17

Julián había tenido razón, pensó Sophy en su tercer día de estancia en Ravenwood. Por supuesto que jamás lo admitiría ante él, pero las cosas no eran tan malas en el campo. En su opinión, lo peor de todo era que Julián no estaba a su lado.

No obstante, tenía muchas cosas en qué ocuparse a pesar de la ausencia de su esposo. El interior de aquella casa magnífica estaba en condiciones espantosas. Julián tenía mucho personal y muy bien dispuesto, pero sus miembros habían trabajado sin directiva alguna, desde la muerte de Elizabeth.

Saludó a la nueva ama de llaves con entusiasmo, contenta de que el administrador hubiera seguido su consejo de contratar a la señora Ashkettie para ese puesto. El ama de llaves se mostró igualmente entusiasmada por tener una cara familiar al mando de la casa. Casi de inmediato, ambas pusieron frenéticamente manos a la obra para limpiar, reparar y renovar toda la casa en general.

El tercer día, Sophy invitó a sus abuelos a cenar y descubrió que la hacía muy feliz poder presidir la mesa.

Su abuela exclamó con alegría lo cambiada que estaba la casa, a pesar de que hacía tan poco tiempo que Sophy había llegado. La última vez que ella había estado allí, todo le había parecido lúgubre y triste. Era increíble lo que se lograba con un poco de limpieza y nuevas cortinas.

– La comida no está nada mal -anunció lord Dorring, sirviéndose salchichas por segunda vez-. Te desempeñas muy bien como condesa, Sophy. Creo que tomaré un poco más de rosado. La bodega de Ravenwood es excelente. ¿Cuándo regresará tu esposo?

– Pronto, espero. Tiene algunos asuntos que terminar en la ciudad. Pero por el momento, creo que es mejor que no esté. Toda esta conmoción de los últimos tres días lo habría molestado bastante. -Le sonrió al criado y le hizo una señal para que sirviera más clarete-. Debemos trabajar todavía en algunos cuartos más. -Y eso incluía la alcoba que, por derecho, correspondía a la condesa, recordó Sophy.

Le había llamado la atención encontrar el cuarto cerrado con llave. La señora Ashkettie había revuelto en el llavero que había heredado de la señora Boyie, negando la existencia de la llave en cuestión, con un gesto de su cabeza.

– Parece que ninguna corresponde a esta cerradura, milady. No entiendo. Tal vez se haya perdido. La señora Boyie me dijo que ella tenía órdenes de no tocar ese cuarto y que siempre las había obedecido. Pero ahora que usted está aquí, querrá ocuparlo. No se preocupe, señora. Haré que alguno de los sirvientes se encargue de esto inmediatamente.

Pero el problema se resolvió cuando Sophy halló la llave, oculta en un recóndito rincón de una de las gavetas del escritorio de la biblioteca. Por una corazonada, probó la llave en la cerradura del cuarto y notó que funcionaba perfectamente. Investigó entonces la habitación de Elizabeth con profunda curiosidad. Al instante, decidió que no la ocuparía sino hasta que estuviera limpia y ventilada. No podía mudarse en esas condiciones, pues, evidentemente, nadie la había tocado desde la muerte de Elizabeth.

Cuando lord y lady Lorring se marcharon, después de cenar, Sophy descubrió que estaba agotada. Fue al cuarto que ocupaba temporalmente y dejó que su dama de compañía la preparase para acostarse.

– Gracias, Mary. -Delicadamente, Sophy disimuló un bostezo con la mano-. Parece que esta noche estoy muy cansada.

– Y no es de sorprender, milady, después de todo el trabajo que ha estado haciendo aquí. Debería tomarlo con más calma, si no le molesta que se lo sugiera. Su señoría podría enfadarse si se entera de todo el esfuerzo que ha hecho, con un embarazo y todo.

Sophy abrió los ojos desmesuradamente.

– ¿Y tú cómo te enteraste de lo del bebé?

Mary sonrió.

– No es ningún secreto, señora. Ya hace bastante tiempo que me encargo de sus cuidados personales como para saber con certeza que ciertas cosas no suceden en la fecha prevista. Felicitaciones, si me lo permite. ¿Le ha dado a su señoría la nueva buena? Se pondrá loco de contento.

Sophy suspiró.

– Sí, Mary, ya lo sabe.

– Apuesto a que fue por eso que nos mandó de vuelta al campo. No querrá que el aire contaminado de Londres perjudique su embarazo. Su señoría es la clase de hombre que sabe cuidar a una mujer.

– Sí, ¿verdad? Ve a la cama, Mary. Yo me quedaré leyendo un rato.

En una casa grande había pocos secretos, y Sophy lo sabía. No obstante, su intención había sido la de guardar en secreto por un tiempo la noticia hermosa de su bebé. Todavía estaba adaptándose a la idea de estar embarazada de Julián.

– Muy bien. ¿Desea que lleve a Cook el óleo que le prometió para las manos?

– Oh, el óleo. Por Dios, lo había olvidado. -Sophy se dirigió hacia su maletín con las medicinas-. Debo recordar visitar a la vieja Bess mañana, para obtener nuevas hierbas. No confío en que las de los boticarios de Londres sean frescas.

– Sí, señora. En ese caso, buenas noches -dijo Mary, mientras Sophy ponía en su mano el recipiente con el óleo-. Cook estará agradecido.

– Buenas noches, Mary.

Sophy vio cerrarse la puerta detrás de Mary y vaciló al pensar en el estante que contenía sus libros. Realmente estaba muy cansada, pero ahora que estaba lista para irse a la cama, no tenía sueño.

Pero tampoco tenía muchos deseos de leer, notó, mientras recorría las páginas del último esfuerzo de lord Byron: El infiel. Lo había comprado pocos días antes de que Julián la enviara de regreso al campo y había estado ansiosa por leerlo. Su estado de ánimo de esos momentos le impedía despertar su interés ante la última historia de aventuras e intriga que el poeta había creado en el exótico Oriente.

Dejó de lado los libros y volvió la cabeza en dirección al joyero que tenía sobre el tocador. Si bien el anillo negro ya no estaba allí, Sophy lo recordaba cada vez que veía el joyero.

Entonces se preocupaba por sus truncados planes de hallar al seductor de Amelia.

Luego se tocó su vientre, aún chato, y se estremeció. Ya no tenía medios para continuar con su proyecto detectivesco. Jamás podría arriesgar la vida de Julián por un deseo de venganza propio. Se trataba del padre de su hijo y ella estaba perdidamente enamorada de él. Aunque ése no hubiera sido el caso, no había derecho a arriesgar la vida de un tercero por salvar el honor propio.

Pero parte de ella estaba asombrada por la facilidad con la que había bajado los brazos. En ese momento, se había sentido furiosa, pero ahora ya no tanto. A decir verdad, sospechaba que experimentaba cierto alivio. Indudablemente, había otros aspectos prioritarios en su vida y Sophy planeaba dedicarles toda su atención.

«Llevo un hijo de Julián en mis entrañas.»

Todavía era difícil de creer, pero con el paso de cada día, ese concepto se hacía más y más real. Julián deseaba ese bebé, era una esperanza. Tal vez el embarazo sirviera para afianzar el lazo que a veces se permitía creer que existía entre ellos.

Sophy seguía caminando por el cuarto, extrañamente inquieta. Miró la cama una vez más, pensando que debía acostarse y dormir un poco. Pero luego pensó en el cuarto que quedaba al final del corredor y al cual pensaba mudarse lo antes posible.

Obedeciendo un impulso, Sophy tomó una veta y salió al pasillo oscuro, rumbo a la habitación que había pertenecido a Elizabeth. Sólo había estado en su interior una o dos veces, pero la sensación no le había resultado nada grata. Estaba decorada con una sensualidad desfachatada que a Sophy le resultaba fuera de lugar.

Evidentemente, el motivo principal del cuarto se basaba en un gusto por el estilo chinesco, pero los detalles eran tan cargados que toda la decoración lo convertía en un recinto erótico y lujurioso. La primera vez que Sophy entró al cuarto, se imaginó que estaba gobernado por la noche. Tenía una extraña cualidad el lugar. Ni ella ni la señora Ashkettie habían esperado mucho después de abrir la puerta de la alcoba.

En ese momento, mientras sostenía la vela en una mano, Sophy entró y descubrió que, a pesar de que estaba preparada para ello, la afectó del mismo modo que antes. Las pesadas cortinas de terciopelo impedían el paso de la luz, aun la de la luna.

Los diseños de los muebles lacados, en negro y verde, deberían representar, supuestamente, exóticos dragones iridiscentes, pero, para Sophy, parecían más bien serpientes. La cama era una monstruosidad de pesados géneros, con pacas con forma de inmensas garras y varias almohadas. El papel de las paredes era oscuro.

Sophy decidió que en un cuarto así, lord Byron, con su gusto por el melodrama sensual, se habría sentido de maravilla, pero Julián, por forma de ser, se habría sentido de lo más incómodo.

Un dragón pareció rugir cuando Sophy pasó con la vela junto a una cajonera lacada. Unas flores siniestras decoraban una mesa cercana.

Sophy se estremeció, imaginando cómo quedaría la habitación una vez que ella terminara de decorarla. Lo primero que haría seria cambiar los muebles y el cortinado. Había varios muebles que estaban guardados, sin uso, que quedarían muy apropiados allí.

Sophy pensó que Julián debía de haber estado muy a disgusto en ese sitio. Definitivamente, no era su estilo, pues Sophy sabía que él prefería las líneas más clásicas y puras.

Pero claro, reflexionó Sophy. Ese no había sido su cuarto, sino el de Elizabeth. Más bien, su templo de pasión, el lugar en el que había tejido sus telarañas de seda para atraer a los hombres.

Impulsada por una mórbida curiosidad, Sophy caminó por la alcoba, abriendo cajones y puertas de los guardarropas. No había efectos personales. Aparentemente, Julián habría dado órdenes de que se vaciara todo el cuarto antes de cerrarlo para siempre.

Cuando por fin abrió la última de las diminutas gavetas de un armario, Sophy encontró un libro pequeño, de tapas duras. Lo miró, un tanto incómoda durante un largo rato y después lo abrió. Era el diario íntimo de Elizabeth. Ya no pudo detenerse. Apoyó el candelabro sobre la mesa y empezó a leer.

Dos horas después, Sophy sabía por qué Elizabeth había estado cerca de la laguna la noche de su muerte.


– Ella vino a ti esa noche, ¿no, Bess? -Sophy, sentada en un banco que estaba fuera de la casa de la vieja mujer, no levantó la vista, mientras seleccionaba hierbas secas y frescas.

Bess soltó un suspiro profundo, sus ojos parecían finas líneas en su cara arrugada.

– Conque lo sabes, ¿no, niña? Sí, ella vino a verme, pobre mujer. ¿Cómo lo supiste?

– Anoche encontré su diario en el cuarto que ocupaba.

– Bah. Qué tonta. -Bess meneó la cabeza, disgustada-. Esta estupidez de las damas de clase de escribir todo en sus diarios es muy peligrosa. Espero que tú no hagas lo mismo.

– No. -Sophy sonrió-. A veces tomo algunas notas sobre lo que leo, pero nada más. No llevo diarios.

– Durante años he dicho que no sirve de mucho tanto enseñar a la gente a leer y a escribir -dijo Bess-. Lo que es realmente importante se aprende observando, prestando atención a lo que pasa a tu alrededor y lo que sucede aquí. -Se golpeó el generoso pecho con la mano, en la región del corazón.

– Eso puede ser cierto, pero, desgraciadamente, no todos tenemos esa clase de sabiduría, ni tus instintos para descubrirla. Y a muchos nos falta tu memoria, por eso, leer y escribir es nuestra única solución.

– Parece que no fue una solución para la primera condesa. Ella anotó sus secretos en ese diario y ahora tú los conoces.

– Tal vez Elizabeth los escribió porque esperaba que, algún día, alguien los leyese -dijo Sophy pensativa-. Quizás encontraba algo de orgullo en su maldad.

Bess meneó la cabeza.

– Lo más probable es que ella no pudiera con su carácter, Tal vez, al escribir, descargaba periódicamente parte de ese veneno que llevaba en la sangre.

– Sólo Dios sabe que llevaba veneno en la sangre.-Sophy recordó la información de Elizabeth. En ocasiones, eran datos de júbilo, a veces, obscenos y vengativos y otras, trágicos, respecto de sus amoríos-. Nosotros nunca lo sabremos con certeza. -Sophy se quedó callada unos momentos mientras cerraba los paquetitos con las hierbas. El sol de la avanzada tarde le hacía bien en la espalda, así como los aromas provenientes de los montes que rodeaban la casa, en comparación con el aire viciado de Londres.

– De modo que ahora lo sabes -dijo Bess, rompiendo el silencio después de unos momentos.

– ¿Qué ella vino a verte porque quería deshacerse del bebé que llevaba en su vientre? Sí, lo sé. Pero el diario termina con ese dato. Después de eso, todas las páginas están en blanco. ¿Qué pasó esa noche, Bess?

Bess cerró los ojos y giró la cabeza hacia el sol.

– Lo que sucedió es que la maté, Dios me perdone.

Sophy casi dejó caer un puñado de flores secas de meliloto. Miró a Bess en total estado de shock.

– Tonterías. No lo creo. ¿Qué estás diciendo?

Bess no abrió los ojos.

– No le di lo que ella quería esa noche. Le mentí y le dije que no tenía las hierbas que la harían liberarse del bebé. Pero la verdad fue que tuve miedo de darle lo que ella buscaba. No podía confiar en ella.

Sophy asintió, comprendiendo la situación.

– Tus instintos fueron inteligentes, Bess. Te habría tenido en sus manos si le hubieras dado lo que te pedía. Era la clase de persona capaz de usar esa información para amenazarte después. Habrías estado a su merced. Habría acudido a ti no sólo para liberarse de los muchos niños indeseados de los que quedara embarazada en el futuro, sino para que le dieras hierbas especiales para estimularla.

– ¿Sabes que usaba hierbas para eso?

– Por lo general escribía en su diario después de tomar opio. A veces, lo que escribía era una maraña de frases indescifrables y palabras fantasiosas. Tal vez, el abuso de las amapolas la hacía actuar de ese modo.

– No -dijo Bess-. No era por las amapolas. La pobre tenía un mal físico y mental que no tenía cura. Creo que ella usaba el jarabe de las amapolas y de otras hierbas para aliviar los tormentos que padecía. Una vez traté de explicarle que las amapolas servían para calmar el dolor físico, pero no para aliviar el que ella tenía, el dolor que viene del alma. Pero ella no quiso atender a razones.

– ¿Por qué dijiste que tú la mataste, Bess?

– Ya te lo dije. Porque hice que se marchara esa noche sin lo que ella quería. Fue directamente a la laguna y se ahogó, la pobre.

Sophy lo pensó.

– Lo dudo -dijo finalmente-. Tenía un mal espiritual, te lo garantizo, pero ya había estado en esas condiciones con anterioridad y pudo salir de ellas obteniendo el remedio que buscaba por otros medios. Después de que tú le negaste esa ayuda, Elizabeth habría recurrido a otro para que lo hiciera, como antes, aunque eso le hubiera supuesto tener que volver a Londres.

Bess la miró de reojo.

– ¿Ella ya había abortado?

– Sí. -Sophy se llevó la mano al vientre, en un gesto inconsciente de protección-. Estaba embarazada cuando volvió de su luna de miel con el conde. Encontró a alguien en Londres que le provocó una hemorragia hasta que perdió el bebé.

– Apuesto que no era de Ravenwood el bebé del que quería deshacerse la noche que se ahogó en la laguna -dijo Bess, frunciendo el entrecejo.

– No, era de uno de sus amantes. -Pero Elizabeth no lo había mencionado, recordó Sophy. Tembló casi imperceptiblemente mientras terminaba de atar los últimos paquetitos-. Se hace tarde, Bess, y si no me equivoco, también está algo fresco. Creo que lo mejor será que vuelva a Abbey.

– ¿Tienes todas las hierbas y flores que necesitarás por un tiempo?

Sophy se guardó los paquetitos en los bolsillos de su traje de montar.

– Sí, creo que sí. La próxima primavera, me parece que haré mi propio jardín de hierbas en la Abadía. Tú tendrás que aconsejarme entonces, Bess.

Bess no se movió de su banco, pero sus ojos ancianos se mostraron complacientes.

– Ah, claro que te ayudaré si aún estoy en este mundo. Pero si no, tienes conocimientos más que suficientes para hacerlo sola. Claro que algo me dice que la primavera entrante estarás suficientemente ocupada con otras cosas, además del jardín de hierbas.

– Debí imaginarme que te darías cuenta.

– ¿De que estás embarazada? Es obvio para los que tienen ojos para ver. Ravenwood te envió de regreso al campo por la salud del bebé, ¿no?

– En parte. -Sophy sonrió-. Pero principalmente, me envió al campo porque últimamente he sido un estorbo para él.

Bess frunció el entrecejo, ansiosa.

– ¿Qué es esto? Has sido una buena esposa para él, ¿no es cierto, niña?

– Seguro. Soy la mejor de las esposas: Ravenwood es extremadamente afortunado por tenerme, pero creo que a veces él no se da cuenta de la magnitud de su suerte. -Sophy recogió las riendas de su caballo.

– Bah, estás bromeando otra vez. Y vete ya, antes de que el frío del atardecer te haga daño. Come bien. Necesitarás todas tus fuerzas.

– No te preocupes, Bess -dijo Sophy, mientras se subía a la silla-. Tengo un apetito voraz y de lo menos femenino últimamente.

Acomodó los pliegues de su falda de tal manera que no se le cayesen los paquetitos de los bolsillos e hizo una señal a su yegua para que echara a andar.

A sus espaldas había quedado Bess sentada en su banco, observando la partida hasta que el animal y su jinete desaparecieron entre los árboles.

La yegua necesitaba pocas directivas para hallar el atajo que las conduciría a la casa principal. Dejó que el animal escogiera el camino mientras, con la mente, volvía a la lectura de la noche anterior.

Aquella historia de su predecesora, embarcándose inequívocamente hacia la locura, no había sido nada edificante, pero por ello no había podido evitar leerla.

Sophy levantó la vista y vio la laguna fatal, que apareció entre los árboles. Impulsivamente, hizo que la yegua se detuviera. El animal resopló y buscó algo para comer, mientras Sophy observaba el escenario.

Tal como le había dicho a Bess, Sophy no creía que Elizabeth se hubiera suicidado. En especial, teniendo en cuenta el interesante dato de su diario, que explícitamente alegaba que la primera condesa de Ravenwood sí sabía nadar. Por supuesto que si una mujer caía al agua, con un pesado traje de montar o un atuendo de esas características, bien podía ahogarse, por habilidosa que fuera en el agua. El peso de la ropa empapada sería difícil de controlar, pues llevaría a la víctima al fondo de la laguna.

– ¿Qué estoy haciendo lucubrando sobre la muerte de Elizabeth? -preguntó Sophy a la yegua-. Como si estuviera aburrida o no tuviese nada que hacer en Abbey. Todo esto es una estupidez, como me diría Julián si estuviera aquí.

El caballo la ignoró y comió un puñado de pasto alto. Sophy se quedó dudando un rato más y luego se bajó de la montura. Con las riendas en la mano, fue hacia la orilla de la laguna.

Allí había un misterio e, instintivamente, Sophy supo que estaba relacionado con el de la muerte de su hermana.

A sus espaldas, la yegua relinchó, dando la bienvenida a otro caballo. Sorprendida de que otra persona fuera a cabalgar en esas tierras en particular, de Ravenwood, comenzó a volverse.

Pero no lo hizo con la rapidez suficiente. El jinete del otro caballo ya había desmontado y estaba demasiado cerca. Sophy tuvo un pantallazo fugaz de un hombre con una máscara negra, que llevaba una enorme capa del mismo color. Quiso gritar, pero de inmediato se vio envuelta en la enorme capa y rodeada de oscuridad.

Perdió las riendas del caballo que llevaba en la mano. Escuchó que el animal relinchaba y golpeaba el suelo con las patas, frenéticamente. El captor de Sophy no dejaba de maldecir mientras las pisadas del caballo desaparecían a la distancia.

Sophy luchó desesperadamente dentro de aquel negro confín, pero momentos después, unas fuertes cuerdas pasaron alrededor de su cintura y de las piernas. Tenía los brazos y los tobillos atados.

Ya no sintió el rigor del viento cuando la sentaron en una montura.


– ¿Me matarías ahora por lo que pasó hace casi cinco años, Ravenwood? -preguntó lord Utteridge con un suspiro de resignación-. La verdad es que no pensé que fueras tan lento para reaccionar.

Julián lo miró. Estaban en una glorieta ubicada fuera del esplendoroso salón de baile de lady Salisbury.

– No te hagas el tonto, Utteridge. No tengo interés en lo que pasó hace cinco años y lo sabes. Es el presente lo que importa y no te confundas, importa mucho.

– Por el amor de Dios, hombre. Sólo he bailado con tu actual condesa. Y una sola vez. Los dos sabemos que no puedes retarme a duelo por una nimiedad de ésas. Se armaría un escándalo donde no tiene por qué existir ninguno.

– Comprendo tu ansiedad ante una conversación con el más tranquilo de los esposos, ante cualquier esposo. Tu reputación es tal que debes de sentirte incómodo ante la presencia de hombres casados. -Julián sonrió-. Será interesante ver cómo cambiarás de opinión respecto de poner los cuernos cuando tú también te cases. Pero sucede que, precisamente en este momento, lo que busco de tí son respuestas, Utteridge, no una cita al amanecer.

Utteridge lo miró con desconfianza.

– ¿Respuestas sobre lo que sucedió hace cinco años? ¿Qué sentido tiene? Te aseguro que perdí el interés en Elizabeth después de que tú baleaste a Ormiston y a Varley. No soy tan tonto.

Julián se encogió de hombros, impacientemente.

– Me importa un rábano lo que pasó hace cinco años. Ya te lo dije. Lo que quiero es información acerca de los anillos. Utteridge se quedó inmóvil y alerta, gestos totalmente antinaturales en él.

– ¿Qué anillos?

Julián abrió el puño y dejo ver el anillo negro labrado.

– Anillos como éste.

Utteridge miró el círculo de metal.

– ¿De dónde cuernos sacaste eso?

– Eso no tiene por qué preocuparte.

De mala gana, Utteridge dejó de mirar la sortija para mirar a Julián.

– No es mío. Lo juro.

– No pensé que lo fuera. Pero tú tienes uno igual, ¿no?

– Por supuesto que no. ¿Para qué querría yo un objeto tan insignificante como ése?

Julián miró el anillo.

– Es particularmente espantoso, ¿no lo crees? Bueno, porque simbolizaba un juego espantoso. Dime, ¿Varley, Ormiston y tú aún seguís jugando a esas cosas?

– Por Dios, hombre. Te dije que sólo bailé una pieza con tu esposa e intercambié unas pocas palabras con ella. ¿Me estás acusando? De ser así, habla claramente. No me acorrales, Ravenwood.

– No hay acusaciones. Por lo menos, no contra tí. Sólo dame las respuestas que busco y te dejaré en paz.

– ¿Y si no te las doy?

– Bueno, entonces -le dijo Julián-, lo tendremos que discutir en una de esas citas al amanecer que mencionaste antes.

– ¿Me retarías a duelo simplemente porque no te doy la información que quieres? -Utteridge estaba consternado-, Ravenwood, te juro que no he tocado a tu nueva esposa.

– Te creo. De lo contrario, no me habría bastado atravesarte sólo un brazo con una bala, como hice con Ormiston y Varley. Estarías muerto.

Utteridge lo miró.

– Sí, veo que es una posibilidad muy cierta. No mataste a nadie para salvar e! honor de Elizabeth, pero obviamente estás preparado para hacerlo por tu segunda esposa. Díme, ¿por qué quieres toda esa información sobre el anillo?

– Simplemente, digamos que he asumido la responsabilidad de hacer justicia en nombre de alguien cuya identidad a ti no te interesa.

Utteridge se burló.

– ¿Un amigo cornudo tuyo?

Julián meneó la cabeza.

– Una amiga de una joven-, que ahora está tan muerta como el hijo que llevaba en su vientre.

El gesto burlón de Utteridge se desvaneció.

– ¿Estamos hablando de asesinato?

– Depende de cómo mires la cuestión. La persona por quien yo asumí la responsabilidad de la venganza, cree que el poseedor del anillo es un asesino.

– Pero ¿él mató a la joven que mencionaste?

– Él fue el causante de que ella se suicidara.

– ¿Una jovencita golfa y estúpida permite que la seduzcan y ahora tú quieres vengarla? Vamos, Ravenwood. Eres un hombre de mundo. Sabes que esas cosas pasan todo el tiempo.

– Aparentemente, la persona que yo represento no cree que sea una circunstancia tan insignificante -murmuró Julián-. Y yo debo tomar las cosas con la misma seriedad que esta persona.

Utteridge frunció el entrecejo.

– ¿A quién estás representando? ¿A la madre de la joven? ¿A un abuelo suyo, tal vez?

– Como ya te dije, eso no es de tu incumbencia. Te aseguré que no te dispararía a menos que me obligaras a hacerlo, Ütteridge. No necesitas más información.

Ütteridge hizo una mueca.

– Tal vez te debo algo después de todo este tiempo. Elizabeth era una mujer extraña, ¿no?

– No estoy aquí para hablar de Elizabeth.

Ütteridge asintió.

– Como te has acercado a mí, presumo que ya sabes bastante acerca de esos anillos.

– Sé que tú, Varley y Ormíston los usabais.

– Hubo otros.

– Que ahora están muertos -denotó Ravenwood-. Ya he rastreado a dos de ellos.

Utteridge lo miró de reojo, pensativo.

– Pero hay otro a quien no has nombrado y que no está muerto.

– Me darás su nombre.

– ¿Por qué no? No le debo nada y si yo no te revelo su identidad, seguramente lo harán Ormiston o Varley. Te diré lo que quieres saber, Ravenwood, si me aseguras que no me molestarás más. No deseo levantarme al amanecer por ninguna razón. Madrugar no va con mi personalidad.

– El nombre, Ütteridge.

Media hora más tarde, Julián bajó de su carruaje y subió las escalinatas de entrada a su casa. Su mente revisaba toda la información que había obtenido, a la fuerza, de Ütteridge. Cuando Guppy le abrió la puerta, Julián apenas lo saludó con un cabeceo.

– Me quedaré una hora aproximadamente en la biblioteca, Guppy. Ordena al personal que se retire a sus aposentos.

Guppy carraspeó.

– Milord, tiene visitas. Lord Daregate llegó hace un rato y está aguardándolo en su biblioteca.

Julián asintió y fue hacía allí. Daregate estaba sentado en una silla cercana, leyendo un libro que había extraído de uno de los estantes. Julián notó que también se había servido una copa de oporto.

– Ni siquiera es medianoche, Daregate. ¿Qué rayos te apartó de tu adorado infierno de los juegos a esta hora? -Julián entró a la sala y se sirvió un poco de oporto.

Daregate apoyó el libro.

– Supe que planeabas seguir investigando sobre el anillo y decidí pasar a ver qué habías averiguado. Llegaste hasta Ütteridge esta noche, ¿verdad?

– ¿Y tus preguntas no podían haber esperado hasta horas más decentes?

– Yo no respeto las horas decentes, Ravenwood, y lo sabes.

– Cierto. -Julián tomó asiento y un saludable sorbo de oporto-. Muy bien, me preocuparé por llenarte de detalles.

Todavía hay cuatro miembros con vida de esa endiablada fraternidad. No son los dos que descubrimos nosotros ni los tres que Sophy indagó, sino cuatro.

– Entiendo. -Daregate estudió el vino de su copa-. Eso sería, Utteridge, Varley, Ormiston y…

– Waycott.

La reacción de Daregate fue asombrosa. Su normal aspecto de lánguido desinterés se reemplazó de inmediato por una expresión renovada y severa.

– Por Dios, hombre. ¿Estás seguro?

– Segurísimo. -Julián apoyó la copa con un movimiento controlado que traicionó su ira-. Utteridge me lo confió.

– Pero Utteridge no es una fuente fiable.

– Le dije que lo retaría a duelo si me mentía.

Daregate esbozó una sonrisa.

– Entonces, sin duda, te dijo la verdad. A Utteridge no le gustaría tamaño desafío. Pero si es cierto, Ravenwood, estamos frente a un problema.

– Tal vez no. Es cierto que ha estado persiguiendo a Sophy durante las últimas semanas y que la convenció que sintiera compasíón por él, pero yo ya le he dado una lección acerca de la falsedad de Waycott.

– Sophy no me da la impresión de ser una muchacha muy obediente a tus lecciones, Ravenwood.

Julián sonrió, a pesar de su mal humor.

– Cierto. Las mujeres, por lo general, tienen el repugnante hábíto de creer que ellas y sólo ellas pueden reconocer la incomprensión y el dolor espiritual. No tienden a darnos crédito por míseras habilidades intuitivas. Pero cuando diga a Sophy que Waycott fue el hombre que sedujo a su hermana, le volverá la espalda rotundamente.

– No fue eso lo que quise decir cuando hablé del problema-dijo Daregate, de repente.

Julián frunció el entrecejo, consciente de la seriedad en el tono de voz de su amigo.

– ¿De qué estás hablando entonces?

– Esta tarde me enteré de que Waycott se fue de la ciudad hace un par de días. Aparentemente, nadie sabe a donde fue, pero, teniendo en cuenta las presentes circunstancias, creo que deberías considerar Hampshire como destino probable.

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