Waycott estaba poniéndose pesado y no por primera vez. Sophy cada vez se sentía más molesta por su presencia. Frunció el entrecejo por encima del hombro de lord Utterídge, que la conducía a la pista de baile. Con alivio, advirtió que Waycott salía, aparentemente, hacia los jardines.
Ya era hora de que la dejara en paz por esa noche, pensó Sophy. Finalmente, había conseguido que le presentaran al primer hombre de la lista, lord Utteridge, quien, a pesar del aspecto disipado que presentaba en ese momento, evidentemente había sido apuesto en su juventud. Claro que a Sophy no le había resultado sencillo conseguir esa invitación. Desde que había llegado a la fiesta, Waycott no hizo más que revolotear alrededor de ella, tal como lo había hecho repetidas veces, durante las dos últimas semanas.
Sophy pensó que le había resultado muy difícil localizar a Utteridge,, mucho más de lo que ella, Anne y Jane habían anticipado. Y para colmo, Waycott siempre se interponía en todo lo que ella deseaba hacer esa noche. Afortunadamente, a último momento, Anne logró dar con la información referente a la lista de invitados a la fiesta de esa noche. Por supuesto, Sophy no quería desperdiciar todo el tiempo y el esfuerzo que habían sido necesarios para que ella también estuviera incluida en esa lista.
La información disponible respecto de lord Utteridge era muy escueta.
– Me he enterado que ha despilfarrado toda su fortuna en los juegos de azar y que ahora está buscando una esposa rica -le había explicado Anne esa tarde-. En este momento, trata de llamar la atención de Cordelia Biddie, que ha sido invitada a la fiesta de los Dallimore, esta noche.
– Seguramente lady Fanny logrará que me inviten a mí también -le contestó Sophy, hipótesis que resultó correcta. Si bien a lady Fanny le llamó la atención el interés de Sophy por participar de una reunión que, sin duda, sería aburrida, se conectó con la anfítriona para hacerla invitar.
– No me resultó para nada difícil, querida -le había dicho lady Fanny-. Últimamente, toda anfitriona re considera un valioso premio.
– Supongo que es el poder del título de Julián -había dicho Sophy, pensando que, si Anne estaba en lo cierto, echaría mano de ese mismo poder para castigar al seductor de Amelia.
– Obviamente, el título de los Ravenwood ayuda -coincidió Harriette, levantando la vista de un libro que estaba leyendo- pero también debes saber, querida, que no eres tan popular sólo porque eres condesa.
Sophy se sorprendió momentáneamente por ese comentario y luego sonrió.
– No necesitas entrar en detalles, Harry. Tengo plena conciencia de que debo la popularidad que hoy rengo al simple hecho de que, hasta tos miembros de la alta sociedad, padecen de jaquecas, problemas digestivos y ataques de hígado. Juro que a todas las fiestas y reuniones que voy, termino recetando alguna medicina, como si fuera una boticaria.
Harriette había intercambiado una simpática sonrisa con Fanny y luego volvió a dedicarse a la lectura.
Pero el plan resultó. Sophy recibió una cordial bienvenida por parte de la entusiasmada anfítriona, quien jamás había soñado con contar con la presencia de la condesa de Ravenwood en su reunión. Después de eso, sí fue sencillo rastrear a lord Utteridge. De no haber sido por las insistentes peticiones de Waycott para que Sophy bailase una pieza con él, todo habría salido a pedir de boca.
– Me aventuro a decir que a Ravenwood le parecerá un cambio drástico tenerla a usted como esposa después de su primera experiencia en la materia -murmuró Utteridge, con un tono pegajoso.
Sophy, que había estado esperando ansiosamente que él rompiera el hielo, sonrió alentadoramente.
– ¿Conoció usted bien a la primera esposa de lord Ravenwood, señor?
La sonrisa de Utteridge le resultó desagradable.
– Digamos que tuve el placer de mantener varias conversaciones íntimas con ella. Era una mujer fascinante. Lo impactaba a uno con su sola presencia. Encantadora, misteriosa, cautivadora. Con sólo una sonrisa, era capaz de dejar a cualquier hombre embelesado durante varios días. Pero creo que también era peligrosa.
Un súcubo. Sophy recordó el extraño diseño sobre el anillo negro. Más de un hombre habrá sentido la necesidad de protegerse de una mujer así, aun cuando voluntariamente hubiera caído en las redes de Elizabeth.
– ¿Visitaba con frecuencia a mi esposo y a Elizabeth en Ravenwood? -preguntó Sophy, tan casualmente como pudo.
Utteridge sonrió.
– Ravenwood rara vez recibía visitas con su esposa. Al menos, después de los primeros meses posteriores a la boda. Ah, aquellos primeros meses fueron bastante divertidos para nosotros, debo decir.
– ¿Divertidos? -Sophy sintió escalofríos.
– Sí, por cierto -dijo Utteridge, con gran placer-. Durante ese primer año, hubo muchas escenas en público, lo que distrajo enormemente a la alta sociedad. Pero después de eso, Ravenwood y su esposa comenzaron a llevar vidas separadas. Algunos dicen que Ravenwood estaba a punto de iniciar juicio por separación y divorcio cuando Elizabeth falleció.
Julián debió de haberse sentido muy avergonzado con todos esos espectáculos en público. Con razón había expresado tan puntualmente que no quería que Sophy se convirtiera en el centro de comentario de todo el mundo. La muchacha trató de retomar su pregunta inicial.
– ¿Alguna vez estuvo en Ravenwood Abbey, señor?
– Dos veces, según recuerdo -dijo Utteridge, restándole importancia a la pregunta-. Aunque no me he quedado mucho tiempo en ninguna de las dos ocasiones. Y no por ella, pues Elizabeth podía ser muy encantadora. Pero soy un hombre a quien no le agrada la vida campestre. Me siento mucho más cómodo en la ciudad.
– Ya veo. -Sophy escuchó con suma atención la voz de Utteridge, su ritmo en la locución, tratando de verificar si era la misma que la del hombre de la capa negra, con la capucha, quien le había advertido sobre el anillo negro en el baile de disfraces.
Pero le pareció que no.
Y si Utteridge decía la verdad, era poco probable que hubiera sido el seductor de Amelia. Quienquiera que hubiera sido, se había quedado bastante más de dos veces en Ravenwood. En un período de tres meses, Amelia había salido varias veces a encontrarse con su amante. Por supuesto que existía la posibilidad de que Utteridge estuviera mintiendo respecto de la frecuencia de sus visitas a Ravenwood Abbey. Pero a Sophy no se le ocurría por qué querría hacerlo.
Sophy admitió para sí que todo ese asunto de rastrear al seductor de Amelia sería una empresa muy dificultosa.
– Dígame, señora. ¿Es su intención seguir los pasos de su predecesora? De ser así, espero que me incluya en sus planes.
Hasta podría contemplar la posibilidad de otro viaje a Hampshire si usted se compromete a ser mi anfitriona -comentó Utteridge, con una desagradable voz ronca.
Ese insulto, apenas disimulado, fue como un bofetazo para Sophy, que la arrancó de su meditación. Se detuvo en medio de la pista, con la frente bien alta.
– ¿Qué es exactamente lo que está insinuando, milord?
– Nada, estimada señora, se lo aseguro. Simplemente preguntaba por curiosidad. Parecía tan interesada en conocer las actividades de la condesa anterior, que pensé que quizás, eh… usted tenía aspiraciones a seguir la misma vida libertina que a ella tanto complacía.
– En absoluto -dijo Sophy, con gran determinación-. No sé de dónde habrá sacado esa idea.
– Cálmese, señora. No quise insultarla. Había escuchado algunos rumores y debo admitir que despertaron mi curiosidad.
– ¿Qué rumores? -preguntó Sophy, repentinamente ansiosa. Si se había corrido la voz de que ella y Charlotte Featherstone se habían batido a duelo, o casi, Julián se pondría furioso.
– Nada importante, le aseguro. -Utteridge sonrió con frialdad y acomodó la flor artificial que caía del peinado de Sophy-. Sólo algunos comentarios sobre las esmeraldas de los Ravenwood,
– Ah, eso -suspiró Sophy aliviada-. ¿Qué pasa con ellas?
– Algunas personas sienten curiosidad por saber por qué usted nunca se las puso en público -preguntó Utteridge con una voz de terciopelo, aunque su mirada fue penetrante.
– Qué extraño -dijo Sophy-. No imagino que alguien pierda su tiempo preocupándose por un detalle tan mundano. Creo que la pieza de baile ha terminado, señor.
– En ese caso le ruego me excuse, señora -dijo Utteridge con una lacónica reverencia-. Creo que tengo prometido el próximo baile.
– Por supuesto. -Sophy hizo una reverencia con la cabeza y observó a Utteridge, que avanzaba entre la multitud, hacia una joven rubia y de ojos azules, con un vestido de seda celeste.
– Cordelia Biddie -dijo Waycott, que apareció justo detrás de Sophy-. Tiene la cabeza hueca, pero su herencia compensará sobremanera la falta de cerebro, según me han dicho…
– Jamás habría pensado que los hombres fueran capaces de valorar las mujeres con cerebro.
– Lo cierto es que muchos hombres no lo tienen y por eso no pueden apreciar que las mujeres tengan esa bendición, en algunos casos, claro. -Los ojos de Waycott estaban clavados en el rostro de ella-. Me atrevería a decir que Ravenwood es uno de esos hombres.
– Se equivoca, milord -dijo Sophy con aspereza.
– Entonces me disculpo -concedió Waycott-. Es sólo que Ravenwood ha dado muy pocas evidencias de apreciación hacia su nueva esposa y eso hace dudar a un hombre.
– ¿Y cómo espera que me demuestre su apreciación? -contravino ella-. ¿Desparramando pétalos de rosas frente a la puerta de nuestra casa todas las mañanas?
– ¿Pétalos de rosa? -Waycott arqueó las cejas-. No me parece. Ravenwood es incapaz de gestos de romanticismo. Pero ya tendría que haberle ofrecido las esmeraldas de la familia.
– No me imagino por qué -respondió Sophy de inmediato-. Por mi tez, las esmeraldas no me favorecen. En cambio, los diamantes van perfectos conmigo, ¿no lo cree usted? -Hizo un ademán con el brazo para atraer la atención hacia el brazalete que Julián le había obsequiado. Las piedras brillaron en su muñeca.
– Está equivocada, Sophy -le dijo Waycott-. Las esmeraldas le sentarían de maravilla. Pero me pregunto si Ravenwood se las confiará alguna vez a otra mujer. Esas piedras deben de traerle muy dolorosos recuerdos.
– Debe disculparme, milord. Ahí está lady Frampton, junto a la ventana y debo preguntarle cómo le fue con el digestivo que le recomendé.
Sophy desapareció, pues decidió que ya había soportado lo suficiente al vizconde. Aparentemente, iba a todas las reuniones sociales a las que ella había concurrido en esos días.
Mientras se movía entre la multitud, se dio cuenta de que no debió haber permitido que Utteridge se le escapara tan rápido. Aunque no fuera el hombre que Sophy buscaba, era evidente que sabía mucho acerca de las actividades de Elízabeth y que estaba muy dispuesto a contarlas. Sophy pensó que podría aportarle datos valiosos sobre los otros dos hombres que estaban en la lista de Charlotte.
Al otro lado del salón, Cordelia Biddie estaba rechazando otra pieza con Utteridge. Éste, en cambio, parecía estar saliendo a los jardines. Sophy comenzó a avanzar hacia las puertas.
– Olvide a Utteridge -le dijo Waycott, desde atrás, muy cerca de ella-. Puede apuntar más alto que eso. Ni siquiera Elizabeth perdió mucho tiempo con él.
Sophy giró la cabeza abruptamente, con los ojos entrecerrados por la furia. Obviamente, Waycott había estado persiguiéndola.
– No sé a qué se refiere, milord, y tampoco deseo que me lo explique. Pero creo que sería inteligente de su parte dejar de hacer especulaciones respecto de mis asociaciones.
– ¿Por qué? ¿Porque tiene miedo de que si Ravenwood llega a enterarse de todo esto, probablemente la ahogue en esa maldita laguna, como ahogó a Elizabeth?
Sophy se quedó mirándolo, en total estado de shock, por un rato y luego salió a los jardines, a refrescarse.
– La próxima vez que me arrastres a una sala de juegos tan miserable como ésta, espero que tengas la decencia de asegurarte de que ganaré. -Julián mantuvo la voz baja, como un gruñido, mientras se levantaba de la mesa con su amigo Daregate.
Detrás de él, avanzaron otros jugadores, con aspecto indiferente, que nada hizo por ocultar el brillo de excitación presente en sus ojos. Los dados cayeron suavemente sobre la mesa, dando comienzo a un nuevo juego. Fortunas se perderían y se ganarían esa noche. Patrimonios que durante generaciones habían pertenecido a determinadas familias cambiarían de manos según los dictados de la suerte. Julián casi no podía contener su disgusto. Las tierras, así como los privilegios y las responsabilidades que ellas acarreaban, no podían arriesgarse estúpidamente en un juego de dados. No podía comprender la mente de un hombre que se dedicaba a ese tipo de cosas.
– Deja de quejarte -lo reprendió Daregate-. Te dije que era mucho más fácil obtener información de un ganador contento que de un perdedor amargado. Obtuviste lo que querías, ¿no?
– Sí, maldita sea, pero me costó mil quinientas libras.
– Una tontería comparada con lo que Crandon y Musgrove perderán esta noche… El problema contigo, Ravenwood, es que lloras por cada centavo que no gastas en tus bienes.
– Sabes bien que hasta tú modificarías tu actitud si tu tío se muriese mañana y heredaras su título y los bienes inherentes a él. No eres más jugador que yo. -Cuando salieron a la calle, advirtieron que el aire de la noche estaba muy frío. Julián indicó su carruaje. Eran casi las doce.
– No estés tan seguro de eso. En este momento, soy devoto de las mesas de juego. Me temo que en cierto modo, dependo de ellas para vivir.
– Es una suerte entonces que tengas talento con los dados y las cartas.
– Una de las habilidades más útiles que adquirí en Eton-dijo Daregate con negligencia. Subió al carruaje.
Julián hizo lo propio y tomó asiento frente a su amigo.
– Muy bien. Creo que he pagado bastante. Ahora averigüemos lo que obtuve por mil quinientas libras -según Eggers, quien, debo decir, por lo general sabe mucho de estas cosas-, por lo menos hay tres o cuatro hombres que todavía usan estos anillos negros -dijo Daregate, pensativo.
– Pero sólo conseguimos arrancarle dos nombres: Utteridge y Varley -reflexionó Julián, refiriéndose al hombre con quien acababa de perder. Cuanto más dinero ganaba Eggers, más dispuesto estaba a contar sus chismes a Julián y a Daregate-. Me pregunto si alguno de ellos habrá sido el que dio el anillo a la amiga de Sophy. Utteridge, creo, pasó un tiempo en la Abadía. Pero Varley también, estoy casi seguro. -Julián cerró el puño, mientras se esforzaba por recordar la aparentemente interminable lista de amantes de Elizabeth.
Daregate fingió ignorar esas sutilezas y siguió con el tema en cuestión.
– Bueno, pero por lo menos, tenemos un punto de partida. Utteridge o Varley podrían ser el que obsequió el anillo a la amiga de tu esposa.
– Maldita sea, Daregate. Esto no me gusta nada. Una cosa es segura: no quiero que Sophy vuelva a ponerse esa sortija. Me encargaré de que sea destruida de inmediato. -Pero interiormente, llegó a la conclusión de que con eso se ganaría otra discusión con Sophy. Obviamente, ella estaba muy aferrada a ese anillo.
– En ese aspecto, coincido plenamente contigo. No debe ponérselo, ahora que hemos descubierto lo que significa. Pero ella no conoce ese significado, Ravenwood. Para Sophy, simplemente se trata de un recuerdo de familia. ¿Vas a contarle la verdad?
Julián meneó la cabeza.
– ¿Quieres que le cuente que el poseedor original pertenecía a un club secreto, donde se hacían apuestas para ver quién podía cornear al miembro más prestigioso de la alta sociedad? ¡Ni loco! Su opinión de los hombres es bastante pobre, tal como está.
– ¿De verdad? -preguntó Daregate divertido-. Entonces tú y tu señora hacéis una buena pareja, ¿no, Ravenwood? Tu opinión sobre tas mujeres no es particularmente elevada. Te viene bien haberte casado con una mujer que te devuelva el cumplido.
– Basta, Daregate. Tengo cosas más importantes en qué pensar, en lugar de ponerme a discutir sobre las mujeres con un hombre que opina sobre ellas lo mismo que yo. Pero, de todos modos, Sophy es muy diferente de las demás.
Daregate lo miró, sonriendo en la oscuridad.
– Sí, ya lo sé. Estaba empezando a preguntarme si tú lo habrías descubierto. Cuídala bien, Ravenwood. En nuestro mundo hay muchos lobos salvajes dispuestos a devorarla.
– Nadie lo sabe mejor que yo. -Julián miró por la ventanilla-.¿Dónde deseas que te deje?
Daregate se encogió de hombros.
– En Brook's, supongo. Tengo deseos de beber un poco, civilizadamente, después de soportar el infierno en el que hemos vivido. ¿Adónde vas tú?
– A encontrarme con Sophy. Ella iba a una recepción en casa de lady Dallimore esta noche.
Daregate sonrió.
– Y sin duda, será la reina de la noche. Tu esposa se está convirtiendo rápidamente en la sensación del momento. Sal a caminar por Bond Street, o mira en todas las salas de recepción conocidas, y descubrirás que la mayoría de tas jovencitas de la vecindad aparecen encantadoramente desarregladas. Cintas colgando, cofias torcidas, chalinas arrastrando por el piso. Todo el escenario resulta delicioso, pero a ninguna le sienta tan bien como a Sophy.
Julián sonrió para sí.
– Eso es porque ella no tiene que esforzarse para lograrlo. Tiene un estilo natural para ello.
Quince minutos después, Julián trataba de ubicar a Sophy entre los muchos invitados a la recepción. Con mucho placer, Julián notó que Daregate tenía razón. La mayoría de las jovencitas del salón parecían tener algo mal puesto en su atuendo. Los adornos en las cabelleras parecían a punto de caerse en cualquier momento, las cintas arrastraban por el piso y las chalinas no quedaban donde debían. Julián estuvo por pisar un abanico que estaba atado a la muñeca de su dueña, con una cinta por demás larga.
– Buenas noches, Ravenwood. ¿Buscando a la condesa?
Julián miró por encima de su hombro y reconoció a un barón de mediana edad, con quien había discutido en ocasiones las noticias de la guerra.
– Buenas noches, Tharp. Estoy buscando a lady Ravenwood, sí. ¿Alguna señal de ella?
– Señales de ella por todas partes, muchacho. Sólo mira a tu alrededor. -El barón hizo un ademán, señalando el tumultuoso salón de baile-. Es imposible caminar sin pisar alguna cinta, o una chalina o alguno de esos adornos. Hace un rato conversé con tu esposa. Me recetó algo para mejorar mi aparato digestivo, según ella. Realmente me atrevo a decirte que eres muy afortunado por estar casado con una mujer como ella. Esa muchacha se encargará de que llegues a viejo en buena forma. Y hasta es factible que te dé una docena de hijos.
Julián hizo una mueca al escuchar esa última frase. No estaba tan seguro de que Sophy estuviera tan dispuesta a darle todos esos hijos. Recordaba muy bien que ella no quería ser presionada para la maternidad prematura.
– ¿Dónde la vio, Tharp?
– Bailando con Utteridge, creo. -Tharp, que normalmente tenía una expresión serena, frunció el entrecejo repentinamente-. Y ahora que lo pienso, muchacho, no es una situación particularmente buena. Ya sabes qué es Utteridge: un patán ampliamente reconocido. Si estuviera en tu lugar, ya mismo interrumpiría ese contacto.
Julián experimentó una desagradable sensación de frío en el estómago.
– ¿Cómo demonios se las ingenió Utteridge para que le presentaran a Sophy? Más importante, ¿por qué lo hizo? Ya mismo me encargaré de esto. Gracias, Tharp.
– Un placer. -La expresión del barón se encendió-. Agradece otra vez a tu condesa esa prescripción que me dio, por favor. Estoy ansioso por probarlo. Dios sabe lo harto que estoy de vivir a patatas y pan. Deseo poder echarte el diente a un buen trozo de carne vacuna otra vez.
– Se lo comunicaré. -Julián cambió de dirección, buscando a Utteridge. No lo vio, pero sí a Sophy. Estaba a punto de salir a los jardines. Waycott estaba preparándose para seguirla de cerca. Julián se prometió que un día, muy pronto, por cierto, tendría que encargarse de Waycott.
Los jardines eran magníficos. Sophy había escuchado por allí que eran el orgullo de lady Dallimore. En otras circunstancias, se habría complacido mucho en disfrutar de ellos bajo la luz de la luna. Era evidente que se cuidaba en detalle la poda de algustrinas, las terrazas y los almacigos.
Pero esa noche, los elaborados diseños de las plantas le dificultaban la persecución de lord Utteridge. Cada vez que daba la vuelta a un arbusto alto, se encontraba en un atajo sin salida. A medida que se alejaba de la casa, le resultaba más difícil ver el camino, por la oscuridad. En dos oportunidades se había llevado por delante a unas parejas, que obviamente habían salido a buscar privacidad.
Pero, ¿hasta dónde Utteridge podría haber ido caminando?, se preguntaba Sophy algo irritada Los jardines no eran tan grandes como para perderse en ellos. Y luego pensó en la causa por la que Utteridge habría decidido dar un paseo tan largo.
Pero la respuesta se le ocurrió casi de inmediato. Sin duda, un hombre del carácter de Utteridge aprovecharía la privacidad de esos jardines para una cita.
Quizás, en ese preciso momento, una pobre joven indefensa estaría escuchando elogios, creyéndose enamorada. Sophy se juró que si él era el hombre que había seducido a Amelia, se encargaría de que no se casara con Cordelia Biddie ni con ninguna otra heredera inocente.
Se recogió las faldas, preparándose para rodear una pequeña estatua que estaba en el centro de un almacigo.
– No es muy inteligente estar paseando sola por aquí, en la oscuridad -dijo Waycott desde las sombras-. Una mujer podría perderse en estos jardines.
Sophy se sobresaltó y se dio la vuelta de inmediato. Notó que el vizconde estaba a una corta distancia. Su temor inicial se transformó en ira.
– Realmente, milord, ¿tiene necesidad de andar espiando a la gente?
– Estoy empezando a creer que es la única manera que tengo para poder hablar con usted en privado.
– Waycott avanzó un par de pasos. Su cabellera rubia parecía plateada con la luz de la luna. El contraste con la negra vestimenta que había escogido, lo hacía parecer irreal.
– No creo que tengamos que hablar sobre ningún tema que requiera privacidad -dijo Sophy, apretando el abanico. No le gustaba estar a solas con Waycott. Las advertencias de Julián al respecto ya hacían eco en su mente.
– Está equivocada, Sophy. Tenemos mucho de qué hablar. Quiero decirle la verdad acerca de Ravenwood y Elizabeth. Es hora que se entere de una vez por todas.
– Ya sé todo lo que necesito saber -dijo Sophy.
Waycott meneó la cabeza y sus ojos brillaron en la oscuridad.
– Nadie conoce toda la verdad y mucho menos, usted. Sí lo hubiera sabido, jamás se habría casado con él. Es demasiado dulce y suave para haberse entregado voluntariamente a un monstruo como Ravenwood.
– Debo pedirle que termine ya mismo con todo esto, lord Waycott.
– Dios me ayude, pero no puedo detenerme. -La voz de Waycott sonó desesperada, de pronto-. ¿No cree que lo haría si pudiera? Si sólo me resultara tan sencillo. No puedo dejar de pensar en eso. No puedo dejar de pensar en ella. En todo. Me atormenta, Sophy. Me está comiendo vivo. Pude haberla salvado, pero ella no me dejó.
Por primera vez, Sophy se dio cuenta de que, cualquiera hubieran sido los sentimientos de Waycott hacia Elizabeth, se había tratado de algo muy profundo y no superficial o pasajero como ella había imaginado. Obviamente, ese hombre estaba padeciendo una gran angustia. De pronto despertaron los sentimientos condolentes, naturales en Sophy. Avanzó un paso para tocarle el brazo.
– Shh -murmuró-. No debe culparse. Elizabeth era una mujer muy susceptible. Hasta nosotros, los que vivíamos en tas proximidades de Ravenwood, lo sabíamos. Haya sucedido lo que haya sucedido, ya pertenece al pasado. Ya no debe preocuparse por ello.
– El la arruinó -se lamentó Waycott con voz quebradiza-. Él la hizo así. Ella no quería casarse con él, ¿lo sabía? La familia la obligó. Sus padres sólo pensaban en el título y en la fortuna de Ravenwood. Les importaban un rábano los sentimientos. No podían comprender su delicada naturaleza.
– Por favor, milord, no debe seguir así.
– El la mató. -Su voz se tornó más fuerte-. Al principio, lo hizo lentamente, con una serie de pequeñas crueldades. Después se puso más rudo con ella. Elizabeth me contó que la golpeó varias veces con la fusta…, que la azotó como si fuera un caballo.
Sophy meneó la cabeza rápidamente, pensando en todas las veces en que ella misma había provocado la furia de su marido y él jamás había usado la violencia como medio de venganza.
– No, no puedo creer eso.
– Es cierto. Usted no la conoció como era al principio. Usted no fue testigo de cómo cambió ella después de que se casó con Ravenwood. Él siempre trataba de coartar su espíritu y de sofocar el fuego interior de Elizabeth. Ella se defendía del único modo que podía: desafiándolo. Pero se enfureció en sus esfuerzos por liberarse.
– Algunos dicen que hizo más que enfurecerse -comentó Sophy suavemente-. Algunos dicen que se volvió loca. Y si eso es cierto, es algo muy triste.
– Él la hizo así.
– No, no puede culpar a Ravenwood por la condición de Elizabeth. Una locura así se lleva en la sangre, milord.
– No -dijo Waycott, otra vez, fuera de sí-. Su muerte estuvo causada por las manos de Ravenwood. Ella estaría con vida hoy de no haber sido por él. Ravenwood tiene que pagar por lo que hizo.
– Ésa es una tontería, milord -señaló Sophy con frialdad-. La muerte de Elizabeth fue un accidente. Usted no debe hacer semejantes acusaciones. Ni frente a mí ni frente a nadie.
Sabe tan bien como yo que estas declaraciones podrían acarrear muchos problemas.
Waycott sacudió la cabeza, como sí hubiera querido liberarse de pensamientos oscuros. Sus ojos parecieron perder parte del brillo original. Se pasó los dedos por la rubia cabellera.
– Escuche. Sé que soy un tonto en ponerme de este modo frente a usted.
El corazón de Sophy se ablandó cuando comprendió qué había detrás de todas las acusaciones de Waycott.
– Debió de haberla amado mucho, milord.
– Demasiado. Más que a mi vida. -Su voz sonó exhausta entonces.
– Lo lamento, milord. Más de lo que puedo expresar.
La sonrisa del vizconde fue sombría.
– Es usted muy amable, Sophy. Demasiado, tal vez. Empiezo a creer que entiende de verdad. No merezco su gentileza.
– No, Waycott, por supuesto que no. -La voz de Julián cortó el aire como si hubiera sido una afilada daga, cuando apareció desde las sombras. Extendió el brazo y quitó la mano de Sophy de la manga de Waycott. El brazalete de diamantes brilló en la oscuridad cuando Julián, posesivamente, tomó la muñeca de Sophy y la puso debajo de su brazo.
– Julián, por favor -suplicó Sophy, alarmada por la alteración de su esposo.
Julián la ignoró. Su atención estaba centrada en el vizconde.
– Mi esposa tiene debilidad por aquellos que, según ella, sufren. No permitiré que nadie se aproveche de esa debilidad. Especialmente, tú, Waycott. ¿Entiendes lo que quiero decir?
– Completamente. Buenas noches, señora. Y gracias. -Waycott hizo una reverencia y desapareció rápidamente en las penumbras del jardín.
Sophy suspiró.
– Francamente, Julián. No había necesidad de hacer una escena.
Julián maldijo por lo bajo y la condujo por el sendero, hacia la casa.
– ¿Que no había necesidad de hacer una escena? Sophy, aparentemente no te das cuenta de lo cerca que estás de hacerme perder los estribos esta noche. Creo que fui muy claro cuando te dije que no quería verte con Waycott bajo ninguna circunstancia.
– Él me siguió cuando salí a los jardines. ¿Qué se suponía que debía hacer yo?
– Para empezar, ¿por qué rayos saliste sola al jardín? -gruñó Julián.
La pregunta la tomó desprevenida. No podía contarle que quería obtener información de Utteridge.
– Hacía mucho calor en el salón de baile -dijo ella cuidadosamente, tratando de no mentir para que él no la pescara y pasara más vergüenza todavía.
– Deberías saber que no debes salir del salón sola, Sophy. ¿Qué ha pasado con tu sentido común?
– No estoy muy segura, milord. Pero creo que el matrimonio ha surtido sus efectos en esa facultad en particular.
– Esto no es Hampshire como para que tú puedas salir sola a pasear tranquilamente por ahí.
– Sí, Julián.
Él se quejó.
– Cada vez que usas ese tono es porque te resulto aburrido. Sophy, entiendo que gran parte del tiempo que estoy contigo me lo paso sermoneándote, pero juro que tú provocas cada uno de esos sermones. ¿Por qué insistes en ponerte en estas situaciones? ¿Lo haces sólo para demostrarte a ti y a mí que soy incapaz de controlar a mi esposa?
– No es necesario controlarme, milord-dijo Sophy, distante-. Pero empiezo a creer que nunca entenderás eso. Sin duda, te sientes en la obligación de hacerlo por lo que pasó con tu primera esposa. Pero te aseguro que por mucho que te hubieras esforzado en controlarla, jamás habrías podido evitar que se autodestruyera. Elizabeth estaba fuera del control tuyo o de cualquier otra persona. Creo que ningún ser humano habría podido ayudarla. No debes culparte por no haber podido salvarla.
La fuerte mano de Julián apretó los delicados dedos de Sophy.
– Maldición. Te he dicho que no hablo de Elizabeth. Sólo diré esto: Dios sabe que no he podido protegerla de lo que fuera que haya sido lo que la llevó a ese estado de locura y tienes razón. Quizá nadie habría sido capaz de contenerla. Pero puedes estar bien segura de que no fallaré al tratar de protegerte a ti, Sophy.
– Pero yo no soy Elizabeth -replicó Sophy-, y juro que tampoco soy candidata para el manicomio.
– Lo sé perfectamente -dijo Julián, tratando de tranquilizarla-. Y agradezco a Dios por eso. Pero sí necesitas protección, Sophy, pues eres demasiado vulnerable en ciertos aspectos.
– No es cierto. Puedo cuidarme sola, milord.
– Si eres tan hábil para cuidarte sola, ¿porqué estabas sucumbiendo a la trágica escena que representaba Waycott? -barbotó Julián con impaciencia.
– Él no estaba mintiendo. Estoy convencida de que él quería mucho a Elizabeth. Obviamente, no debió enamorarse de la esposa de otro hombre, pero eso no implica que sus sentimientos no hayan sido genuinos.
– No discuto el hecho de que él estuviera fascinado con ella. Créeme que no era el único. Sin embargo, no me cabe duda de que sus actos de esta noche tuvieron el único fin de ganarse tu compasión.
– ¿Y qué hay de malo en eso? Todos necesitamos compasión en ocasiones.
– Si Waycott está de por medio, sería el primer paso hacia un mar de traición. Ante la más pequeña oportunidad, Sophy, él aprovecharía para hundirte en ese océano. Su objetivo es seducirte y después echármelo en cara. ¿Necesito expresártelo con más claridad todavía?
Sophy estaba furiosa,
– No, milord, creo que ya has sido bastante claro. Pero también podrías equivocarte acerca de los sentimientos del vizconde. De todas maneras, te juro solemnemente que no me dejaré seducir por él ni por ningún otro hombre. Ya te he prometido fidelidad. ¿Por qué no confías en mí?
Julián soltó una exclamación frustrada.
– Sophy, no quise decir que tú caerías voluntariamente en sus redes.
– Creo, milord -dijo ella, ignorando los intentos de Julián por aplacarla-, que lo menos que puedes hacer es asegurarme solemnemente que aceptas mi palabra en esta cuestión.
– Maldita sea, Sophy, te digo que no fue mi intención…
– Basta. -Sophy se detuvo abruptamente a mitad de camino, obligándolo a detenerse también. Lo miró con feroz determinación-. Quiero tu palabra de honor de que confías en que no me dejaré seducir por Waycott ni por nadie más. O me la das, o no daré ni un solo paso más contigo.
– ¿De verdad? -Julián examinó su expresión, a la luz de la luna, durante un tiempo. Sus ojos parecían tan inalcanzables e indescifrables como nunca.
– Me lo debes, Julián. ¿Te resulta tan difícil decirlo? Cuando me regalaste el brazalete y el herbario de Culpeper me dijiste que me estimabas. Quiero una prueba de esa estima y no hablo de esmeraldas ni diamantes.
Algo resplandeció en la mirada de Julián cuando levantó las manos para tomar el rostro de su esposa en ellas.
– Cuando te tocan el honor de inmediato te conviertes en una criatura feroz.
– No más feroz de lo que tú serías, milord, si fuera tu honor lo que estuviera en juego.
Julián arqueó las cejas, casualmente amenazante.
– ¿Si yo no te diera la respuesta que buscas, me lo cuestionarías?
– Por supuesto que no. No tengo dudas de que tu honor es inalterable. Sólo quiero que me asegures que respetas mi honor de la misma manera. Si estima es todo lo que sientes por mí, milord, entonces, lo menos que puedes hacer es ofrecerme una pequeña evidencia de ello.
Julián se quedó en silencio durante varios minutos más, mirándola a los ojos.
– Pides mucho, Sophy.
– No más de lo que tú pides de mí.
Julián asintió, de mala gana, concediendo al menos, ese punto.
– Sí, tienes razón-murmuró-. No conozco ninguna otra mujer capaz de discutir y defender su honor como tú. En realidad, no conozco a ninguna que alguna vez piense en su honor.
– Tal vez sólo se deba a que el hombre no presta ninguna atención a los sentimientos de una mujer al respecto, salvo cuando, por falta de honor de la mujer, el suyo se ve amenazado o ultrajado.
– Ya basta, te lo suplico. Me rindo. -Julián alzó la mano, como para ponerse en guardia e impedir más discusiones-. Muy bien, madam, te doy mi palabra solemne que tengo plena fe y confianza en tu honor de mujer.
La tensión interior de Sophy se disipó. Sonrió pálidamente, consciente de lo mucho que había costado a Julián hacerle esa concesión.
– Gracias, Julián. -Impulsivamente, se puso en puntillas y le rozó los labios con los suyos-. Nunca te traicionaré -murmuró solemnemente.
– Entonces no hay razón para que tú y yo no nos llevemos bien. -La abrazó casi con brusquedad, atrayéndola hacia su delgado y fibroso cuerpo. Su boca se posó sobre la de ella, exigente, extrañamente presurosa.
Un momento después, cuando Julián levantó la cabeza, en su mirada se leyó ese familiar brillo de anticipación.
– ¿Julián?
– Creo, mi fiel esposa, que es hora de que volvamos a casa. Tengo planes para lo que resta de esta velada.
– ¿De verdad, milord?
– Definitivamente. -Le tomó el brazo nuevamente y caminó por el sendero con pasos tan largos, que Sophy prácticamente tuvo que trotar para alcanzarlo-. Creo que nos despediremos de la anfitriona inmediatamente.
Pero poco después, cuando llegaron a su casa, Guppy los aguardaba con una extraña expresión de grave preocupación.
– Ah, ya llegó, milord. Estaba a punto de enviar a uno de los criados para que lo localizara en su club. Su tía, lady Sinclair, ha enfermado repentinamente y la señorita Rattenbury ya ha mandado dos mensajes solicitando la asistencia de milady.