Capítulo 3

– No la toque -dijo Ronnie con ferocidad-. Aparte sus sucias manos de ella.

El hombre llamado Doc siguió presionando el abdomen de la chica.

– Está en la primera o la segunda fase del parto. Sin saber hasta qué punto está dilatada, es difícil calibrar lo cerca que está del final. Pero los dolores son frecuentes, por lo que supongo que…

– ¿Supone?

Sin hacer caso a las palabras de Ronnie, Doc le dio a Sabra una palmadita en el hombro para animarla.

– ¿Es tu primer bebé?

– Sí, señor.

– Puedes llamarme Doc.

– De acuerdo.

– ¿Cuánto hace que empezaste a notar los primeros dolores?

– Al principio era una sensación rara, ¿sabe? Bueno, me imagino que no lo sabe.

Él sonrió.

– No tengo experiencia personal en el tema, no. Descríbeme qué sientes.

– Como justo antes de la regla. Más o menos.

– ¿Una presión aquí abajo? ¿Y unas punzadas muy fuertes?

– Sí. Muy fuertes. Y dolor en los ríñones. Creí que simplemente estaba cansada por llevar tanto tiempo seguido sentada en el coche, pero cada vez era peor. No quise decir nada.

Su mirada se trasladó a Ronnie, que asomaba por encima de las anchas espaldas de Doc. Estaba pendiente de todas y cada una de sus palabras, pero sin dejar en ningún momento de apuntar la pistola hacia las personas que seguían tendidas en el suelo como cerillas en fila.

– ¿Cuándo empezaron los síntomas? -preguntó Doc.

– Hacia las tres de esta tarde.

– Por Dios, Sabra -gruñó Ronnie-. ¿Ocho horas? ¿Por qué no me lo dijiste?

Se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas.

– Porque habría arruinado nuestros planes. Quería estar contigo pasase lo que pasase.

– Calla. -Tiel le acarició la mano-. Si lloras te sentirás peor. Piensa en el bebé que viene en camino. Ya no puede faltar mucho. -Miró a Doc-. ¿No es eso?

– Cuando se trata de un primer hijo, nunca se sabe.

– ¿Qué supone?

– Dos, tres horas. -Se levantó para mirar a Ronnie cara a cara-. El nacimiento será esta noche. Lo fácil o difícil que sean el parto y el nacimiento depende de vosotros. Necesita un hospital, una sala de partos bien equipada y personal médico. Además, el bebé precisará de atención médica inmediata después de nacer. Ésta es la situación. ¿Qué piensas hacer?

Sabra gritó con la llegada de otro dolor. Doc se agachó a su lado y monitorizó la contracción poniéndole las manos sobre el abdomen. Su brusca manera de fruncir el entrecejo alertó a Tiel hasta preocuparla.

– ¿Qué sucede? -le preguntó.

– No tiene buena pinta.

– ¿Qué?

Él hizo un movimiento negativo con la cabeza, indicando con ello que no quería comentarlo delante de la chica. Pero Sabra Dendy no era tonta. Captó su preocupación.

– Algo va mal, ¿verdad?

Hay que decir a favor de Doc que no se anduvo con rodeos.

– No va mal, Sabra. Sólo que es un poco más complicado.

– ¿Qué?

– ¿Sabes lo que significa un parto de nalgas?

Tiel se quedó sin respiración. Oyó el sonido de lamentación de Gladys.

– Es cuando el bebé… -Sabra hizo una pausa para tragar saliva-. Cuando el bebé está colocado al revés.

Él asintió solemnemente.

– Creo que tu bebé está mal colocado. No tiene la cabeza hacia abajo.

La chica empezó a sollozar.

– ¿Qué puede hacer?

– A veces no es necesario hacer nada. El bebé se da la vuelta solo.

– ¿Qué es lo peor que puede ocurrir?

Doc miró a Ronnie, que era quien había formulado la pregunta.

– Se realiza una cesárea, lo que evita a la madre y el niño un parto penoso y duro. El nacimiento por vía vaginal resulta peligroso y puede poner la vida de ambos en peligro. Sabiendo esto, ¿permitirás que alguien llame a urgencias y consiga ayuda para Sabra?

– ¡No! -gritó la chica-. ¡No pienso ir a ningún hospital, no lo haré!

Doc le dio la mano.

– Tu bebé podría morir, Sabra.

– Usted puede ayudarme.

– No tengo el equipo necesario.

– Puede hacerlo de todos modos. Sé que puede.

– Sabra, escúchale, por favor -le aconsejó Tiel-. Sabe de qué habla. Un parto de nalgas podría ser extremadamente doloroso. Además podría poner en peligro la vida del bebé o causarle graves deficiencias. Por favor, pídele a Ronnie que siga el consejo de Doc. Que nos deje llamar a urgencias.

– No -dijo ella, negando con terquedad con la cabeza-. No entienden nada. Mi padre juró que ni yo ni Ronnie volveríamos a ver al bebé después de su nacimiento. Quiere darlo.

– Dudo que…

Pero Sabra no dejó terminar a Tiel.

– Dijo que el bebé no significaría para él más que un cachorro no deseado que se entrega en la perrera. Y cuando dice algo, lo dice en serio. Se llevará a nuestro bebé y nunca volveremos a verlo. Además, nos separará. Dijo que lo haría y lo hará. -Empezó a sollozar.

– ¡Oh!, pobre -murmuró Gladys-. Pobrecitos.

Tiel miró a los demás por encima del hombro. Vern y Gladys se habían sentado, estaban acurrucados el uno contra el otro, él abrazándola de modo protector. Ambos contemplaban apesadumbrados la escena.

Los dos mexicanos hablaban entre sí en voz baja, lanzando hostiles miradas a su alrededor. Tiel esperaba que no estuviesen tramando otro intento de vencer a Ronnie. Donna, la cajera, seguía tendida en el suelo bocabajo, pero murmuró:

– Pobrecitos…, lo dudo. Casi me mata.

Ronnie, que acababa de tomar una decisión, miró a Doc y dijo:

– Sabra quiere que la ayude usted.

Doc pareció a punto de rebatirle. Pero entonces, quizá por el factor tiempo, cambió de idea.

– Está bien. Por lo pronto, haré lo que pueda, empezando por una exploración interna.

– Se refiere a…

– Sí. A eso me refiero. Necesito saber hasta qué punto está avanzado el parto. Necesito algo con lo que poder esterilizarme las manos.

– Tengo un producto para lavarse las manos sin agua -le dijo Tiel-. Es antibacteriano.

– Muy bien. Gracias.

Hizo el amago de levantarse, pero Ronnie la detuvo.

– Vaya a buscarlo y vuelva enseguida. Recuerde que la vigilo.

Regresó al punto donde había soltado el bolso, los refrescos y las pipas de girasol. Extrajo del bolso el bote de plástico con el producto para lavar las manos. Entonces, llamando la atención de Vern, hizo ver como si se llevara una videocámara al ojo. De entrada, él se quedó perplejo, pero entonces Gladys le dio un codazo en las costillas y le susurró alguna cosa al oído. Asintiendo, indicó con la barbilla en dirección al expositor de revistas. Tiel recordó que cuando el atraco había empezado ellos estaban deambulando por allí.

Regresó con el bote y se lo entregó a Doc.

– ¿No deberíamos ponerle algo debajo?

– En el coche tenemos pañales infantiles.

– ¡Gladys! -exclamó Vern, avergonzado por la confesión de su esposa.

– Nos vendrían estupendamente -dijo Tiel, recordando los apositos protectores desechables que había visto en la cama del tío Pete en la residencia. Con ellos, el personal se evitaba tener que cambiar toda la ropa de cama cada vez que un residente sufría un accidente-. Iré a por ellos.

– Y un cuerno -se opuso Ronnie-. Usted no. Que vaya este señor. Ella -dijo, apuntando a Gladys con la pistola-, ella se queda aquí.

Gladys le dio un golpecito cariñoso a la huesuda rodilla de Vern.

– No me pasará nada, cariño.

– ¿Estás segura? Si te sucediese cualquier cosa…

– No me pasará nada. Este chico tiene más cosas por las que preocuparse que por mí.

Vern despegó del suelo su raquítico cuerpo, sacudió el trasero de su pantalón corto y se dirigió hacia la puerta.

– Es evidente que no puedo traspasar el cristal.

Ronnie le dio un codazo a Donna, quien al instante empezó a implorarle que le perdonara la vida. Le ordenó que callase y que abriera la puerta, lo que hizo al momento.

En la puerta, Ronnie y el anciano intercambiaron una mirada llena de significado.

– No te preocupes, volveré -le aseguró el anciano. No haría nada que pusiese en peligro la vida de mi esposa. -Y, pese a que Ronnie Davison pesaba veinte kilos más que él y le sacaba un palmo de altura, le lanzó una advertencia-. Si le haces daño, te mato.

Ronnie abrió la puerta de un empujón y Vern salió. Su intento de correr un poco fue inintencionadamente cómico. Tiel observó su avance por el aparcamiento hasta llegar a los surtidores de gasolina y subir al Winnebago.

Doc hablaba con Sabra animándola durante otra contracción. Cuando cedió, la chica se relajó y cerró los ojos. Tiel miró a Doc, que observaba a la chica.

– ¿Qué más necesitaría?

– Guantes.

– Veré qué puedo encontrar.

– Y un poco de vinagre.

– ¿Vinagre destilado normal?

– Hmm. -Después de una breve pausa, comentó-: Se muestra usted tremendamente fría bajo presión.

– Gracias. -Siguieron observando a la chica, quien, por el momento, parecía haberse quedado dormida. Tiel preguntó en voz baja-: ¿Acabará mal?

Los labios del vaquero se comprimieron en una tensa línea.

– No, si puedo evitarlo.

– ¿Cómo de mal…?

– ¿Qué murmuran ustedes dos?

Tiel miró a Ronnie.

– Doc necesita unos guantes. Iba a preguntarle a Donna si tienen en la tienda.

– De acuerdo, adelante.

Dejó a Sabra para avanzar hacia el mostrador. Donna estaba de pie tras él, esperando para abrir la puerta en cuanto Vern regresara. Miró a Tiel con recelo.

– ¿Qué quiere?

– Donna, por favor, mantenga la calma. La histeria no hace más que empeorar la situación. De momento, estamos todos seguros.

– ¿Seguros?!Ja! Es la tercera vez que me pasa.

– ¿Que la atracan?

– Mi suerte está condenada a agotarse. La primera vez eran tres. Llegaron tranquilamente, vaciaron la caja y me encerraron en el congelador. De no haber aparecido el repartidor de leche y yogures, me habrían encontrado muerta. La segunda vez, un tipo enmascarado me aporreó en la cabeza con la culata de la pistola. Sufrí una conmoción cerebral y estuve seis semanas sin trabajar por los fuertes dolores de cabeza. Estaba tan mareada, que me pasaba el día vomitando. -Su estrecho pecho subió y bajó al ritmo de un profundo suspiro de resignación. Es sólo cuestión de tiempo. Las probabilidades van en mi contra y uno de estos días acabaré muerta. ¿Cree que nos dejarán fumar?

– Si tanto miedo tiene, ¿por qué no lo deja y se busca otro trabajo?

Miró a Tiel como si se hubiese vuelto loca.

– Mi trabajo me gusta.

Si ésa era la lógica, tal vez sí fuese verdad que Tiel se estaba volviendo loca.

– ¿Tiene guantes de látex en la tienda? De esos que utilizan los médicos.

Movió su cabeza con rizos de permanente.

– De la marca Rubbermaid. Sí. Creo que tengo dos pares más allá, junto a los productos de limpieza del hogar.

– Gracias. Tranquilícese, Donna.

Cuando Tiel pasó junto a Gladys, se inclinó y le dijo en voz baja:

– ¿Hay cinta en la videocámara?

La anciana asintió.

– Quedan dos horas. Y está rebobinada. A menos que Vern lo echase todo a perder cuando estuvo toqueteándola.

– Si puedo traérsela…

– ¡Eh! -gritó Ronnie-. ¿De qué cuchichean ahora?

– Teme por su esposo. Estaba tranquilizándola.

– Ahí está -dijo Gladys, señalando hacia la puerta.

Donna quitó el pestillo automático y entró Vern, tambaleándose todo él excepto sus piernas de palillo, y oculto detrás de un montón de ropa de cama. Ronnie le ordenó dejar en el suelo la montaña de cojines y mantas, pero el anciano se negó.

– Está todo limpio. Si lo dejo caer, se ensuciará. La señora necesita un lugar confortable y he pensado que estas toallas también podrían ser útiles.

– De hecho, es muy buena idea, Ronnie -dijo Tiel-. Puedes examinar el material cuando lo haya dejado en el lugar adecuado.

Además de los pañales que había ido a buscar a la furgoneta, Vern había cogido dos cojines, dos mantas, dos sábanas limpias y varias toallas de baño. Ronnie no encontró nada escondido entre todo aquello y le dio su aprobación a Tiel para que preparara una camilla improvisada, lo que hizo enseguida mientras Sabra se apoyaba con fuerza contra Doc.

Tiel utilizó una de las sábanas y reservó la otra para después, por si surgía la necesidad. Cuando hubo acabado, Doc acostó a la chica en la improvisada cama. Se instaló en ella agradecida. Tiel le colocó uno de los pañales desechables bajo las caderas.

– No son para lo que piensan -declaró Vern.

Tiel y Doc miraron a la vez al anciano, sorprendidos al ver que se inclinaba para hacerles una confidencia.

– No sufrimos incontinencia.

Tiel apenas pudo reprimir una sonrisa.

– No le hemos preguntado al respecto.

– Estamos de luna de miel -explicó Vern en tono confidencial-. Todas las noches nos ponemos a ello. Y de día también, si nos apura la necesidad. Ya saben lo ardientes que son los novios en luna de miel. Estos pañales no son precisamente lo más cómodo del mundo, pero a ninguno de los dos nos gusta la humedad y así no tenemos que cambiar las sábanas después de cada vez.

El anciano guiñó un ojo, dio media vuelta y obedeció las instrucciones de Ronnie de reunirse con los demás. Se sentó junto a su esposa, quien le abrazó y le estampó un sonoro beso en la mejilla, alabándolo por su valentía.

Tiel, percatándose de que estaba boquiabierta, cerró la boca chocando los dientes. Su mirada se deslizó hacia Doc, empeñado en cronometrar los dolores de parto de Sabra, aunque con una sonrisa dibujada en los labios.

Miró a Tiel levantando las cejas y la sorprendió mirándolo. Emitió un sonido sordo que pasó por una risa.

– ¿Los guantes?

– ¿Qué?

– ¿Ha preguntado por los guantes?

– ¡Oh!, sí, hay dos pares de Rubbermaid.

Movió la cabeza.

– Igual de bien que unos guantes de cuero de trabajo. ¿Y qué hay del vinagre?

– Viene de camino.

Y gasas.

Tiel pidió permiso a Ronnie para mirar por los pasillos, donde encontró varias botellas de plástico de vinagre, una caja de gasas esterilizadas y un paquete de pañales infantiles desechables. Lo cogió todo. Cuando ya volvía hacia donde estaba Sabra, hubo algo más que captó su mirada. En un arranque de inspiración, añadió al conjunto dos cajas de tinte para el cabello.

Cuando llegó junto a la chica, Sabra estaba escuchando con atención lo que Doc le explicaba.

– No va a ser agradable, pero intentaré no hacerte daño, ¿de acuerdo?

– La chica asintió y miró a Tiel con aprensión.

– ¿Te han realizado alguna vez una exploración ginecológica, Sabra? -le preguntó en voz baja.

– Una vez. Cuando fui a que me recetaran pildoras anticonceptivas. -Tiel levantó la cabeza desconcertada, y Sabra bajó la vista, sintiéndose claramente incómoda-. Dejé de tomarlas porque engordaba.

– Ya veo. Bien, entonces, si has pasado ya por una exploración, sabrás lo que puedes esperar. Seguramente no será peor que esa primera exploración. ¿No, Doc?

– Procuraré que sea lo más leve posible.

Tiel le apretó la mano a la chica.

– Estaré aquí mismo por si…

– No, quédese aquí conmigo. Por favor. -Le indicó a Tiel que se agachara a su lado para consultarle en privado alguna cosa-. Es un hombre muy agradable -dijo, hablándole a Tiel en voz baja directamente al oído-. Actúa como un médico y habla como un médico, pero no lo parece… ¿Sabe a lo que me refiero?

– Sí, sé a lo que te refieres.

– De modo que me siento un poco extraña con él…, ¿sabe? ¿Podría, por favor, ayudarme a quitarme las bragas?

Tiel se enderezó y miró a Doc.

– ¿Nos concede un momento, por favor?

– Por supuesto.

– ¿Qué sucede? -quiso saber Ronnie en cuanto Doc se levantó.

– La señora necesita un poco de intimidad. Por mi parte. Y también por la tuya.

– Pero yo soy su novio.

– Razón por la cual eres la última persona del mundo que quiere a su lado observándola.

– Tiene razón, Ronnie -dijo Sabra-. Por favor.

El chico se alejó con Doc. Tiel le subió la falda a Sabra y la ayudó mientras ella levantaba las caderas con dificultad y se bajaba la ropa interior.

– Ya estamos -dijo Tiel con delicadeza, cogiendo de las manos de Sabra la empapada prenda que la chica había convertido en un bulto del tamaño de una pelota de ping pong.

– Siento que esté tan pegajosa.

– Sabra, a partir de ahora mismo vas a dejar de pedir perdón por todo. Nunca he pasado por un parto, pero estoy segura de que no lo abordaría ni con la mitad de la dignidad que tú estás mostrando. ¿Estás más cómoda ahora? -Era evidente que no. Por la mueca de Sabra era fácil adivinar que estaba sufriendo una nueva contracción-. ¿Doc?

Apareció en un instante y presionó las manos sobre el abdomen de Sabra.

– Esperemos que se dé la vuelta él solo.

– Me gustaría que fuera niña -le dijo Sabra, entre respiración y respiración.

Doc sonrió.

– ¿De verdad?

– A Ronnie también le gustaría una niña.

– Las hijas son estupendas, tiene razón.

Tiel lo miró de reojo. ¿Tendría hijas?, se preguntó. Lo había tomado por un soltero, un solitario. A lo mejor porque su aspecto recordaba al hombre de Marlboro. Nadie se imagina al hombre de Marlboro con una mujer y una familia a cuestas.

¿A lo mejor…? Tiel no podía quitarse de encima la sensación de que había visto antes a Doc. Pero lo que le resultaba vagamente familiar debía de ser su parecido con los duros modelos de los anuncios de tabaco.

Superado el dolor, Doc puso las manos en las rodillas elevadas de la chica.

– Intenta relajarte todo lo posible. Y avísame si te hago daño, ¿de acuerdo?

– ¡Oh!, espere. -Tiel cogió una de las cajas de tinte para el cabello y la abrió. Al ver la expresión de curiosidad de Doc, le dijo-: Viene con un par de guantes desechables. No serán estupendos; seguramente ni siquiera serán de su talla -añadió, mirando sus varoniles manos, pero son mejores que nada.

– Buena idea.

Doc separó los guantes de plástico del papel encerado al que estaban pegados y consiguió introducir las manos en ellos. Eran pequeños y no encajaban bien, pero le dio las gracias a Tiel y volvió a asegurarle a Sabra que intentaría hacer todo lo posible para que la exploración no resultase desagradable.

– Esto te ayudará.

Por cuestión de pudor, Tiel extendió la segunda sábana por encima de las rodillas de la chica.

Doc la miró dándole su aprobación.

– Ahora relájate, Sabra. Terminaré antes de que te hayas dado cuenta.

La chica respiró hondo y cerró los ojos con fuerza.

– Primero voy a lavar la zona con una toallita de éstas. Luego aplicaré un poco de vinagre. A lo mejor está frío.

Le preguntó qué tal iba mientras vertía el vinagre y lo secaba con unas gasas.

– Bien -respondió ella, tímidamente.

Tiel se dio cuenta de que también ella aguantaba la respiración.

– Respira hondo, Sabra. Te ayudará a relajarte. Hagámoslo juntas. Respira hondo. Ahora suelta. -Sabra se estremeció con la penetración-. Otra vez. Vuelve a tomar aire con fuerza. Suelta. Eso es. Ya no falta mucho. Todo va muy bien.

Pero no era así. O al menos eso era lo que decía la expresión de Doc. Retiró la manos de entre los muslos de la chica y, escondiendo su preocupación, la felicitó por lo bien que estaba haciéndolo. Se retiró los guantes y cogió la botella de producto para limpiar las manos, con el que se frotó con fuerza manos y antebrazos.

– ¿Va todo bien?

Ronnie estaba de nuevo allí. Y pese a que era él quien había formulado la pregunta, Doc dirigió su respuesta a Sabra.

– No estás muy dilatada.

– ¿Qué significa eso?

– Significa que el parto es disfuncional.

– ¿Disfuncional?

– Es una palabra complicada, pero es el término médico que se aplica a tu situación. Por lo fuertes y frecuentes que son los dolores, deberías tener el cuello de la matriz más dilatado de lo que lo está. El bebé empuja para salir, pero tú no tienes todas las partes de tu cuerpo preparadas aún para el nacimiento.

– ¿Qué puede hacer?

– Yo no puedo hacer nada, Ronnie, pero tú sí. Puedes detener toda esta locura y llevar a Sabra a un lugar donde reciba los cuidados médicos que necesita.

– Ya se lo he dicho, no.

– No -repitió Sabra.

El teléfono sonó antes de que la discusión siguiera adelante.

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