Amanda Quick
Seduccion

1

Julián Richard Sinclair, conde de Ravenwood, escuchó atónito, sin poder creerlo, el rechazo que recibiera como respuesta ante su formal propuesta de matrimonio. Pero después de su incredulidad, sobrevino una ira fría, aunque controlada. Pero ¿quién se creía que era esa dama?, se preguntó él. Desgraciadamente, no pudo preguntárselo a ella, pues la mujer en cuestión había preferido estar ausente y rechazar la generosa propuesta matrimonial de Julián por medio de su abuelo, quien, obviamente, se hallaba en una incómoda posición.

– Al diablo con todo esto, Ravenwood, no crea que esta situación me agrada mucho más a mí que a usted. La verdad es que esta muchacha ya no es una adolescente que acaba de terminar sus estudios -le explicó lord Dorring, con toda su parsimonia-. Antes era una criaturita de lo más simpática, siempre dispuesta a complacer a los demás. Pero ya tiene veintitrés años y, aparentemente, en el transcurso de los últimos tiempos ha desarrollado una personalidad propia y su poder de decisión es para tener en cuenta. A veces hasta se transforma en un estorbo, pero así están planteadas las cosas. Ya no puedo darle órdenes.

– Ya sabía cuál era su edad -dijo Julián, cortante-. Y precisamente por eso pensé que se trataría de una mujer sensata y sociable.

– Oh, lo es -barbotó lord Dorring de inmediato- definitivamente lo es. No querrá insinuar usted lo contrario, ¿verdad? No es ninguna bobalicona sin cerebro, que suele tener ataques de histeria ni cosas por el estilo. -Su rostro encarnado y patilludo ardió con evidente irritación-. Normalmente, tiene muy buen carácter. Es muy agradable. Un ejemplo perfecto de modestia y gracia femeninas.

– Modestia y gracia femeninas -repitió Julián lentamente.

El rostro de lord Dorring se iluminó.

– Precisamente, milord. Modestia y gracia femeninas. Ha sido un gran consuelo para su abuela, desde la muerte de nuestro hijo menor y de su esposa, hace unos pocos años. ¿Sabe? Los padres de Sophy desaparecieron en el mar cuando ella cumplió los diecisiete. Ella y su hermana vinieron a vivir con nosotros. Estoy seguro que usted lo recuerda -Lord Dorring carraspeó y tosió-. Ah, tal vez la noticia no llegó a sus oídos pues para esa época, usted estaba bastante ocupado con otras… eh… cuestiones.

Julián concluyó que ese «otras cuestiones» había sido un elegante eufemismo con el cual lord Dorring había salido del aprieto en el que se había metido al traer a colación el recuerdo de una hermosa malvada llamada Elizabeth.

– Si su nieta es el claro ejemplo de todas esas virtudes que usted mencionó, Dorring, ¿cuál es el problema que hay en convencerla para que acepte mi propuesta de matrimonio?

– Todo es mi culpa, asegura la abuela de la muchacha.

Lord Dorring frunció sus espesas cejas en señal de desasosiego.

– Me temo que le he permitido leer demasiado y, según me habían dicho, no los textos más adecuados para ella. Pero como podrá imaginarse, no puedo decir a Sophy qué debe leer y qué no. No sé cómo un hombre puede llegar a eso. ¿Más clarete, Ravenwood?

– Gracias, creo que le aceptaré otra copa. -Julián miró a su anfitrión, con las mejillas carmesí y trató de hablar con toda serenidad-. Confieso que no entiendo bien, Dorring. ¿Que tiene que ver todo este asunto con las cosas que lee Sophy?

– Me temo que no he observado con demasiada atención las cosas que ella lee -murmuró lord Dorring, tragándose su clarete-. Y si uno no repara en esos detalles, las mujeres jóvenes suelen formarse ciertos conceptos. Pero después que la hermana de Sophy murió, hace tres años, yo no he querido presionar demasiado a la pobre. Tanto su abuela como yo estamos muy orgullosos de ella. En realidad, es una muchacha razonable.

No entiendo qué se le habrá metido en la cabeza para rechazarlo. Estoy seguro de que cambiará de parecer si sólo le da un poco de tiempo.

– ¿Tiempo? -Ravenwood arqueó las cejas con un sarcasmo mal intencionado.

– Debe admitir que usted también ha apresurado un poco las cosas. Hasta mí esposa opina lo mismo. Aquí, en el campo, tenemos por costumbre ir más despacio con estas cosas. ¿Sabe?, no estamos habituados al ritmo de la ciudad. Y las mujeres, hasta las más sensatas, tienen todas estas malditas ideas románticas respecto de qué debe y qué no debe hacer un hombre en estos casos. -Lord Dorring miró a su invitado con cierto aire esperanzado-. Quizá, si usted le diera unos días más para que ella reconsidere su propuesta…

– Me gustaría hablar con la señorita Dorring personalmente -dijo Julián.

– Pensé que se lo había dicho ya. Sophy no está en este momento. Salió a cabalgar. Los miércoles visita a Bess.

– Ya lo sé. Presumo que le habrán informado que yo vendría a las tres.

Lord Dorring volvió a carraspear.

– Yo, eh… creo que se lo mencioné. Sin duda se le habrá borrado de la mente. Ya sabe usted cómo son las mujeres. -Miró el reloj-. Debería estar de regreso para las cuatro y media.

– Desgraciadamente, no puedo esperarla. -Julián apoyó su vaso de vino y se puso de pie-. Puede informarle a su nieta que no soy un hombre muy paciente. Tenía la esperanza de solucionar todo esto del matrimonio hoy mismo.

– Creo que ella piensa que ya está solucionado, milord -dijo lord Dorring tristemente.

– También puede informarle que yo no considero que esta cuestión esté terminada. Mañana volveré a la misma hora. Y realmente, Dorring, le agradecería mucho si usted dedicara todo su esmero en recordarle mi visita. Es mi intención mantener una conversación personal con ella antes de poner punto final a todo esto.

– Indudablemente, claro, Ravenwood. Pero es mi deber advertirle que Sophy suele ser impredecible respecto de sus idas y venidas. Como ya le dije antes, últimamente se pone muy caprichosa en ciertos aspectos,

– Entonces espero que, por esta vez, sea usted el que eche mano de su autoridad y poder de decisión. Es su nieta. Si necesita que alguien le acorte las riendas, entonces hágalo, por favor.

– Dios Santo -exclamó Dorring sinceramente-. Ojalá fuera así de simple.

Julián avanzó con pasos agigantados hacia la puerta de la pequeña y deslucida biblioteca, para salir al pasillo angosto y oscuro. El mayordomo, vestido de un modo que armonizaba a la perfección con el aire de ajada elegancia que caracterizaba el resto de la antigua mansión, le entregó la maleta de piel de castor y sus guantes.

Julián asintió bruscamente y pasó junto al criado. Los tacones de sus botas hessianas retumbaron en el piso de piedra. Ya estaba odiando el momento en el que había decidido vestirse formalmente para una visita tan poco productiva.

Hasta había hecho traer uno de los carruajes para la ocasión. Bien podría haber ido a caballo a Chesley Court y ahorrarse la molestia de agregar un toque de formalidad a la visita.

De haber escogido esta última opción, podría haberse detenido en la residencia de uno de los terratenientes, que le quedaba de paso, para arreglar algunos negocios. De ese modo, no habría perdido toda la tarde inútilmente.

– A la Abadía -ordenó Julián, cuando se abrió la puerta del carruaje. El cochero, que llevaba el uniforme verde y dorado de Ravenwood, hizo un gesto tocándose el sombrero, dando a entender que había captado la orden.

No bien la puerta del vehículo se cerró, el tiro de tordillos echó a andar, ante el leve chasquido de la fusta. Era evidente que el conde de Ravenwood no estaba de humor para deleitarse con el paisaje campestre esa tarde.

Julián se acomodó sobre los cojines del coche, estiró las piernas y se cruzó de brazos, concentrándose en controlar su impaciencia. Claro que no le resultó una tarea sencilla.

Jamás se le había cruzado por la cabeza que le rechazarían su propuesta matrimonial. Ni remotamente la señorita Sophy Dorring estaba en posición como para recibir una mejor oferta, y todo el mundo lo sabía. Indudablemente, sus abuelos también tendrían plena conciencia de esa realidad.

Pocos días atrás, lord Dorring y su esposa por poco se desmayan cuando Julián les pidió la mano de su nieta en matrimonio. En cuanto a ellos concernía, ya habían perdido las esperanzas de poder casar a la joven, debido a su edad, por lo que la propuesta de Julián les pareció un regalo del cielo.

Julián frunció la boca sarcásticamente al imaginar la escena que se habría producido cuando Sophy informó a sus abuelos respecto de su falta de interés por la boda. Obviamente, lord Dorring no había sabido cómo manejar la situación, y su esposa había sido víctima de un ataque de nervios. Y la nieta, con sus lamentables hábitos de lectura, había resultado victoriosa ganadora del conflicto.

Pero la verdadera cuestión residía en averiguar por qué la muy tonta habría querido ganar esa batalla en primer lugar. Lo más lógico habría sido que se pusiera a saltar de alegría ante la propuesta de Julián ya que, después de todo, él tenía intenciones de establecerla en la Abadía de Ravenwood, como la condesa de Ravenwood. Una joven de veintitrés años, criada en el campo, de aspecto apenas pasable y con una herencia extremadamente reducida, no podía aspirar a más ni por casualidad. Por un momento, Julián se detuvo a pensar qué clase de bibliografía atraía a Sophy. Pero de inmediato descartó la posibilidad de que fuera el material de lectura el verdadero problema de todo.

Lo más factible era que se tratara de la exagerada indulgencia del abuelo respecto de su nieta huérfana. Generalmente, las mujeres son muy rápidas para aprovecharse de la debilidad de carácter de ciertos hombres.

Su edad podría ser otro factor. En un principio, Julián la había considerado una ventaja. Ya había tenido experiencia con una esposa joven e ingobernable, que le había bastado. Con las escenas, histerias y caprichos de Elizabeth le alcanzaba para toda la vida. Por consiguiente, pensó que una mujer más madura sería más equilibrada y menos exigente. Más agradecida, a decir verdad.

Julián se recordó a sí mismo que esa joven no tendría demasiadas alternativas allí en el campo. Tampoco las tendría en la ciudad, para ser honesto. Decididamente, no era el tipo de mujer capaz de atraer la atención de los hastiados hombres de la alta sociedad. Esa clase de hombres se consideraba tan experta en mujeres como en caballos y, sin duda, no perderían su tiempo en mirar dos veces a Sophy.

Su color de cabello no estaba bien definido como la moda exigía, pues no era intensamente oscuro ni tampoco rubio angelical. Sus rizos castaños poseían una tonalidad bastante aceptable, pero aparentemente no eran dóciles, pues siempre se le escapaba algún mechón por debajo de la cofia o le quedaba desordenado.

No era ninguna diosa griega, como tan de moda estaba en añares en esos momentos, pero Julián tuvo que admitir que no tenía nada que objetar de su nariz apenas respingona, de su mentón ligeramente redondeado y de su cálida sonrisa. No sería, por lo tanto, un gran sacrificio acostarse con ella unas cuantas veces para asegurarse la concepción de su heredero.

También estuvo dispuesto a reconocer que Sophy tenía ojos bonitos, pues su tonalidad era una interesante e inusual combinación de turquesa con destellos dorados. Le resultaba curioso y hasta ciertamente gratificante el saber que su dueña no tuviera ni la menor idea de cómo usarlos para coquetear.

En lugar de espiarlo entre sus párpados entrecerrados, Sophy tenía la desconcertante costumbre de mirarlo directamente a los ojos. Su mirada se caracterizaba por una franqueza que convenció a Julián de que Sophy tendría grandes dificultades en ejercer el elegante arte de mentir. Esa condición también le venía de perillas, en especial, al recordar cómo casi se había vuelto loco al descubrir todos los engaños de Elizabeth.

Sophy era delgada. Los populares vestidos de cintura alta le sentaban a la perfección, aunque también tendían a enfatizar las pequeñas curvaturas de sus senos. No obstante, había en ella una saludable y vibrante cualidad que Julián apreciaba. A él no le gustaban las débiles. Las mujeres frágiles no tenían éxito en el momento de dar a luz a sus hijos.

Julián repasó mentalmente la imagen de la mujer a quien pensaba desposar. Si bien había emitido un juicio bastante acertado de sus características físicas, aparentemente había pasado por alto ciertos aspectos de su personalidad. Por ejemplo, jamás habría imaginado siquiera que detrás de esa fachada dulce y serena, Sophy ocultaba un gran orgullo y poder de decisión propios.

Debía de ser ese orgullo el que estaba interponiéndose en el camino para que ella no demostrara el agradecimiento debido. Y su obstinación y determinación parecían mucho más arraigadas de lo esperado. Obviamente, sus abuelos estaban desconcertados, sin saber qué hacer ante la inesperada resistencia de su nieta. Por consiguiente, Julián decidió que si la situación podía salvarse, tendría que ser él mismo quien lo hiciera.

Tomó esa decisión cuando el carruaje se detuvo frente a los dos majestuosos brazos formados por las barandas que, a modo de tenazas de cangrejo, enmarcaban las imponentes escalinatas de la entrada a la Abadía de Ravenwood. Julián bajó del vehículo, subió rápidamente los escalones y empezó a dar órdenes en voz baja cuando las puertas se abrieron para recibirle.

– Envíe un mensaje a los establos, Jessup. Quiero que el negro esté ensillado y listo dentro de veinte minutos.

– Muy bien, milord.

El mayordomo se volvió para pasar el mensaje a uno de los sirvientes, mientras Julián atravesaba el vestíbulo, con su elegante piso de mármol blanco y negro, para dirigirse hacia las escaleras alfombradas en rojo.

Julián prestaba muy poca atención a su majestuoso entorno. Si bien había sido criado allí, desde los primeros días de su matrimonio con Elizabeth había decidido ignorar la Abadía de Ravenwood. En una época había sentido el mismo orgullo posesivo hacia su casa, como hacia las fértiles tierras que la rodeaban, pero actualmente sólo experimentaba un vago disgusto por todo lo que estuviera relacionado con su hogar ancestral.

Cada vez que entraba a una habitación se preguntaba si no se trataría de otro de los muchos recintos en los que le habían puesto los cuernos.

La tierra era un asunto diferente. Ninguna mujer podría manchar los riquísimos campos de Ravenwood ni ninguna otra tierra. Todo hombre podía contar con sus tierras, y si él las cuidaba debidamente, se vería generosamente recompensado. Con la finalidad de conservar esas tierras para los futuros condes de Ravenwood, Julián estaba dispuesto a hacer el último sacrificio: volver a casarse.

Abrigaba la esperanza de que el hecho de instalar a su nueva esposa allí sirviera para borrar los vestigios que aún quedaban de Elizabeth y, especialmente, para modificar radicalmente la lujuria opresiva y la exótica sensualidad que reinaban en la recámara que Elizabeth alguna vez había tomado como propia. Julián detestaba ese cuarto. No había vuelto a poner un pie en él desde el día del fallecimiento de Elizabeth.

Una cosa era segura, se decía mientras subía las escaleras: no volvería a cometer con su nueva esposa los mismos errores que había cometido con la primera. Nunca más volvería a hacer el papel de una mosca atrapada inexorablemente en una telaraña.


Quince minutos después Julián volvió a bajar, con ropa apropiada para montar. No se sorprendió al encontrar al semental azabache al que había bautizado con el nombre de Ángel, listo y esperándolo. Ya había dado por descontado que el caballo estaría preparado en la puerta para cuando él bajase. Cada uno de los integrantes de la casa sabía perfectamente que debía tomar todas las medidas necesarias para anticiparse siempre al amo de Ravenwood. Nadie que estuviera en sus cabales podría tener la intención de cometer un desliz que invocara la ira del demonio. Julián descendió por las escalinatas y subió a la silla del caballo.

El cuidador retrocedió al ver que el animal echaba la cabeza hacia atrás y bailoteaba durante breves segundos. Los poderosos músculos del caballo se tensionaron bajo el lustroso pelaje cuando Julián estableció su autoridad con mano firme.

Cuando dio la señal, el caballo echó a correr, ansioso. Julián decidió que no le resultaría para nada difícil interceptar a la señorita Sophy Dorring en su camino de regreso a Chesley Court.

Conocía sus tierras como la palma de su mano, de modo que tenía bastante idea del sitio preciso donde la localizaría: un atajo que sin duda ella escogería para volver a su hogar, el cual rodeaba la laguna.

– Es muy probable que algún día se mate con ese caballo -dijo el criado al cuidador del caballo, que era su primo.

El cuidador escupió sobre el empedrado del patio.

– Su señoría no abandonará esta vida montado a caballo. Monta como un demonio. ¿Cuánto tiempo va a quedarse aquí esta vez?

– En la cocina dicen que ha venido a buscarse otra esposa. Parece que le ha echado el ojo a la nieta de lord Dorring. Esta vez Su señoría quiere una chica de campo, tranquila, que no le cause ningún problema.

– No se le puede culpar por eso. Yo me sentiría de la misma manera si me viera ligado con esa bruja que él eligió la última vez.

– Maggie comentaba en la cocina que fue su primera esposa la que lo convirtió en un demonio.

– Maggie tiene razón. Pero de todos modos, me da pena la señorita Dorring. Es una muchacha decente. ¿Recuerdas esa vez que vino sin que nadie la llamase, con unas hierbas para que mamá se recuperara de esa terrible tos que pescó en invierno? Mamá jura y perjura que la señorita Dorring le salvó la vida.

– Claro que la señorita Dorring se convertirá en una condesa -señaló el criado.

– Cierto, pero deberá pagar un precio muy alto por gozar del privilegio de ser la dama de un demonio.


Sophy estaba sentada en el banco de madera que estaba frente a la casa de la vieja Bess, empaquetando lo que le quedaba de fenogreco. Lo juntó con el resto de las hierbas que había seleccionado recientemente. Ya se había quedado casi sin provisiones tan esenciales como el ajo, cardos, dulcamara y amapolas, en sus diferentes formas.

– Creo que esto me alcanzará para los próximos dos meses, Bess -anunció mientras se limpiaba las manos y se ponía de píe. Ignoró por completo la mancha de pasto que tenía en la falda de su viejo vestido azul, de lana apropiado para montar.

– Ten cuidado si preparas té de amapolas para curar el reuma de lady Dorring -le advirtió Bess-. Este año las amapolas vinieron muy fuertes.

Sophy asintió en dirección a la vieja y arrugada mujer que tanto le había enseñado.

– Tendré en cuenta reducir las cantidades. Pero ¿cómo estás tú? ¿Necesitas algo?

– Nada, niña, nada. -Bess estudió su vieja casa y su jardín de hierbas con una mirada serena, mientras se limpiaba las manos en el delantal-. Tengo todo lo que necesito.

– Siempre es así. Eres afortunada al estar tan contenta con la vida, Bess.

– Tú también encontrarás la felicidad algún día, si te esmeras en buscarla.

La sonrisa de Sophy se desvaneció.

– Tal vez. Pero primero debo buscar otras cosas.

Bess la miró apesadumbrada. Sus ojos casi transparentes se llenaron de comprensión.

– Pensé que ya habías superado tu sed de venganza, niña.

Creí que finalmente la habrías dejado en el pasado, como debe ser.

– Las cosas han cambiado, Bess. -Sophy se encaminó hacia el sitio donde la aguardaba su caballo, rodeando la casa con techo de paja-. Tengo la oportunidad de lograr que se haga justicia.

– Si tienes un poco de sentido común, niña, debes seguir mi consejo y olvidar el asunto. Lo hecho, hecho está. Tu hermana, que en paz descanse, ya no está con nosotros. Ya no hay nada que puedas hacer por ella. Tú tienes vida propia y debes prestarle atención. -Bess sonrió, mostrando así todos los dientes que le faltaban-. He escuchado por ahí que hay cuestiones mucho más importantes que tienes que considerar en estos días.

Sophy miró con agudeza a la mujer mayor, mientras trataba infructuosamente de acomodar su sombrero que tenía medio caído.

– Como siempre, te las ingenias para estar al día con los chismes del pueblo. ¿Ya te has enterado de que he recibido una propuesta formal de matrimonio del mismo demonio?

– Los que llaman a lord Ravenwood demonio son los que se dedican a los chismes. Yo sólo me ocupo de los hechos. ¿Es cierto?

– ¿Qué? ¿Que el conde de Ravenwood es pariente cercano de Lucifer? Sí, Bess, estoy casi segura de que es cierto. Nunca he conocido a un hombre más arrogante que Su señoría. Ese orgullo tan arraigado pertenece indudablemente al mismo diablo.

Bess meneó la cabeza con impaciencia.

– Quería preguntar si de verdad él te propuso matrimonio.

– Sí.

– ¿Y bien? ¿Cuándo le contestarás, si se puede saber?

Sophy se encogió de hombros, abandonando sus esfuerzos por acomodarse el sombrero.

– El abuelo le iba a contestar esta tarde. El conde mandó a decir que vendría esta tarde a las tres por su respuesta. Bess se detuvo abruptamente en el sendero de piedras. Sus rizos grises bailotearon desordenadamente por debajo de su gorra de muselina amarilla. Su rostro envejecido se arrugó aun más ante la confusión.

– ¿Esta tarde? ¿Y tú estás aquí escogiendo hierbas de mi jardín como si fuera un día de semana común y corriente? ¿Qué tontería es esta, muchacha? En este momento deberías estar en Chesley Court, vestida con tus mejores galas.

– ¿Por qué? El abuelo no me necesita allí. Es perfectamente capaz de decirle al demonio que se vaya al infierno.

– ¡Que le diga al demonio que se vaya al infierno! Sophy, niña, ¿estás insinuando que le pediste a tu abuelo que rechazara la propuesta del conde de Ravenwood?

Sophy sonrió cuando se detuvo frente al caballo avellana que la estaba aguardando.

– Has entendido perfectamente bien, Bess. -Se metió los paquetitos de hierbas en los bolsillos de la ropa.

– Tonterías -exclamó Bess-. No puedo creer que lord Dorring tenga el cerebro tan pequeño como para hacer semejante cosa. El sabe que jamás se te volverá a presentar otra oportunidad como ésta aunque vivas cien años.

– Yo no estoy tan segura de ello -dijo Sophy, tajante-. Por supuesto que eso depende de lo que tú consideres una buena oportunidad.

Bess entrecerró los ojos.

– Niña, ¿estás haciendo todo esto porque tienes miedo del conde? ¿Es eso? Pensé que eras lo suficientemente sensata como para no creer todas las patrañas que se dicen en el pueblo.

– Por supuesto que no las creo -contestó ella mientras se sentaba en la silla de montar-. No todas. Sólo la mitad. ¿Eso te sirve de consuelo, Bess? -Sophy se acomodó la falda debajo de sus piernas. Ella solía cabalgar a horcajadas aunque no se consideraba apropiado que una muchacha de su condición lo hiciera. Sin embargo, la gente de campo era más informal respecto de esa clase de cosas. De todas maneras, a Sophy no le cabían dudas de que su virtud estuviera bien protegida. Si acomodaba cuidadosamente su ropa, sólo exhibía las botas de media caña color tostado por debajo de las faldas.

Bess tomó la brida del zaino y alzó la vista hacia Sophy.

– Y bien, muchacha, ¿no creerás esa historia que cuentan que el conde ahogó a su primera esposa en la laguna, verdad?

Sophy suspiró.

– No, Bess, no la creo. -Pero habría sido más correcto decir que no quería creerla.

– Gracias a Dios, aunque para no faltar a la verdad, hay que reconocer que nadie en este mundo podría haber culpado al conde si lo hubiera hecho -admitió Bess.

– Cierto, Bess.

– ¿Entonces a qué viene toda esta tontería de que rechazas la propuesta del conde? No me importa la expresión de tus ojos, muchacha. Ya la he visto varias veces. ¿Qué te traes entre manos ahora?

– ¿Ahora? Bien… Cabalgaré en el viejo Bailarín de regreso a Chesley Court y, una vez allí, me dedicaré a almacenar todas estas hierbas que tú tan gentilmente me has obsequiado. La gota del abuelo está molestándolo otra vez y ya casi no tengo ingredientes para prepararle su poción predilecta.

– Sophy, querida, ¿de verdad rechazarás la propuesta de matrimonio del conde?

– No -dijo Sophy honestamente-, de modo que no hay necesidad de que te muestres tan horrorizada. Si insiste, al final me tendrá, pero bajo mis condiciones.

Bess abrió mucho los ojos.

– Ah, creo que ahora te entiendo. Otra vez has estado leyendo esos libros que hablan sobre los derechos de las mujeres, ¿no? No seas tonta, niña, y acepta los consejos de esta vieja: ni intentes poner en práctica tus jueguitos con Ravenwood. No los pasará por alto. Es posible que puedas llevar de la nariz a lord Dorring, pero el conde de Ravenwood tiene una personalidad completamente diferente.

– Coincido contigo en ese punto, Bess. El conde de Ravenwood es un hombre completamente diferente del abuelo. Pero trata de no preocuparte por mí. Sé lo que estoy haciendo. -Sophy recogió las riendas y tocó suavemente al zaino con el talón.

– No, niña. No estoy tan segura de eso. -Le gritó Bess a sus espaldas-. No se provoca al demonio sin salir lastimada, como si tal cosa.

– Pensé que habías dicho que Ravenwood no era ningún demonio -contestó Sophy por encima del hombro cuando Bailarín emprendió el trote.

Saludó a Bess con la mano mientras el caballo se dirigía a un monte cercano. No tenía necesidad de guiar al zaino para que hallara el camino de regreso a Chesley Court. Durante los últimos años había recorrido ese trayecto tan a menudo que conocía el itinerario de memoria.

Sophy dejó las riendas sueltas alrededor del caballo mientras se ponía a pensar en la escena que sin duda la esperaría al llegar a Chesley Court.

Seguramente sus abuelos estarían destrozados. Esa mañana lady Dorring se había llevado a la cama una amplia variedad de tónicos y sales fortalecedoras, que había acomodado al alcance de su mano. Lord Dorring, quien había tenido la dura tarea de enfrentar a Ravenwood solo, sin duda estaría buscando consuelo en una botella de clarete en esos momentos. El personal de la pequeña residencia estaría silencioso. Ellos, al igual que todo el mundo, habrían preferido un buen esposo para Sophy, por una cuestión de intereses. Sin un adecuado arreglo conyugal por el que se llenaran las decadentes arcas de la familia, había muy pocas perspectivas de que los sirvientes viejos recibieran una pensión respetable.

Era de esperar que nadie comprendiera la negativa de Sophy ante la propuesta de Ravenwood. Rumores, chismes y oscuras historias aparte, el hombre era, después de todo, un conde… muy rico y poderoso por cierto. Era propietario de la mayoría de las vecindades allí en Hampshire, así como también de otras tierras en condados vecinos. Además, poseía una elegante casa en Londres.

Por lo que los habitantes del lugar sabían, Ravenwood administraba correctamente sus heredades y era justo tanto con sus terratenientes como con sus sirvientes. Eso era todo lo que realmente importaba en el condado. Todos los que dependían del conde gozaban de una vida muy cómoda, siempre que se cuidaran de no interponerse en su camino.

Todos coincidían en que Ravenwood tenía sus defectos, pero también admitían que cuidaba afanosamente de sus tierras y de la gente que trabajaba para él. Pudo haber asesinado a su esposa, pero se había abstenido de hacer cosas realmente infames, como, por ejemplo, despilfarrar toda su herencia en juegos de azar en Londres.

«La gente del pueblo podría ser caritativa con Ravenwood -pensaba Sophy-. Pero no tenían que enfrentarse a la perspectiva de casarse con él.».

Tal como siempre sucedía cada vez que Sophy recorría ese sendero, su vista estaba fija en las oscuras y frías aguas de la laguna Ravenwood, en cuya superficie flotaban costras de hielo, esparcidas de tanto en tanto. Si bien había quedado poca nieve en el suelo, la presencia del frío invernal se hacia sentir sobremanera en el aire. Sophy se estremeció y Bailarín olisqueó algo confuso.

Sophy se inclinó hacia adelante para palmear el cuello del animal, en un intentó por tranquilizarlo, pero la mano se le congeló a mitad del trayecto. Una gélida brisa agitó las ramas de los árboles que estaban sobre su cabeza. Sophy volvió a estremecerse, pero en esa oportunidad se dio cuenta de que el frío de la tarde primaveral no había sido el causante de ello. Se irguió en la silla de montar no bien vio al hombre que cabalgaba en un semental negro azabache, en dirección a ella. Se le aceleró el corazón, como siempre le pasaba en presencia de Ravenwood.

Algo turbada, Sophy se dijo que debió haber sabido antes el porqué de sus escalofríos. Después de todo, una parte de ella había estado enamorada de ese hombre desde los dieciocho años.

Había sido entonces cuando le presentaron al conde de Ravenwood. Por supuesto que él, probablemente, ni siquiera recordaría aquella ocasión, pues sólo tenia ojos para su hermosa, impactante y perversa Elizabeth.

Sophy supuso que sus sentimientos iniciales hacia el acaudalado conde de Ravenwood habrían nacido, indudablemente, como el amor obsesivo y natural que siente toda jovencita por el primer hombre que es capaz de atraer su imaginación. Claro que ese amor obsesivo no murió con la misma naturalidad con la que había surgido, aun a pesar de que ella finalmente aceptara que no tenia posibilidades de atraer su atención. Con el transcurso de los años, ese amor obsesivo se había hecho más maduro, más profundo y más estable.

Sophy se había sentido cautivada por el poder sereno, el orgullo innato y la integridad que percibió en Ravenwood. En lo más íntimo de sus sueños secretos lo veía noble, pero de una manera que nada tema que ver con el título que había heredado.

Cuando la deslumbrante Elizabeth convirtió la fascinación que Ravenwood sentía por ella en profundo dolor e incontenible ira, Sophy sintió la necesidad de ofrecerle apoyo y comprensión. Pero el conde estaba mucho más allá de todo eso. En cambio, decidió buscar consuelo en la guerra del Continente, que estaba librándose a las órdenes de Wellington.

Cuando volvió, era evidente que sus emociones se habían ocultado en un recóndito lugar, frío y distante, dentro de sí. Ahora toda pasión, todo sentimiento de afecto que fuera capaz de sentir, en apariencia estaba reservado exclusivamente para sus tierras.

El negro le sentaba muy bien, pensó Sophy. Había escuchado que su caballo se llamaba Ángel y se sorprendió por la ironía de Ravenwood al bautizarlo así.

Ángel era una criatura de la oscuridad, ideal para un hombre que viviera en las sombras. El hombre que lo montaba parecía formar parte del animal. Ravenwood era delgado, pero musculoso. Tenía manos desmesuradamente grandes y fuertes, unas manos que fácilmente habrían podido asesinar a una esposa descarriada, según decían en el pueblo.

No necesitaba hombreras en su chaqueta para resaltar sus hombros. Los pantalones de montar se adherían a sus fibrosas piernas.

Pero aunque la ropa le quedaba bien, Sophy notó que no había nada que el mejor sastre de Londres hubiera podido hacer para disimular la amargura de los toscos rasgos de Ravenwood.

Tenía el cabello negro, como el sedoso pelaje del caballo y sus ojos eran de un verde esmeralda intenso, verdes como los del demonio, como a veces los había calificado Sophy. Se decía que todos los condes de Ravenwood siempre habían nacido con ojos del mismo color que las esmeraldas de la familia.

La mirada de Ravenwood le resultaba desconcertante, no sólo por el color de los ojos sino por la forma en que miraba a la gente, como si estuviera poniéndole precio al pobre desafortunado que se le cruzaba en el camino. Sophy sentía curiosidad por ver qué haría el conde de Ravenwood cuando se enterara del precio que ella se había puesto.

La joven tomó las riendas de Bailarín, se echó la pluma de su sombrero de montar hacia atrás y convocó lo que deseaba que resultara una sonrisa graciosa y serena.

– Buenas tardes, milord. Qué sorpresa encontrarlo aquí, en medio del bosque.

El caballo negro se detuvo abruptamente a unos pocos metros de distancia. Por un instante, Ravenwood se quedó en silencio, analizando la sonrisa de la muchacha, pero no la correspondió.

– ¿Qué es exactamente lo que le resulta sorprendente de este encuentro, señorita Dorring? Después de todo, estas tierras son de mi propiedad. Me enteré de que había ido a visitar a la vieja Bess y supuse que regresaría a Chesley Court por este atajo.

– Qué inteligente, milord. ¿Un ejemplo de lógica deductiva, quizá? Soy una ferviente admiradora de esa línea de razonamiento.

– Usted sabía perfectamente bien que hoy debíamos concluir un asunto pendiente. Si es tan inteligente como parece que creen sus abuelos, también debió saber que yo quería terminar con esto esta misma tarde. No, decididamente, no puedo aceptar que se sorprenda por esto en absoluto. De hecho, me inclino más a creer que estuvo deliberadamente planeado.

Sophy apretó los dedos alrededor de las riendas no bien asimiló el significado de aquellas suaves palabras. Bailarín movió las orejas en sumisa señal de protesta y, de inmediato, ella volvió a aflojarle las riendas. Bess tenia razón. Ravenwood no era hombre que se dejara llevar dócilmente de las narices. Sophy se dio cuenta de que tendría que ser extremadamente cautelosa.

– Tenía entendido que mi abuelo se estaba encargando de terminar con este asunto por mí, como es debido -dijo Sophy-. ¿Acaso él no le comunicó mi respuesta a su proposición?

– Sí. -Ravenwood dejó que su caballo se acercara algunos pasos a Bailarín-. Pero yo preferí no aceptarla hasta que tuviera la oportunidad de discutir la cuestión personalmente con usted.

– Por cierto, milord, que eso no es lo apropiado exactamente. ¿O es así como se están arreglando las cosas en Londres en la actualidad?

– Se trata de cómo deseo arreglarlas yo con usted. Ya no es ninguna niñita bobalicona, señorita Dorring, de modo que le ruego que no actúe como tal. Puede contestar por sus propios medios. Sólo dígame cuál es el problema y yo haré todo lo que me sea posible para tratar de solucionarlo.

– ¿Problema, milord?

Sus ojos se tornaron de un verde más oscuro.

– Le aconsejo que no juegue conmigo, señorita Dorring. No soy hombre de perder el tiempo con mujeres que tratan de ridiculizarme, ni de abandonarme por completo a ellas.

– Comprendo perfectamente, milord. Y seguramente podrá entender mi negativa a atarme a un hombre que es incapaz de abandonarse a las mujeres en general, y mucho menos a las que lo ridiculizan.

Ravenwood entrecerró los ojos.

– Tenga a bien explicarse, por favor.

Sophy se encogió de hombros. Con el movimiento, el sombrero, que tenía ya medio caído, se le torció mas todavía. Automáticamente, trató de acomodar la pluma.

– Muy bien, milord. Me obliga a hablarle con toda franqueza: no le creo, así como tampoco creo que pueda funcionar un matrimonio entre nosotros dos. En las tres oportunidades que usted llamó a Chesley Court durante las últimas dos semanas, traté de hablarle en privado, pero usted se mostró totalmente desinteresado en arreglar las cosas conmigo. Desde un principio manejó todo esto como si estuviera tratando de comprar un nuevo caballo para sus establos. Debo admitir que me vi obligada a usar tácticas drásticas hoy con el fin de llamarle la atención.

Ravenwood la miró con fría irritación…

– De modo que tenía razón al pensar que no estaba sorprendida por encontrarme hoy aquí. Muy bien, ahora tiene toda mi atención, señorita Dorring. ¿Qué es lo que quiere que comprenda? Todo me parece muy claro.

– Sé qué es lo que quiere de mí-dijo Sophy-. Es obvio, Pero no creo que usted tenga ni la más remota idea de lo que yo quiero de usted. Hasta que no lo entienda y consienta en satisfacer mis deseos, no habrá posibilidad de matrimonio.

– Quizá debamos ir paso a paso -dijo Ravenwood-. ¿Qué cree que yo quiero de usted?

– Un heredero y nada de problemas.

Ravenwood parpadeó con traicionera tranquilidad. Su boca firme apenas dibujó una suave curvatura.

– Qué poder de resumen.

– ¿Y preciso?

– Mucho -dijo él, cortante-. No es ningún secreto que deseo continuar con la tradición. Ravenwood ha estado en manos de mi familia por tres generaciones y no quiero que se termine justamente en ésta.

– En otras palabras, me considera una yegua de cría.

El cuero de la silla crujió mientras Ravenwood la estudiaba en ominoso silencio durante un largo momento.

– Me temo que su abuelo estaba en lo cierto -dijo finalmente-. La clase de lecturas que elige, señorita Dorring, ha inyectado cierta falta de delicadeza en sus modales.

– Oh, pero puedo llegar a ser mucho menos delicada que eso, milord. Por ejemplo, sé que usted tiene una amante en Londres.

– ¿De dónde ha sacado eso? ¡Seguramente no por boca de lord Dorring!

– Es cosa de todos los días aquí en el campo.

– ¿Y usted escucha las historias que cuentan los campesinos que no han llegado más que a pocos kilómetros de sus casas? -gruñó él.

– ¿Y las historias que cuentan los de la ciudad son muy distintas de éstas?

– Empiezo a creer que es usted deliberadamente insultante, señorita Dorring.

– No, milord, tan sólo soy extremadamente cauta.

– Obstinada, no cauta. Utilice el poco cerebro que pueda tener para prestar atención. Si realmente hubiera algo verdaderamente objetable en mí o en mi comportamiento, ¿cree que sus abuelos habrían aprobado mi propuesta de matrimonio?

– Sí, si la suma que ofrece para la boda es interesante.

Ravenwood sonrió lánguidamente al escuchar sus palabras.

– Puede que tenga razón.

Sophy vaciló.

– ¿Está diciéndome que todos los rumores que he oído son falsos?

Ravenwood la miró pensativo.

– ¿Qué más ha oído?

Sophy no había imaginado que esta extraña conversación se tomaría tan específica.

– ¿Se refiere además de que usted tiene una amante?

– Si los demás chismes son tan tontos como éste, debería avergonzarse, señorita Dorring.

– ¡Vaya! Me temo que no poseo tan refinado sentido de la vergüenza, milord. Una falta lamentable, por cierto, que usted debería tomar en cuenta. Los chismes suelen ser muy divertidos, y debo confesar que a veces los escucho.

El conde apretó los labios.

– Una falta lamentable, por cierto. ¿Qué más ha escuchado? -repitió.

– Bueno, además del rumor de que tiene una amante, me enteré de que una vez se batió en duelo.

– No puede esperar que confirme semejante estupidez.

– También me dijeron que desterró a su última esposa, que la mandó al campo, porque no pudo darle un hijo -siguió Sophy a toda prisa.

– No hablo con nadie de mi primera esposa. -De pronto, la expresión de Ravenwood se tornó tan seria que pareció prohibitiva-. Si vamos a llevarnos bien usted y yo, señorita Dorring, será mejor que se abstenga de volver a mencionarla.

Sophy se puso colorada.

– Mis disculpas, milord. No trato de hablar sobre ella, sino de su costumbre de abandonar a sus esposas en el campo.

– ¿De qué rayos está hablando?

Necesitó más valor del que había imaginado para seguir hablando del tema, debido al tono de voz que el conde estaba empleando.

– Creo que es mi deber dejarle bien claro, milord, que ni pienso quedarme abandonada de brazos cruzados aquí en Ravenwood, ni en ninguna otra de sus propiedades mientras usted va a divertirse a Londres.

El frunció el entrecejo.

– Tenía la sensación de que era feliz aquí.

– Es cierto que me agrada la vida campestre y que, en general, estoy contenta, pero no quiero estar confinada en la Abadía de Ravenwood. He pasado la mayor parte de mi vida aquí en el campo, milord, y quiero volver a ver Londres.

– ¿Volver a ver Londres? Tenía entendido que no lo pasó bien en su presentación en sociedad allí, señorita Dorring.

Su mirada avergonzada se apartó de la de él por un momento.

– No me cabe duda de que ya está enterado de que fui un rotundo fracaso cuando fui allí. No recibí ni una sola propuesta matrimonial esa temporada.

– Empiezo a entender por qué fracasó tan rotundamente, señorita Dorring -dijo Ravenwood, sin la más mínima pizca de compasión-, Si en esa ocasión fue tan directa con sus admiradores como lo está siendo hoy conmigo, indudablemente los aterró.

– ¿También estoy aterrándolo a usted, milord?

– Le aseguro que estoy temblando como una hoja.

Sophy casi sonrió a pesar de sí.

– Disimula muy bien su temor, milord. -Por un momento detectó cierto brillo en los ojos de Ravenwood, por lo que decidió dejar de lado todo sentido del humor.

– Sigamos con toda esta conversación tan franca, señorita Dorring. Yo debo entender que usted no quiere estar todo el tiempo aquí en Ravenwood. ¿Hay otra cosa más en su lista de exigencias?

Sophy contuvo la respiración. Ésa era la parte peligrosa-

– Por supuesto que tengo más exigencias, milord.

Suspiró.

– Bueno… escucho.

– Usted dijo claramente que su interés principal en esta relación era la de tener un heredero.

– Quizás esto la sorprenda, señorita Dorring, pero me parece que se considera una razón legítima y adecuada para que un hombre quiera casarse.

– Entiendo -dijo ella-. Pero no estoy preparada para que me urjan a tener un niño de inmediato, milord.

– ¿Que no está preparada? Me dijeron que tiene usted veintitrés años. En lo que a la sociedad respecta, me parece que está más que preparada.

– Ya sé que todos piensan que estoy en exhibición, milord. No necesita resaltármelo. Pero para su sorpresa, no me considero fuera de carrera. Y usted tampoco, o de lo contrario no estaría proponiéndome que me case con usted.

Ravenwood apenas sonrió, mostrando brevemente sus fuertes y saludables dientes blancos.

– Admito que cuando uno tiene treinta y cuatro años, una muchacha de veintitrés le resulta bastante joven. Pero aparentemente, usted es muy sana y apta para la maternidad, señorita Dorring. En mi opinión, podría soportar los rigores del parto a la perfección.

– No tenía idea de que fuera tan experto.

– Otra vez nos estamos yendo del tema. ¿Qué es exactamente lo que trata de decir, señorita Dorring?

Sophy reunió todo el coraje que pudo.

– Me refiero a que no aceptaré casarme con usted a menos que me dé su palabra de que no me forzará a someterme a usted, si yo no lo consiento.

Sintió que las mejillas se le encarnaban bajo la intensa mirada de Ravenwood. Las manos le temblaban sobre las riendas de Bailarín, que no dejaba de moverse. Otra ráfaga de viento agitó las ramas de los árboles, penetrando a través del traje de Sophy.

La ira se encendió en los ojos de esmeralda de Julián.

– Le doy mi palabra de honor, señorita Dorring, de que jamás he forzado a ninguna mujer en mi vida. Pero estamos hablando de matrimonio aquí y me niego a creer que no sepa que el matrimonio implica ciertas obligaciones tanto para la esposa como para el esposo.

Sophy asintió inmediatamente con la cabeza y el sombrero se le cayó simpáticamente sobre el ojo. En esta ocasión ignoró la pluma.

– También sé, milord, que la mayoría de los hombres no vacila en imponer sus derechos sobre la mujer, sin importarles si la esposa está o no de acuerdo en acceder. ¿Es usted uno de ellos?

– No pretenderá que me case con usted sabiendo desde un principio que mi esposa se negará a reconocer los derechos que me corresponderán en mí carácter de esposo -dijo Ravenwood apretando los dientes.

– Yo no he dicho que jamás estaría dispuesta a reconocer sus derechos. Simplemente estoy pidiendo que se me otorgue un tiempo considerable para que lo conozca y me adapte a la situación.

– No está pidiendo, señorita Dorring. Está exigiendo. ¿Es éste el resultado de sus malos hábitos en la lectura?

– Mi abuelo le advirtió sobre eso, ¿no?

– Sí. Y puedo asegurarle que yo personalmente me encargaré de controlar los textos que selecciona como lecturas una vez que nos casemos, señorita Dorring.

– Eso, por supuesto, llama a una tercera exigencia por mi parte. Debe permitírseme que compre y lea todos los libros y tratados que se me antojen.

El semental echó la cabeza hacia atrás cuando Ravenwood insultó por lo bajo, pero se calmó cuando su amo, con mano experta, le ajustó las riendas.

– Bueno, veamos si la he entendido bien -dijo Ravenwood con gran sarcasmo-. No podré confinarla en el campo, no compartirá mi lecho hasta que se le dé la gana y leerá todo lo que se le ocurra, a pesar de que yo le aconseje y recomiende lo contrario.

Sophy suspiró.

– Creo que eso resume mi lista de demandas, milord.

– ¿Y pretende que yo esté de acuerdo con esa desfachatada lista?

– Ni lo sueño, milord; razón principal por la cual le pedí a mi abuelo que rechazara su propuesta de matrimonio en mi nombre, esta tarde. Pensé que con eso ahorraría mucho tiempo para ambos.

– Discúlpeme, señorita Dorring, pero creo que ahora entiendo por qué usted nunca se ha casado. Ningún hombre que estuviera en su sano juicio aceptaría semejantes ridiculeces. ¿No será que su verdadero deseo es evitar casarse directamente?

– No tenga dudas de que no tengo ningún apuro en casarme.

– Obvio.

– Diría que tenemos algo en común, milord-dijo Sophy con gran osadía-. Me da la impresión de que usted sólo quiere casarse por obligación. ¿Es entonces tan difícil entender que yo tampoco veo tantas ventajas en el matrimonio?

– Aparentemente, usted parece estar pasando por alto la ventaja de mi dinero.

Sophy lo miró, furiosa.

– Naturalmente, ése es un gran incentivo. No obstante, puedo pasarlo por alto. Es probable que no pueda darme el lujo de tener esmeraldas incrustadas en mis zapatillas de baile, por la escasa herencia que me ha dejado mi padre, pero si podré vivir cómodamente. Y lo más importante es que podré gastar mis ingresos de la manera que desee. Si me caso, pierdo ese derecho.

– ¿Entonces por qué no agrega en su lista de exigencias que no permitirá que su esposo la oriente en cuestiones de economía y finanzas, señorita Dorring?

– Una idea excelente, milord. Creo que haré eso exactamente. Gracias por darme la solución más obvia para mi dilema.

– Desgraciadamente, aunque encontrase al hombre con el cerebro lo bastante pequeño como para aceptar todas sus peticiones, no tendría ningún elemento legal como para forzarlo a cumplir con sus promesas si él faltara a su palabra, ¿verdad?

Sophy se miró las manos, sabiendo que él tenía razón.

– No, milord. Dependería exclusivamente del honor de mi esposo.

– Tenga en cuenta, señorita Dorring -dijo Ravenwood, con cierto tono amenazante-, que el honor de un hombre puede ser inviolable en lo que respecta a su reputación o al cumplimiento de sus deudas, pero nada significa en lo relacionado con el trato hacia una mujer.

Sophy se puso fría.

– Entonces no tengo mucha elección, ¿no? Si es así, jamás podré correr el riesgo de casarme.

– Se equivoca, señorita Dorring. Ya ha tomado su decisión y debe aceptar los riesgos. Dijo que estaría dispuesta a casarse conmigo si yo aceptaba sus demandas. Muy bien, acepto.

Sophy se le quedó mirando boquiabierta. El corazón le latía a toda velocidad.

– ¿De verdad?

– El trato está hecho. -Las manazas de Ravenwood se movieron sobre las riendas del caballo, quien movió la cabeza en señal de alerta-. Nos casaremos lo antes posible. Su abuelo me espera mañana a las tres. Dígale que quiero arreglar todo mañana a esa hora. Dado que ambos hemos llegado a un acuerdo privado, espero que tenga el coraje de estar presente cuando yo llegue.

Sophy estaba desconcertada.

– Milord, no lo entiendo completamente. ¿Está seguro que desea casarse bajo mis términos?

Ravenwood sonrió, muy poco complacido. Sus ojos de esmeralda brillaron divertidos.

– La verdadera cuestión, Sophy, radica en cuánto tiempo lograrás mantener tus exigencias una vez que te enfrentes con la realidad de ser mi esposa.

– Milord, su palabra de honor -dijo ella-. Debo insistir en eso.

– Si fueras un hombre, te retaría a duelo por sólo dudar de ella. Por supuesto que tiene mi palabra de honor, señorita Dorring.

– Gracias, milord. ¿De verdad que no le molesta que gaste mi dinero como se me ocurra?

– Sophy, la suma de dinero que yo te daré trimestralmente probablemente será mayor a la que recibes en todo un año -dijo Ravenwood-. Siempre que pagues tus deudas con lo que yo te doy, no me importa qué hagas con el resto.

– Oh, entiendo… ¿Y qué hay de mis libros?

– Creo que podré manejar esas ideas locas que sacas de esos libros. Sin duda, en más de una ocasión me molestaré por eso, pero eso nos servirá como base para discutir ciertos temas, ¿eh? Dios sabe que las conversaciones de la mayoría de las mujeres son de lo más aburridas.

– Me encargaré de no aburrirlo, milord. Pero asegurémonos de que nos hemos entendido perfectamente. ¿No tratará de enterrarme todo el año en el campo?

– Te permitiré que me acompañes a Londres cuando sea conveniente, si eso es lo que realmente quieres.

– Es usted muy gentil, milord. Y… ¿qué hay de mi otra demanda?

– Ah, sí. Mi garantía de que no te, eh… forzaré. Creo que con eso tendremos que poner un límite de tiempo. Después de todo, mi principal objetivo en todo esto es la de asegurarme un heredero.

Al instante, Sophy se incomodó.

– ¿Un límite de tiempo?

– ¿Cuánto crees que te llevará acostumbrarte a verme?

– ¿Seis meses?

– No seas absurda, señorita Dorring. Ni sueñes con que esperaré seis meses para reclamar mis derechos.

– ¿Tres meses?

Julián aparentemente estuvo a punto de rechazar la contraoferta, pero se arrepintió a último momento.

– Muy bien. Tres meses. ¿Ves cuan indulgente soy?

– Su generosidad me desborda, milord.

– Es normal. Te desafío a que encuentres otro hombre capaz de aceptar estos tres meses para requerir que su esposa cumpla con sus obligaciones conyugales.

– Tiene razón, milord. Dudo que pudiera encontrar a otro hombre tan flexible como usted en este tema de matrimonio. Discúlpeme, pero mi curiosidad me traiciona. ¿Por qué ha aceptado tan fácilmente?

– Porque al final de cuentas, mi querida señorita Dorring, obtendré exactamente lo que quiero de este matrimonio. Que tengas un buen día. Te veré mañana a las tres.

Ángel respondió de inmediato a la presión que Ravenwood ejerció con sus muslos. El azabache hizo un círculo cerrado y salió al galope por entre los árboles.

Sophy se quedó sentada como estaba, mientras Bailarín se agachaba a comer un poco de pasto. El movimiento del caballo la hizo volver a la realidad.

– A casa. Bailarín. Estoy segura de que, a estas horas, mis abuelos estarán al borde de la histeria o en un estado de total depresión. Lo menos que puedo hacer es informarles que acabo de salvar la situación.

Pero mientras regresaba tranquilamente a Chesley Court un viejo dicho se le cruzó por la mente: «El que pacta con el diablo…».

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