'Montez.

– ¿Qué se sabe de ella?

– Trabaja como reportera para un canal de televisión de Dallas.

– ¿Tiel McCoy?

– ¿La conoces?

La conocía, y se formó una imagen mental de ella: delgada, cabello corto y rubio, ojos claros. Azules, seguramente verdes. Salía por televisión casi todas las noches. Calloway la había visto también fuera de los estudios, entre otros periodistas, con relación a alguno de los casos criminales que investigaba. Era agresiva, pero objetiva. Sus reportajes nunca eran incendiarios o explosivos porque sí. Era guapa y tremendamente femenina, pero su trabajo merecía toda credibilidad.

Saber que una periodista televisiva de su calibre se encontraba en el epicentro de esta crisis no le emocionaba en absoluto. Era un factor adicional del que podía haber prescindido muy fácilmente.

– Estupendo. Ya tenemos una periodista en la escena.

Se pasó la mano por la nuca, en el punto donde empezaba a acumularse la tensión. Sería una noche larga. Predecía que Rojo Flats, un lugar que hasta ahora nadie conocía, se vería pronto inundado por los medios de comunicación, contribuyendo con ello al caos total.

La agente le preguntó:

– Tu intuición, Calloway. ¿Crees que ese chico secuestró a la hija de Dendy?

Calloway murmuró:

– Sólo me pregunto por qué la chica ha tardado tanto en huir.

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