Capítulo 7

Le salió antes de que pudiera recordarlo. No pretendía que Doc se enterase de que lo había reconocido. Todavía no, al menos.

Aunque, tal vez, su desliz hubiera sido subconscientemente intencionado. Tal vez se había dirigido a él por su apellido sólo para ver su reacción. Su deseo ardiente, típico de una reportera, de provocar una respuesta a una pregunta o de conseguir una declaración inesperada la había incitado a pronunciar su nombre para ver cuál sería su reacción espontánea, improvisada y, por lo tanto, candida.

Su reacción espontánea, improvisada y candida fue contundente. En orden secuencial, pareció primero asombrado, luego desconcertado, luego fastidiado. Finalmente, fue como si sus ojos hubiesen desaparecido tras una persiana.

Tiel le sostuvo la mirada, prácticamente desafiándole a negar que era el doctor Bradley Stanwick. O que lo había sido en una vida anterior.

El teléfono volvió a sonar.

– Demonios -gruñó Donna-. ¿Qué les digo esta vez?

– Déjeme responder a mí. -Ronnie cogió el teléfono. ¿Señor Calloway? No, tal y como le ha dicho la señora, no está muerto.

Sabra se había espabilado con el sonido del teléfono. Pidió que le dejaran a la niña. Tiel depositó el bebé entre sus brazos. La nueva madre arrulló a su pequeña deciéndole lo encantadora que era, lo bien que olía.

Tiel se puso en pie y estiró los músculos. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo abrumadora que había sido la última hora del parto y el nacimiento. Su fatiga no podía compararse con la de Sabra, naturalmente, pero de todos modos estaba agotada.

Físicamente agotada, pero mentalmente con las pilas cargadas. Evaluó la situación. Gladys y Vern estaban sentados juntos, en silencio, cogidos de la mano. Parecían cansados pero satisfechos, como si los acontecimientos de la noche fuesen una representación cuyo objetivo era mantenerlos entretenidos.

Donna se abrazaba su huesudo pecho con sus flacuchos brazos y jugueteaba con los pellejos que se suponía que eran los codos. El mexicano más alto y delgado estaba concentrado en Ronnie y el teléfono. Su amigo observaba al agente del FBI, que mostraba signos de estar recuperando el conocimiento.

Vern había dejado al agente Cain sentado con la espalda apoyada en el mostrador y las piernas estiradas. Le había atado los tobillos con cinta adhesiva de color plateado. Las muñecas habían seguido el mismo camino y estaban atadas a la espalda. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho y de vez en cuando intentaba levantarla, gimoteando cada vez que lo hacía.

– Lo tenemos atado -le explicaba Ronnie a Calloway por teléfono-. Hemos disparado casi al mismo tiempo, pero el único herido ha sido Doc. No, está bien. -Ronnie miró a Doc de reojo y éste asintió indicándole que estaba de acuerdo con sus palabras-. ¿Quién es la señorita McCoy?

– Yo -dijo Tiel, dando un paso adelante.

– ¿Cómo es posible? -Ronnie le echó a Tiel una rápida mirada de perplejidad-. Supongo que no pasa nada. ¿Cómo ha sabido su nombre? De acuerdo, espere un momento. -Mientras le pasaba el auricular a Tiel, le preguntó-: ¿Es usted famosa o algo así?

– No, si lo fuera, te habrías dado cuenta. -Cogió el auricular-. ¿Diga?

La voz sonaba oficial: clara y concisa.

– Señorita McCoy, le habla Bill Calloway, agente especial del FBI.

– Hola.

– ¿Puede hablar libremente?

– Sí.

– ¿Está sufriendo algún tipo de intimidación?

– No.

– ¿Cuál es la situación ahí?

– Exactamente tal y como Ronnie se la ha descrito. El agente Cain ha estado a punto de provocar un desastre, pero hemos podido evitarlo.

Pillado por sorpresa, el agente tardó un poco en responder.

– ¿Perdón?

– Enviarlo aquí ha sido muy mala idea. La señorita Dendy necesitaba un ginecólogo, no la caballería.

– No sabíamos…

– Pues ahora ya lo saben. Esto no es ni Mount Carmel ni Ruby Ridge. Y no pretendo decirle con esto cómo debe hacer su trabajo…

– ¿De verdad? -dijo él, secamente.

– Pero le animo a que coopere con el señor Davison a partir de ahora.

– La política de la agencia es no negociar con quien toma rehenes.

– No se trata de terroristas -exclamó ella-. Son una pareja de niños que están confusos y asustados y que creen haber agotado todas sus alternativas.

Se oían voces alteradas de fondo. Calloway tapó el micrófono para poder hablar con alguien. El agente Cain levantó la cabeza y miró a Tiel con ojos legañosos. ¿La habría reconocido como la que le había dejado grogui con una lata de chile?

– El señor Dendy está muy preocupado por el bienestar de su hija -dijo Calloway cuando volvió a entrar en línea-. La cajera…, ¿Donna?, me ha dicho que Sabra ha dado a luz.

– Una niña. Las dos están… estables. -Tiel miró de reojo a Doc y él le respondió con un pequeño movimiento afirmativo con la cabeza-. Puede asegurarle al señor Dendy que su hija no corre un peligro inmediato.

– El sheriff Montez me informa de que está con ustedes un hombre del lugar que posee cierta formación médica.

– Tiene razón. Ha atendido a Sabra durante el parto y el nacimiento.

Doc entrecerró un poco los ojos…, el pistolero a punto de desenfundar.

– El sheriff Montez no recuerda su apellido. Dice que lo conocen por Doc.

– Correcto.

– ¿Sabe cómo se apellida?

Tiel consideró las distintas alternativas. Había estado totalmente involucrada en el parto y el nacimiento, pero no sabía muy bien qué estaba sucediendo fuera. Había oído el sonido de rotores de helicópteros. Podría tratarse de aparatos de la policía y de asistencia médica, pero apostaría a que aquel ruido indicaba también la llegada de medios de comunicación procedentes de Dallas -Fort Worth, Austin, Houston-. Emisoras importantes. Cadenas de televisión.

El papel activo que estaba desempeñando en aquella historia había aumentado automáticamente su valor en los medios. No era lo que podría calificar como famosa, pero, con toda humildad, tampoco era una desconocida. Dentro de su mercado televisivo aparecía casi cada noche en las noticias. Aquellos noticiarios se emitían también en canales más locales de Texas y Oklahoma, lo que se traducía en varios millones de telespectadores. Era la chispa de sabor en una historia ya jugosa de por sí. Si a la mezcla se le añadía el ingrediente del doctor Bradley Stanwick, que había desaparecido tres años atrás de la escena pública envuelto en un gran escándalo, aparecía un sabroso potaje que provocaría un hambriento frenesí entre las filas de la prensa.

Pero Tiel quería que fuese su potaje.

Si proporcionaba la identidad de Doc en aquel momento, podía despedirse de la exclusiva. Todo el mundo informaría antes que ella. La historia estaría en antena antes de que ella hubiera podido publicar su primer reportaje. Cuando llegara el momento de producir su relato personal del suceso, la reaparición del doctor Stanwick se habría convertido ya en una noticia del pasado.

Seguramente, Gully nunca la perdonaría por esta decisión, pero, de momento, conservaría su precioso bocado como su ingrediente secreto.

De modo que evitó darle a Calloway una respuesta directa.

– Doc ha hecho un trabajo increíble bajo circunstancias muy arduas. Sabra le responde favorablemente. Confía en él.

– Tengo entendido que resultó herido durante el tiroteo.

– Un rasguño, nada más. Todos estamos bien, señor Calloway -dijo, impaciente-. Estamos agotados pero, por lo demás, ilesos, y no me cansaré de subrayarlo.

– ¿No está siendo forzada a decir esto?

– Por supuesto que no. Lo último que quiere Ronnie es que alguien resulte herido.

– Eso es verdad -dijo el chico-. Sólo quiero poder salir de aquí con Sabra y mi hija, libres para seguir nuestro camino.

Tiel transmitió su deseo a Calloway, quien dijo:

– Señorita McCoy, ya sabe que no puedo permitir que eso suceda.

– Siempre se pueden hacer excepciones.

– No tengo autoridad para…

– Señor Calloway, ¿está usted en posición de hablar libremente?

Después de una pausa momentánea, dijo:

– Adelante.

– Si ha tenido usted algún tipo de interacción con Russell Dendy comprenderá perfectamente por qué estos dos jóvenes están desesperados hasta el punto de haber hecho lo que han hecho.

– No puedo hacer comentarios sobre lo que acaba de decir, pero entiendo por dónde va.

Al parecer, Dendy podía oírle.

– Ese hombre es un tirano, sin lugar a dudas -continuó Tiel-. No sé si está al corriente de esto, pero ha dado su palabra de separar a la fuerza a la pareja y de entregar al bebé en adopción. Lo único que quieren Ronnie y Sabra es libertad para decidir su futuro y el de su hija. Se trata de una crisis familiar, señor Calloway, y como tal debería gestionarse. A lo mejor el señor Dendy consentiría la actuación de un mediador que les ayudara a solucionar sus diferencias y alcanzar un acuerdo.

– Ronnie Davison tiene aún muchas cosas por las que responder, señorita McCoy. Atraco a mano armada, para empezar.

– Estoy segura de que Ronnie está dispuesto a aceptar la responsabilidad de sus acciones.

– Déjeme hablar con él. -Ronnie le cogió el auricular-. Escuche, señor Calloway, no soy un delincuente. No lo he sido hasta hoy, quiero decir. Ni siquiera me han puesto nunca una multa por exceso de velocidad. Pero no pienso permitir que el señor Dendy dicte el futuro de mi hija. En la situación en la que me encuentro, no veo otra manera de alejarme de él.

– Cuéntale lo que hemos decidido, Ronnie -gritó Sabra.

La miró, allí tendida con la recién nacida entre sus brazos, y su rostro adquirió una expresión de dolor.

– Hable con el padre de Sabra, señor Calloway. Convénzale de que nos deje tranquilos. Entonces soltaré a todo el mundo.

Se quedó a la escucha por un momento y dijo:

– Sé que las dos necesitan un hospital. Cuanto antes mejor. De modo que tiene una hora para darme la respuesta. -Otra pausa-. ¿O qué? -dijo, evidentemente repitiendo la pregunta de Calloway. Ronnie volvió a mirar a Sabra. Ella apretó el bebé con más fuerza contra su pecho y movió afirmativamente la cabeza-. Se lo diré en una hora. -Colgó en seco.

Entonces, dirigiéndose a los rehenes, dijo:

– Muy bien, ya lo han oído. No quiero hacer daño a nadie. Quiero que todos salgamos de aquí. De modo que pido a todo el mundo que se relaje. -Miró el reloj colgado en la pared-. Sesenta minutos y todo podría haber terminado.

– ¿Y si el viejo no accede a dejaros tranquilos? -preguntó Donna-. ¿Qué piensas hacer con nosotros?

– ¿Por qué no se sienta y se calla? -le dijo Vern, en tono quejumbroso.

– ¿Por qué no se va a la mierda, viejo? -le replicó. Usted no es mi jefe. Quiero saberlo. ¿Viviré o moriré? ¿Empezará a dispararnos de aquí a una hora?

Un incómodo silencio se apoderó del grupo. Todas las miradas se volvieron hacia Ronnie que, terco, se negaba a reconocer la pregunta muda de aquellos ojos.

El agente Cain o bien había vuelto a quedar inconsciente, o bien no levantaba la cabeza avergonzado por su fracaso al no haber dado por concluida aquella situación. En cualquier caso, tenía todavía la barbilla pegada al pecho.

Donna seguía rascándose los codos.

Vern y Gladys mostraban signos de fatiga. Ahora que la emoción del nacimiento había acabado, su vivacidad se había desvanecido. Gladys tenía la cabeza apoyada en el hombro de Vern.

Tiel se puso en cuclillas junto a Doc, que se ocupaba de nuevo de Sabra. La chica tenía los ojos cerrados. La pequeña Katherine dormía en brazos de su madre.

– ¿Cómo está?

– Esta condenada hemorragia…, y la tensión arterial está cayendo.

– ¿Qué puede hacer?

– Lo he intentado con masajes en la zona del útero, pero en lugar de detener la hemorragia la ha aumentado. -Tenía la frente arrugada de pura consternación-. Hay algo más.

– ¿Qué?

– La lactancia.

– ¿Podría la niña empezar a mamar tan pronto?

– No. ¿Ha oído hablar alguna vez de la oxitocina?

– Supongo que es algo de mujeres.

– Es una hormona que ayuda a producir leche materna. Y sirve también para que el útero se contraiga, lo que a su vez reduce la hemorragia. La succión estimula la liberación de la hormona.

– ¡Oh! Entonces, ¿por qué no ha…?

– Porque pensé que a estas alturas estaría ya de camino al hospital. Además, la chica ya tenía bastantes cosas a las que enfrentarse.

Permanecieron un momento en silencio, ambos mirando a Sabra y su preocupante palidez.

– Temo también una infección -dijo él-. Maldita sea, las dos necesitan hospitalización. ¿Qué tal es ese Calloway? ¿El típico tipo duro de pelar?

– Sólo piensa en su trabajo, eso está claro. Pero parece razonable. Dendy, por otro lado, es un maniaco delirante. Lo he oído de fondo profiriendo amenazas y ultimátums. -Miró de reojo a Ronnie, que dividía su atención entre el aparcamiento y el dúo de mexicanos, que cada vez parecían más nerviosos-. No nos ejecutará, ¿verdad?

Sin prisas por responder a su pregunta, Doc acabó de cambiar los pañales que Sabra tenía debajo de su cuerpo, se acomodó de nuevo junto al cajón frigorífico y levantó una rodilla. Apoyó en ella un codo y se pasó la mano por el pelo. En la ciudad necesitaría un buen corte. Pero en aquel entorno, ese aspecto descuidado encajaba estupendamente.

– No sé qué hará, señorita McCoy. El misterio de lo que el ser humano es capaz de infligir a sus semejantes es algo que siempre me ha fascinado y me ha repelido a la vez. No creo que el chico tenga en la cabeza ponernos en fila y empezar a matarnos, pero no hay nada que garantice que no lo haga. En cualquier caso, hablar sobre ello no influirá en el resultado.

– Una perspectiva bastante fatalista.

– La que ha preguntado ha sido usted. -Se encogió de hombros con indiferencia-. No tenemos por qué hablar de ello.

– ¿Entonces de qué quiere que hablemos?

– De nada.

– Y una mierda -dijo ella, con la esperanza de sorprenderle y consiguiéndolo-. Usted quiere saber cómo lo he reconocido.

Apenas la miró, y no dijo nada. Se había construido una armadura, pero parte del trabajo de ella consistía en atravesar armaduras invisibles.

– Cuando lo vi pensé que me resultaba familiar, pero no lo ubiqué. Entonces, durante el parto, justo antes del nacimiento, caí en quién era. Creo que la pista definitiva fue su forma de tratar a Sabra.

– Tiene una memoria excelente, señorita McCoy.

– Tiel. Y tal vez mi memoria sea mejor que la del ciudadano medio. ¿Sabe? Fui yo quien llevó su noticia. -Recitó la identificación del canal de televisión para el que trabajaba.

Murmuró él una palabrota.

– ¿De modo que estuvo entre las hordas de periodistas que convirtieron mi vida en un infierno?

– Soy buena en mi trabajo.

Soltó él una carcajada de desprecio.

– Estoy seguro de que lo es. -Colocó mejor sus largas piernas sin dejar de mirarla ni un instante-. ¿Le gusta lo que hace?

– Mucho.

– ¿Le gusta aprovecharse de la gente que ya está en lo más bajo, exponer sus tribulaciones al escrutinio público, hacer que les resulte imposible recoger los pedazos de una vida hecha pedazos?

– ¿Culpa a los medios de sus dificultades?

– En gran parte, sí.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, el hospital se derrumbó bajo el peso de la mala publicidad. La mala publicidad generada y alimentada por gente como usted.

– Usted generó su propia publicidad negativa, doctor Stanwick.

Enfadado, volvió la cabeza y Tiel se dio cuenta de que le había tocado la fibra sensible.

El doctor Bradley Stanwick había sido un oncólogo de renombre que dirigía uno de los centros de tratamiento del cáncer más avanzados del mundo. Acudían al mismo pacientes de todas partes, normalmente en un último intento esperanzado de salvar la vida. Su clínica no podía salvarlos a todos, por supuesto, pero mantenía un excelente historial en cuanto a aliviar los estragos de la enfermedad y prolongar la existencia, además de proporcionar al paciente una calidad de vida que hacía que mereciese la pena vivir durante más tiempo.

De ahí la cruel ironía que se produjo cuando la joven, bella y vivaz esposa de Bradley Stanwick se vio sorprendida por un cáncer de páncreas inoperable.

Ni él ni sus brillantes colegas pudieron retardar su rápida diseminación. Semanas después del diagnóstico quedó confinada en la cama. Ella misma optó por un tratamiento agresivo con quimioterapia y radiaciones, pero los efectos secundarios fueron casi tan letales como la enfermedad que el tratamiento pretendía combatir. Su sistema inmunitario se debilitó; desarrolló una neumonía. Uno a uno, los demás sistemas empezaron a flaquear, luego a fallar.

Se negó a que le administraran analgésicos porque no quería tener los sentidos embotados. Sin embargo, durante sus últimos días de vida, su sufrimiento se hizo tan intenso que finalmente consintió en que le dieran un fármaco que ella misma podía administrarse por vía intravenosa.

Todo esto lo averiguó Tiel investigando. El doctor y la señora Bradley no se convirtieron en noticia hasta después del fallecimiento. Hasta su muerte, no fueron más que una triste estadística, las víctimas de una penosa enfermedad.

Pero después del funeral, los contrariados suegros empezaron a hacer correr el rumor de que su yerno podía haber acelerado el fallecimiento de su esposa. Concretamente, de que le había permitido quitarse la vida poniendo una dosis tan elevada en el mecanismo de administración que en realidad ella había sucumbido bajo los efectos de una cantidad letal de narcóticos. Alegaron que el motivo de querer acelerar las cosas no era otro que una cuantiosa herencia.

Tiel había considerado desde el principio que aquellas alegaciones eran pura tontería. De antemano se sabía que la esperanza de vida de la señora Bradley era cuestión de días. Un hombre que esperaba heredar una fortuna podía permitirse esperar a que la naturaleza siguiera su curso. Además, el doctor Stanwick era adinerado por derecho propio, aunque destinaba gran parte de sus ingresos a la clínica oncológica en forma de fondos para la investigación y para el cuidado de pacientes indigentes.

Aun habiéndole practicado la eutanasia a su esposa, Tiel no estaba dispuesta a tirar la primera piedra. La controversia en torno a la eutanasia la ponía en un dilema moral para el que no tenía una solución satisfactoria. En lo que a aquel tema se refería, tendía a coincidir con el orador más vehemente.

Pero, desde un punto de vista estrictamente práctico, dudaba mucho que Bradley Stanwick arriesgara su reputación, ni siquiera por su querida esposa.

Desgraciadamente para él, sus suegros insistieron hasta que la oficina del juez del distrito ordenó una investigación…, que resultó ser una pérdida de tiempo y de personal. No se encontraron pruebas que sustentaran los cargos de acto criminal que había interpuesto la familia de la fallecida. No había indicios de que el doctor Stanwick hubiera hecho alguna cosa para acelerar la muerte de su esposa. El juez del distrito declinó incluso presentar el caso al gran jurado, afirmando que no había base para ello.

Pero la historia no terminó aquí. Durante las semanas que los investigadores pasaron interrogando al doctor Stanwick, sus colegas, su personal, amigos, familia y antiguos pacientes, todos los aspectos de su vida fueron extensamente examinados y debatidos. Vivía bajo una sombra de sospecha que era especialmente incómoda, pues la mayoría de sus pacientes estaban considerados enfermos terminales.

El hospital donde ejercía su práctica se convirtió también pronto en el centro de atención. En lugar de apoyarle, los administradores votaron por unanimidad revocar sus privilegios en el centro hasta que quedara libre de toda sospecha. Bradley Stanwick, que no era tonto, sabía que nunca quedaría libre de toda sospecha. En cuanto se siembra una semilla de duda en la opinión pública, suele encontrar terreno fértil y florecer.

Quizá la traición definitiva llegó por parte de sus socios en la clínica que había fundado. Después de haber estado trabajando juntos durante años, de formar equipo en investigaciones y casos de estudio, de combinar sus conocimientos, habilidades y teorías, de entablar amistades además de alianzas profesionales, le pidieron la dimisión.

Vendió su parte de la clínica a sus antiguos socios, pagó la hipoteca de su finca en Highland Park por una mínima parte de su valor y, con una actitud de «Que os jodan a todos», abandonó Dallas con rumbo desconocido. Y allí terminó la historia. Si Tiel no se hubiese perdido y acabado en Rojo Flats, seguramente nunca habría vuelto a pensar en él.

Le preguntó entonces:

– ¿Es Sabra la primera paciente que trata desde que abandonó Dallas?

– No es una paciente, y no la he tratado. Yo era oncólogo, no ginecólogo. Ésta ha sido una situación de emergencia y he respondido a ella. Igual que lo ha hecho usted. Igual que lo ha hecho todo el mundo.

– Eso es falsa modestia, Doc. Ninguno de nosotros podría haber hecho por Sabra lo que usted ha hecho.

– Ronnie, ¿puedo beber algo? -le gritó de repente al chico.

– Claro. Por supuesto. Tal vez los demás también quieran beber alguna cosa.

Doc se inclinó para coger de la estantería una caja con botellas de agua. Después de coger dos de las botellas para él y para Tiel, pasó el resto al chico, que le pidió entonces a Donna que las repartiese.

Se bebió de un solo trago prácticamente la mitad de la botella. Tiel giró el tapón y bebió de su botella, suspirando después de beber un buen trago.

– Buena idea. ¿Intentando cambiar de tema?

– Lo ha adivinado.

– ¿Ya no practica la medicina en Rojo Flats?

– Ya se lo dicho. Soy ranchero.

– Pero por aquí le conocen como Doc.

– En una pequeña ciudad, todo el mundo lo sabe todo de todos.

– Pero debe habérselo dicho a alguien. Si no, ¿cómo habría corrido la voz…?

– Mire, señorita McCoy…

– Tiel.

– No sé cómo corrió la voz de que en su día practiqué la medicina. E incluso sabiéndolo, ¿qué le importa a usted?

– Simple curiosidad.

– Ya. -Tenía la mirada fija al frente, lejos de ella-. Esto no es una entrevista. No conseguirá ninguna entrevista de mí. ¿De modo que por qué no se ahorra saliva? Tal vez la necesite después.

– Antes del…, del episodio, llevaba usted una vida muy activa. ¿No echa de menos ser el centro de las cosas?

– No.

– ¿No se aburre aquí?

– No.

– ¿No se siente solo?

– ¿Por qué?

– ¿No le falta compañía?

Él volvió la cabeza y se acomodó en su posición de tal manera que sus hombros y su torso quedaron prácticamente frente a ella.

– A veces. -Bajó la vista, la miró-. ¿Se presenta voluntaria para ayudarme al respecto?

– ¡Oh!, por favor.

Y cuando ella respondió aquello, él se echó a reír, haciéndole saber que no lo había dicho en serio.

Se odiaba por haber caído en aquella trampa. -Pensaba que estaba por encima de las majaderías sexistas.

Y de nuevo serio, le dijo:

– Y yo esperaba que en un momento como éste estuviera por encima de formular preguntas, especialmente preguntas personales. Justo cuando empezaba usted a gustarme.

Curiosamente, su forma de observarla ahora, con aquella mirada intensa de querer indagar, tuvo un efecto mayor que la insinuación sexual más zalamera. Aquello era falso. Esto era real. Sentía cosquillas en el estómago.

Pero un estruendo en el otro extremo de la tienda hizo que ambos se levantaran de un salto.

Загрузка...