5

Julián estudió la escena solemne que lo recibió cuando atravesó la puerta de su club.

– Hay tanta amargura aquí que esto parece un funeral-dijo a su amigo. Miles Thurgood-. O un campo de batalla -agregó, luego de un momento de reflexión.

– ¿Y qué esperabas? -le preguntó Miles, con su joven y apuesto rostro tan apagado como el del resto de los hombres que estaban en el salón. No obstante, en sus vivaces ojos azules se leyó un inconfundible y truculento aire divertido-. Sucede lo mismo en todos los clubes de St. James y de todo el centro esta noche. Tristeza y desazón en toda la ciudad.

– ¿Debo presumir que el primer fascículo de las Memoirs de la infame Featherstone se ha publicado hoy?

– Tal como lo prometió el editor. Me dijeron que se vendieron todos los ejemplares en una hora.

– A juzgar por las melancólicas caras de todo el mundo, se diría que la Gran Featherstone cumplió con su amenaza de dar nombres.

– El de Glastonbury Plimpton, entre otros. -Miles saludó con la cabeza a dos hombres que estaban en el otro extremo del salón. Había una botella de oporto sobre la pequeña mesa interpuesta entre ellos y era evidente que ambos caballeros de mediana edad habían tratado de ahogar sus penas en él- Y habrá más en el próximo fascículo, o al menos eso nos dijeron.

Julián apretó los labios cuando tomó una silla y un ejemplar del Gazette.

Una mujer es capaz de crear más alboroto que una guerra.-Miró los titulares, buscando información sobre las batallas y la lista de los caídos en la campaña de la península, que aparentemente no tenía fin.

Miles esbozó una lánguida sonrisa.

– Te resulta fácil ser sanguinario con las Memoirs de Featherstone. Tu nueva esposa no está aquí en la ciudad para poder leer los periódicos. Glastonbury y Plimpton no tuvieron tanta suerte. Se ha corrido la voz de que la esposa de Glastonbury ha dado órdenes precisas al mayordomo para que eche cerrojo a la puerta y no deje entrar al pobre marido. También se dice que lady Plimpton hizo semejante escándalo que casi hizo temblar la tierra.

– Y ahora están los dos aquí, agazapados en el club.-¿Y a qué otro lugar podrían haber ido? Éste es el último refugio que les queda.

– Son un par de tontos -declaró Julián, frunciendo el entrecejo mientras se detenía para leer un despacho de guerra.

– ¿Tontos, eh? -Miles se recostó sobre el respaldo de la silla y miró a su amigo con una expresión medio irrisoria y medio respetuosa-. ¿Les podrías dar un sano consejo respecto de cómo manejarse con una esposa furiosa? No cualquiera puede convencer a su mujer para que se quede aburriéndose y embruteciéndose en el campo, Julián.

Julián se negó a dejarse llevar por las circunstancias. Sabía que tanto Miles como los demás amigos se morían de curiosidad por saber todo lo posible respecto de la flamante lady Ravenwood.

– Glastonbury y Plimpton debieron haber tomado de antemano todas las medidas necesarias para que sus esposas jamás pusieran sus manos en un ejemplar de las Memoirs.

– ¿Y cómo habrían podido prevenir algo así? Seguramente, lady Glastonbury y lady Plimpton habrán enviado a sus respectivos criados a hacer cola frente a la oficina del editor, como todo el mundo, para asegurarse su ejemplar.

– Si Glastonbury y Plimpton no pueden manejar a sus esposas mejor de lo que lo han hecho, entonces no han recibido más de lo que se merecen -dijo Julián, despiadadamente-. Un hombre no debe olvidar establecer reglas bien rígidas en su propia casa.

Miles se le acercó y bajó la voz.

– Se corrió el rumor de que Glastonbury y Plimpton tuvieron la oportunidad de salvarse, pero no pudieron aprovecharla. La Gran Featherstone decidió tomarlos como ejemplos para que las próximas víctimas sean más razonables.

Julián levantó la vista.

– ¿De qué rayos estás hablando?

– ¿No habéis oído hablar de las cartas que Charlotte está enviando a sus antiguos amorcitos? -dijo una voz suave y cómplice.

Julián arqueó las cejas cuando el recién llegado ocupó la silla frente a él.

– ¿De qué cartas hablas, Daregate?

Miles asintió.

– Háblale de las cartas.

Gideon Xavier Daregate era el único sobrino y heredero aparente del disoluto, licencioso y soltero conde de Daregate. Sonrió de un modo casi cruel. La expresión dio a sus aquilinos rasgos un aspecto de ave de rapiña y el color grisáceo de sus ojos realzó esa impresión.

– Bueno, las notitas de la Gran Featherstone se han llevado a todas las víctimas potenciales. Parece ser que por cierta suma de dinero, un hombre puede arreglar que se le borre el nombre de las Memoirs.

-Extorsión -observó Julián tristemente.

– Ciertamente -murmuró Daregate, un poco aburrido.

– Un hombre nunca termina de pagar a un extorsionado. Si lo hace una vez, lo único que consigue es invitarlo a que le siga exigiendo más dinero…

– Estoy seguro de que eso fue lo que convinieron Glasronbury y Plimpton -dijo Daregate-. En consecuencia, no sólo se encontraron en las Memoirs de Charlotte sino que también recibieron un pésimo trato en las publicaciones. Aparentemente, la Gran Featherstone no se quedó muy impresionada con la actuación de estos hombres en el salón privado.

Miles se quejó.

– ¿Las Memoirs son así de detalladas?

– Me temo que sí -dijo Daregate-. Están llenas de detalles tontos que sólo una mujer puede molestarse en recordar. Minucias; fijarse si un hombre se bañó y se puso una camisa limpia antes de ir a visitar a una mujer. ¿Qué pasa Miles? Nunca fuiste uno de los protectores de Charlotte, ¿verdad?

– No, pero Julián sí, por un corto tiempo-sonrió Miles.

– Julián hizo una mueca.

– Dios me proteja. Eso fue hace mucho tiempo. Estoy seguro de que Charlotte ya me habrá olvidado.

– No contaría con eso -dijo Daregate-. Las mujeres de esa clase tienen muy buena memoria.

– No te inquietes, Julián -agregó Miles-, con un poco de suerte, tu esposa nunca oirá hablar de las Memoirs. Julián gruñó y siguió con su periódico. Se aseguraría de ello.

– Dinos, Ravenwood -interrumpió Daregate-. ¿Cuándo vas a presentarnos a tu nueva condesa? Ya sabes que todo el mundo se muere de curiosidad por saber de ella. No podrás esconderla para siempre.

– Entre las maniobras de Wellington en España y los Memoirs de Featherstone, la sociedad tiene mucho de qué ocuparse en estos momentos -dijo Julián.

Thurgood y Daregate abrieron la boca como para protestar por la observación de su común amigo, pero la fría expresión prohibitiva de Julián les hizo cambiar de parecer.

– Creo que podría ordenar otra botella de clarete -dijo gentilmente Daregate-. Estoy algo sediento después de una velada de aventuras. ¿Me acompañáis?

– Sí -dijo Julián, mientras dejaba a un lado el periódico-. Creo que te acompañaré.

– ¿Aparecerás por lo de lady Fastweil esta noche? -preguntó Miles-. Sería interesante. Se dice que lord Eastweil recibió una de esas notas de chantaje hoy. Lo que no se sabe todavía es si lady Eastweil ya se enteró.

– Yo respeto mucho a Eastweil -dijo Julián-. Lo vi bajo el fuego en el Continente. Y a tí también, Daregate. El hombre sabe cómo hacerse valer en el campo de batalla contra el enemigo. Ciertamente sabrá cómo hacerse respetar por su esposa.

Daregate sonrió, pero no hubo buen humor en su sonrisa.

– Vamos, Julián, sabes perfectamente bien que luchar contra Napoleón es un juego de niños comparado con enfrentarse a una mujer furiosa.

Miles asintió con la cabeza, como coincidiendo con los demás, aunque todos sabían que él jamás se había casado ni había tenido ningún noviazgo serio.

– Muy inteligente al haber dejado a tu esposa en el campo, Ravenwood. Muy inteligente, por cierto. Allí no hay problemas.

Julián había estado tratando de convencerse precisamente de eso durante toda la semana que pasó en Londres. Pero esa noche, al igual que todas las demás, no estaba tan seguro de haber tomado la decisión correcta.

El hecho era que echaba de menos a Sophy. Era lamentable, inexplicable y terriblemente incómodo. Pero también, innegable. Había sido un tonto al abandonarla en el campo- Debía de haber otro medio para darle su merecido.

Desgraciadamente, en aquel momento no había pensado con claridad como para encontrar la alternativa.

Con bastante intranquilidad, consideró la cuestión mucho más tarde, cuando se marchaba del club. Subió al carruaje y se quedó mirando, pensativo, a través de la ventana, las oscuras calles de la ciudad, mientras el cochero hacía sonar su fusta.

Era cierto que aún se ponía furioso cada vez que recordaba la trampa que Sophy le había tendido aquella noche fatídica en la que había decidido reclamar sus derechos maritales. Y varias veces al día se recordaba que lo mejor era darte lecciones ahora, al principio del matrimonio, cuando Sophy mantenía cierta inexperiencia y flexibilidad. No debía tener la sensación de que podía manejarlo a su antojo.

Pero por mucho que Julián trataba de hacer hincapié en los caprichos de Sophy y en su deber de corregirla desde un principio, no podía evitar recordar a cada momento otras cosas de ella.

Echaba de menos las cabalgatas matinales, las conversaciones inteligentes sobre el manejo de una granja y las partidas de ajedrez por las noches.

También extrañaba el excitante y femenino perfume de Sophy, el modo en que alzaba el mentón cuando se preparaba para desafiarlo y la sutil inocencia que brillaba en sus ojos turquesa.

También recordó su risa alegre y traviesa y su preocupación por la salud de los sirvientes y de los aparceros.

Varias veces, a lo largo de la última semana, se sorprendió pensando en qué parte del atuendo de Sophy estaría mal acomodado en esos momentos. Cerraba los ojos y se la imaginaba con el sombrero de montar caído sobre una oreja o con una parte del dobladillo del vestido rota. Su dama de compañía tendría mucho trabajo con ella.

Sophy era muy diferente de la primera esposa de Julián. Elizabeth siempre había estado impecable: cada rizo en su sitio, cada vestido escotado inteligentemente acomodado para exhibir sus mejores encantos según su conveniencia. Aun en la cama, la primera condesa de Ravenwood había mantenido un aire de elegante perfección. Había sido una hermosa diosa de la lujuria con sus camisones de excelente confección, una criatura señalada por la naturaleza para incitar la pasión en los hombres y llevarlos a la locura. Julián sentía náuseas cada vez que recordaba cómo lo había envuelto en. aquella telaraña de seda.

Determinadamente, hizo a un lado los viejos recuerdos. Había elegido a Sophy como esposa porque estaba del todo convencido de que era totalmente distinta de Elizabeth y su intención era que siempre fuera así. Fuera cual fuere el costo, no le permitiría a Sophy seguir el mismo sendero destructivo que Elizabeth había escogido.

Pero si bien estaba muy seguro de cuál era su objetivo, no estaba del todo convencido de tas medidas que tendría que tomar para cumplir con ese objetivo. Tal vez había cometido un error al dejar a Sophy en el campo, No sólo porque la muchacha no recibiría la correcta supervisión sino porque él también se sentía un poco perdido sin ella en la ciudad.

El carruaje se detuvo frente a la imponente casa que Julián tenía en Londres. Miró de mal talante la puerta principal y pensó en la cama solitaria que estaría aguardándolo. Si aún le quedaba algo de sentido común, debería ordenar al cochero que diera media vuelta y lo llevara a Trevor Square. Marianne Harwood sin duda estaría más que dispuesta a recibirlo aun a esas altas horas.

Pero las imágenes de la encantadora y voluptuosa mujer de la Belle Harwood no lo provocaron a pesar de su celibato autoimpuesto. A las cuarenta y ocho horas de haber llegado a Londres Julián se dio cuenta de que la única mujer que deseaba en su cama era a su esposa.

Su obsesión por ella era indudablemente el resultado directo de negarse lo que por derecho le correspondía, decidió, mientras bajaba del carruaje y subía las escaleras. No obstante, estaba muy seguro de una cosa: la próxima vez que se llevara a Sophy a la cama, se aseguraría muy bien de que ambos lo recordaran con perfecta claridad.

– Buenas noches, Guppy -dijo Julián cuando el mayordomo abrió la puerta-. ¿Levantado tan tarde? Pensé que te había dicho que no me esperases.

– Buenas noches, milord. -Guppy carraspeó audiblemente y se hizo a un lado para dar paso a su amo-. Esta noche ha habido un poquito de revuelo. Todo el personal se quedó levantado.

Julián, que estaba a mitad de camino rumbo a la biblioteca, se detuvo y se volvió, con el entrecejo fruncido, en gesto interrogante. Guppy tenía cincuenta y cinco años y era muy eficiente en su trabajo, de modo que no tenía inclinaciones por dramatizar situaciones.

– ¿Un revuelo?

La expresión de Guppy se mantuvo inalterable, pero el brillo de sus ojos estaba cargado de excitación.

– -La condesa de Ravenwood ha llegado y ha ocupado la residencia, milord. Le ruego me disculpe, pero la verdad es que el personal le habría podido dar una bienvenida mucho más apropiada si se le hubiera avisado que lady Ravenwood llegaría. De hecho, me temo que nos ha tomado por sorpresa. Por supuesto, hemos afrontado correctamente la situación.

Julián se quedó helado. Por un instante ni siquiera pudo pensar. «Sophy está aquí." Era como si todas sus cavilaciones de esa noche, durante el trayecto de regreso a casa hubieran servido para hacer aparecer a Sophy.

– Por supuesto que afrontasteis la situación de forma correcta, Guppy -dijo mecánicamente-. No esperaría menos de ti ni del personal. ¿Dónde está lady Ravenwood en este momento?

– Se retiró a su cuarto hace un ratito, milord. Madam es, si me permite ser tan honesto, muy simpática con todo el personal. La señora Peabody la llevó al cuarto que linda con el suyo, naturalmente.

– Naturalmente. -Julián olvidó la intención que había tenido de beberse otra dosis de oporto. La idea de tener a Sophy arriba, en la cama, lo dejó en estado de shock. Caminó a pasos agigantados hacia la escalera-. Buenas noches, Guppy.

– Buenas noches, milord. -Guppy se permitió la más pequeña de las sonrisas mientras se volvía para echar el cerrojo a la puerta principal.

"Sophy está aquí.» Una gran excitación corrió por las venas de Julián. Pero la reprimió un minuto después, cuando recordó que la llegada de Sophy a Londres representaba un desafío de su esposa hacia él. Su dócil mujer campesina estaba tornándose cada vez más rebelde.

Caminó por el vestíbulo, dividido entre la ira y un extraño placer por ver a Sophy otra vez. Esa volátil combinación de emociones fue suficiente para marearlo. Abrió la puerta de su cuarto con una impactante vuelta al picaporte y encontró a su ayuda de cámara desparramado en uno de los sillones de terciopelo rojo, profundamente dormido.

– Hola, Knapton. ¿Recuperando el sueño perdido?

– Milord. -Knapton luchó por despabilarse. Parpadeó rápidamente al ver a su amo parado en la puerta, con expresión de preocupación-. Lo siento, milord. Sólo me senté unos minutos, para esperarlo. No sé qué me pasó. Debo de haberme quedado dormido.

– No tiene importancia. -Julián hizo un ademán en dirección a la puerta--. Esta noche puedo acostarme sin tu ayuda.

– Sí, milord. Si está completamente seguro de que no va a necesitarme, milord. -Knapton se precipitó hacia la puerta.

– Knapton.

– ¿Sí, milord? -El sirviente se detuvo en la puerta abierta.

– Tengo entendido que lady Ravenwood ha llegado esta noche.

La expresión tensa de Knapton se relajó con un gran placer.

– Hace pocas horas, milord. Armó una revolución en toda la casa durante un rato, pero todo volvió al orden ya. Lady Ravenwood tiene un gran arte para manejar al personal, milord.

– Lady Ravenwood tiene un gran arte para manejar a todo el mundo -masculló Julián por lo bajo, mientras Knapton salía al pasillo. Esperó a que la puerta estuviera bien cerrada y entonces se quitó las botas y el resto de su ropa para ponerse la bata de dormir. Se ciñó el cinturón de seda y luego se quedó de píe, pensando cuál sería el mejor modo de enfrentarse a su desafiante esposa. La ira y el deseo aún ardían en sus venas. Tenía una impetuosa necesidad de descargar esa ira con su esposa, pero también sentía e! mismo fervor por hacerle el amor. Quizá debía hacer ambas cosas, se dijo.

Una cosa era segura. No podía ignorar la presencia de ella allí esa noche y saludarla a la mañana siguiente en el desayuno, como si nada hubiera pasado, como si todo hubiera sido perfecta rutina.

Tampoco se permitiría quedarse allí ni un solo minuto más, titubeando, como un oficial inexperto en su primera batalla. Ésa era su casa y él impondría la autoridad en ella. Julián inhaló profundamente, soltó algunos improperios y caminó con pasos gigantescos hacia el vestidor que comunicaba su cuarto con la recámara de su esposa. Tomó una vela y levantó la manó para golpear. Pero al segundo cambió de idea. No era momento de cortesías.

Tomó el picaporte, esperando encontrar la puerta cerrada por dentro. Para su sorpresa, no fue así. La puerta a la oscura habitación de Sophy se abrió sin resistencia. Por un instante, no pudo encontrarla entre tas sombras del elegante interior. Luego localizó la curvatura de su diminuto cuerpo en el centro de la cama maciza. La parte inferior de su cuerpo se erigió dolorosamente. «Esta es mi esposa y por fin está aquí, en la habitación a la que pertenece.»


Sophy se movió, inquieta, en medio de un sueño que la perturbó. Despertó lentamente, tratando de orientarse en la extraña habitación. Abrió los ojos mirando fijamente la luz de una vela que se movía en silencio hacia ella, entre tas sombras. El pánico la terminó de despertar, hasta que, con gran alivio, reconoció la figura que sostenía la vela. Se sentó erguida en la cama, apretando la sábana contra su garganta.

Julián. Me asustó, milord. Se mueve como un fantasma.

– Buenas noches, madam. -El saludo fue frío y no denotó emoción alguna. Lo pronunció con esa voz tan suave y peligrosa que la ponía tan nerviosa-. Espero me disculpes por no haber estado aquí para recibirte cuando llegaste. Pero como sabrás, no te esperaba.

– Por favor, ni lo mencione. Ya sé perfectamente que mi llegada fue sorpresiva, -Sophy hizo todo lo posible por ignorar el terror que la agobiaba. Sabía que tendría que enfrentarse a él desde el momento en que tomó la decisión de marcharse de Eslington Park. Se había pasado todo el viaje pensando qué diría cuando llegase el momento de defenderse de la ira de Julián.

– ¿Sorpresiva? Eso es para calificarla diplomáticamente.

– No hay necesidad de ser sarcástico, milord. Sé que probablemente esté un poco enojado conmigo.

– Qué perceptiva.

Sophy tragó saliva. Todo eso sería mucho más difícil de lo que había imaginado. Su actitud hacia ella no se había ablandado en esa semana.

– Quizá sea mejor que discutamos esto mañana.

– Lo discutiremos ahora. Mañana no tendrás tiempo para hablar porque tendrás mucho trabajo empacando nuevamente tus cosas para volver a Eslington Park.

– No. Debe entender, Julián. No puedo permitirle que me eche. -Apretó la sábana con más fuerza. Se había prometido no reñir con él, ser tranquila y razonable. Después de todo, él era un hombre razonable. La mayoría de las veces-. Estoy tratando de arreglar las cosas entre nosotros. He cometido un terrible error en el trato con usted. Me equivoqué. Ahora lo sé. He venido a Londres porque he decidido ser una esposa como Dios manda.

– ¿Una esposa como Dios manda? Sophy, sé que esto te sorprenderá, pero el hecho es que una esposa como Dios manda obedece a su esposo. No trata de engañarlo haciéndole creer que se ha comportado como un monstruo. No le niega sus derechos en la cama. No se le aparece inesperadamente en su casa de la ciudad cuando ha recibido órdenes expresas de permanecer en el campo.

– Sí, bueno. Sé perfectamente bien que no he sido exactamente el modelo de esposa que usted quiere. Pero en honor a la justicia, Julián, debo decirle que lo que usted quiere es demasiado estricto.

– ¿Estricto? Madam, lo que pretendo de ti es tan sólo un poco de…

– Julián, por favor. No quiero pelear con usted. Sólo trato de corregir errores. Empezamos mal este matrimonio y admito que fue mayormente por culpa mía. Me parece que lo menos que usted puede hacer es darme la oportunidad de demostrarle que estoy dispuesta a ser mejor esposa.

Hubo un largo silencio por parte de Julián. Se quedó quieto, examinando arrogantemente el rostro ansioso de Sophy. La expresión de sus ojos representaba al mismo diablo. Sophy pensó que nunca se había visto más demoníaco que bajo aquella luz de la vela.

– Permíteme estar completamente seguro de que te entiendo, Sophy. ¿Dices que quieres que este matrimonio sea tan normal como los demás?

– Sí, Julian.

– ¿Debo asumir que estás dispuesta a concederme mis derechos en tu cama?

Ella asintió rápidamente con la cabeza y su cabello suelto cayó sobre sus hombros.

– Sí -dijo-. Verá, Julián, que a través de la lógica deductiva llegué a la conclusión de que tenía razón. Nos podríamos llevar mucho mejor si las cosas se desarrollan normalmente entre nosotros.

– En otras palabras, me estás sobornando para que te deje quedarte conmigo en Londres -resumió él, siempre manteniendo su tono de seda.

– No, no, ha entendido mal. -Alarmada por la interpretación que acababa de hacer su esposo, Sophy apartó las mantas y se puso rápidamente de pie junto a la cama. Un tanto avergonzada, se dio cuenta entonces de lo fino que era el género de su camisón.

Tomó rápidamente una bata y se la puso apretada contra el pecho. Julián le arrancó la bata y la arrojó a un lado.

– No necesitarás eso, ¿verdad? Ahora eres una mujer entregada a la seducción, ¿recuerdas? Debes aprender el fino arte de tu nueva profesión.

Sophy, desesperanzada, miró la bata tirada en el piso. Se sentía expuesta y terriblemente vulnerable de pie allí, con su finísimo camisón de linón. Lágrimas de frustración ardían en sus ojos. Por un instante creyó que se echaría a llorar.

– Por favor, Julián -le dijo ella serenamente-. Déme una oportunidad. Haré todo lo que esté a mi alcance para hacer del nuestro un matrimonio dichoso.

Julián levantó la vela aun más, para estudiar el rostro de su esposa. Se quedó en silencio durante momentos cruciales y luego volvió a hablar.

– ¿Sabes, querida? -dijo por fin-. Creo que te convertirás en una buena esposa para mí. Después que te haya enseñado que no soy una marioneta a la que puedes mover a tu antojo.

– Nunca quise tratarlo así, milord. -Sophy se mordió el labio, asustada por la magnitud de la ira de Julián-. Sinceramente lamento lo que sucedió en Eslington Park. Debe saber que no rengo experiencia en cómo tratar a un esposo. Sólo trataba de protegerme.

Estuvo por exclamar algo pero no lo hizo.

– Tranquila, Sophy, y calladita. Cada vez que abres la boca te pareces menos y menos a la esposa ideal.

Sophy ignoró el consejo. Estaba convencida de que su boca era la única arma que tenía en su pequeño arsenal. Vacilante, le tocó la manga de seda de la bata.

– Permítame quedarme aquí en la ciudad, Julián. Déjeme demostrarle que es cierto que quiero corregir las cosas incorrectas de nuestro matrimonio. Le juro que trabajaré diligentemente en esa tarea.

– ¿De verdad? -La miró con ojos fríos y brillantes.

Sophy sintió que algo dentro de ella se marchitaba y moría. ¡Había estado tan segura de que podría convencerlo para que le otorgara esa segunda oportunidad! Durante la corta luna de miel en Eslington Park creyó que había aprendido a conocer bastante bien a ese hombre. No era deliberadamente cruel ni injusto en el trato con los demás, de modo que Sophy pensó que mantendría el mismo código de comportamiento en el trato con su esposa.

– Quizás estaba equivocada -dijo ella-. Pensé que tal vez estaría dispuesto a darme la misma oportunidad que le dio en su momento a uno de sus aparceros que estaba atrasado en el pago de la renta.

Por un instante, Julián se quedó perplejo,

– ¿Te estás comparando con uno de mis aparceros?

– La analogía me pareció bastante pertinente.

– La analogía es bastante idiota.

– Entonces, quizá, no hay esperanzas de arreglar las cosas entre nosotros.

– Te equívocas. Ya te dije que eventualmente te convertirás en una buena esposa para mí y lo dije en serio. De hecho, me encargaré de ello. La verdadera cuestión aquí es ver cómo lo lograremos mejor. Tú tienes mucho que aprender.

«Tú también -pensó Sophy-. ¿Y quién mejor que tu esposa para enseñártelo?» Pero debía recordar que esa noche, tenía que tomar a Julián por sorpresa y que, por lo general, los hombres no manejaban bien las sorpresas. Su esposo necesitaría tiempo para asumir que ella estaba bajo su mismo techo y pensaba quedarse allí.

– Le prometo que no le daré ninguna clase de problemas si me deja permanecer aquí en Londres, milord.

– ¿Ningún problema, eh? -Por un segundo, la vela alumbró lo que debió haber sido una chispa divertida en los gélidos ojos de Julián-. No puedo decirte cuánto me tranquiliza eso, Sophy. Vuelve a la cama y sigue durmiendo. Por la mañana te comunicaré mí decisión.

Un gran alivio la serenó. Acababa de ganar el primer round. Sonrió trémulamente.

– Gracias, Julián.

– No me lo agradezcas todavía, madam. Tenemos que arreglar demasiadas cosas aún.

– Lo sé. Pero somos dos personas inteligentes que por esas cosas de la vida, estamos unidos. Debemos emplear el sentido común para aprender a vivir tolerantemente, ¿no cree?

– ¿Así es como ves nuestra situación, Sophy? ¿Que por esas cosas de la vida estamos unidos?

– Sé que preferirá que no haga romántica la cuestión, milord. Por eso trato de darle a nuestra relación un panorama mucho más realista.

– En otras palabras, ¿hacer las cosas lo mejor posible?

Ella se reanimó.

– Precisamente, milord. Como un par de caballos de tiro que deben trabajar juntos en el mismo arnés. Debemos compartir el mismo granero, el mismo bebedero y el mismo balde con heno.

– Sophy -la interrumpió él-. Por favor, no hagas más analogías con temas campestres. Me nublan el pensamiento.

– Oh, lejos de mi intención hacerlo, milord.

– Qué caritativa. Te veré en la biblioteca mañana a las once en punto. -Julián dio media vuelta y caminó con pasos agigantados hasta la puerta. Salió y se llevó la vela consigo. Sophy se quedó parada en la oscuridad, sola. Pero sus ánimos se encumbraron cuando regresó a la cama. Ya había aclarado la peor parte y Julián no se había mostrado del todo disgustado en tenerla nuevamente allí. Si se cuidaba de no molestarlo la mañana siguiente, se aseguraría prácticamente de que la dejaría quedarse.

Con gran alegría, se dijo que había estado en lo cierto respecto de cuál era la naturaleza de su marido. Julián era un hombre duro y frío en muchos aspectos, pero también era honorable. Sería justo con ella.


A la mañana siguiente, Sophy cambió de idea tres veces con respecto a qué ponerse para la entrevista con Julián. La primera vez decidió que cualquiera habría pensado que iría a un baile en lugar de a tener una charla con su esposo. O tal vez, una campaña militar habría sido una comparación más adecuada. Por fin decidió ponerse un vestido amarillo, con vivos blancos y pidió a su dama de compañía que le recogiera parte del cabello para que el resto le cayera cual cascada de rizos.

Cuando estuvo totalmente satisfecha con el efecto deseado, se dio cuenta de que le quedaban menos de cinco minutos para bajar las escaleras. Corrió por el pasillo y descendió a toda velocidad, de modo que cuando llegó a. la puerta de la biblioteca, estaba casi sin aliento. Un criado se la abrió de inmediato.

Ella entró con la esperanza a flor de piel.

Julián, que estaba sentado al otro lado del escritorio, se puso de pie lentamente y la saludó con una formal reverencia.

– No tenías necesidad de venir corriendo, Sophy.

– Oh, no hay cuidado -le aseguró ella, avanzando rápidamente-. No quería que se quedara esperando.

– Las esposas se destacan por dejar siempre esperando a sus maridos.

– Oh. -Sophy no estaba muy segura respecto de cómo tomar ese comentario-. Bueno, tal vez podría practicar ese talento particular en otro momento. -Miró a su alrededor y vio una silla de seda verde-. Esta mañana estoy demasiado ansiosa por escuchar la decisión que ha tomado sobre mi futuro.

Sophy avanzó hacia la silla y tropezó. Enseguida recuperó el equilibrio pero bajó la vista para ver con qué había tropezado.

Julián le siguió la mirada.

– Parece que se te ha desatado la cinta de tu zapatilla -señaló Julián gentilmente.

Sophy, muerta de vergüenza, se ruborizó y tomó asiento.

– Eso parece. -Se agachó y de inmediato volvió a atar la cinta ofensora. Cuando volvió a enderezarse, notó que Julián había vuelto a sentarse y que la estudiaba con una extraña expresión de resignación-. ¿Sucede algo malo, milord?

– No, aparentemente todo está desarrollándose con normalidad. Bueno, en cuanto a tu deseo de quedarte aquí en Londres…

– ¿Sí, milord? -Sophy esperó en agónica anticipación, para comprobar si sería cierta su teoría del juego limpio.

Julián dudó. Frunció el entrecejo y se recostó sobre el respaldo de su silla, para analizar el rostro de Sophy.

– He decidido concederte la petición.

La dicha burbujeó en el interior de la muchacha. Su sonrisa fue radiante y la felicidad se reflejó en sus ojos.

– Oh, Julián, gracias. Le prometo que no se arrepentirá de haber tomado esta decisión. Me ha mostrado toda su generosidad con este gesto y no sé si me lo merezco, pero le aseguro que es mi intención no fallarle en cuanto a sus expectativas de mí como esposa.

– Eso sería muy interesante.

– Julián, por favor, lo digo muy en serio.

Su sonrisa extraña se modificó por un instante.

– Lo sé. Leo tus intenciones en tus ojos. Como ya te dije, tienes una mirada muy fácil de leer y es por eso que te he concedido esta segunda oportunidad.

– Juro, Julián, que seré un modelo de esposa. Ha sido muy considerado de su parte pasar por alto el, eh… incidente de Eslington Park.

– Sugiero que ninguno de los dos vuelva a mencionar esa catástrofe.

– Una excelente idea -coincidió Sophy, entusiasta.

– Muy bien. Esto parece solucionar el problema, de modo que ya mismo podemos empezar a practicar esto del trato entre marido y mujer…

Sophy abrió los ojos desorbitadamente y, de pronto, se le humedecieron las palmas de las manos. No había esperado que Julián abordara el tema de la intimidad con una prisa tan inoportuna. Después de todo, eran sólo las once de la mañana.

– ¿Aquí, milord? -preguntó tímidamente, echando un vistazo a los muebles de la biblioteca-. ¿Ahora?

– Definitivamente, aquí y ahora. -Al parecer, Julián no notó la expresión de pánico en Sophy. Estaba demasiado ocupado revolviendo en uno de los cajones del escritorio-. Ah, aquí están.

– Tomó unas cartas y tarjetas que estaban allí y se las entregó.

– ¿Qué es esto?

– Invitaciones. Recepciones, fiestas, bailes, reuniones. Esas cosas. Hay que contestarlas. Odio decidir cuáles aceptar y cuáles no y he ocupado a mi secretario con otras cosas más importantes. Escoge algunos actos que te resulten interesantes y rechaza diplomáticamente los demás,

Sophy levantó la vista del manojo de cartas y se sintió confundida.

– ¿Se supone que ésta será mi primera obligación de esposa, milord?

– Correcto.

Sophy esperó, tratando de dilucidar sí sentía alivio o decepción. Debió haber sido alivio.

– Será un placer hacerme cargo de esto, Julián, pero usted, mejor que nadie, sabe que tengo muy poca experiencia con la sociedad.

– Esa es una de tus cualidades más rescatables, Sophy.

– Gracias, milord. Estaba segura de que tenía que poseer alguna.

Julián la miró con suspicacia, pero prefirió no hacer comentarios al respecto.

– Bueno, yo tengo una solución para el dilema que tu inexperiencia nos presenta. Te entregaré una guía profesional para que aprendas todo lo concerniente a este salvaje mundo social.

– ¿Una guía?

– Mi tía, lady Francés Sinclair. Siéntete con toda la libertad de llamarla Fanny. Todos le dicen así, incluso el Príncipe. Creo que te resultará interesante. Francés es como una marisabidilla. Ella y su amiga se sienten muy orgullosas de ser las organizadoras de un pequeño salón, donde se reúnen las damas más intelectuales los miércoles por la tarde. Probablemente te invitará para que te unas al club.

Sophy escuchó la divertida condescendencia de su voz y sonrió serenamente.

– ¿Ese pequeño club es como el que frecuentan los hombres, donde una puede beber, hacer apuestas y divertirse hasta altas horas de la noche?

Julián la miró con desaprobación.

– Definitivamente, no.

– Qué decepción. Pero sea como sea, creo que su tía me caerá muy bien.

– Pronto lo sabrás. -Julián miró el reloj de la biblioteca-. Debe de estar por llegar en cualquier momento.

Sophy estaba asombrada.

– ¿Va a venir de visita esta mañana?

– Me temo que sí. Mandó a avisar hace una hora que vendría. Sin duda vendrá con su amiga, Harriette Rattenbury, Las dos son inseparables. -Julián apenas esbozó una sonrisa-. Mi tía está ansiosa por conocerte.

– Pero ¿cómo supo que yo estoy en la ciudad?

– Esa es una de las cosas que debes aprender de la sociedad, Sophy. Los chismes van por el aire aquí. Eso tendrás que tenerlo bien presente porque lo último que quiero escuchar son chismes respecto de mi esposa. ¿Está bien claro?

– Sí, Julián.

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