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Lady Dorring, que ese día había estado en cama desde temprano, al borde de un ataque de nervios, revivió completamente para la hora de cenar, cuando llegó a sus oídos la noticia de que su nieta había recapacitado.

– No sé qué mosca te había picado, Sophy -dijo lady Dorring mientras examinaba el guisado escocés que Hundley, el mayordomo, había presentado en la mesa. Durante las comidas, el hombre también reforzaba al personal doméstico actuando como un sirviente más-. Rechazar al conde es algo absolutamente incomprensible. Gracias al cielo que arreglaste todas las cosas. Permíteme decirte, jovencita, que tendríamos que sentirnos más que agradecidos de que Ravenwood sea tan tolerante con tus caprichos.

– Con esto tenemos un gran respiro, ¿no? -murmuró Sophy.

– Y -exclamó Dorring desde la cabecera de la mesa-, ¿qué quieres decir con eso?

– Sólo que no he dejado de preguntarme por qué el conde habrá querido pedir mi mano, en primer lugar.

– ¿Y por qué no habría de haberlo hecho? -preguntó lady Dorring-. Eres una muchacha bonita y provienes de una buena familia, respetable.

– Yo he tenido mi presentación en sociedad, abuela, ¿lo recuerdas? He visto lo hermosas que son las muchachas de la ciudad. Ni punto de comparación conmigo. Hace cinco años no pude competir con ellas y no hay razón para creer que ahora suceda lo contrario. Tampoco tengo ninguna fortuna considerable como para ofrecer como dote.

– Ravenwood no necesita casarse por dinero -dijo lord Dorring con toda sinceridad-. De hecho el dinero que ha ofrecido por el matrimonio es más que generoso. Extremadamente generoso.

– Pero él podría casarse por tierras, por dinero o por belleza si así lo quisiera -dijo Sophy pacientemente-. La pregunta que no he dejado de hacerme es por qué no lo ha hecho. ¿Por qué yo? ¡Qué encrucijada tan interesante!

– Sophy, por favor -dijo lady Dorring con un tono de dolor-. No hagas preguntas tontas. Eres un encanto y bastante presentable.

– Encantadoras y presentables son cualidades que definen a la mayoría de las muchachas de la alta sociedad, pero la ventaja que tienen muchas de ellas es que son más jóvenes que yo. Yo sabía que tenía que haber algo en mi favor para atraer la atención del conde de Ravenwood. Estaba interesada en descubrir qué era. Me resultó muy simple cuando me puse a analizarlo.

Lord Dorring la miró con genuina curiosidad, una curiosidad que no fue para nada halagadora.

– ¿Y qué crees que sea, muchacha? Por supuesto que yo te quiero. Eres una nieta bastante buena y todas esas cosas, pero debo confesar que yo también me pregunté por qué el conde se habría interesado en ti.

– ¡Theo!

– Lo siento, cariño, lo siento -se apresuró Dorring a disculparse con su airada esposa-. Sólo tengo curiosidad, ya sabes.

– También yo -dijo Sophy-. Pero creo que ya he dado en el clavo respecto de los motivos de Ravenwood. Veréis, yo tengo tres cualidades esenciales que él cree que necesita. En primer lugar, le resulto conveniente porque, tal como dijo la abuela, soy de una familia respetable. Probablemente, Ravenwood no quería perder demasiado tiempo en elegir una segunda esposa. Tengo la sensación de que hay cosas mucho más importantes que le preocupan.

– ¿Como por ejemplo? -preguntó Dorring.

– Elegir una nueva amante o un nuevo caballo o alguna nueva parcela de tierra. Para el conde, hay mil cosas que puedas imaginarte que son prioritarias antes que buscarse una esposa adecuada.

– ¡ Sophy!

– Me temo que es cierto, abuela. Ravenwood invirtió el menor tiempo posible en hacer su propuesta. Debes admitir que no he recibido un trato para nada parecido al que un hombre dispensa a una mujer cuando le hace la corte.

– Bueno, eh… -interrumpió lord Dorring-. No puedes criticar al hombre por no haberte traído flores o poemas de amor. Ravenwood no me parece un romántico.

– Creo que tienes toda la razón del mundo, abuelo. Ravenwood no es ningún romántico. Sólo ha venido a Chesley Court en contadas oportunidades y nos invitó a la Abadía dos veces nada más.

– Ya te he dicho que no tiene tiempo para dedicar a esas trivialidades -dijo lord Dorring, obviamente sintiéndose en el compromiso de defender al otro hombre-. Tiene tierras que atender y también me he enterado de que está en un proyecto de construcción en Londres. Es un hombre ocupado.

– Justamente, abuelo -dijo Sophy con una sonrisa. Pero continuemos. La segunda razón por la que el conde me encuentra adecuada es por mi avanzada edad. Estoy convencida de que él cree que cualquier mujer que esté soltera a esta edad debe sentirse inmensamente agradecida hacia el valiente hombre que le ahorre la molestia de quedarse para vestir santos. Y por supuesto, una esposa agradecida es una esposa manejable.

– No creas que es tan así -dijo el abuelo, reflexionando-. En realidad, él cree que una mujer de tu edad es mucho más sensata y madura que cualquier jovencita que tiene pajaritos en la cabeza con todas esas cosas del romanticismo. Me parece que esta misma tarde comentó algo al respecto.

– ¡Pero Theo! -estalló la esposa.

– Puede que tengas razón -dijo Sophy a su abuelo-. Quizás él pensaba que yo sería mucho más madura que cualquier jovencita de diecisiete años que acaba de terminar la escuela. Sea cual fuere el caso, debemos coincidir en que mi edad fue otro de los factores que le ayudó a tomar su determinación. Pero me parece que la tercera, última y en mi opinión, la más importante de las razones por las que me eligió a mí y no a otra, es porque no me parezco ni en lo más mínimo a su esposa anterior.

Lady Dorring casi se atragantó con el huevo escalfado que acababan de ponerle frente a ella.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– No es ningún secreto que el conde de Ravenwood está más que hastiado de las mujeres hermosas que lo único que le ocasionan son problemas. Todos sabíamos que lady Ravenwood tenía la costumbre de llevarse sus amantes a la Abadía. Y si lo sabíamos nosotros, podéis estar bien seguros de que el conde también. Sin hablar de lo que pasaba en Londres.

– Eso es un hecho -barbotó lord Dorring-. Si se comportaba así en el campo, debe de haber convertido en un infierno la vida del pobre Ravenwood en la ciudad. Me enteré de que él tuvo que arriesgar su joven cuello en un par de duelos por ella. No se le puede culpar por que quiera procurarse una segunda esposa que no ande por ahí, atrayendo a otros hombres.

No te ofendas, Sophy, pero tú no eres la clase de muchacha que dé esa impresión, de modo que él no tendrá que preocuparse en ese aspecto. Espero que lo sepa.

– Ojalá vosotros dos dejarais esta conversación tan insolente de una vez por todas -anunció lady Dorring. Era evidente que tenía pocas esperanzas de que le obedecieran.

– Ah, abuela, el abuelo tiene razón. Yo soy perfecta para convertirme en la futura condesa de Ravenwood. Después de todo, soy una chica de campo y se da por sentado que me sentiré feliz de pasar la mayor parte de mi tiempo en Ravenwood. Y no llevaré a mis amantes escondidos entre las faldas dondequiera que vaya. Fui un fracaso rotundo la única vez que me presenté en sociedad en Londres, y presumiblemente lo sería mucho más aun si volviera a hacerlo. Lord Ravenwood puede quedarse bien tranquilo de que no necesitará desperdiciar su tiempo espantándome los admiradores, pues no habrá ninguno.

– Sophy -dijo lady Dorring, con refinada dignidad-, ya es suficiente. No toleraré ni una sola palabra más de esta ridícula conversación. Está totalmente fuera de lugar.

– Sí, abuela, pero ¿no has notado que las conversaciones que están fuera de lugar son las más interesantes?

– Ni una palabra más por tu parte, niña- Y lo mismo va para ti, Theo.

– Sí, cariño.

– Ignoro -les informó lady Dorring ominosamente-, si vuestras conclusiones respecto de las razones de Ravenwood para casarse con Sophy son correctas o no, pero sí sé que él y yo coincidimos en un punto: tú, Sophy, tendrías que sentirte extremadamente agradecida hacia el conde.

– En una ocasión tuve la oportunidad de sentirme agradecida hacia Su señoría -dijo Sophy-. Fue la vez en que él, muy galantemente se paró delante de mí, en un baile al que asistí durante mi temporada de presentación en sociedad. Recuerdo muy bien el evento. Fue la única vez que bailé toda la velada. No creo que él ni siquiera lo recuerde. No hizo otra cosa más que mirar por encima de mi hombro para ver con quién estaba bailando su preciosa Elizabeth.

– Ya deja de preocuparte por la primera lady Ravenwood. Ya no existe -dijo lord Dorring con su habitual actitud directa en tales cuestiones-. Sigue mi consejo: no provoques a Ravenwood, jovencita, y te llevarás bien con él. No pretendas de él más de lo razonable y será un buen esposo para ti. Ese hombre cuida de sus tierras y también cuidará de su esposa- Sabe proteger lo que es suyo.


Indudablemente su abuelo tenía razón, concluyó Sophy mientras estaba acostada, sin poder dormirse, en su cuarto. Tenía la certeza de que si no lo provocaba, Ravenwood no sería peor que la mayoría de los maridos. De todos modos, lo más factible era que no lo viera muy seguido. Durante el transcurso de su única temporada de presentación en sociedad, se había enterado de que los cónyuges de la clase alta tenían por costumbre llevar vidas separadas.

Pero eso sería una ventaja en su caso, pues tenía intereses propios que atender. Como esposa de Ravenwood, tendría el tiempo y las oportunidades para realizar las investigaciones por la pobre Amelia. Sophy juró que algún día lograría rastrear al hombre que había seducido y abandonado a su hermana.

En los últimos tres años, Sophy había tratado de seguir el consejo de la vieja Bess y olvidar la muerte de su hermana. Su ira del primer momento fue lentamente transformándose en una resignada aceptación de los hechos. Después de todo, estando atada allí en el campo, tenía muy pocas esperanzas de hallar y enfrentarse al desconocido responsable del hecho.

Pero las cosas serían diferentes si se casaba con el conde. Inquieta, Sophy aparró las mantas de la cama y se levantó. Caminó descalza sobre la alfombra gastada y abrió el pequeño joyero que tenía sobre la cómoda. Le resultó fácil introducir la mano y tomar el anillo de metal negro sin necesidad de encender una vela. Lo había tocado tantas veces que era capaz de reconocerlo a tientas. Sus dedos se cerraron alrededor de él. Lo sintió duro y frío cuando lo extrajo del joyero. Percibió la impresión del extraño diseño triangular del anillo contra la palma de su mano.

Sophy lo detestaba. Lo había encontrado en el puño apretado de su hermana la noche en que Amelia había tomado la sobredosis de láudano. Entonces Sophy supo que ese anillo negro pertenecía al hombre que había seducido a su bella hermana rubia y la había dejado embarazada. El amante cuya identidad Amelia se había negado a revelar. Uno de los pocos datos seguros a los que Sophy había llegado por deducción era que ese hombre había sido uno de los amantes de lady Ravenwood.

Otra de las cosas de las que Sophy estaba casi segura era que su hermana y el desconocido habían utilizado las ruinas de un viejo castillo normando, situado dentro del territorio Ravenwood, como lugar de encuentro. A Sophy le agradaba dibujar aquellos antiguos pilares de piedras hasta que en una oportunidad encontró uno de los pañuelos de Amelia allí. Lo descubrió pocas semanas después de la muerte de su hermana. Después de aquel fatídico día, Sophy jamás regresó a la escénica ruina.

¿Qué mejor manera para descubrir la identidad del hombre que había llevado a Amelia al suicidio que la de convertirse en la nueva lady Ravenwood?

Sophy apretó momentáneamente el anillo en su mano y luego lo devolvió al joyero. Era una suerte tener una razón valedera, sensata y realista para casarse con el conde de Ravenwood, pues la otra sería una difícil tarea, casi infructuosa.

Sophy tenía intenciones de enseñarle al demonio a amar otra vez.


Julián se acomodó gracilmente sobre los mullidos asientos de su coche de viaje y observó a su nueva condesa con ojo crítico. Durante las últimas semanas la había visto muy pocas veces. Se había autoconvencido de que no habría necesidad de viajar tantas veces de Londres a Hampshire. Tenía muchos asuntos pendientes en la ciudad. Y ahora aprovechó la ocasión para escrutar más de cerca a la mujer que había escogido como esposa, para que le diera el tan ansiado heredero.

Analizó a la muchacha, quien llevaba muy pocas horas siendo condesa, y se sorprendió en cierto grado. No obstante, como siempre, su persona siempre se caracterizaba por un aspecto caótico. Varios rizos castaños habían escapado de los confines de su nueva cofia y una de las plumas de ésta quedaba colgando en un ángulo poco elegante. Julián miró más de cerca y advirtió que el cañón se había partido. Bajó la mirada y notó que una parte de la cinta que adornaba el bolso de Sophy también estaba suelta.

Tenía el ruedo de su vestido manchado de pasto. Evidentemente se lo habría ensuciado cuando se agachó para recibir el ramillete de flores que le obsequió un pequeño campesino, pensó Julián. Todos los habitantes del pueblo habían agitado sus manos en el aire, despidiendo a Sophy y deseándole felicidad cuando la muchacha subió al vehículo. Hasta entonces, Julián no había advertido que su esposa fuera tan popular entre la gente del lugar.

Se sintió muy aliviado cuando comprobó que Sophy no presentó ninguna queja al enterarse de que, a pesar de que iban de luna de miel, su marido tenía planeado trabajar durante esos días. Había comprado un territorio nuevo recientemente, en Norfolk, y consideró que ese mes obligatorio de vacaciones que debía tomarse era una oportunidad ideal para examinar sus flamantes dominios.

También tuvo que admitir que lady Dorring había organizado muy bien todos los preparativos para la boda. Se había invitado a la mayor parte de la burguesía de la zona, aunque Julián ni siquiera se había molestado en invitar a sus conocidos de Londres. La idea de tener que soportar una segunda ceremonia de boda frente a las mismas caras que habían estado presentes en una primera experiencia nefasta era mucho más de lo que podía digerir.

Cuando el Morning Post publicó el anuncio de su inminente casamiento, el conde hubo de vérselas con un sinfín de preguntas que todo el mundo le formuló. Pero manejó todas las impertinencias del mismo modo que siempre lo hacía: ignorándolas.

Con una o dos excepciones, su política había funcionado muy bien. Apretó la boca al recordar una de esas excepciones. Cierta dama, en Trevor Square, no se había mostrado muy complacida al enterarse de la próxima boda de Julián. Pero Marianne Harwood era demasiado astuta y pragmática como para dar una escena insignificante. Mas la cosa no terminaba allí. Los pendientes que Julián había dejado en su última visita habían contribuido en gran medida para intensificar la airada actitud de La Belle Marianne.

– ¿Algún problema, milord? -La voz serena de Sophy interrumpió los recuerdos de Julián.

El conde volvió al presente de golpe.

– No, en absoluto. Sólo estaba recordando un asunto de negocios que tuve que resolver la semana pasada.

– Debe de haber sido un asunto de negocios muy desagradable. Realmente parecía muy irritado. Por un momento, creí que habría comido un trozo de pastel de carne en mal estado.

Julián esbozó una sonrisa descolorida.

– El incidente es uno de los que tiende a cortar la buena digestión de cualquier hombre, pero puedo asegurarte que ahora estoy en perfectas condiciones.

– Ya veo. -Sophy se quedó contemplándolo durante un rato, no muy convencida y luego volvió a concentrar su vista en la ventana.

Julián carraspeó.

– Ahora es mi turno de preguntar si tienes algún problema, Sophy.

– En absoluto.

El conde examinó las borlas de sus botas hessianas por un instante, con los brazos cruzados sobre el pecho y luego levantó la mirada, con una expresión de desconcierto.

– Creo que sería mucho mejor que llegáramos a un acuerdo con respecto a una o dos cositas. Señora Esposa.

Ella lo miró a los ojos.

– ¿Sí, milord?

– Pocas semanas atrás, me diste tu lista de demandas.

Ella frunció el entrecejo.

– Cierto.

– En ese momento, yo estaba muy ocupado y cometí el error de no elaborar la mía.

– Yo ya sé cuáles son sus demandas, milord. Un heredero y nada de problemas.

– Me gustaría aprovechar esta oportunidad para ser un poquito más específico.

– ¿Desea ampliar su lista? No me parece muy justo, ¿no cree?

– Yo no dije que fuera a ampliar la lista. Simplemente quiero aclararla. -Julián hizo una pausa. Notó el cansancio en los ojos turquesa de la joven y sonrió-. No te atormentes tanto, querida. La primera de mis reclamaciones, o sea, lo del heredero, es muy clara. Lo que quiero detallar es lo que concierne a la segunda.

– No hay problemas. También es clara.

– Lo será no bien tú comprendas perfectamente a qué me refiero con esta demanda.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, nos ahorraremos muchos inconvenientes si tomas como norma no mentirme jamás.

Ella abrió los ojos desmesuradamente.

– ¡No tengo intenciones de hacer semejante cosa, milord!

– Excelente, pues debes saber que nunca podrías salirte con la tuya en eso. Tus ojos tienen algo que siempre te traicionaría si quisieras mentirme. Y no habría cosa que me fastidiara más que detectar una mentira en tus ojos. ¿Me entiendes bien?

– Perfectamente, milord.

– Entonces volvamos a mi pregunta original. Creo que te pregunté si tenías algún problema y tú me dijiste que no. Pero tus ojos me dijeron lo contrarío, querida.

Sophy jugueteó con la cinta suelta de su bolso.

– ¿Se supone que mis pensamientos no tendrán ninguna privacidad?

Julián frunció el entrecejo.

– ¿Acaso tus pensamientos de ese momento eran tan privados que te viste obligada a escondérselos a tu esposo?

– No -contestó ella sencillamente-. Sólo pensé que no se sentiría muy complacido si los escuchaba, por lo que decidí que era mejor guardármelos para mí.

Julián había tenido la intención de dejar bien en claro ciertos puntos, pero ahora le picaba la curiosidad.

– Por favor, me gustaría que me los contaras.

– Muy bien, estaba ejercitando un poco de lógica deductiva, milord. Usted acababa de admitir que el asunto de negocios que había atendido con anterioridad a nuestra boda había sido bastante irritante y yo trataba de aventurar qué clase de negocio habría sido.

– ¿Y a qué conclusión te llevó tu lógica deductiva?

– A la conclusión de que habría tenido serios problemas con su amante actual cuando le informó que estaba a punto de casarse. Y no se puede culpar a esa pobre mujer. Durante mucho tiempo ha estado haciendo todo el trabajo de una esposa y ahora, de buenas a primeras, usted le comunica que le otorgará el título a otra candidata. Una candidata bastante inexperta en la materia, por cierto. Me temo que ella le habrá armado una escandalosa escena y que eso fue lo que lo irritó. Dígame, ¿ella es actriz o bailarina de ballet?

El primer impulso de Julián fue el de echarse a reír. Pero se contuvo para dar una imagen de autoridad y disciplina en carácter de esposo.

– Te estás extralimitando, madam -le dijo él apretando los dientes.

– Es usted quien exigió que dijera en voz alta lo que estaba pensando en privado. -Se agitó la pluma suelta de su sombrero-. ¿Está de acuerdo conmigo ahora en que hay ocasiones en que debe permitirme cierta privacidad para pensar?

– Para empezar; no tendrías que hacer ninguna clase de especulaciones al respecto.

– Me temo que tiene gran parte de razón, pero reconozco que casi no puedo controlar mis especulaciones interiores.

– Quizás alguien pueda enseñarte cómo controlarte un poco -sugirió Julián.

– Lo dudo. -Ella le sonrió imprevistamente y la calidez de esa sonrisa lo desarmó-. Dígame -continuó Sophy sin amedrentarse-, ¿fue correcto lo que pensé?

– El asunto que atendí la semana pasada en Londres antes de nuestro casamiento no es de tu incumbencia.

– Ah, ya veo cómo es el sistema. Se supone que yo no tendré ninguna privacidad para pensar lo que quiera, pero usted gozará de toda la libertad del mundo para hacerlo. No me parece para nada justo, milord. De todos modos, si mis conjeturas errantes van a molestarlo tanto, ¿no cree que sería mejor que me las guarde para mí?

Sin previo aviso, Julián se le acercó y le tomó el mentón entre los dedos. De pronto se le ocurrió que la piel de la joven era muy suave.

– ¿Estás tomándome el pelo, Sophy?

Ella no intentó quitarle la mano.

– Confieso que sí, milord. Verá, es usted tan arrogante y autosuficiente que a veces la tentación es irresistible.

– Entiendo lo que es una tentación irresistible -le dijo él-. En este momento estoy a punto de ser víctima de ella. Julián se sentó junto a Sophy le rodeó la cintura con el brazo. Con un solo movimiento diestro la colocó sobre sus piernas, observándola con fría satisfacción al ver la alarmada expresión de sus ojos.

– Ravenwood -exclamó ella.

– Ah, eso me recuerda otro detalle que quería aclarar -murmuró-. Creo que cuando esté a punto de besarte me gustaría que me llamaras por mi nombre de pila. Puedes decirme Julián.

– De pronto tomó demasiada conciencia de las redondeadas y firmes nalgas de su esposa, presionando contra sus muslos. Los pliegues de las faldas se adhirieron a sus pantalones.

Ella se acomodó, apoyando las manos en los hombros de Julián.

– ¿Ya necesito recordarle que usted me dio su palabra de honor de que no… de que no me forzaría?

Sophy estaba temblando. Julián sintió que se estremecía y se fastidió.

– No seas idiota, Sophy. No tengo intenciones de forzarte, como tú dices. Simplemente voy a besarte. En nuestro pacto no se habló en ningún momento del tema de los besos.

– Milord, usted prometió…

Julián colocó una mano en la nuca de Sophy y la mantuvo quieta hasta que le cubrió la boca con la suya. Ella separó los labios para expresar más palabras de protesta, pero el contacto se lo impidió. El resultado fue que el beso comenzó a un nivel mucho más íntimo del que él había planeado. Al instante alcanzó a saborear la húmeda calidez de su boca e, inesperadamente, una llama de deseo lo asaltó. Aquella cavidad se le antojó dulce, mojada, casi sabrosa.

Sophy se sobresaltó y luego gimió tímidamente cuando él la apretó con las manos. Trató de liberarse, pero al ver que él no se lo permitiría, se quedó quieta entre sus brazos.

Julián advirtió la cauta sumisión de la muchacha y se tomó su tiempo para profundizar el beso con mucha suavidad. Dios, qué bello. Jamás había pensado que ella sería tan cálida y dulce. Sophy tenía la suficiente fuerza femenina para hacerle tomar conciencia de su propio poder, superior. Esa idea, para su sorpresa, lo excitó sobremanera. Casi al instante tuvo una erección.

– Ahora, pronuncia mi nombre -le ordenó suavemente contra la boca.

– Julián. -Esa única palabra fue temblorosa pero audible.

Julián le acarició el brazo con la palma de la mano mientras le mimaba la garganta.

– Otra vez.

– J… Julián. Por favor basta. Esto ya ha llegado demasiado lejos. Me dio su palabra.

– ¿Te estoy forzando? -le preguntó caprichosamente, estampándole un delicadísimo beso debajo del lóbulo de la oreja. Siguió bajando la mano y la posó sugestivamente en la rodilla de Sophy. De pronto sintió la urgencia de separarle las piernas para explorarla con mayor plenitud. Si el calor y la miel que hallaba entre esas piernas fuera tan similar al que le había expresado la boca de Sophy, Julián se sentiría muy satisfecho ante la elección que había hecho como esposa-. Dime, Sophy, ¿para ti esto es forzarte?

– No lo sé.

Julián sonrió. Sophy parecía tan desdichadamente insegura.

– Permíteme decirte que esto en nada representa el verdadero significado de tomarte por la fuerza.

– ¿Entonces qué es?

– Te estoy haciendo el amor. Es perfectamente permisible entre marido y mujer, ¿sabes?

– Usted no me está haciendo el amor-contravino ella seriamente.

Confundido, Julián levantó la cabeza para mirarla.

– ¿No?

– Por supuesto que no. ¿Cómo puede ser posible que me esté haciendo el amor? No me ama.

– Entonces llámalo seducción -respondió él-. Un hombre tiene derecho a seducir a su propia esposa, por cierto. Te di mi palabra de que nunca te tomaría por la fuerza, pero jamás dije que no trataría de seducirte. -«No habría ninguna necesidad de cumplir ese estúpido pacto», pensó Julián con satisfacción. Ella ya le había demostrado claramente que le respondería de inmediato.

Sophy se alejó de él. En sus ojos había una expresión de fastidio que oscurecía el turquesa.

– Por lo que tengo entendido, la seducción es otra de las formas con las que un hombre fuerza a una mujer. Es el arma que el hombre utiliza para ocultar la veracidad de sus motivos auténticos.

Julián se asombró por la vehemencia de sus palabras.

– ¿Entonces has tenido experiencia con eso? -replicó fríamente.

– Para una mujer, los resultados de una seducción son los mismos que cuando la obligan, ¿no?

Con escasa destreza, Sophy se bajó de los muslos de su esposo, enredando las faldas de lana entre sus piernas en el proceso. La pluma rota de su sombrero se bajó más todavía, hasta que le quedó sobre un ojo. Ella se arrancó la pluma para quitarla de en medio y el cañón roto quedó en el sombrero.

Julián extendió la mano y le aferró la muñeca.

– Contéstame, Sophy. ¿Has tenido experiencia en el tema de seducción?

– Es un poquito tarde para preguntármelo ahora, ¿no? Debió haber preguntado al respecto antes de proponerme matrimonio, ¿no cree?

Pero Julián se dio cuenta de inmediato que Sophy jamás había estado antes en los brazos de ningún hombre. Vio la respuesta en sus ojos, pero se sintió obligado a instigarla para que ella dijera la verdad. Tenía que aprender que Julián no toleraría evasivas, verdades a medías, ni ninguna otra artimaña de las que las mujeres suelen echar mano para mentir.

– Me contestarás, Sophy.

– Si lo hago ¿usted responderá a todas mis preguntas sobre sus antiguos romances?

– Por supuesto que no.

– Oh, usted es de lo más injusto, milord.

– Soy tu esposo.

– ¿Y eso le da derecho a ser injusto?

– Me da derecho y me obliga a hacer todo lo que sea mejor para ti. Discutir contigo mis romances pasados no sería de ninguna utilidad y ambos lo sabemos.

– No estoy tan segura. Creo que con eso conocería mejor su personalidad.

Julián soltó una carcajada de sarcasmo.

– Creo que ya conoces bastante mi personalidad. A veces, más de lo deseable. Ahora cuéntame tu primera experiencia en seducción, Sophy. ¿Acaso algún terrateniente del campo trató de tenderte en medio del bosque?

– De haber sido así, ¿qué haría usted?

– Hacer que pague por ello -dijo Julián.

Ella se quedó boquiabierta.

– ¿Lo retaría a duelo por una indiscreción del pasado?

– Nos estamos yendo por las ramas, Sophy. -Le apretó con más fuerza la muñeca. Sintió que los huesos eran muy frágiles, de modo que se cuidó de no apretar demasiado.

Ella le desvió la mirada.

– No tiene que preocuparse por vengar mi virtud perdida, milord. Le aseguro que he llevado una existencia de lo más tranquila y aburrida, para ser precisa.

– Eso pensé. -Le soltó la muñeca y se acomodó contra el respaldo del asiento-. Entonces explícame por qué para ti la seducción es lo mismo que la fuerza.

– Creo que ésta no es en absoluto una conversación apta para que la mantengamos -dijo ella, con voz sofocada.

– Tengo la sensación de que tú y yo mantendremos muchas conversaciones más de este mismo carácter. En ocasiones, querida, te pones de lo más insolente. -Extendió la mano y quitó el cañón roto de la pluma del sombrero de Sophy.

Ella lo miró con una expresión de resignación.

– Debió haber considerado mis insolencias antes de insistir en casarse conmigo.

Julián giraba el cañón de la pluma entre sus dedos índice y pulgar.

– Y lo hice. Pero decidí que eran muy manejables. Deja de distraerme ya, Sophy. Dime por qué le temes tanto a la seducción como a la fuerza.

– Es un asunto privado, milord. No hablaré de ello.

– Hablarás conmigo de ello. Me temo que debo ser insistente porque soy tu marido, Sophy.

– Deje ya de usar eso para satisfacer su curiosidad -alegó ella.

Julián la miró de reojo, analizándola y consideró el gesto desafiante de su mentón levantado.

– Me insultas, madam.

Sophy se movió, incómoda, tratando de arreglarse las faldas.

– Usted se siente insultado por nada, milord.

– Oh, sí, mi arrogancia excesiva. Creo que tendremos que acostumbrarnos a convivir con ella. Del mismo modo que tendremos que habituarnos a convivir con mi curiosidad. -Julián estudió el cañón de pluma roto y esperó.

El silencio reinó en el coche. El ruido de las ruedas, del cuero del arnés y de las pisadas de los caballos se tornó insoportablemente fuerte.

– No se trata de una cuestión que me afectó a mí personalmente -dijo Sophy por fin, en una voz muy baja.

– ¿Sí? -presionó Julián.

– Mi hermana fue victima de una seducción. -Sophy miró con insistencia el paisaje que iban dejando atrás-. Pero ella no tuvo a nadie para que la vengara.

– Me dijeron que tu hermana falleció hace tres años.

– Sí.

Algo de la entrecortada voz de Sophy alertó a Julián.

– ¿Quieres insinuar que su muerte fue el resultado de una seducción?

– Descubrió que estaba embarazada, milord. El hombre responsable de ello la abandonó. Y mi hermana no pudo soportar ni la vergüenza ni la traición. Tomó una sobredosis de láudano. -Se estrujó las manos sobre la falda.

Julián suspiró.

– Lo siento, Sophy.

– No era necesario que tomara una medida tan drástica-murmuró Sophy-. Bess pudo haberla ayudado.

– ¿La vieja Bess? ¿Cómo? -preguntó Julián.

– Hay modos en los que pueden resolverse situaciones como ésa. La vieja Bess los conoce. Si mi hermana sólo hubiera confiado en mí, yo la habría llevado con Bess y nadie se habría enterado de nada jamás.

Julián dejó caer el cañón de la pluma y se acercó para tomarle la muñeca una vez más. Esta vez, ejerció mucha fuerza, deliberadamente, sobre sus frágiles huesos.

– ¿Qué sabes al respecto? -le preguntó en voz baja-. Elizabeth sabía de esas cosas.

Sophy parpadeó rápidamente, en apariencia confundida por la repentina y controlada ira de Julián.

– La vieja Bess sabe mucho de hierbas medicinales. Ella me enseñó muchas cosas.

– ¿Y también te enseñó cómo quitarte de encima un bebé indeseado? -preguntó, manteniendo la misma suavidad.

Al parecer, Sophy se dio cuenta demasiado tarde de que había soltado la lengua más de lo debido.

– Ella… ella mencionó que ciertas hierbas pueden usarse cuando una mujer cree que ha concebido -admitió vacilante-. Pero esas hierbas pueden ser muy peligrosas para la madre, por lo que deben usarse con extrema cautela. -Sophy se miró las manos por un momento-. Yo no tengo esa habilidad para un arte tan particular.

– ¡Maldición! Será mejor que no te especialices en esa materia, Sophy. Y juro que si esa vieja bruja de Bess se dedica a hacer abortos haré que la expulsen inmediatamente de mis tierras.

– ¿De veras, milord? ¿Acaso sus amigos londinenses son tan puros? ¿Nunca ninguna de sus amantes se vio obligada a recurrir a este recurso por culpa suya?

– No, claro que no -se regodeó Julián-. Para tu información, madam, existen ciertos elementos que pueden usarse para impedir que ocurra ese problema; en primer lugar, técnicas que también se usan para prevenir el contagio de ciertas enfermedades asociadas con… oh, no viene al caso.

– ¿Técnicas, milord? ¿Qué clase de técnicas? -Los ojos de la muchacha se encendieron con evidente entusiasmo.

– Por Dios. No puedo creer que estemos tocando estos temas.

– Fue usted quien inició la discusión, milord. Me temo que no querrá hablarme de estas técnicas que se usan para prevenir el, eh… problema.

– Por supuesto que no.

– Ah, entiendo. ¿Se trata de otra información que sólo los hombres tienen el privilegio de conocer?

– No necesitas que te dé esta información, Sophy -dijo él, con tono sombrío- No estás involucrada en la clase de actividades que requiere que sepas todo esto.

– ¿Entonces hay mujeres que saben del tema? -presionó.

– Basta ya, Sophy.

– ¿Y usted conoce esa clase de mujeres? ¿Me presentaría a alguna de ellas? Me encantaría conversar con ella. Tal vez sepa otras cosas fascinantes. Mis intereses intelectuales abarcan un amplísimo campo, ¿sabe? Una aprende tanto de los libros.

Por un instante, Julián creyó que Sophy estaba tomándole el pelo otra vez y estuvo a punto de perder los estribos por completo. Pero en el último momento se dio cuenta de que el interés de Sophy era auténtico e inocente. Se quejó y se acomodó en el asiento.

– Ya no hablaremos más de esto.

– Usted asume la misma actitud patética que mi abuela. Realmente, me decepciona, Julián. Había tenido la esperanza de que, cuando me casara, iba a poder entretenerme con un hombre de gran conversación.

– Tengo todas las intenciones de entretenerte de muchas otras maneras -barbotó. Cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre el cojín.

– Julián, debo decirle que si intenta hablar otra vez sobre la seducción, no me resultará para nada entretenido.

– ¿Por lo que le pasó a tu hermana? Entiendo que una situación así te ha dejado marcas imborrables, Sophy. Pero debes aprender que hay una gran diferencia entre lo que pasa en la relación marido-mujer y lo que sucede en una seducción desagradable como la que experimentó tu hermana.

– ¿Cierto, milord? ¿Y cómo es que un hombre aprende a hacer esas distinciones tan refinadas? ¿En la escuela? ¿Usted las aprendió durante su primer matrimonio o por todas las amantes que ha tenido?

Ya en esa situación tan extrema Julián creyó que su autocontrol sólo pendía de un hilo. No se movió ni abrió los ojos, pues no se atrevió.

– Ya te he explicado que mi primer matrimonio no será tema de discusión. Tampoco lo será este que tú has sacado. Si eres inteligente, lo tendrás bien presente.

Evidentemente, hubo algo en aquel tono de voz, de una exagerada serenidad, que la impresionó. No volvió a hacer acotaciones.

Cuando Julián se aseguró de que sus ánimos se habían calmado por completo, se animó a abrir los ojos.

– Tarde o temprano deberás acostumbrarte a mí, Sophy.

– Me prometió tres meses, milord.

– Maldita sea, mujer, no te forzaré en estos tres meses- Pero no pretendas que no intente hacerte cambiar de opinión respecto de hacer el amor durante todo ese lapso. Eso sería demasiado pedir y quedaría totalmente fuera de los términos de ese ridículo contrato que hicimos.

Ella giró la cabeza.

– ¿Es esto lo que me quiso decir cuando mencionó que el honor de un hombre es poco fiable cuando atañe al trato con las mujeres? ¿Se supone que debo entender que no debo confiar enteramente en que cumplirá con su palabra?

El insulto le llegó hasta la más íntima de sus fibras.

– No conozco ni un solo hombre en esta tierra que se atreva a decirme semejante cosa, madam.

– ¿Va a retarme a duelo? -le preguntó muy interesada-. Le advierto que mi abuelo me enseñó a disparar con pistolas y estoy considerada como una mujer de muy buena puntería.

Julián no supo qué fue lo que le impidió abofetearla, si su honor de caballero o si el día de su boda. Por alguna razón, este matrimonio no había empezado tan apaciblemente como él había ideado.

Miró el rostro radiante e interesado que tenía frente a sí y pensó en una respuesta para el desfachatado comentario de su esposa. En ese momento, el trozo de cinta que había quedado colgando del bolso de Sophy cayó al piso del carruaje.

Sophy frunció el entrecejo y se agachó para recogerlo. Julian hizo el mismo movimiento simultáneamente y su manaza rozó la pequeña mano de ella.

– Permíteme -le dijo con frialdad. Recogió la cinta y la dejó caer sobre la palma de su mano.

– Gracias -dijo ella, bastante incómoda. Comenzó a luchar furiosamente, tratando de reinsertar la cinta siguiendo el diseño original.

Julián se recostó sobre el asiento, observando fascinado cómo se zafaba otra cinta del bolso. Frente a sus ojos, comenzó a desarmarse completamente todo el dibujo de cintas entretejidas que adornaban el accesorio. En menos de cinco minutos, Sophy se quedó sentada con un bolso totalmente destruido entre sus manos. Levantó la vista, turbada.

– Nunca pude entender por qué me pasan siempre esta clase de cosas -dijo ella.

Sin decir una palabra, Julián recogió el bolso, lo abrió y guardó en él todos los pedazos de cintas sueltas.

Cuando volvió a entregárselo, tuvo la extraña sensación de que, con ese gesto, acababa de abrir la caja de Pandora.

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