12

Sophy se quedó helada. Se habría tropezado con sus propios pies si su compañero de baile no la hubiera tomado con tanta fuerza que le produjo dolor.

– Este anillo le resulta familiar-dijo ella tentativamente, luchando por mantener una voz serena.

– Sí.

– Qué extraño. No sabía que fuera algo tan común.

– Es de lo menos común, señora. Sólo unos pocos lo reconocerían.

– Entiendo.

– ¿Puedo preguntarle cómo lo consiguió? -le preguntó el encapuchado.

Sophy ya se había preparado una historia.

– Es un recuerdo de una amiga mía. Algo que me obsequió antes de morir.

– Su amiga debió haberle advertido que ese anillo es muy peligroso. Sería aconsejable que se lo quitara y que nunca más vuelva a ponérselo. -Hizo una pequeña pausa y luego concluyó-: A menos que usted sea una mujer muy aventurera.

El corazón de Sophy latía apresuradamente, pero logró esbozar una sonrisa indiferente.

– No me imagino por qué se alarma tanto al ver este anillo. ¿Por qué dice que es tan peligroso?

– No tengo libertad para decirle por qué es peligroso, milady. El que lo usa debe averiguarlo por sus propios medios. Pero siento que es mi deber prevenirla.

– Creo que usted está bromeando, señor. A decir verdad, no me parece que esta sortija sea más que una exótica joya. De todas maneras, no soy una cobarde.

– Entonces, tal vez, al usar este anillo descubrirá la más extraña de las emociones.

Sophy temblaba por dentro, pero mantuvo la sonrisa siempre a flor de labios. En ese momento, se sintió completamente satisfecha por estar disfrazada.

– Estoy segura, señor, que ha decidido hacerme todas estas bromas por el disfraz que llevo puesto esta noche. ¿Realmente disfruta haciendo estremecer a una pobre gitana cuyo fin en la vida es hacer estremecer a los demás cuando les lee la suerte?

– ¿Le produzco escalofríos, señora?

– Algunos.

– ¿Le agradan?

– No particularmente.

– Tal vez aprenda a disfrutarlos. Eventualmente, cierta clase de mujeres lo logran, después de un poco de práctica.

– ¿Ese es mi destino? -preguntó ella, consciente de que tenía las palmas de las manos tan húmedas como cuando se enfrentó a Charlotte Featherstone al amanecer.

– No quiero arruinarle la ansiedad previa con un rápido panorama de su destino. Me resultará mucho más interesante ver cómo usted misma descubre la naturaleza de su fortuna en el debido momento. Buenas noches. Señora Gitana. Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos. -El hombre de la capa negra la soltó abruptamente. Hizo una exagerada reverencia sobre el anillo de Sophy y se perdió entre la multitud.

Sophy lo observó desaparecer con ansiedad, preguntándose si sería capaz de seguirlo entre tanta gente. Tal vez pudiera verlo afuera, sin la máscara. Muchos iban a tomar aire fresco a los jardines de lady Musgrove.

Sophy se recogió las faldas y comenzó a avanzar. Sólo había recorrido unos tres metros cuando sintió que una mano firme le tomaba con fuerza el brazo. Asustada, se dio la vuelta y advirtió que se trataba de otro hombre alto, con el mismo aspecto y vestimenta que e! anterior. La única diferencia era que la capucha de la capa de éste estaba hacia atrás, revelando la oscura cabellera del hombre, que la saludó con una reverencia.

– Discúlpeme, señora, pero estoy buscando los servicios de alguien como usted, Señora Gitana. ¿Tendría la amabilidad de bailar conmigo mientras me predice el futuro? Últimamente no he tenido mucha suerte en el amor y quiero saber si esto va a cambiar.

Sophy miró la enorme mano que tenía sobre el brazo y la reconoció de inmediato. Julián había cambiado la voz, haciéndola más intensa que nunca, pero Sophy la habría reconocido donde fuera. Esa familiar sensación que siempre experimentaba cada vez que estaba cerca de él, se había acentuado desde que compartían el mismo lecho.

Tuvo una curiosa sensación en el estómago cuando se preguntó si Julián la habría reconocido. De ser así, tendría motivos para estar enojado con ella por lo que había hecho al despertar y encontrar el brazalete sobre la almohada. Levantó la vista y lo miro.

– ¿Quiere que le cambie la suerte, señor?

– Sí -dijo Julián y la llevó a bailar-. Creo que sí quiero que me cambie.

– ¿Qué… qué clase de mala suerte ha traído? -preguntó ella, cautelosa.

– Parece que tengo muchas dificultades para complacer a mi nueva esposa.

– ¿Ella es difícil de complacer?

– Sí, eso me temo. Es una dama de lo más exigente. -La voz de Julián se puso más áspera-. Por ejemplo, hoy me dijo que estaba molesta conmigo porque nunca pensé en obsequiarle algo como muestra de mi cariño por ella.

Sophy se mordió el labio y miró por encima del hombro de Julián.

– ¿Cuánto hace que se casó, señor?

– Varias semanas.

– ¿Y en todo ese tiempo nunca le ha regalado nada?

– Confieso que nunca se me ocurrió. Muy mal de mi parte. Sin embargo, cuando me hicieron notar mi falta, tomé medidas inmediatamente para solucionarlo. Le compré un brazalete muy bonito y se lo dejé sobre la almohada.

Sophy hizo una mueca.

– ¿Era un brazalete muy caro?

– Muy caro. Pero, aparentemente, no lo suficiente como para complacer a la dama. -Julián apretó la cintura de su esposa-. Esta noche, cuando fui a mi cuarto, encontré el brazalete sobre mi almohada. También había una nota que decía que no le resultaba para nada agradable esa indigna chuchería.

Sophy lo miró. Trataba de discernir si Julián estaba enojado o simplemente tenía un auténtico interés en descubrir por qué le había rechazado el obsequio. Aún no estaba segura de que él la hubiera reconocido.

– A mí me parece, señor, que usted ha malinterpretado la actitud de la señora.

– ¿Sí? -Sin perder ni un solo paso del baile, Julián acomodó la chalina de gitana que estaba empezando a deslizarse por el hombro de Sophy-. ¿No cree que a ella le agraden las joyas?

– Estoy segura de que le agradan tanto como a cualquier mujer; pero lo que no le gusta, probablemente, es la idea de que usted trate de aplacarla con fruslerías.

– ¿Aplacarla? -Degustó el término con aire pensativo-. ¿A qué se refiere?

Sophy carraspeó.

– Por casualidad… ¿no ha tenido una pelea con ella recientemente?

– Um… sí. Ella hizo una tontería. Algo que pudo haberle costado la vida. Yo me enojé y se lo demostré. Y ella optó por ponerse caprichosa.

– ¿Y no cree que sea factible que ella se sienta herida porque usted no comprendió lo que ella hizo?

– No puede pretender que apruebe un acto tan peligroso como el que ella hizo -dijo Julián-. Aunque ella esté convencida de que fue por una cuestión de honor, no permitiré que arriesgue la vida de un modo tan tonto.

– ¿De modo que usted le entregó un brazalete en lugar de la comprensión que buscaba?

Julián tenía la boca apretada, por debajo del borde de la máscara.

– ¿Y usted cree que ése es su punto de vista?

– Creo que su esposa sintió que usted trataba de apaciguarla del mismo modo que sobornaría a una amante para que le brindara sus «servicios». Sophy contuvo la respiración, aún desesperada por saber si Julián la habría reconocido o no.

– Como teoría es interesante. Como explicación, posible.

– ¿Esa técnica da resultados por lo general? Con las amantes, me refiero.

Julián ejecutó mal un paso, pero lo corrigió sin problemas.

– Oh, sí, por lo general.

– Las amantes deben de ser criaturas de muy baja autoestima.

– Es muy cierto que mi esposa no tiene nada en común con esa clase de mujeres. Por ejemplo, ella es muy orgullosa y las amantes no pueden permitirse el lujo de serlo.

– No creo que a usted le falte, tampoco.

Julián le tomó la mano cuidadosamente.

– Tiene razón.

– Por lo menos, usted y su esposa tienen eso en común, lo que podría constituir una base para el entendimiento mutuo.

– Bien, Señora Gitana. Ahora ya conoce mi triste historia. ¿Qué cree que me espera en el futuro?

– Si realmente desea que le cambie la suerte, creo que lo primero que debe hacer es tratar de convencer a su esposa de que respeta tanto su sentido del honor y del orgullo como respetaría el de cualquier hombre.

– ¿Y cómo me sugiere que lo haga? -preguntó Julián.

Sophy respiró profundamente.

– Primero, debe darle algo mucho más valioso que un brazalete. -Sophy sintió repentinamente, que Julián le estrujaba los dedos en la palma de su mano.

– ¿Y qué sería eso Señora Gitana? -Su voz encerró cierto tono amenazante-. ¿Un par de pendientes, tal vez? ¿Un collar?

Sophy luchó pero no consiguió que Julián le soltara la mano.

– Tengo el presentimiento de que su esposa apreciaría mucho más una rosa que usted mismo cortara del jardín, o tal vez una carta de amor, o un poema que hablara de sus sentimientos por ella, que una joya, señor.

Julián aflojó la mano.

– Ah, ¿entonces la cree romántica? Yo también empecé a sospechar lo mismo.

– Simplemente, me parece que ella sabe que para un hombre es muy fácil limpiarse la conciencia a través de alguna joya bonita.

– Creo que no estará totalmente feliz hasta que me vea envuelto en la telaraña del amor -sugirió Julián fríamente.

– ¿Y eso sería tan negativo, señor?

– Sería mejor que ella supiera que no soy susceptible a esa clase de emociones -dijo Julián suavemente.

– Quizás ella lo esté aprendiendo de la peor manera-dijo Sophy.

– ¿Usted cree?

– Creo que lo más probable es que, muy pronto, ella tendrá la inteligencia suficiente como para dejar de luchar por lo que nunca podrá obtener.

– ¿Y qué hará después?

– Se dedicará a darle la clase de matrimonio que usted desea, en el que el amor y la comprensión mutuos sean irrelevantes. Dejará de perder tiempo y energías buscando los medios para hacerle enamorarse de ella. Se ocupará de otras cosas y tendrá una vida propia.

Julián volvió a estrujarle los dedos y sus ojos brillaron.

– ¿Significa que ella buscará otras conquistas?

– No, señor, claro que no. Su esposa es la clase de mujer que entrega el corazón una sola vez. Si la desprecian jamás lo entregará a nadie más. Simplemente, guardará sus sentimientos entre algodones y se ocupará de otros proyectos.

– Yo no dije que despreciaría el corazón de mi esposa. Exactamente al revés. Le haría saber que daría la bienvenida a tan preciado tesoro. Cuidaría muy bien de ella y de su amor.

– Ya veo -dijo Sophy-. Haría que ella se vea envuelta en la telaraña del amor, sin esperanzas, claro, pero usted jamás se atrevería a correr ese riesgo. ¿Así la domina?

– No ponga en mi boca palabras que no he dicho. Señora Gitana. La dama en cuestión es mi esposa -declaró Julián categóricamente-. Sería conveniente para todos que ella también me amara. Simplemente, yo quiero asegurarle que su amor está seguro conmigo.

– Porque así podría usar su amor para controlarla, ¿cierto?

– ¿Todas las adivinas interpretan las palabras de sus clientes tan ampliamente?

– Si considera que está perdiendo su dinero, no necesita preocuparse. No le cobraré mis honorarios por este servicio en particular.

– Pero hasta el momento, no me ha dicho qué me depara el destino. Sólo ha tratado de darme muchos consejos -dijo Julián.

– Tenía entendido que usted quería cambiar su suerte.

– ¿Por qué no me dice simplemente si tendré suerte en mi futuro? -sugirió Julián.

– A menos que esté dispuesto a cambiar sus modales, estoy segura de que obtendrá la clase de matrimonio que desea, señor. Su esposa seguirá su camino y usted, el suyo. Probablemente, la verá cuantas veces sea necesario para asegurarse un heredero y el resto del tiempo, ella se cuidará muy bien de no cruzarse en su camino.

– Pareciera como que mi esposa piensa hacerse la caprichosa por el resto de nuestro matrimonio -observó Julián-. Una perspectiva muy desoladora. -Julián volvió a acomodar la chalina que amenazaba con caerse Otra vez y luego, delineó el contorno del anillo negro de Sophy con el dedo. Lo miró con indiferencia-: Vaya joya tan poco usual. Señora Gitana. ¿Todas las adivinas llevan anillos como éste?

– No, es un recuerdo. -Vaciló y sintió miedo-. ¿Lo reconoce, señor?

– No, pero es singularmente horrendo. ¿Quién se lo dio?

– Era de mi hermana -dijo ella con cautela. Se obligó a mantener la calma, pues Julián sólo preguntaba por curiosidad-. A veces me lo pongo, para recordarme su destino.

– ¿Y cuál fue su destino? -Julián estaba mirándola fijamente, como si hubiera podido verla a través de la máscara.

– Ella cometió la tontería de amar a quien no podía corresponderle ese amor -susurró Sophy-. Tal vez, al igual que usted, se trataba de un hombre no susceptible a esa clase de emociones, pero no le importó en lo más mínimo que ella sí fuera muy susceptible. Ella entregó su corazón y eso le costó la vida.

– Yo creo que usted extrae conclusiones erróneas por lo que le sucedió, desgraciadamente, a su hermana -dijo Julián con toda ternura.

– Bueno, ciertamente yo no intento suicidarme -replicó Sophy-. Pero tampoco intento regalar nada a ningún hombre que sea incapaz de valorarlo. Discúlpeme, señor, pero creo ver junto a la ventana a un grupo de amigos, a quienes debo saludar, -Sophy se apartó de los brazos de Julián.

– ¿Y qué pasará con mi futuro? -preguntó él, sujetando uno de los extremos de la chalina.

– Su futuro está en sus manos, señor, -Diestramente, Sophy se escabulló por debajo de la chalina y desapareció entre los invitados.

Y Julián se quedó en la mitad de la pista, con la chalina multicolor colgándole entre los dedos. La contempló durante varios minutos y después, con una sonrisa, la dobló y se la guardó en el bolsillo interno de la capa. Sabía dónde encontrar a la gitana esa misma noche, horas después.

Aún con la sonrisa en su boca, salió para llamar a su cochero. Tía Fanny y Harriette se encargarían de acompañar a Sophy, tal como lo habían acordado. Julián decidió que podría pasar una o dos horas en uno de sus clubes antes de regresar a su casa.

Estaba de mucho mejor humor que antes y la razón era evidente. Si bien era cierto que Sophy aún estaba enojada con él y herida por la falta de comprensión por parte de Julián, él se sentía satisfecho porque ella, como siempre, le había dicho la verdad con respecto a sus sentimientos de amor.

Claro que él casi había estado convencido de ello cuando encontró el brazalete sobre su almohada. Fue la única causa por la que no irrumpió en el cuarto de ella para ponerle el brazalete por la fuerza. Sólo una mujer enamorada sería capaz de devolver semejante joya y reclamar en cambio, un simple soneto.

Julián no se destacaba como poeta, pero trataría de probar suerte con una carta, la próxima vez que se decidiera a darle el brazalete a Sophy.

Más que nunca añoró saber el paradero de las esmeraldas. La nueva condesa de Ravenwood se vería espléndida con ellas. Julián la imaginó luciendo exclusivamente esas piedras… y nada más.

Esa imagen revoloteó en su mente durante algunos momentos, hasta que su miembro empezó a erguirse. «Más tarde», se prometió. Más tarde tomaría a la Señora Gitana entre sus brazos. La tocaría y la besaría hasta que ella le respondiera con sus sensuales gemidos, hasta que le rogara que la complaciera, hasta que le confesara otra vez que lo amaba.

Julián descubrió que ahora que había escuchado esas palabras por primera vez, estaba desesperado por volver a escucharlas.

Y no se preocupó demasiado por las perspectivas de Sophy de guardar su amor en terciopelo y mantenerlo seguro allí. Ya empezaba a conocerla y si había algo de lo que cada vez se sentía más seguro era de que su esposa ya no podría ignorar las emociones que corrían vibrantemente por sus venas.

A diferencia de Elizabeth, que había sido víctima de sus salvajes pasiones, Sophy era víctima de su corazón. Pero era mujer y, como tal, carecía de la fuerza necesaria para protegerse de aquellos que quisieran abusar de su naturaleza. Necesitaba que él la cuidase.

La tarea que Julián debía emprender ahora era la de hacerle comprender que no sólo lo necesitaba sino que su amor estaría a salvo con él.

Esa idea le hizo recordar el anillo negro que Sophy llevaba. Frunció el entrecejo en la oscuridad del carruaje. No le agradó que Sophy llevara un recuerdo de su hermana. No sólo porque el anillo le pareciera horrendo, tal como le había dicho en la fiesta, sino porque era evidente que Sophy se lo había puesto para recordarse constantemente que no era inteligente entregar el corazón a un hombre que fuera incapaz de correspondería.


Cuando Julián entró en el club y se sentó cerca de una botella de oporto, Daregate salía de la sala de juegos. Expresó un brillo de picardía en la mirada cuando advirtió la presencia de su amigo. Con sólo mirarlo una vez, a Julián le bastó para darse cuenta de que ya se había corrido el rumor de lo acontecido en Leighton Field.

– Ah, llegaste, Ravenwood. -Daregate lo palmeó en el hombro y se dejó caer pesadamente sobre una silla-. Estaba preocupado por ti, amigo mío. Interrumpir un duelo es algo muy peligroso. Pudiste haber resultado herido de bala. Ya sabes que las mujeres y las pistolas no son una buena combinación.

Julián le clavó severamente la mirada, que, como era predecible, surtió poco efecto.

– ¿Cómo te has enterado de esa tontería?

– Ah, de modo que es cierto -observó Daregate con satisfacción-. Sabía que era factible. Tu esposa tiene las agallas suficientes como para tomar semejante iniciativa, y la Gran Featherstone la excentricidad necesaria para aceptar el reto.

Julián siguió mirándolo.

– Te he preguntado cómo te enteraste.

Daregate se sirvió una copa de oporto.

– Te aseguro que por pura casualidad. No te preocupes. No lo saben todos y nunca lo sabrán.

– ¿Featherstone? -Julián juró que cumpliría con su promesa de aniquilarla si realmente había sido ella la que había abierto la boca.

– No. Puedes quedarte bien tranquilo, que ella no dirá nada. Lo escuché por boca de mi mayordomo, que casualmente fue a ver un encuentro pugilístico esta tarde con el hombre que atiende los caballos de Featherstone. Él le dijo a mi sirviente que esta mañana tuvo que sacar el coche y los caballos antes del amanecer.

– ¿Y cómo imaginó el criado lo que pasaría?

– Aparentemente, este cuidador de caballos tiene un romance con una de las sirvientas de Featherstone. La muchacha en cuestión le contó que una dama de clase no aceptó el chantaje de Charlotte. No se mencionó ningún nombre, por lo cual estás bien cubierto. Es obvio que los protagonistas de este asuntillo tienen cierta discreción. Pero cuando me enteré de toda esta historia, supuse que sería Sophy la parte ofendida. No me imagino a ninguna otra mujer con las agallas suficientes para eso.

Julián maldijo casi imperceptiblemente.

– Una palabra de esto a alguien y juro que te haré cortar la cabeza, Daregate.

– Vamos, Julián, no te enfades. -La sonrisa de Daregate fue fugaz, pero sorprendentemente genuina- Esto es sólo hablillas de criados y pronto terminará. Ya te dije que no se han dicho nombres. Siempre que los involucrados directos mantengan la boca cerrada, todo quedará en secreto. Si estuviera en tu lugar, me sentiría halagado. En lo personal, no conozco mujer que piense tanto en su marido que llegue al punto de retar a duelo a una amante por él.

– Ex amante -barbotó Julián-. Ten la amabilidad de recordar ese detalle. Ya me he pasado demasiado tiempo explicándoselo a Sophy.

Daregate rió.

– Pero ¿ella comprendió tus explicaciones, Ravenwood? Las esposas suelen ser un poco cabezas duras en ciertos aspectos.

– ¿Y cómo lo sabes? Nunca te molestaste en casarte.

– Soy capaz de aprender por mera observación -dijo Daregate.

Julián arqueó las cejas.

– Tendrás muchas oportunidades de demostrar todo lo que has aprendido si ese tío que tienes sigue como hasta el momento. Lo más factible es que lo mate algún marido celoso o la bebida.

– De un modo u otro, cuando el destino se las cobre con él, ya habrá muy pocas posibilidades de salvar el patrimonio

– dijo Daregate, repentinamente irritado-. Ya le ha chupado hasta la última gota.

Antes que Julián pudiera comentar algo. Miles Thurgood apareció en escena y se sentó junto a ellos. Obviamente, había escuchado las ultimas palabras de Daregate.

– Si realmente heredas el título, la solución será obvia -comentó Miles-. Simplemente, tendrás que procurarte una heredera rica. A propósito, la amiga pelirroja de Sophy probablemente será bastante adinerada cuando su padrastro tenga la bondad y decencia de partir al otro mundo.

– ¿Anne Silverthorne? -Daregate hizo una mueca-. Me dijeron que no piensa casarse jamás.

– Creo que Sophy pensaba lo mismo -murmuró Julián. Pensó en la joven vestida de varón, que portaba las pistolas del duelo esa mañana y frunció el entrecejo-. De hecho, puedo aseguraros que las dos tienen bastante en común. Y ahora que lo pienso, lo más inteligente de tu parte, Daregate, sería evitarla. Te ocasionaría los mismos problemas que Sophy está dándome ahora.

Daregate lo miró de reojo, con curiosidad.

– Lo tendré en cuenta. Si heredo, pondré manos a la obra para salvar el patrimonio. Lo último que me haría falta sería una esposa testaruda como Sophy, salvaje…

– Mi esposa no es testaruda ni salvaje -declaró Julián firmemente.

Daregate lo miró, pensativo.

– Tienes razón. Elizabeth era testaruda y salvaje. Sophy es simplemente valiente y briosa. No se parece en nada a tu primera condesa, ¿cierto?

– En nada. -Julián se sirvió una copa de oporto-. Creo que es hora de que cambiemos de tema.

– De acuerdo -dijo Daregate-. El proyecto de tener que buscarme una heredera rica, dispuesta a casarse conmigo, casi basta para desear que mi tío viva saludablemente durante varios años más.

– Casi -repitió Miles, divertido-. Casi basta, lo que significa que no debemos tomarlo como patrón absoluto. Si ese patrimonio llega a tus manos, todos sabemos que harás lo que sea para salvarlo.

– Sí. -Daregate terminó su oporto y tomó la botella-. Eso me mantendría ocupado, ¿no?

– Tal como ya he dicho antes, creo que llegó la hora de que cambiemos de tema -señaló Julián-. Tengo una pregunta que hacer y no me gustaría que esa pregunta ni su respuesta saliera de ninguno de los tres. ¿Entendido?

– Seguro -dijo Daregate.

Miles asintió y se puso serio.

– Entendido.

Julián miró primero a uno y luego al otro. Confiaba en ambos.

– ¿Alguna vez habéis visto, o habéis oído hablar, de un anillo negro que lleva grabado un triángulo y algo parecido a la cabeza de un animal?

Daregate y Thurwood se miraron entre sí y luego a Julián. Menearon la cabeza.

– No creo -dijo Miles.

– ¿Es importante? -preguntó Daregate.

– Tal vez -respondió Julián con serenidad-. O quizá no. Pero me parece que alguna vez escuché por ahí que los miembros de cierto club usaban ese anillo.

Daregate frunció el entrecejo, cavilante.

– Ahora que lo mencionas, creo que yo también escuché algo así. Un club que se formó en una de las escuelas, ¿no? Los jóvenes usaban esos anillos para distinguirse entre sí y, supuestamente, debían mantener en secreto los fines del club. ¿Por qué lo mencionas ahora?

– Sophy tiene uno de esos anillos. Se lo dio una… -Julián se interrumpió. No tenía derecho a relatar la historia completa de Amelia, la hermana de Sophy-. Una mujer. Una amiga de ella de Hampshire. Cuando lo vi, me picó la curiosidad porque el anillo me trajo todos estos recuerdos.

– Probablemente, sólo se trate de un recuerdo de su amiga -le dijo Miles.

– Es desagradable mirar ese anillo -dijo Julián.

– Si te molestaras en regalar más joyas a tu esposa, ella no se vería obligada a ponerse anillos viejos y pasados de moda, de la época de la escuela -le dijo Daregate, sin rodeos.

Julián frunció el entrecejo.

– ¿Y me lo dices tú, que probablemente algún día te verás obligado a casarte por dinero? No te preocupes por las alhajas de Sophy, Daregate. Puedo asegurarte que soy perfectamente capaz de proveer a mi esposa correctamente en ese aspecto.

– Ya era hora. Lástima lo de las esmeraldas. ¿Cuándo anunciarás que han desaparecido para siempre? -preguntó Daregate.

Miles se quedó mirándolo.

– ¿Que han desaparecido?

Julián frunció el entrecejo.

– Las robaron. Uno de estos días aparecerán en alguna joyería, cuando el que las tenga en su poder no pueda esperar más para empeñarlas.

– Si no das una explicación en breve, todos empezarán a creer en la teoría de Waycott, que dice que tú no podrías soportar vérselas a ninguna mujer después de que Elizabeth las luciera por primera vez.

Miles asintió rápidamente.

– ¿Le has explicado a Sophy que las esmeraldas desaparecieron? De no ser así, se sentiría muy desgraciada en caso de que llegara a sus oídos la hipótesis de Waycott.

– De ser necesario, explicaré la situación a Sophy -dijo Julián, con voz pétrea. Mientras tanto, bien podría aprender a ponerse las malditas joyas que él había escogido regalarle-. En cuanto al anillo negro… -prosiguió.

– ¿Qué pasa con él? -Daregate lo miró-. ¿Te preocupa que Sophy se lo ponga?

– No veo cuál sea el problema de que la gente se entere de que Sophy lo usa. Excepto… que pensarán que Ravenwood es un tacaño incapaz de regalar algo de mejor calidad a su esposa -dijo Miles.

Julián tamborileó los dedos en el apoyabrazos de la silla.

– Me gustaría saber un poco más acerca de ese viejo club escolar. Pero no quiero que nadie se entere de que estoy investigando.

Daregate se recostó sobre el respaldo de la silla y cruzó las piernas, a la altura de los tobillos.

– Como no tengo nada mejor que hacer, podría llevar a cabo algunas investigaciones para tí.

Julián asintió.

– Te lo agradecería mucho, Daregate. Avísame si obtienes algún dato.

– Lo haré, Ravenwood. Por lo menos, tendré algo interesante que hacer por un tiempo. Uno puede aburrirse mucho jugando.

– No me lo parece -dijo Thurwood-. Siempre y cuando uno gane con la misma frecuencia que tú.

Mucho más tarde, esa misma noche, Julián ordenó a Knapton que se retirara de su alcoba y él mismo concluyó con los preparativos para irse a dormir. Según Guppy, hacía bastante que Sophy había llegado a la casa, de modo que lo más probable era que estuviera profundamente dormida.

Julián se puso su bata de cama y tomó el brazalete de diamantes, junto con el otro obsequio que también había comprado esa tarde, después de que el brazalete le fuera devuelto. También tomó la nota que, a duras penas, había logrado escribir para adjuntar a los regalos y se encaminó hacia la puerta que comunicaba las alcobas.

A último momento recordó la chalina de gitana. Sonriendo, volvió al guardarropa a buscarla dentro del bolsillo interno de la capa.

Entró en el cuarto y apoyó sobre la mesa de noche de Sophy el brazalete, el otro paquete, la nota y la chalina. Después se quitó la bata y se acostó junto a su esposa, que dormía.

Cuando él le puso la mano en el pecho, ella se volvió hacia él, suspirando dormida y se acurrucó a su lado. Julián la despertó con profundos y prolongados besos, que provocaron la respuesta inmediata por parte de ella. Todo lo que Julián había aprendido durante las dos veces que le había hecho el amor, lo puso en práctica en ese momento. Sophy reaccionó como él esperaba. Cuando abrió los ojos, ya estaba aferrándose de los hombros de su marido, con las piernas abiertas, reclamándolo.

– ¿Julián?

– ¿Y qué otro? -contestó él, al tiempo que incursionaba en la húmeda cavidad de Sophy-. ¿Tienes lugar en tus brazos, esta noche, para un hombre que busca cambiar su suerte?

– Oh, Julián.

Háblame de tu amor, cariño -la persuadió, mientras ella levantaba las caderas para acompañar los sensuales movimientos. Julián pensaba que se sentía muy bien con ella, como si hubiera sido moldeada para él, Dime cuánto me amas, Sophy. Repite esas palabras otra vez.

Pero Sophy ya estaba convulsionándose debajo de su cuerpo. Era incapaz de elaborar palabras coherentes para él. Sólo esgrimía los gemidos del climax.

Julián también se estremeció convulsivamente, esparciendo su semilla en el interior de la muchacha.

Mucho tiempo después, cuando finalmente levantó la cabeza para mirarla, advirtió que Sophy había vuelto a dormirse profundamente.

En otra oportunidad, se prometió Julián, en otro momento escucharía esas palabras de amor para él.

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