– Fuiste a ver a la vieja bruja, igual que Elizabeth, ¿no? Sólo hay una razón por la que una mujer la buscaría. -El tono de Waycott se mantuvo casual mientras apoyaba a Sophy en el piso y le quitaba la capa del rostro. La miró con un brillo antinatural en los ojos, mientras se quitaba la máscara-. Me complace sobremanera, querida. Podré dar a Ravenwood el golpe de gracia cuando le informe que su nueva condesa estaba decidida a abortar a su heredero, tal como Elizabeth lo había hecho.
– Buenas noches, milord. -Sophy inclinó la cabeza grácilmente, como si estuvieran encontrándose en una reunión social en Londres. Todavía seguía envuelta en la capa, pero aparentemente, ignoró ese hecho. No se había pasado semanas aprendiendo cómo debía comportarse una condesa para nada-. Imagínese. Encontrarlo aquí. Qué poco usual, ¿verdad? Este sitio siempre me ha parecido muy pintoresco.
Sophy miró la reducida recámara de piedra y trató de disimular su pavor. Odiaba ese lugar. Él la había llevado a la vieja ruina normanda, que a Sophy tanto le había gustado pintar en sus bosquejos, hasta aquel día que decidió que había sido el escenario de seducción de Amelia.
Ese castillo destruido, que siempre había tenido un aspecto encantador, se le antojó de pesadilla en ese momento. Las sombras del crepúsculo crecían afuera y en el interior, las ventanas permitían el paso de muy poca luz. Las piedras desnudas del cielo raso y las paredes estaban ennegrecidas por el humo de la chimenea que alguna vez ardiera allí. Todo el lugar era perturbadoramente sombrío y tenebroso.
Se había encendido el fuego en la chimenea. Había una canasta con algunas provisiones y un recipiente. Sin embargo, lo más inquietante de todo ese ambiente era la litera para dormir que estaba arrimada contra una pared.
– ¿Te resulta familiar mi lugar de citas? Excelente. Te resultará muy útil en el futuro, cuando empieces a engañar a tu marido regularmente. Me encanta ser yo quien tenga el placer de introducirte en este fascinante deporte. -Waycott caminó hacia un rincón del recinto y arrojó la máscara al piso. Le sonrió a Sophy desde las sombras-. A Elizabeth le gustaba venir aquí en ocasiones. Según ella, era un cambio agradable.
Una oscura premonición la asaltó.
– ¿Y fue ella la única que usted trajo aquí, milord?
Waycott miró la máscara que estaba en el piso y la mirada se le ensombreció.
– Oh, no. En ocasiones, me entretenía con una pieza bonita, que me conseguí en el pueblo, cuando Elizabeth estaba ocupada con sus extravagancias.
Sophy se enfureció y descubrió que esa emoción le daba más fuerzas.
– ¿Quién era esa «pieza bonita» que solía traer aquí, milord? ¿Cómo se llamaba?
– Ya te dije. Sólo era una golfa del pueblo. Nadie importante. Tal como te he dicho, sólo la traía para usarla cuando Elizabeth no estaba de humor. -Waycott dejó de mirar la máscara y levantó la vista, claramente ansioso por hacer que Sophy comprendiera-. El mal humor de Elizabeth no duraba mucho, ¿sabes? Pero cuando se deprimía, dejaba de ser ella misma- A veces, había otros… hombres. No podía tolerar verla flirtear con ellos y después invitarlos a su alcoba. A veces, quería que yo también fuera allí, con ellos. Y no podía permitir semejante cosa.
– Entonces venía aquí, con una joven inocente del pueblo.
Sophy estaba tan furiosa que no podía pensar con claridad. No obstante, luchó desesperadamente para ocultar sus sentimientos. Presentía que su destino dependía en gran medida del control que ejerciera sobre sus emociones.
Waycott sonrió, reminiscente.
– Claro que no fue inocente durante mucho más tiempo, Sophy. Yo soy un excelente amante, tal como tú misma comprobarás pronto. -Entrecerró los ojos repentinamente-. Pero eso me recuerda, querida, que quería preguntarte cómo te llegó ese anillo.
– Sí, el anillo. ¿Dónde y cuándo lo perdió usted, milord?
– No estoy seguro. -Waycott frunció el entrecejo-. Pero es probable que me lo haya robado la muchacha del pueblo. Siempre decía que provenía de una familia bien, pero yo lo dudaba. Era hija de algún mercader del pueblo. Sí, siempre tuve la duda de que me lo hubiera robado mientras dormía. Siempre me perseguía por todas partes, exigiéndome algún símbolo de mi amor. Qué mocosa estúpida. Pero ¿cómo llegó ese anillo a tus manos?
– Se lo dije la noche del baile de disfraces. ¿Puedo preguntarle cómo se dio cuenta de que era yo la que llevaba el traje de gitana?
– ¿Qué? Ah, eso. Fue simple pedir a uno de mis sirvientes que preguntara a alguna de tus criadas qué se pondría lady Ravenwood como disfraz. Me resultó sencillo encontrarte entre la multitud. Claro que lo del anillo fue una sorpresa. Ahora recuerdo que me dijiste que te lo había regalado una amiga tuya.
Waycott apretó los labios-. Pero ¿cómo puede ser que una mujer de tu clase tuviera como amiga a la hija de un mercader? Trabajaba para tu familia?
– Sucede… -Sophy se esforzó por respirar profundamente y con serenidad- que nos conocíamos bastante bien.
– Pero no te contó nada sobre mí, ¿no? No parecías conocerme cuando nos vimos por primera vez en Londres.
– No, ella nunca me confío el nombre de su amante. -Sophy lo miró directamente a los ojos-. Ella está muerta ahora, milord. Y su bebé también. Tomó una sobredosis de láudano.
– Qué golfa estúpida. -Se encogió de hombros elegantemente, como restándole toda la importancia al asunto-. Me temo que tendré que pedirte que me devuelvas el anillo. Para ti no puede ser terriblemente importante.
– Pero ¿para usted sí?
– Me gusta bastante. -Tanteó a Sophy con una sonrisa.
– Se lo di a Ravenwood hace unos días.
Los ojos de Waycott ardieron súbitamente.
– ¿Por qué diablos se lo diste?
– Sentía curiosidad por ese anillo. -Se preguntó si con eso lograría alarmarlo.
– No descubrirá nada sobre el anillo, porque todos los que lo usan están obligados a guardar silencio. Sin embargo, quiero recuperarlo. Pronto, querida, tú se lo pedirás a Ravenwood.
– No es tan sencillo sacarle algo cuando él no quiere entregarlo.
– Te equivocas -dijo Waycott, triunfante-. Ya me he apoderado de las posesiones de Ravenwood antes y volveré a hacerlo.
– ¿Está refiriéndose a Elizabeth, supongo?
– Elizabeth nunca fue suya. Me refiero a esto. -Atravesó el cuarto y se agachó sobre la canasta con las provisiones que estaba cerca de la chimenea. Cuando se enderezó, sostenía en sus manos un puñado de fuego verde-. Las traje porque supuse que te resultarían interesantes. Ravenwood no puede dártelas, pero yo sí, querida.
– Las esmeraldas -exhaló Sophy, auténticamente azorada. Contempló la cascada de piedras verdes y luego dirigió la mirada a los fervientes ojos de Waycott-. ¿Usted las tuvo todo este tiempo?
– Desde la noche en que la bella Elizabeth murió. Ravenwood nunca se lo imaginó, por supuesto. Revisó toda la casa,
– Gracias, milord-dijo humildemente. Avanzó un paso hacia la chimenea, mirando de reojo la puerta abierta.
– No tan pronto, querida. -Waycott se hincó sobre una rodilla y pasó el brazo por debajo del ruedo del pesado traje de montar de Sophy, para tomarla por el tobillo. Rápidamente, ató un extremo de la cuerda por encima de la media bota de la joven. Luego se puso de pie, sosteniendo el otro extremo de la cuerda en su mano-. Ahora ya te tengo segura como quien ata una perra a una correa. Ahora a lo tuyo, Sophy. Será un placer para mí ver cómo me sirve el té la esposa de Ravenwood.
Sophy avanzó unos pasos más a la chimenea. Se le ocurrió que a Waycott tal vez le resultaría divertido tirar de la pierna atada. Pero él sólo fue hasta la chimenea para encender el fuego.
Después, se sentó en la litera, con la cuerda en la mano y el mentón apoyado en el puño.
Sophy sintió sus ojos clavados en ella, mientras empezaba a revolver en el interior de la canasta. Contuvo la respiración cuando encontró el recipiente y la soltó al descubrir que estaba lleno de agua.
Las sombras que se cernían fuera de la casa se habían espesado considerablemente. Un aire frío penetraba en la habitación.
Sophy pasó las manos sobre los pliegues de su falda, tratando de pensar qué bolsillo contenía las hierbas que necesitaba. Se sobresaltó cuando sintió que la cuerda se tensaba en su tobillo.
– Creo que es hora de que cerremos la puerta -dijo Waycott, mientras se levantaba de la litera para cerrar la puerta-. Así no tendremos frío.
– No. -Cuando la puerta de la libertad se cerró, Sophy debió sobrellevar el terror que la invadió. Cerró los ojos y giró el rostro hacia las llamas, para ocultar su expresión. Ese hombre era responsable de la muerte de su hermana. No dejaría que el miedo la paralizara. Su primer objetivo era el de escaparse. Después ya buscaría los medios de vengarse.
– ¿Te sientes mal, querida? -Waycott parecía divertido.
Sophy volvió a abrir los ojos y miró las llamas.
– Un poco, milord.
– Elizabeth no habría estado temblando como un conejo. Le habría parecido que todo esto es un juego maravilloso. A Elizabeth le encantaban los jueguitos.
Sophy ignoró el comentario mientras daba la espalda a su raptor- Se ocupó con el pequeño paquete de té que les habían preparado en la canasta.
Agradeció al cielo por lo voluminosa que era la falda de su traje de montar, pues la usó como pantalla mientras sacaba un paquetito de hierbas del bolsillo.
El pánico se apoderó de ella cuando bajó la vista y advirtió que había sacado hojas de violeta, en lugar de las hierbas que precisaba. A toda prisa, volvió a meterse las hierbas en el bolsillo.
– ¿Por qué no vendió las esmeraldas? -preguntó ella, tratando de distraer la atención de Waycott. Se sentó en un banco, frente a la chimenea e hizo todo un despliegue para acomodarse las faldas. Con los dedos, tanteó otro paquete.
– Eso habría sido muy difícil. Ya te expliqué. Cada joyero de renombre en Londres, estaba buscando ansiosamente esas esmeraldas. Aunque las hubiera vendido una por una, me habría expuesto a riesgos. Tienen un corte muy especial que las hace únicas y, por ende, fácilmente reconocibles. Pero a decir verdad, Sophy, no quería venderlas.
– Entiendo. A usted le gustaba el hecho de habérselas robado a Ravenwood. -Tanteó buscando el segundo paquete de hierbas. Cuando lo encontró, lo abrió con suma cautela y lo mezcló con el otro té. Después se ocupó del recipiente para calentar el agua de la tetera.
– Eres muy perceptiva, Sophy. Es extraño, pero a menudo he sentido que tú, solamente tú, me comprendías de verdad. Eres un desperdicio estando junto a Ravenwood, igual que Elizabeth.
Sophy vertió el agua hirviendo en la tetera, rezando para haber puesto la cantidad suficiente de hierbas somníferas. Después, siempre muy tensa, se sentó en un banco a esperar que las hojas de té decantaran. Se dio cuenta de que una vez listo, el té estaría muy amargo. Tendría que buscar los medios para disimular ese sabor.
– No olvides el queso y el pan, Sophy -le advirtió él.
– Sí, por supuesto. -Sophy metió la mano en la canasta y extrajo una hogaza de pan. Entonces vio el pequeño recipiente que contenía el azúcar. Con dedos temblorosos, rozó las esmeraldas y tomó el azúcar-. No hay cuchillo para cortar el pan, milord.
– No soy tan tonto como para dejar en tus manos un cuchillo, querida. Córtalo con los dedos.
Sophy agachó la cabeza y siguió las instrucciones de Waycott. Luego acomodó los desiguales trozos de pan y de queso fuerte sobre un plato. Concluida esta tarea, sirvió el té en dos tazas.
– Todo está listo, lord Waycott, ¿quiere comer junto al fuego?
– Tráeme la comida aquí. Quiero que me la sirvas como se la sirves a tu esposo. Haz cuenta que estamos en la sala de recepción de Ravenwood Abbey y muéstrame lo excelente anfitriona que eres.
Convocando toda la serenidad que le quedaba, Sophy se le acercó y le puso la taza entre las manos.
– Creo que le puse demasiado azúcar a su té. Espero que no esté extremadamente dulce para su gusto.
– Me agrada bastante dulce. -La miró con anticipación, mientras Sophy depositaba la comida frente a él-. Siéntate conmigo, querida. Necesitarás todas tus fuerzas más tarde. Tengo planes para nosotros.
Lentamente, Sophy se sentó en la litera, manteniendo la mayor distancia posible entre ella y Waycott.
– Dígame, lord Waycott. ¿No tiene miedo de lo que Ravenwood puede hacerle cuando se entere de que usted ha abusado de mí?
– No hará nada. Ningún hombre que estuviera en sus cabales se atrevería a hacerle trampas en el Juego o a estafarlo en los negocios, pero rodos saben que Ravenwood jamás volvería a arriesgar su pellejo por ninguna mujer. Expresó claramente que no valía la pena desperdiciar una bala por ninguna. -Waycott tomó un bocado de queso y un trago de té. Hizo una mueca-. Está un poco fuerte el té.
Sophy cerró los ojos por un momento.
– Siempre lo hago así para Ravenwood.
– ¿Sí? Bueno, en ese caso, lo tomaré igual.
– ¿Por qué duda de que mi esposo lo desafiaría? Se batió a duelo por Elizabeth, ¿no?
– Dos veces. O al menos, eso es lo que se dice. Pero eso fue al comienzo de su matrimonio, cuando aún creía que Elizabeth lo amaba. Después de su segunda cita al amanecer, llegó a la conclusión de que jamás podría controlar el carácter de mi bella Elizabeth ni aterrorizar a todos los hombres del país, de modo que abandonó todos sus esfuerzos de vengar su honor cuando hubiera una mujer de por medio.
– Y por eso no le teme. ¿Sabe que no lo desafiará por mí?
Waycott bebió otro sorbo de té, con los ojos fijos en el fuego.
– ¿Y por qué me desafiaría a mí por tu honor, cuando no lo hizo por defender el de Elizabeth?
Sophy percibió cierta inseguridad en el tono de Waycott.
Trataba de convencerse a sí mismo, tanto como a ella, de que no tenía por qué temer a Julián.
– Una pregunta interesante, milord -dijo ella suavemente-. ¿Por qué se molestaría, realmente?
– No eres ni la mitad de lo bella que era Elizabeth.
– Ya me lo ha dicho. -Sophy observó, con el estómago hecho un nudo, mientras Waycott bebía otro sorbo de té. Lo tomaba mecánicamente, pues su mente estaba inmersa en el pasado.
– Ni tampoco tienes su estilo, ni sus encantos.
– Cierto.
– No puede desearte a tí del mismo modo que la deseaba a ella. No, no se molestará en retarme a duelo por ti. -Waycott sonrió lentamente, por encima del borde de su taza de té. Pero muy bien podría asesinarte a ti del mismo modo que la mató a ella. Sí, creo que eso mismo hará cuando se entere de lo que pasó hoy aquí.
Sophy guardó silencio mientras Waycott se bebía el último sorbo de su té. La taza de ella aún estaba llena. La tenía entre ambas manos, mientras esperaba.
– El re estaba excelente, querida. Ahora deseo un poco de pan y queso y tú me los servirás.
– Sí, milord. -Se puso de pie.
– Pero primero -dijo Waycott lentamente- te quitarás la ropa y te pondrás las esmeraldas alrededor del cuello. De ese modo lo hacía siempre Elizabeth.
Sophy se puso muy tensa. Lo miró a los ojos, tratando de hallar algún indicio de los efectos del té.
– No voy a desvestirme para usted, lord Waycott.
– Lo harás. -De vaya a saber dónde, Waycott sacó una pistola muy pequeña, de bolsillo-. Harás exactamente lo que yo diga. -Le sonrió con ese gesto típico en el-. Y lo harás exactamente como Elizabeth lo hacía. Yo te guiaré en cada paso que des. Te enseñaré cómo deberás abrir las piernas para mí, madam.
– Usted está tan loco como ella -susurró Sophy. Retrocedió un paso hacía el fuego. Al ver que Waycott no reaccionaba, retrocedió otro.
Waycott la dejó retroceder hasta el final del recinto y después, con natural brutalidad, tiró de la cuerda que le había atado al tobillo.
Sophy se quejó cuando cayó pesadamente sobre el duro piso de piedras. Se quedó allí un momento, tratando de recomponerse y luego miró a Waycott, temerosa. Él todavía estaba sonriendo, pero algo turbado ya.
– Debes hacer lo que te digo o me veré obligado a lastimarte.
Sophy se sentó con mucho cuidado.
– ¿Del mismo modo que lastimó a Elizabeth esa noche, junto a la laguna? Ravenwood no la asesinó, ¿verdad? Fue usted. Y me matará a mí de la misma manera que asesinó a la bella e infiel Elizabeth, ¿no?
– ¿De qué estás hablando? Yo no le hice nada. Ravenwood la mató. Ya te lo dije.
– No, milord. Ha tratado de convencerse durante todos estos años de que Ravenwood fue el responsable de su muerte, porque no desea admitir que fue usted quien causó el fallecimiento de la mujer que amaba. Pero lo hizo. La siguió esa noche que fue a visitar a la vieja Bess. Esperó a que regresara, junto a la laguna. Cuando descubrió a donde había ido y lo que había hecho, se enfadó mucho con ella. Mucho más de lo que jamás había estado en su vida.
Waycott, tambaleando, se puso de pie. Sus bellos rasgos se veían distorsionados por la violencia.
– Ella fue a ver a la vieja bruja para pedirle una poción para sacarse de encima al bebé, como tú lo hiciste hace un rato.
– ¿Y el bebé era suyo, no?
– Sí, era mío. Y ella me irritó, diciéndome que no quería un hijo mío del mismo modo que no quería uno de Ravenwood. -Waycott avanzó dos pasos de iguales hacia ella. La pistola de bolsillo se agitaba, errática, en su mano-. Pero siempre había dicho que me amaba. ¿Cómo podría desear matar a un hijo mío si me amaba?
– Elizabeth era incapaz de amar a nadie. Se casó con Ravenwood para asegurarse una buena posición y todo el dinero que necesitaba. -Sophy se apartaba de Waycott, a cuatro patas. No se atrevía a volver a ponerse de pie por temor a que Waycott volviera a tirar de la cuerda-. Pasaba el tiempo manejando a sus marionetas porque con eso se divertía. Nada más.
– Pero no es cierto, maldita seas. Yo fui el mejor de todos los amantes que ella se llevó a la cama. Ella misma me lo dijo.
– Waycott se tambaleó hacia un costado y se detuvo. Dejó caer la cuerda y se restregó sus ojos con la mano libre-. ¿Qué me pasa?
– Nada, milord.
– Algo está mal. No me siento bien. -Se quitó la mano de los ojos y trató de centrar la mirada en Sophy-. ¿Qué me has hecho, perra?
– Nada, milord.
– Me has envenenado. Me has puesto algo en el té. Te mataré por esto.
Se abalanzó hacia Sophy, que se puso de pie como pudo y trataba de apartarse a ciegas del camino de Waycott. Este fue a dar contra la pared, junto a la chimenea. La pistola se le cayó de la mano, sin que él se diera cuenta y cayó al piso con un «clic», cerca de la canasta con las provisiones. Waycott giró la cabeza en dirección a Sophy, con los ojos expresando su enfado y los inevitables efectos de la droga.
– Te mataré. Como maté a Elizabeth. Te mereces morir, como ella. Oh, Dios, Elizabeth. -Se apoyó contra la pared, meneando la cabeza de un lado al otro, en un último intento en vano por despejarla-. Elizabeth, ¿cómo pudiste hacerme esto? Me amabas. -Waycott empezó a deslizarse por la pared, lentamente, sollozando-. Siempre me decías que me amabas. Sophy observó con horrorizada satisfacción cómo Waycott rompía en un llanto desconsolado hasta que se quedó dormido.
– Asesino -dijo ella, mientras las pulsaciones se le aceleraban por la profunda ira que sentía. Tú mataste a mi hermana. Como si le hubieras puesto un arma en la sien. Sus ojos fueron directamente a la canasta que estaba junto al fuego. Sabía cómo usar la pistola y Waycott se merecía morir. Con un sollozo angustiado, corrió hacia la canasta y miró hacia abajo. La pistola estaba sobre las brillantes esmeraldas. Sophy se agachó y tomó el arma.
Sosteniéndola entre ambas manos, se dio la vuelta para apuntar a Waycott, que estaba inconsciente.
– Mereces morir -repitió ella y acomodó el arma. El gatillo había sido diseñado para encajar en un pequeño espacio, por seguridad, quedó en posición de fuego. El dedo de Sophy fue directamente a él.
Se acercó más a Waycott, En su mente se representaba la imagen de Amelia, tendida en la cama, con una botella vacía de láudano sobre su mesa de noche.
– Te mataré, Waycott. Esto es simple justicia.
Por un momento infinito, Sophy se quedó apuntándolo, obligándose a disparar. Pero no tenía sentido. No halló coraje para hacerlo. Con un grito de desesperación, bajó el arma.
– Por Dios, ¿por qué soy tan débil?
Devolvió la pistola a la canasta y se agachó para desatarse la soga del tobillo. Le temblaban los dedos, pero logró deshacer el nudo. No podía llevar las esmeraldas ni la pistola a Ravenwood, pues no tendría medios para explicarlo. Sin volver la mirada atrás ni una sola vez, abrió la puerta y salió corriendo en la oscuridad de la noche. El caballo de Waycott relinchó cuando ella se acercó.
– Tranquilo, amigo. No tengo tiempo de ensillarte -murmuró Sophy al caballo mientras le acomodaba la brida-. Debemos darnos prisa, pues todo el mundo estará enloquecido en la Abadía… Llevó el potro a una montaña de canto rodado que alguna vez había sido una pared fortificada. Se paró sobre las piedras y se levantó las faldas por encima de las rodillas, para poder montarlo. El animal resopló y bailoteó inquieto hasta que finalmente aceptó su presencia tan poco familiar.
– No te preocupes, amigo, yo conozco el camino a la Abadía. -Sophy ordenó al caballo que caminara y luego lo hizo emprender un medio galope.
Mientras cabalgaba, trató de pensar. Debía tener una explicación bien pensada para el personal, que estaría preocupándose por su demora. Recordó el ruido de las pisadas de su yegua alejándose en la distancia cuando Waycott la secuestró.
Aparentemente, su caballo había huido y, sin duda, habría ido directamente a la casa.
Un caballo que regresaba a Ravenwood Abbey sin jinete sólo podía representar una cosa para los cuidadores de las caballerizas. Pensarían que Sophy habría caído y que, probablemente, estaría lastimada. No cabía duda de que la habrían estado buscando por el bosque toda la tarde y toda la noche.
Sophy decidió que ésa sería una buena explicación, mientras guiaba el potro de Waycott alrededor de la laguna. Ciertamente, no podía contar a nadie que la había secuestrado el vizconde Waycott.
Ni siquiera se atrevería a contarle a Julián la historia completa, porque sabía muy bien que Waycott se había equivocado al sostener que el conde de Ravenwood no volvería a batirse a duelo por una mujer. Si Julián se enteraba de lo que Waycott le había hecho, lo retaría a duelo de inmediato.
«Maldición. Debí haberlo matado con mis propias manos cuando tuve la oportunidad. Ahora nadie sabe lo que sucederá y estoy obligada a mentir a Julián.»
Y era tan mala para mentir, pensó, desolada. Pero al menos, tendría tiempo para inventarse una historia y aprendérsela de memoria, Julián estaba aún a salvo en Londres.
Sophy cayó en la cuenta de que debía abandonar el caballo de Waycott cuando vio las luces de la Abadía aparecer entre los árboles. Si iba a decir que había vuelto penosamente a su hogar, después de haber caído de su yegua, no podía aparecer con un caballo ajeno.
Dios querido. En cuántas cosas había que pensar cuando se estaba inventando una mentira. Una cosa lleva a la otra. De mala gana, pues aún quedaba una larga caminata por delante, Sophy se bajó del caballo y te soltó las riendas. Una palmada en el anca bastó para que echara a andar.
Sophy se recogió las faldas y emprendió el camino hacia la casa, rápidamente. Con cada paso que avanzaba trataba de mejorar su historia, para que el personal la creyera. Tendría que colocar cada pieza en su lugar, o de lo contrario, ella misma se pisaría.
Pero cuando abandonó el bosque que rodeaba la mansión, Sophy se dio cuenta de que la aguardaba una tarea mucho más difícil de lo que había esperado.
La luz salía desde las puertas abiertas de la entrada. Tanto los criados como los cuidadores de los establos preparaban antorchas. A la luz de la luna, Sophy notó que se habían ensillado varios caballos.
Una silueta familiar, de cabello oscuro, con botas de montar y pantalones manchados, estaba en la mitad de las escaleras de la izquierda. Julián emitía órdenes en voz alta y clara a todos aquellos que lo rodeaban. Era evidente que acababa de llegar, lo que significaba que se había ido de Londres al amanecer.
Sophy se sintió presa del pánico. Apenas había terminado de inventar una historia, que le había resultado una tarea bastante difícil, destinada sólo a los sirvientes, quienes por su relación de dependencia podrían estar obligados a creer cualquier cosa que ella les dijera. Pero mucho se temía que no estaba en condiciones de mentir a su marido.
Y Julián se había jactado siempre de que él se daba cuenta de inmediato cuando ella quería engañarlo.
Sophy no tenía más alternativa que intentarlo, se dijo, mientras seguía avanzando. No podía permitir que Julián arriesgara su vida en un duelo por defender su honor.
– Allí está, milord.
– Ah, sí, gracias a Dios, sana y salva.
– Milord, milord, mire, allí en el monte- Es milady y está bien.
Los auténticos gritos de alivio y algarabía reunieron a todo el mundo en la puerta de la casa cuando Sophy salió del monte.
Sophy pensó, con humor negro, que parte de ese alivio se debía a que todos los criados se habían visto en el aprieto de explicar la ausencia de Sophy a Julián.
El conde de Ravenwood volvió la cabeza de inmediato, para ver a Sophy a la luz de la luna. Sin decir una palabra, bajó corriendo las escalinatas y acortó la distancia entre ellos para estrecharla entre sus brazos.
– Sophy. Por Dios. Casi me matas del susto. ¿Dónde rayos te has metido? ¿Te encuentras bien? ¿Estás lastimada? Tengo ganas de matarte por lo mucho que me aterraste. ¿Qué te ha sucedido?
Aun a pesar de que sabía que la aguardaba una ordalía, Sophy sintió un profundo alivio. Julián estaba allí y ella estaba a salvo. Ninguna otra cosa más importaba. Instintivamente, se cobijó en ese abrazo y le apoyó la cabeza en el hombro. Le rodeó la cintura con los brazos. Julián estaba transpirado y Sophy supo que se habría movido con la misma velocidad que hacía cabalgar a Ángel.
– Tuve tanto miedo, Julián.
– No tanto como el que tuve yo cuando llegué hace pocos minutos y me comunicaron que el caballo había vuelto solo a la casa, sin tí, a última hora de la tarde. Los sirvientes te han buscado por todas partes desde entonces. Estaba preparándome para hacerlos salir otra vez. ¿Dónde has estado?
– Fue… fue todo por mi culpa, Julián. Yo volvía a casa después de visitar a la vieja Bess. Mi pobre yegua se asustó por algo que vio en el bosque y yo no estaba prestando atención. Debe de haberme arrojado. Yo me golpeé la cabeza y perdí el sentido por algún tiempo. No recuerdo mucho hasta hace muy poco. -Por Dios. Estaba hablando con demasiada rapidez, advirtió.
– ¿Todavía te duele la cabeza? -Julián le pasó los dedos entre los rizos, tratando de detectar algún bulto-. ¿Tienes otras heridas?
Sophy se dio cuenta de que había perdido su sombrero en algún sitio.
– Oh, no, Julián, estoy bien. Quiero decir, me duele un poco la cabeza, pero nada más. Y… el bebé está bien -agregó rápidamente, pensando que con eso lo distraería para que no siguiera buscando lesiones que no existían.
– Ah, sí, el bebé. Me alegra que él también esté bien. No volverás a cabalgar mientras estés embarazada, Sophy. -Se echó hacia atrás, para mirarle el rostro-. ¿Estás segura de que te encuentras bien?
En ese momento, Sophy estaba tan aliviada porque Julián parecía creerla que no se molestó en discutir sobre sus derechos de volver o no a montar. Trató de sonreírle para tranquilizarlo pero se horrorizó al notar que los labios le temblaban. Parpadeó rápidamente.
– Estoy realmente muy bien, milord. Pero ¿qué estás haciendo aquí? Pensé que te quedarías unos días más en Londres. No nos habían avisado que regresarías tan pronto.
Julián la estudió por unos momentos y luego le tomó la mano para conducirla hacia el grupo de ansiosos sirvientes.
– Cambié de planes. Ven, Sophy. Te llevaré con tu dama de compañía para que te prepare un baño y te dé algo de comer. Cuando vuelvas a ser la misma, conversaremos otra vez.
– ¿De qué, milord?
– ¡Vaya! De lo que realmente ha pasado hoy, Sophy.