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A mediados de la segunda semana de luna de miel, en las flamantes tierras de Julián en Norfolk, Sophy empezó a creer que se había casado con un hombre que tenía serios problemas con el oporto que tomaba después de cenar.

Hasta ese momento, ella había disfrutado de su viaje de novios. Eslington Park se hallaba situado contra un sereno fondo formado de oteros boscosos y extensas praderas. La casa en sí se veía imperturbable y digna, con la clásica inspiración de la tradición paladina que tan de moda había estado en el siglo anterior.

El interior de la misma daba una sensación de pesada antigüedad, pero Sophy creía que aquellas habitaciones bien proporcionadas y de ventanas muy altas tendrían algún remedio.

No veía la hora de redecorar el recinto.

Mientras tanto, había disfrutado mucho de las cabalgatas diarias que había hecho con Julián, explorando bosques, praderas y también las fértiles tierras que había adquirido recientemente.

El conde le había presentado a John Fleming, el encargado que acababa de emplear, y se alegró de que Sophy no se sintiera ofendida por las largas horas que pasaba discutiendo sobre el futuro de Eslington Park con el estricto joven.

Además, Julián se había encargado de presentarla y de presentarse ante todos los aparceros que vivían en su propiedad. Se mostró complacido al descubrir que Sophy admiraba los rebaños y la producción agrícola con ojo de experta. «Ser una muchacha criada en el campo tiene ciertas ventajas», pensó Sophy.

Al menos, una mujer así tendría algo inteligente que decir a un esposo que obviamente amaba la tierra.

En más de una oportunidad Sophy se preguntó si Julián alguna vez sentiría el mismo amor por su nueva esposa.

Tanto los terratenientes como los pobladores del lugar habían estado muy ansiosos por conocer al nuevo amo. Pero cuando se dieron cuenta de que Julián acompañaba a los granjeros hasta el interior de sus graneros, sin importarle en absoluto que se le ensuciaran sus lustrosas botas de montar, se corrió el rumor de que el nuevo amo de Eslington era un hombre que sabía de campo y de la cría de las ovejas.

Sophy también supo ganarse rápidamente el consenso general encariñándose con algunos corderitos regordetes, o lamentándose por los que estaban enfermos y hablando con ciertos conocimientos sobre las hierbas medicinales que se usaban en remedios caseros. En más de una ocasión Julián tuvo que aguardar a su esposa, hasta que terminara de pasar la receta para un jarabe para la tos o para algún digestivo a la esposa de algún granjero.

Al parecer, a Julián le divertía quitarle tos trocitos de paja que quedaban en su cabello cada vez que ella salía de alguna casita que tuviera el techo demasiado bajo.

– Serás una buena esposa para mí, Sophy -le dijo él complacido al tercer día de hacer estas visitas-. Esta vez elegí bien.

Sophy se guardó el entusiasmo que sintió al escuchar esas palabras y sólo sonrió.

– ¿Con ese elogio debo entender que potencialmente podría ser la buena esposa de un granjero?

– Eso es precisamente lo que soy, Sophy. Un granjero. -Julián miró todo el paisaje con el orgullo característico que siente un hombre cuando sabe que es propietario de todo lo que ve-. Y una buena esposa de granjero me vendrá de maravillas.

– Habla como si algún día fuera a convertirme en esto -dijo ella-. Le recuerdo que ya soy su esposa.

Julián le obsequió con una de esas sonrisas diabólicas, tan propias de él.

– Todavía no, encanto. Pero pronto lo serás. Mucho antes de lo que has planeado.

El personal de Eslíngton Park estaba muy bien entrenado. Poseía una eficiencia encomiable, aunque Sophy se asombró de que casi se les enredaran los pies en el apuro por cumplir con las órdenes del conde. Obviamente, conocían bien a su nuevo patrón, pero a la vez, se sentían orgullosos de poder servir a un hombre así.

Sin embargo, habían oído hablar de lo rápido que montaba en cólera y de su temperamento incontenible por el cochero, el cuidador de caballos, el mayordomo y la dama de compañía de la señora, que habían escoltado a los condes hasta Eslington Park, razón por la que decidieron no arriesgarse a provocarlo.

En general, la luna de miel estaba saliendo bastante bien. Lo único que empañaba esa tranquilidad y alegría, en lo que a Sophy se refería, era la sutil, aunque deliberada presión que Julián ejercía sobre ella al anochecer. Empezaba a ponerla nerviosa.

Era más que evidente que Julián no tenía intenciones de abstenerse durante tres meses. Tenía esperanzas de seducirla mucho antes de que transcurriera ese lapso.

Hasta el momento en que Sophy advirtió la creciente inclinación de Julián a tomar oporto después de cenar, creyó que podía controlar esa situación. La trampa residía en poder controlar sus propios impulsos cuando llegaba la hora del beso de las buenas noches, el cual se iba tornando cada vez más íntimo con el paso de los días. Si lo lograba, se aseguraría de que Julián cumpliera su palabra por honor, aunque no por sentimientos.

Instintivamente, Sophy estaba convencida de que el orgullo de Julián no le permitía tomarla por la fuerza.

No obstante, lo que la preocupaba era la cantidad de oporto que consumía. Cada vez mayor. Eso daba un toque de peligrosidad a la situación que ya de por sí era bastante tensa. Recordó con demasiada nitidez aquella noche en que su hermana Amelia volvió a la casa, hecha un mar de lágrimas, explicando como pudo que un hombre embriagado era capaz de decir palabras horrendas y de tener un comportamiento brutal. Esa noche, Amelia tenía hematomas en los dos brazos. Furiosa, Sophy insistió en que revelara la identidad del amante, pero Amelia se negó nuevamente.

«¿Le has dicho a este refinado amante que tienes, que hemos sido vecinos de Ravenwood durante generaciones? Si el abuelo se entera de lo que está sucediendo aquí, acudirá de inmediato a lord Ravenwood por ayuda, para tratar de poner punto final a todas estas tonterías.»

Amelia se tragó más lágrimas. «Justamente por eso me he asegurado de que mi querido amor nunca sepa quién es mi abuelo.

Oh, Sophy, ¿no entiendes? Tengo miedo de que mi dulce amor se entere de que soy una Dorring y de que tengo cercana relación con lord Ravenwood y de que, por eso, se niegue a volver a verme.»

"¿Permitirías que tu amante abusara de ti antes que confesarle quién eres?», le había preguntado Sophy incrédula.

«Tú no sabes qué es amar», le contestó Amelia, en un murmullo y luego siguió llorando hasta quedarse dormida.

Sophy sabía que Amelia estaba equivocada. Claro que conocía el significado del amor, pero sólo trataba de manejar los peligros de ese sentimiento de un modo mucho más inteligente que su hermana. No cometería los errores de Amelia. Sophy soportó en silencio el problema del oporto que su esposo bebía después de cenar durante varias veladas de tensión.

Pero un día no aguantó más e hizo alusión al tema.

– ¿Tiene problemas para dormir, milord? -preguntó por fin ya en la segunda semana de casada. Ambos estaban sentados frente al fuego, en la sala de estar carmesí. Julián acababa de servirse otra copa de oporto y bastante generosa por cierto.

Él la miró con los párpados entrecerrados.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Discúlpeme, pero es inevitable darse cuenta de que su inclinación a beber más y más oporto después de cenar se acentúa a diario. Por lo general, la gente recurre al oporto, al jerez o al clarete para poder dormir mejor. ¿Usted suele beber tanto por las noches?

Julián tamborileó los dedos sobre el apoyabrazos de su silla y la estudió durante un largo rato.

– No -contestó por fin y se bebió toda la copa de un solo trago-. ¿Te molesta?

Sophy fijó su atención en el bordado que tenía entre las manos.

– Si tiene problemas de insomnio hay remedios más eficaces. Bess me ha enseñado a preparar unos cuantos.

– ¿Estás proponiéndome que tome una dosis de láudano?

– No. El láudano es efectivo, pero yo no recurriría a él a menos que ya hubiera fracasado con otros tónicos. Si usted quiere, puedo preparar una mezcla con varias hierbas para que pruebe. Yo he traído mi maletín de medicinas.

– Gracias, Sophy, pero creo que seguiré con el oporto. Él me entiende a mí y yo a él.

Sophy arqueó las cejas, sin comprender bien.

– ¿Y qué es lo que hay que entender, milord?

– ¿Quieres que sea totalmente franco, Señora Esposa?

– Por supuesto. -Se sorprendió ante semejante pregunta-. Ya sabe que prefiero que las conversaciones sean abiertas y libres entre nosotros. Es usted quien a veces tiene ciertas dificultades para expresar ciertos conceptos, no yo.

– Te advierto que no se trata de un asunto que te agrade discutir.

– Tonterías. Si tiene problemas para dormir, me parece que debe existir una cura más apropiada que el oporto.

– En eso estamos de acuerdo, querida. La cuestión es si tú estarás dispuesta a proporcionarme la cura.

Su voz ronca y sugestiva hizo que Sophy levantara la cabeza, alarmada. Entonces encontró la intensa mirada de esmeralda de su esposo. No necesitó nada más para entender.

– Ya veo -logró esgrimir con serenidad-. No me había dado cuenta de que nuestro acuerdo le causaría tales inconvenientes físicos, milord.

– Ahora que lo sabes, ¿te importaría liberarme de mi obligación?

A Sophy se le cortó en la mano un trozo de seda vegetal para bordar. Bajó la vista y vio las hebras colgando.

– Pensé que todo marchaba bastante bien, milord -dijo ella, distante.

– Ya lo sé. Lo has estado pasando bastante bien aquí en Eslington Park, ¿verdad, Sophy?

– Mucho, milord.

– Bueno, yo también. En ciertos aspectos. Aunque en otros, esta luna de miel me está resultando agotadora. -Arrojó lo que le quedaba del oporto-. Terriblemente agotadora, por todos los demonios. El hecho es que nuestra situación es antinatural, Sophy.

Ella suspiró, apesadumbrada.

– ¿Esto significa que quiere que acortemos nuestra luna de miel?

La copa vacía de cristal se quebró en su mano. Julián maldijo y se sacudió los delicados fragmentos de entre los dedos.

– Significa -dijo solemnemente- que me gustaría normalizar este matrimonio. Es mi obligación y mi placer insistir en ello.

– ¿Está tan ansioso por engendrar a su heredero?

– En este momento no estoy pensando en mi futuro heredero, sino en el actual conde de Ravenwood. También estoy pensando en la actual condesa de Ravenwood. La única razón por la que tú no estás sufriendo tamo como yo, es que no sabes qué estás perdiéndote.

Sophy se encendió de ira.

– No necesita ser tan odiosamente condescendiente, milord. Soy una muchacha de campo, ¿lo recuerda? He sido criada entre anímales y hasta me han llamado una o dos veces para ayudar a nacer a algún bebé. Ya sé qué es lo que pasa entre marido y mujer y para ser totalmente honesta, no creo que me esté perdiendo nada tan edificante.

– No se trata de un ejercicio intelectual, madam- Tiene un objetivo físico.

– ¿Como montar a caballo? Si no le importa que se lo diga, hasta me parece menos satisfactorio. Por lo menos, cuando uno cabalga, cumple con un objetivo útil, como es el de llegar a un destino prefijado.

– Quizás ya es hora de que aprendas qué destino te espera en la cama, querida.

Julián ya estaba de pie, tratando de llegar a ella cuando Sophy empezó a darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Le arrancó el bordado de las manos y lo arrojó por el aire. La rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí. No bien lo miró a los ojos, Sophy se dio cuenta de que, esta vez, el conde no se contentaría con darle uno de esos persuasivos besos de buenas noches que había estado recibiendo últimamente por parte de él.

Alarmada, Sophy lo empujó por los hombros.

– Basta, Julián, ya le he dicho que no quiero ser seducida.

– Estoy empezando a creer que es mi obligación seducirte. Este tonto acuerdo que me has impuesto es demasiado para mí, pequeñita. Ten piedad de tu pobre esposo. Sin duda moriré de frustración si me veo obligado a esperar tres meses- Sophy, deja de forcejear.

– Julián, por favor…

– Shh, cariño. -Delineó los contornos de los labios de ella con las yemas de los dedos-. Te he dado mi palabra de que no te forzaría y juro que cumpliré mi promesa aunque sólo Dios sabe cómo me está matando. Pero tengo todo el derecho del mundo de intentar hacerte cambiar de opinión y es eso exactamente lo que haré. Te he dado diez días para que te acostumbres a la idea de que estás casada conmigo. Son nueve días más de los que te habría dado cualquier otro hombre en mi lugar.

La boca de Julián descendió sobre la de ella repentinamente, feroz, exigente. Sophy había estado en lo cierto. No se trataba ya de los besos convincentes ni del ataque psicológico al que la había sometido todas esas noches y que la muchacha había aprendido a esperar con ansiedad. Ese beso fue caliente, deliberadamente devastador. Sintió que la lengua de Julián recorría vorazmente la suya. Por un instante, una calidez agradable la envolvió, pero cuando saboreó el gusto a oporto en su boca, comenzó a luchar contra él otra vez.

– Quédate quieta -le ordenó él, calmándola con masajes en la espalda-. Sólo quédate quieta y déjame besarte. Es todo lo que quiero en este momento. Quiero sacarte todos esos ridículos temores que tienes.

– No te tengo miedo -se apresuró a protestar, consciente de la fuerza de sus manos-. Simplemente, no quiero que la privacidad de mi cuarto se vea interrumpida por la presencia de un hombre a quien apenas conozco.

– No somos extraños, Sophy. Somos marido y mujer y ya es hora de que nos convirtamos en amantes.

Su boca descendió sobre la de ella una vez más, silenciando así sus protestas. Julián la besó profundamente, completamente, imprimiendo sus huellas en ella hasta que Sophy empezó a temblar en señal de reacción. Tal como siempre le sucedía cada vez que él la abrazaba de ese modo, Sophy se sintió carente de aliento y extrañamente débil. Cuando Julián bajó más las manos, para tomarla y atraerla hacia sí, la muchacha sintió la rigidez de su miembro y se sobresaltó.

– ¿Julián? -lo miró, boquiabierta.

– ¿Qué esperabas? -le preguntó con una sonrisa picara-. Un hombre no difiere mucho de los animales. Según tus propias palabras, eres una experta en la materia.

– Milord, esto no es lo mismo que encerrar una oveja y un carnero en el mismo corral.

– Me alegra que veas la diferencia.

Julián se negó a dejar que se alejara de él. En cambio, tomó con fuerza las redondeadas nalgas de la muchacha en sus manazas y las empujó más contra su miembro erecto.

Sophy sintió mareos al experimentar ese contacto tan íntimo. Le envolvió las piernas con las faldas. Él las separó más todavía para atraparla entre ellas.

– Sophy, pequeñita. Sophy, mi vida, déjame hacerte el amor. Es lo que corresponde. -La súplica se acentuó con una lluvia de besos muy sutiles que le cubrieron el cuello y los hombros desnudos.

Sophy no podía responder. Tenía la sensación de que una fuerte marea la arrastraba a su antojo. Hacía demasiado tiempo que amaba a Julián. La tentación de rendirse ante la sensual calidez que le había inspirado fue casi desbordante. Inconscientemente, le rodeó el cuello con los brazos y abrió las piernas, como invitándolo. El le había enseñado mucho a besar durante los últimos días.

Y Julián no necesitó una segunda invitación. Volvió a tomarle los labios con un gemido de satisfacción. Deslizó la mano por debajo del femenino pecho, buscando el pezón con el pulgar, por debajo de la muselina del corsé.

Sophy no escuchó abrirse la puerta de la sala, pero sí las incómodas disculpas y el ruido de la puerta que se cerró casi de inmediato. Julián alzó la cabeza para echar una furiosa mirada por encima de los rizos de Sophy y, de ese modo, el hechizo se quebró.

Sophy se ruborizó al darse cuenta de que uno de los sirvientes había sido testigo del apasionado beso. A toda prisa, se echó hacia atrás y Julián se lo permitió, sonriendo satisfecho por el aspecto desgreñado de su esposa. Ella se llevó la mano a la cabeza y notó que estaba mucho peor que de costumbre. Tenía varios rizos colgándole sobre las orejas y la cinta que su dama de compañía había atado con tanto cuidado antes de la cena, también se había soltado. Le colgaba sobre la nuca.

– Yo… le ofrezco mis disculpas, milord. Debo subir. Todo se me ha deshecho, -Giró rápidamente y salió corriendo hacia la puerta.

– Sophy. -Se sintió el «clic» de vidrio contra vidrio.

– ¿Sí? -Hizo una pausa. Con la mano en el picaporte, se volvió.

Julián estaba de pie junto al fuego, con el brazo apoyado casualmente sobre la repisa de mármol de la chimenea. Tenía otra copa de oporto en la mano. Sophy se alarmó más que nunca cuando vio más satisfacción masculina que nunca en aquellos ojos de esmeralda. Tenía la boca apenas curvada pero aquella sonrisa contribuyó en muy poco para mitigar esa arrogancia tan familiar en él. Estaba demasiado seguro de sí, ahora.

– ¿La seducción no es algo para temer tanto, verdad, mi amor? Tú también gozarás y espero que hayas tenido tiempo más que suficiente para haberlo comprobado.

¿Así habría sido para la pobre Amelia? ¿Una absoluta devastación de sus sentidos?

Sin reparar en lo que estaba haciendo, Sophy se llevó el dedo al labio inferior.

– ¿Los besos que acaba de darme son lo que usted llamaría «seducción», milord?.

Julián bajó la cabeza, con una expresión divertida.

– Espero que los disfrutes, porque habrá muchos más besos como los que te di, en el futuro. Comenzando por esta noche. Sube a tu cuarto, querida. Pronto me reuniré contigo y voy a seducirte hasta el punto que me asegure de tener una noche de bodas como corresponde. Créeme, mi amor, que mañana a primera hora me agradecerás por haber puesto punto final a esta situación totalmente antinatural que has creado. Y yo me complaceré enormemente en aceptar ese agradecimiento.

La furia se encendió en Sophy, fusionándose con otras sensaciones que ya la habían asaltado. De pronto, se puso tan rabiosa que no podía ni hablar. En cambio, abrió violentamente las pesadas puertas de caoba de la sala y salió corriendo hacia las escaleras. Irrumpió tan abruptamente en su recámara que asustó a la criada que estaba acomodando la cama.

– ¡Milady! ¿Algún problema?

Sophy trató de controlar su ira y de contener sus descarriados sentidos. Respiraba muy rápidamente.

– No, no, Mary. No hay ningún problema. Sólo subí demasiado rápido las escaleras. Por favor, necesito ayuda con el vestido.

– Naturalmente, señora. -Mary, una joven de mirada radiante, que no llegaba a tos veinte años se sentía feliz de haber sido promovida recientemente al cargo de dama de compañía de la señora. No perdió tiempo en ayudar a su ama a desvestirse.

Se encargó del vestido de muselina bordada con toda dedicación y cuidado.

– Creo que me vendría bien una taza de té antes de dormir. ¿Me harías llegar una, por favor?

– De inmediato, milady.

– Ah, Mary. Haz que te envien dos tazas. -Sophy inspiró profundamente-. El conde vendrá de un momento a otro.

Mary abrió los ojos muy satisfecha pero evitó hacer ninguna clase de comentarios mientras ayudaba a su ama a ponerse un camisón de chintz.

– Le conseguiré el té de inmediato, señora. Oh, eso me recuerda… Una de las criadas se quejaba de dolor de estómago. Me preguntó si podía consultarle qué puede tomar para curarse.

Ella cree que se trata de algo que comió.

– ¿Qué? Ah, sí, claro. -Sophy se volvió para buscar en su maletín de hierbas medicinales. En un momento preparó un paquetito con algunas de ellas, en las que incluyó orozuz en polvo y ruibarbo-. Llévale esto y dile que ponga dos pizquitas de cada uno en un poco de agua y se prepare un té. Con eso tiene que aliviarse. Dile que si para mañana por la mañana no mejora, que venga a hablar conmigo.

– Gracias, señora. Alice le estará siempre tan agradecida.

Me dijeron que siempre le duele el estómago, de los nervios. Ah, a propósito… Alian, el criado, me pidió que le dijera que su carraspera mejoró muchísimo gracias al jarabe que le preparó con miel y coñac el cocinero, según sus instrucciones.

– Excelente, excelente, cuánto me alegro -dijo Sophy, impaciente. Lo último que quería discutir en ese momento era la carraspera de Alian el criado-. Y ahora, Mary, apresúrate con el té, ¿de acuerdo?

– Sí, señora. -Mary salió a toda marcha del cuarto.

Sophy empezó a caminar por el cuarto de aquí para allá. Sus pantuflas no hicieron ni el menor ruido sobre la oscura alfombra estampada. No percibió que se le había soltado una de las cintas de la solapa de su camisón, la cual pendía sobre su seno.

Ese hombre insoportable y arrogante con el que se había casado pensaba que sólo tenía que tocarla para que ella sucumbiera a sus manos de experto. La perseguiría, la acosaría y se valdría de cualquier medio para hacer lo que quisiera con ella.

Sophy lo sabía ahora. Para él, acostarse con ella era sólo una cuestión de orgullo masculino.

Sophy comenzaba a darse cuenta de que jamás hallaría paz sino hasta que Julián demostrase ser el amo absoluto en la privacidad de su cuarto. Tenía muy pocas posibilidades de construir esa relación armoniosa con la que tanto había soñado si Julián estaba obsesionado en seducirla.

Sophy dejó de caminar abruptamente cuando se le ocurrió que Julián tal vez se quedaría satisfecho con una noche de conquista. Después de todo, no estaba enamorado de ella. Por el momento, aparentemente, ella sólo constituía un desafío porque era su esposa y porque se negaba a darle los privilegios que le correspondían por derecho propio. Pero tal vez, si pensaba que finalmente había demostrado que era capaz de seducirla, la dejaría en paz por un tiempo.

Rápidamente, Sophy acudió a su maletín de medicinas, bellamente tallado. Lo abrió y estudió cada uno de los diminutos recintos y gavetas. Ardía de ira y miedo, así como de otra emoción igualmente intensa que no quiso examinar con demasiada exactitud. No tenía mucho tiempo. En pocos momentos Julián atravesaría la puerta que comunicaba el cuarto de Sophy con el vestidor de él. Y luego la tomaría entre sus brazos y la tocaría como tocaría indudablemente a su bailarina de ballet o actriz o lo que fuere.

Mary abrió la puerta y entró en la habitación, trayendo una bandeja de plata entre sus manos. Su té, señora, ¿desea otra cosa más?

– No, gracias, Mary. Puedes retirarte. -Sophy logró esgrimir una de las más naturales de sus sonrisas al despedir a la criada, pero el especial brillo en los ojos de Mary al retirarse le hizo advertir que no la había engañado. Sophy podía jurar que hasta oyó una risita desde el corredor.

«Aparentemente los sirvientes se enteran absolutamente de todo lo que sucede en un caserón como este», pensó Sophy, con cierto resentimiento. También era muy probable que Mary supiera perfectamente bien que Julián jamás había pasado la noche en la recámara de su esposa. En cierto modo, esa idea la mortificaba.

Por un instante se le pasó por la mente que, tal vez, gran parte de la irritación de Julián se debía a que todo el personal de la casa estaría preguntándose por qué no se acostaba con su flamante esposa.

Sophy endureció su corazón. No dejaría de lado sus objetivos sólo para salvaguardar el orgullo masculino de Julián. Ya como estaban las cosas hasta ese momento, Julián abusaba bastante de tal privilegio. Buscó en una de las gavetas del maletín y extrajo una pizca de manzanilla y de otra hierba un poco más fuerte. Bastante más fuerte. Con gran habilidad, las colocó dentro de la tetera hirviendo.

Luego se sentó a esperar. Tenia que sentarse. Temblaba tanto que no podía mantenerse de pie. No tuvo mucho tiempo para anticipar lo inevitable. De pronto se abrió la puerta comunicante y Sophy se sobresaltó. Sus ojos fueron directamente a la puerta, donde estaba Julián, con ropa de cama en seda negra, bordada con el símbolo de los Ravenwood. La miró con una sonrisa cómplice.

– Estás demasiado nerviosa, pequeñita -le dijo con ternura, mientras cerraba la puerca detrás de sí-. Esto pasa por posponer las cosas más de lo debido. Has conseguido que todo esto tomara proporciones desmedidas. Mañana a primera hora ya podrás ver todo desde otra perspectiva, como se debe.

– Me agradaría suplicarle por última vez, Julián, que no insista más. Tengo la sensación de que está violando el espíritu de nuestro trato, aunque no esté faltando a su palabra.

La sonrisa se le borró y la mirada se le tomó más severa. Metió las manos en los bolsillos de su camisón y empezó a caminar lentamente por el cuarto de Sophy.

– No volveremos a discutir el tema de mi honor. Puedo asegurarte que para mí es algo muy importante y jamás haría nada que pudiera empañarlo.

– ¿Quiere decir que tiene su propia definición de honor entonces?

La miró enojado.

– Sé definir el honor mucho mejor que tú, Sophy.

– ¿Yo carezco de la aptitud para definirlo de un modo correcto porque soy simplemente una mujer?

Julián se relajó y su sonrisa empezó a asomar nuevamente.

– No eres simplemente una mujer, mi amor. Eres una dama de lo más interesante, créeme. Cuando pedí tu mano en matrimonio, ni soñaba obtener una pócima tan fascinante contigo. ¿Sabías que tienes un poco de encaje colgando en el camisón?

Sophy bajó la vista, un tanto incómoda y vio que el encaje le quedaba suelto sobre el pecho. Hizo un par de intentos por reacomodarlo pero fueron en vano. Abandonó el esfuerzo. Cuando levantó la cabeza advirtió que miraba a Julián a través de un mechón que se le había escapado de las horquillas que sujetaban su peinado. Irritada, se lo acomodó detrás de la oreja y se irguió, orgullosa.

– ¿Le agradaría una taza de té, milord?

La sonrisa de Julián se ensanchó indulgentemente y sus ojos adoptaron un verde muy intenso.

– Gracias, Sophy. Después de todo el oporto que bebí cuando terminé de cenar, creo que una taza de té me vendrá muy bien. No me gustaría quedarme dormido en un momento tan crucial como éste. Estoy seguro de que te decepcionarías muchísimo.

«Qué arrogante», pensó ella mientras le servía la taza de té. Sabía que su esposo interpretaba la invitación como una señal de sumisión. Un momento después, cuando ella le entregó la taza de té, Julián la aceptó con el mismo gesto que un conquistador recibe la espada del derrotado.

– ¡Qué aroma tan interesante! ¿Es tu propia receta, Sophy?-Julián bebió un sorbo y siguió caminando por el cuarto.

– Sí. -Esa palabra tan cortita pareció atragantársele. Miró con enfermiza fascinación cómo tomaba un segundo sorbo-. Manzanilla y… otras flores. Tienen un efecto tranquilizante cuando uno se ha puesto más nervioso de la cuenta.

Julián asintió, ausente.

– Excelente. -Se detuvo un instante frente al escritorio de palisandro de Sophy, para estudiar los libros que ella había acomodado sobre éste-. Ah, el lamentable material de lectura de mi marisabidilla esposa. Veamos cuan patéticos son tus gustos en realidad.

Extrajo primero uno y luego otro de los volúmenes de tapas de cuero que estaban sobre el estante. Bebió otro sorbo de té, mientras leía los títulos de las tapas.

– Hmm, Virgilio y Aristóteles en traducción. Decididamente, excede un poco al lector común, pero tampoco es para espantarse. Yo también leía estas cosas.

– Me alegro que lo apruebe, milord -dijo Sophy, tensa.

Él la miró, divertido.

– ¿Te parezco condescendiente, Sophy?

– Mucho.

– No es mi intención serlo, sabes. Simplemente, siento curiosidad por tí. -Volvió a guardar los clásicos y sacó otro volumen-. ¿Qué más tenemos por aquí? ¿ La Medicina Primitiva , de Wssiey? Un poco antiguo. ¿No?

– Pero sigue siendo una excelente guía de herboristería, milord. En él se detalla muy bien cada una de las especies. Mi abuelo me lo regaló.

– Ah, sí, las hierbas. -Dejó ese libro y tomó otro. Sonrió con indulgencia-. Bueno, veo que las pavadas románticas de lord Byron también llegaron al campo. ¿Te gustó Childe Harold, Sophy?

– Me resultó muy entretenido. ¿Y a usted?

Él sonrió sin inhibición alguna ante el abierto desafío.

– Debo admitir que lo he leído y que ese autor tiene un modo muy especial de escribir melodramas, pero viene de una larga generación de tontos melodramáticos. Me temo que vendrán más héroes melodramáticos de lord Byron.

– Por lo menos no es un escritor aburrido. Tengo entendido que ha causado furor en Londres -dijo Sophy tanteándolo, preguntándose si tal vez, accidentalmente, no habría encontrado un punto de interés intelectual en común con él.

– Si con eso te refieres a que las mujeres caen rendidas a sus pies, sí es verdad. Un hombre podría quedar todo pisoteado, bajo un montón de hermosos piececitos si comete la estupidez de asistir a la misma tumultuosa recepción a la que lord Byron es invitado. -Julián no parecía tenerle ni la más mínima envidia.

Era evidente que el fenómeno Byron le resultaba divertido y nada más-. ¿Qué más tenemos aquí? ¿Quizás algún texto avanzado sobre matemática?

Sophy casi se atragantó al ver el libro que su marido tenía en la mano.

– No precisamente, milord.

La expresión indulgente de Julián desapareció de su rostro cuando leyó el título en voz alta.

– La reivindicación de los derechos de la mujer, por Wollstonecralt.

– Me temo que eso es, milord.

Julián levantó la vista del título del libro. Tenía tos ojos muy brillantes.

– ¿Ésta es la clase de textos que has estado estudiando? ¿Una ridícula estupidez expuesta por una mujer que no es otra cosa más que una aventurera?

– La señorita Wollstonecraft no era ninguna aventurera-exclamó Sophy, indignada-. Era una pensadora libre, una mujer intelectual de gran habilidad.

– Era una ramera. Vivió abiertamente con más de un hombre sin estar casada.

– Ella sentía que el matrimonio no era más que una jaula para las mujeres. Una vez que la mujer se casa, queda a merced de su esposo- Carece de todo derecho propio. La señorita Wollstonecraft conocía profundamente la situación de la mujer y sentía que algo debía hacerse al respecto. Sucede que estoy de acuerdo con ella. Usted dice que siente curiosidad por mí. Bueno, lea un poco este libro y aprenderá así algo acerca de mis intereses.

– No es mí intención leer semejante idiotez. -Julián arrojó el libro a un costado, sin el menor cuidado-. Es más, querida. No voy a permitir que te sigas envenenando el cerebro con la obra de una mujer a quien debieron haber encerrado en Bedlam o quien debió haberse instalado en Trevor Square como prostituta profesional.

Sophy apenas pudo contener su impulso de arrojarle a la cara la taza de té que ella estaba bebiendo.

– Teníamos un trato respecto de mis hábitos de lectura, milord. ¿También va a violar ése?

Julián se tragó el último sorbo de té, apoyó la taza sobre el platito y los apartó. Avanzó hacia ella deliberadamente, con la expresión fría y furiosa.

– Insinúa una sola acusación más acerca de que no tengo honor y no respondo por las consecuencias. Ya estoy harto de esta farsa a la que llamas luna de miel. No se logra nada positivo. Ha llegado el momento de poner los puntos sobre las íes. Ya te he perdonado lo suficiente, Sophy. De ahora en adelante serás una esposa como corresponde, tanto en la cama como fuera de ella. Aceptarás mis opiniones en todas las áreas y eso incluye tus hábitos de lectura.

La taza y el platito de Sophy sonaron en forma alarmante cuando ella se puso de pie. El mechón de cabello que se había sujetado detrás de la oreja volvió a soltarse. Dio un paso atrás y se pisó el ruedo del camisón con el talón de la pantufla. Se oyó perfectamente el ruido del suave género al rasgarse.

– Mire lo que ha hecho -se lamentó Sophy, mirándose el camisón roto.

– Todavía no he hecho nada. -Julián se detuvo frente a ella y observó su nerviosa expresión. Su mirada se relajó un poco-. Cálmate. Aún no te he tocado y parece que hubieras estado luchando con alma y vida para honrar tu maltratada dignidad femenina. -Alzó la mano y tomó delicadamente el mechón rebelde de Sophy entre sus dedos-. ¿Cómo lo logras, Sophy? -preguntó con ternura.

– ¿Lograr qué, milord?

– Ninguna otra mujer que conozco anda por ahí hecha un dulce desbarajuste como tú. Siempre te queda colgando alguna cinta, o una parte del encaje y tu peinado nunca queda como debe ser.

– Usted sabía que no era la clase de muchacha que está siempre prolija y a la moda, milord -le recordó.

– Ya lo sé- No fue mí intención criticarte. Simplemente, quería saber cómo conseguías este efecto. Lo logras sin ningún arte ni propósito. -Le soltó el mechón y recorrió su cabeza con la mano, sacándole todas las horquillas que encontró en el camino.

Sophy se puso tensa cuando la rodeó por la cintura con el otro brazo y la atrajo hacia sí. Desesperadamente se preguntó cuánto tiempo más tardaría su pócima en surtir el inevitable efecto. Julián no parecía somnoliento en lo más mínimo.

– Por favor, Julián…

– Justamente estoy tratando de hacerte el favor, mi amor -murmuró contra sus labios-. No quiero hacer más que complacerte esta noche. Te sugiero que te relajes y que me permitas demostrarte que no es tan terrible ser una esposa, en realidad.

– Debo insistir en nuestro trato… -Trató de discutir, pero estaba tan nerviosa que ni siquiera podía mantenerse de pie. Se aferró de los hombros de Julián para mantener el equilibrio y se preguntó qué haría si, por error, hubiera tomado las hierbas equivocadas de su maletín para preparar la pócima.

– Después de esta noche ya no volverás a mencionar ese estúpido trato. -La boca de Julián cayó pesada sobre la de ella.

Sus labios se movían lentamente, de una manera extraña, como si los estuviera arrastrando. Con las manos buscaba los tirantes del camisón.

Sophy se sobresaltó cuando le bajó la prenda por los hombros con toda facilidad. Miró los acalorados ojos de Julián, tratando de detectar algún signo de somnolencia en ellos.

– ¿Julián, podría darme unos pocos minutos más? Todavía no he terminado con mi taza de té y tal vez, usted desee otra…

– No te hagas tantas ilusiones, mi vida. Sólo estás tratando de demorar lo inevitable y lo inevitable será muy placentero para ambos. -Deliberadamente recorrió los costados de Sophy hasta la cintura y luego hasta la cadera, adhiriendo el fino linón del camisón a su figura-. Muy placentero -murmuró, con una voz muy ronca, mientras le apretaba las nalgas.

Sophy empezó a arder bajo la fuerte mirada de su esposo. El deseo de él era asombroso. Nunca nadie la había mirado del modo en que Julián estaba mirándola en ese momento. Sentía la pasión y la fuerza dentro de él. Sophy se sentía mareada, como si hubiera sido ella la que hubiera bebido el té de hierbas.

– Bésame, Sophy. -Julián le levantó el mentón con las yemas de los dedos.

Obediente, la joven se puso de puntillas para rozarte los labios con los de ella. «¿Cuánto tiempo más?, se preguntó desesperadamente.

– Otra vez, Sophy.

Ella hundió los dedos en la tela del camisón de Julián cuando lo besó de nuevo. Se le antojó cálido, fuerte y curiosamente autoritario. Sophy podría haberse quedado así toda la noche, pero sabía que él insistiría en recibir mucho más que besos por parte de ella.

– Así está mejor, mi vida. -La voz se le hacía cada vez más pesada, aunque Sophy no podía determinar si era por su excitación o por los efectos del té de hierbas-. No bien tú y yo lleguemos a un total acuerdo, nos llevaremos mucho mejor, Sophy.

– ¿Así se lleva con su amante?-preguntó ella osadamente.

La expresión de Julián se tornó más severa.

– Ya te he advertido más de una vez que no tocaras esos temas.

– Siempre está haciéndome advertencias, Julián. Me estoy cansando de ellas.

– ¿Sí? Entonces quizás haya llegado la hora de que aprendas que soy capaz de actuar además de hablar.

La levantó en brazos y la llevó a la cama deshecha. La soltó para tenderla con suavidad sobre las sábanas. Durante el proceso, por alguna razón, el camisón de la muchacha, de género fino, se le subió hasta los muslos. Levantó la vista y notó que los ojos de Julián estaban fijos en sus senos. Se dio cuenta de que se traslucían los pezones.

Julián se quitó el camisón, con la mirada errante por el cuerpo de Sophy, hasta que se detuvo en sus piernas.

– Qué piernas tan hermosas. Estoy seguro de que el resto del cuerpo será igualmente bello.

Pero Sophy no estaba escuchando. Estaba observando el cuerpo desnudo de su marido, atónita. Nunca antes había visto un hombre desnudo y mucho menos, excitado. La imagen le resultó abrumadora. Siempre se había creído una persona madura y bien informada; no una muchacha inculta que se espantaba por cualquier cosa. Después de todo era, como tantas veces se lo había repetido a Julián, una muchacha de campo.

Pero el miembro viril de Julián le resultó tremendo, teniendo en cuenta sus debilitados sentidos. Surgía como una agresiva prominencia de un nido de rizados vellos negros. La piel de su abdomen chato y de su vasto pecho destacaba la musculatura que indudablemente dominaría a Sophy sin la menor dificultad.

A la luz de las velas, Julián se veía infinitamente viril e infinitamente peligroso, pero había una extraña cualidad en ese poder que ostentaba que la alarmaba mucho más que cualquier otra cosa.

– Julián, no -dijo ella rápidamente-. Por favor, no haga esto. Me dio su palabra.

La pasión de sus ojos pronto se convirtió en ira, pero sus palabras ya no se entendían con claridad.

– Maldita seas, Sophy, he sido tan paciente como pocos hombres pueden serlo. No vuelvas a mencionar nuestro llamado pacto. No lo violaré.

Julián se acostó, se acercó a ella y rodeó su brazo con aquellas manos enormes que tenía. Sophy advirtió que la mirada ya se le había tornado vidriosa y se sintió conmocionada en lugar de aliviada cuando se dio cuenta de que pronto se quedaría dormido.

– ¿Sophy? -Su nombre no fue más que una pregunta somnolienta-. Tan tierna. Tan dulce. Me perteneces, ¿sabes? -Las pestañas largas y oscuras descendieron lentamente, ocultando la confundida expresión de Julián-. Cuidaré de ti. No permitiré que te tuerzas como esa perra de Elizabeth. Antes te estrangularía.

Agachó la cabeza para besarla. Sophy se puso tiesa, pero él jamás llegó a tocarle los labios. Gimió una vez y su cabeza cayó pesadamente sobre la almohada. Sus dedos fuertes le apretaron el brazo durante un breve lapso, hasta que la mano también le cayó, con su peso muerto.

El corazón de Sophy latía a gran velocidad, antinaturalmente, mientras estaba allí, acostada, junto a Julián. Durante varios minutos, ni siquiera se atrevió a moverse. Gradualmente, las pulsaciones comenzaron a regularizarse y finalmente se convenció de que Julián no se despertaría. Entre el vino que había bebido y el té de hierbas que ella fe había preparado, lo más seguro era que durmiese hasta la mañana siguiente.

Casi imperceptiblemente, Sophy se levantó de la cama, sin dejar de mirar ni por un instante el magnífico físico de Julián.

Parecía feroz y salvaje en contraste con tas sábanas blancas. ¿Qué había hecho ella? De pie junto a la cama, trató de recuperar la compostura y de pensar con raciocinio.

No estaba segura de cuánto recordaría Julián cuando despertara al día siguiente. Si llegaba a darse cuenta de que ella le había preparado una pócima, su ira no tendría límites y sería descargada directamente sobre ella. Sophy debía hacer lo imposible para convencerlo de que al final se había salido con la suya.

Sophy corrió hacia su maletín de medicinas. Bess una vez le había contado que a veces las mujeres sangraban después de haber sido desvirgadas, especialmente si el hombre era un poco negligente y falto de suavidad. Julián tal vez esperaría encontrar sangre la mañana siguiente entre las sábanas, o tal vez no. Pero si veía sangre, lo más probable era que terminara de convencerse de que había cumplido con sus obligaciones maritales.

Sophy elaboró una preparación rojiza utilizando unas hierbas de hojas rojas y un poco de té que había quedado. Terminada la tarea, miró la preparación con desconfianza. El color estaba bien, pero la textura no era lo suficientemente espesa. Tal vez eso no tendría tanta importancia una vez que la vertiera sobre la sábana.

Se acercó a la cama y desparramó un poco de la sangre falsa en el sitio sobre el que se había acostado. Se absorbió rápidamente, dejando una aureola pequeña y colorada. Sophy se preguntó cuánta sangre esperaría encontrar un hombre después de haber desflorado a su mujer virgen.

Frunció el entrecejo y luego de un breve debate interno, concluyó que la sangre no era suficiente. Agregó un poco más. Estaba tan nerviosa y temblaba tanto que se le cayó más sangre falsa de la deseada.

Presa del pánico, Sophy se echó hacia atrás y se le desparramó más líquido todavía. La aureola había incrementado considerablemente su tamaño. Sophy se preguntó si no se le habría ido la mano.

A toda prisa, vertió el remanente de la preparación en la tetera. Luego apagó las velas y se metió alegremente en la cama, junto a Julián, cuidando de no rozarle la musculosa pierna.

Ya no tenía ninguna solución. Tendría que dormir sobre parte, al menos, del enorme manchón colorado y húmedo que había dejado sobre la cama.

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