Llegaron a Cypress Island una hora antes de la puesta de sol. Más que una isla, parecía un banco de arena cubierto de musgo, pero eso no importaba. Era tierra firme, seca y a Nell le pareció fantástico mientras salía tambaleante del agua.
– Hola -dijo Tanek.
Nell se quedó helada un instante por la impresión.
Estaba ahí, sentado bajo un ciprés, sobre la tierra mus-gosa.
– Perdona que no me levante. No me siento con ganas de ser bien educado, en estos momentos. Incluso podría decir que estoy un poco irritado contigo.
Estaba más que irritado, pensó Nell. Saltaba a la vista. Estaba embarrado, mojado y de muy mal humor.
– ¿Qué haces aquí?
– Podría preguntarte lo mismo.
Wilkins la apartó a un lado.
– Aquí no se le ha perdido nada. Además, ¿quién es usted?
– Parece que no soy el único que no tiene ganas de mos-trarse bien educado. -Tanek se levantó-. ¿Y usted es…?
– Sargento George Wilkins.
– Nicholas Tanek. -Hizo un gesto hacia Nell-. He veni-do para llevarme a la señora.
Wilkins frunció el ceño.
– ¿Le envía Randall?
– Me dijo dónde podía encontrarla.
– Pues está bajo mis órdenes y no puede ir a ningún lado -contestó Wilkins, para sorpresa de Nell-. Además, no ten-go ninguna orden escrita de entregársela a usted.
– Ya empezamos -suspiró Tanek.
– No voy a irme contigo -intervino Nell.
Tanek inspiró profundamente, y ella casi pudo oír cómo contaba hasta diez. Después, se dio la vuelta y se alejó de la columna de hombres.
– Necesito hablar contigo.
– Ella no tiene tiempo para hablar. -La mandíbula de Wilkins se tensó-. Debe ayudar a montar el campamento.
Tanek le lanzó una mirada. Y dijo muy suavemente:
– Estoy hablando con la señora. No moleste.
Wilkins vaciló un instante, y se encogió de hombros.
– Hable todo lo que quiera, pero no se la va a llevar. -Se volvió y gritó-: Scott, ven conmigo.
– ¿Va todo bien? -Peter frunció el ceño, inquieto.
– Perfectamente -le tranquilizó Nell, mirándolo por en-cima del hombro mientras seguía a Tanek-. Ahora mismo vuelvo.
Tanek se encaró a ella tan pronto estuvieron lejos del ra-dio de escucha de los otros.
– Esto es una locura. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
– Es necesario.
– Es peligroso.
– Dijiste que no era rival para Maritz ni para Gardeaux.
– Ya sé lo que dije. ¿Y crees que dando zancadas por un pantano te vas a convertir en mejor rival para ellos?
– Puede que ayude. Estoy aprendiendo otras cosas. Nunca había manejado una pistola hasta ayer.
La observó, desalentado.
– Mírate -le limpió con la mano una mancha de barro que tenía en la mejilla-. Estás absolutamente empapada y embarrada y… en cualquier momento, caerás extenuada.
– No, no lo haré.
Tanek tensó los labios.
– No, no lo harás. Simplemente, seguirás adelante hasta que no quede nada de ti.
– Exactamente. -Le miró a los ojos-. Si no me ayudas a capturar a Gardeaux y a Maritz, tengo que hacerlo yo sola. Por eso estoy aquí.
Tanek no dijo nada, pero ella podía sentir su rabia y exasperación, vibrando entre ambos como un ente vivo.
– Maldita sea -dijo suavemente-. Deja ese rifle y la mo-chila. Ya no los necesitarás más. Te vienes conmigo.
– Te he dicho que me quedo.
– Te ayudaré a atraparlos -continuó con aspereza-. Eso es lo que quieres, ¿no?
Una chispa de excitación recorrió a Nell.
– Sí, eso es lo que quiero. ¿Me das tu palabra?
– ¡Pues claro que sí! Hasta el punto de utilizarte como cebo para Gardeaux. Si eso te hace feliz.
– Sí. -Hizo resbalar el rifle de su hombro, lo dejó sobre el suelo y luego se liberó de la mochila-. Haré todo lo que haga falta. -Respiró profundamente y movió los hombros para desentumecerlos. Se sentía como si se hubiera sacado de en-cima una pesada carga, en más de un sentido-. Vámonos.
– ¿Qué estás haciendo? -Wilkins se acercó adonde ellos estaban-. Ésta no es manera de tratar el arma, Billings.
– Me voy.
– Y una mierda.
– ¿Por qué le importa tanto? De todas maneras, usted me quería lejos de aquí.
– Eres un mal ejemplo para los otros hombres. No has sido formalmente relevada por el coronel.
Vaya un dilema…
– Me voy -dijo dándose la vuelta.
Él la agarró por el brazo.
– Ya lo decía yo: mujeres. Las cosas se ponen mal y ellas huyen como…
– Suéltela -intervino Tanek con calma.
Wilkins lo miró, sin soltar el brazo de Nell.
– Que te den por el culo.
Tanek sonrió.
– Vaya, no sabe usted lo feliz que me hace que haya dicho eso. -Dio un paso adelante, alzó la mano y soltó un gol-pe de karateka en el corto cuello de Wilkins-. O incluso lo que me he divertido haciendo esto.
Wilkins puso los ojos en blanco, y se desplomó sobre el suelo.
La mirada de Nell fue rápidamente hacia la cara de Tanek.
– Te lo has pasado bien.
– Puedes apostar por ello. -Sonrió con fiereza-. Sólo me lo habría pasado mejor si hubiera golpeado tu cuello. -Se dio la vuelta y saltó del islote al agua-. Vámonos, tardare-mos un par de horas en llegar hasta el coche a través de este terreno desastroso, y muy pronto se hará de noche.
– Ya voy -repuso, empezó a caminar y se paró. Miró hacia atrás. Peter la observaba, entre desconcertado y des-valido.
No había sitio para él en su vida. Sólo sería un obstácu-lo. Tanek le había prometido lo que quería y lo que menos necesitaba ahora era cualquier impedimento.
– ¿Adonde vas? -preguntó Peter.
Parecía terriblemente solo.
Y en el grupo de hombres de detrás estaba Scott y aque-llos otros bastardos.
– Espera -le dijo a Tanek, y dio unos pasos hacia Peter-. Vente conmigo.
El la miró, dudando.
Le cogió la mano.
– Todo irá bien. Ahora es mejor que vengas conmigo, Peter.
– A mi padre no le gustará, ¿no?
– No te preocupes por él. Ya lo arreglaremos. Tú no quieres estar aquí, ¿verdad?
Inmediatamente, Peter asintió con la cabeza.
– Es un mal sitio. Y no quiero estar aquí si te vas.
– Entonces, tira la mochila y el arma y vente conmigo.
– El sargento dice que nunca debemos separarnos del rifle.
– ¡Nell! -Tanek la llamaba.
Tiró de la mano de Peter.
– Debemos irnos ahora mismo.
Él aún la miraba, tembloroso.
– ¿Por qué te llama Nell? Tú te llamas Eve.
– Mucha gente utiliza más de un nombre. -Controló su impaciencia y le dijo con calma-: Somos amigos, Peter. De-bes confiar en tus amigos. Sería bueno que vinieras conmigo.
Una sonrisa iluminó su rostro con dulzura.
– Amigos. Es cierto, no me acordaba. -Dejó su rifle en el suelo y se sacó la mochila de la espalda-. Los amigos deben estar juntos.
Nell soltó un leve suspiro de alivio y se acercó a Tanek.
– El se viene con nosotros.
– Ya lo sospechaba. ¿Alguien más?
Ignorando el sarcasmo, Nell saltó al agua.
– Vamos, Peter.
Tanek iba abriendo camino por el agua, y Peter lo miró con el ceño fruncido, receloso.
– ¿Está enfadado conmigo?
– No, sencillamente es su manera de ser.
Se movieron con rapidez durante la primera hora y media, pero al empezar a caer la noche, su marcha aminoró.
El pantano era todavía más temible y amenazador en la oscuridad. Cada chapoteo era un peligro desconocido, cada brazada una alarma. Nell mantenía la mirada fija en el brillo apagado de la camiseta blanca de Tanek, lejos de los árboles forrados de musgo.
– La carretera está justo ahí delante -les dijo, hablando por encima del hombro mientras esquivaba ágilmente unos árboles y conseguía subir a tierra firme-. El coche está aparcado a pocos metros de aquí.
Nell suspiró aliviada. Aquella odisea estaba a punto de acabar.
Pero todavía no.
Tanek estaba de pie en mitad de la carretera, renegando, cuando ella y Peter, después del esfuerzo por salir del agua, llegaron hasta él.
– ¿Pasa algo?
– El coche no está aquí.
– ¿Alguien lo ha robado?
Miraba a su alrededor.
– No, este árbol de la lluvia no me es familiar. Debo ha-ber dibujado un ángulo erróneo. -Frunció el ceño-. El mal-dito coche debe de estar en algún lugar cerca de aquí.
Nell le miraba fijamente, asombrada.
– ¿Has perdido el coche?
Tanek la miró con fiereza.
– No lo he perdido. Intenta calcular una línea recta en el pantano en medio de la oscuridad… -Nell empezó a reírse-. ¿Qué demonios te parece tan divertido?
No estaba segura. Debía de estar medio mareada por el cansancio y su indignación y resentimiento le parecían hila-rantes.
– ¡Has cometido un error! Quizá no seas Arnold Schwarzenegger. Él jamás se habría, perdido en un pantano.
– ¿Schwarzenegger? -Tanek frunció el ceño-. ¿De qué demonios estás hablando? -Y, sin esperar la respuesta, aña-dió-: Y no me he perdido. He errado en los cálculos. -Con-tinuó caminando por la carretera.
– Parece que también está enfadado contigo -dijo Pe-ter-. Quizá sería mejor ayudarlo a encontrar el coche.
– Sí, será mejor.
Cualquier atisbo de diversión se desvaneció al empezar a caminar detrás de Tanek. Las botas de Nell escupían agua a cada paso, y la ropa le colgaba pesadamente sobre su cuer-po. La promesa de un largo paseo en aquella carretera de-sierta no era demasiado atractiva.
Encontraron el coche a más de un kilómetro y medio al norte del punto en que habían salido del pantano.
– No digas ni una palabra -le advirtió rápidamente Ta-nek mientras abría una de las puertas de atrás y se sentaba al volante-. Estoy mojado, estoy cansado y de peor humor que nunca.
– Ya te he dicho que estaba enfadado -susurró Peter. Y se acomodó en el asiento de atrás.
Nell se sentó delante, junto a Tanek. Y no pudo resistir-se a soltar la puntilla final.
– ¿Tienes las llaves?
Nicholas se tensó.
– ¿Crees que sería tan descuidado para extraviarlas?
– Bueno, ya has perdido el… -Se detuvo al ver su mira-da-. No, creo que no.
Puso el motor en marcha.
– ¿Adonde vamos?
– A Panamá City, al primer motel que quiera acoger a tres personas que tienen el mismo aspecto y desprenden el mismo hedor que si se hubieran revolcado en un vertedero.
Peter se rió.
– ¿Por cierto, quién es este chico? -preguntó Tanek.
– Me llamo Peter Drake.
– Éste es Nicholas Tanek, Peter. -Nell se acomodó en el asiento y estiró las piernas hacia delante-. ¿Por qué no in-tentas echar una cabezadita?
– Tengo hambre.
– Conseguiremos algo para comer cuando lleguemos a la ciudad.
– ¿Pollo?
– Si te apetece.
– ¿Kentucky Fried Chicken? Es el mejor.
Nell asintió.
– Kentucky Fried Chicken.
Peter sonrió satisfecho y se dejó caer en el asiento pos-terior.
– Ni siquiera sé si habrá un Kentucky Fried Chicken en Panamá City -murmuró Nicholas.
– Si no lo hay, comeremos cualquier otra cosa. Peter no es difícil.
– Toda esta situación es difícil.
– ¿Podemos hablar sobre esto más tarde? -le pidió en voz baja-. A no ser que pienses hacer bajar al chico del coche.
Tanek le echó un vistazo por el espejo retrovisor. Se ha-bía acurrucado cómodamente en la parte de atrás.
– No.
– Lo has hecho bien con Wilkins. Como en una película de artes marciales. ¿Karate?
– Taekwondo.
– ¿Me enseñarás?
– De eso también podemos hablar más tarde.
Nell se preguntaba si debía presionarlo, pero decidió que ya había ganado su merecido por aquel día. Apoyó la cabeza contra la ventanilla y cerró los ojos. El zumbido del motor y el suave desplazamiento del coche eran agradables. Por primera vez desde hacía días se sintió segura.
Estaba a punto de dormirse cuanto Tanek habló de nuevo.
– ¿Por qué ese maldito agujero del infierno? -le pregun-tó bruscamente-. Obanako tiene que ser el peor campo de su clase en todo el país. ¿Creías que iba a ser como unas vacaciones en Florida?
– No.
– Entonces, ¿por qué no Denver o Seattle?
Nell vaciló. No le iba a gustar nada la verdad. De cual-quier forma, se lo dijo.
– No parecían suficientemente terribles. -Tanek la miró fijamente, incrédulo-. Yo te necesitaba -continuó, llana-mente-, y tenía que demostrarte que haría cualquier cosa para cazar a Gardeaux y a Maritz.
Tanek guardó silencio durante un momento.
– Vaya, así que era eso. Una trampa. Estabas segura de que yo iría a buscarte.
– No, pero esperaba que lo hicieras. Te sentías lo sufi-cientemente culpable para recorrer cierta distancia para dar conmigo, sólo para protegerme. Pensé que era probable que no dejaras que me las apañara sola.
– Ya. Por eso las llamadas telefónicas.
– Kabler dijo que Phil podía acceder casi a cualquier ar-chivo. Tenía que dejarte una pista.
– Y colocarte en una situación que sabías que me obliga-ría a hacer algo -dijo fríamente-. No me gusta que me ma-nipulen, Nell.
– Te necesito -repitió Nell-. He tenido que hacerlo. Y me traía sin cuidado si te enfadabas.
– No te hubiera traído sin cuidado si hubiera decidido no seguir tus planes.
– Tú no harías eso. Tania dice que siempre mantienes tu palabra.
– Tania nunca ha intentado manipularme. -Hizo una pausa-. ¿Qué hubiera pasado si yo no te hubiera seguido?
– Pues habría permanecido en el campo entrenando e in-tentando aprender todo lo que pudiera.
– Y exponiéndote a ser violada, o a morir por insolación o por agotamiento.
– No habría muerto.
– No. Te crees capaz de caminar sobre las aguas.
– Esta conversación no tiene sentido -dijo Nell sin contem-placiones-. No ha pasado nada y ya no estoy en aquel campa-mento. Tenemos que seguir hacia delante. La única razón por la que te lo he contado es porque no quería empezar con false-dades. Odio las mentiras. -Volvió a cerrar los ojos-. Voy a echar una cabezada. Despiértame cuando lleguemos al motel.
– Ya puedes bajar del coche.
Nell miró a Tanek con los ojos medio entreabiertos.
– ¿Qué?
Tanek la agarró del brazo y la sacó del coche.
– La puerta de tu habitación está a sólo dos metros y me-dio. Ve y desmáyate o entra en coma allí.
Nell sacudió la cabeza para aclararse.
– ¿Dónde estamos?
– En el motel Best Western. -Abrió la puerta de la habi-tación, empujó a Nell al interior y encendió la luz-. Cierra con llave.
– ¿Y Peter?
– Sólo tenían dos habitaciones. Se quedará conmigo. Dos puertas más abajo.
– No, tendrá miedo. No puedo…
– Yo me ocuparé de tu polluelo -le contestó con aspere-za-. Dúchate y vete a dormir.
– Comida. Le prometí un Kentucky…
– He dicho que me ocuparé de él. -Y cerró la puerta de un golpe.
Nell se quedó mirando torpemente hacia la puerta antes de volverse. Era la típica habitación impersonal de un motel. Una cama, una mesa y dos sillas frente a la ventana que daba sobre el aparcamiento. Los muebles estaban un poco gasta-dos, y la colcha grisácea que cubría la cama medio descolo-rida, pero limpia.
Más limpia que ella.
Miró con avidez la cama doble antes de dirigirse trope-zando hacia el baño.
Se sintió mejor después de ducharse con agua caliente y lavarse el pelo. Dirigió una mirada al sucio montón de ropa de camuflaje que había dejado en el suelo. No tenía con qué lavarla pero, en cualquier caso, no abrigaba deseo alguno de volverla a ver otra vez. Lavó su ropa interior y la extendió sobre el toallero antes de salir del lavabo y meterse en la cama. Todavía llevaba el pelo mojado, pero hundió la cabe-za en la almohada.
Su abuela lo hubiera desaprobado, pensó, soñolienta. Siempre decía que Nell se moriría de una pulmonía si se iba a la cama con el pelo húmedo…
Allá vamos, abajo, abajo…
¡Jill!
No era Jill. Sólo otra pesadilla. Se incorporó en la cama, con las mejillas cubiertas de lágrimas. Maldita sea, creía es-tar demasiado exhausta para poder soñar, pero…
Fue al baño y se bebió un vaso de agua. Le temblaba la mano.
Tenía que volver a la cama e intentar dormir. Tanek iba a ayudarla y eso significaba que debía estar descansada y en forma.
Pero si se volvía a dormir, soñaría de nuevo.
Iba a ser una noche muy larga.
Tanek golpeó la puerta a las ocho de la mañana siguiente.
Nell cogió la sábana y se envolvió en ella antes de ir a abrirle.
– Muy atractiva. -Llevaba una bolsa en la mano, con la inscripción «Pelican Souvenir Shop» impresa en el lateral-. Pero creo que estarás más cómoda con esto. Pantalones cor-tos y una camiseta. La tienda de regalos del final de la calle es lo único que está abierto a estas horas.
– Gracias. -Se hizo a un lado para permitirle entrar-. ¿Dónde está Peter?
– Poniéndose la ropa que le he comprado.
– ¿Está bien?
Tanek asintió.
– Ha dormido como un tronco. Se acaba de comer una docena de bollos de crema y unos tres litros de zumo de na-ranja. Lo único malo que puede pasarle es un empacho. -Mostró la bolsa que llevaba en la otra mano-. Café. ¿Cómo lo tomas?
– Con leche. Siéntate. Me vestiré en un minuto. -Se apresuró hacia el lavabo.
Se puso rápidamente la ropa interior que había lavado la noche anterior y abrió la bolsa. Unos tirantes elásticos ver-des. Unos bermudas púrpura y una camiseta de manga cor-ta con un flamenco rosa estampado. Bueno, al menos estaba todo limpio y era suave al tacto.
Cuando Nell salió del baño, Tanek estaba sentado a la pequeña mesa, bajo la ventana y había colocado una enorme taza llena de café frente a la otra silla, vacía.
– Bébetelo. Tenemos que hablar.
Ella le miró con cautela mientras se sentaba y se tomaba el café.
– ¿Crees que necesito una dosis de cafeína para oír lo que tengas que decirme?
– Creo que necesitas una dosis de algo. Mírate, pareces un fantasma. ¿No has dormido?
Bajó la mirada hacia la taza.
– Algo -tomó un sorbo de café-. Habla.
– Va a ser a mi manera. Absolutamente a mi manera. Mantendré mi palabra, pero no voy a permitir que tú te pre-cipites y consigas que me maten. Yo me encargaré de pla-nearlo y tú harás lo que yo diga.
– De acuerdo. -Tanek la miró sorprendido-. No soy es-túpida. Sé que no será fácil. Mientras entienda la razón por la que haces las cosas, no te discutiré nada.
– Asombroso.
– Pero no quiero que me mantengas alejada, y no permi-tiré que me engañes.
– Te aseguro que contaré contigo. -Hizo una pausa-. Si aún quieres hacerlo cuando esté listo para actuar.
– Seguro que querré. -Dio otro sorbo al café-. Es la úni-ca cosa que deseo.
– Hay que darle tiempo al tiempo para conseguir…
– ¿Tiempo al tiempo? -Su mirada se volvió hacia la cara de Tanek-. ¿De qué estás hablando?
– No voy a estar listo para entrar en acción hasta fines de diciembre.
– ¿Diciembre? Estamos en septiembre solamente.
– Y llevo planeándolo desde abril.
– Es demasiado.
– Es la manera más segura.
– Diciembre. -Intentó recordar todo lo que había leído sobre Gardeaux-. Las fiestas renacentistas.
– Exactamente. Una manera perfecta de infiltrarse.
– Habrá una muralla de guardias alrededor de la mansión.
– Incluido a Maritz -sonrió-. Maritz, Gardeaux y va-rios cientos de invitados que nos ayudarán a pasar desaper-cibidos.
– Eso no sirvió de nada en Medas.
La sonrisa de Tanek desapareció.
– No, pero esta vez no iremos a ciegas.
La mano de Nell asió con fuerza la taza.
– No quiero esperar.
– A mi manera.
– Son tres meses, maldita sea.
– Que puedes emplear en ponerte a punto.
– ¿Cómo?
– Lo discutiremos más adelante. Pero puedes apostar que no será arrastrándote por un pantano. -Vaciló un ins-tante-. Ni lanzando serpientes de coral por ahí.
Nell se quedó inmóvil.
– Peter te lo ha dicho.
– Me contó lo suficiente sobre tu corta estancia en el campamento y sobre ese «nada» que pasó allí. -Se puso en pie-. Tenemos reserva en el vuelo a Boise, que sale a las once. Ayer noche llamé a Tania, pero ahora necesito hacer otras llamadas.
– ¿Boise?
– Volaremos hasta Boise y después alquilaremos una avioneta para ir a Lasiter. Mi rancho está a unos ochenta ki-lómetros al norte. Quiero que estés donde yo pueda verte. No deseo pasar por esto de nuevo, sólo porque hayas deci-dido que voy demasiado despacio.
– ¿Y Peter?
Tanek, ya en la puerta, se volvió hacia Nell.
– ¿Qué quieres decir? Tiene una casa. Me ha dicho que su padre es el responsable de él.
– Su padre fue quien le envió a aquel sitio. Y podría en-viarlo de nuevo.
– O quizá no. ¿Por qué te importa? Sólo será un estorbo en la gran gesta de tu venganza. Creía que eso era lo único que te importaba.
– Has pasado el tiempo suficiente con él para comprobar que no es normal.
– Quieres decir que es un poco retrasado, ¿verdad?
– Quiero decir que tiene la mentalidad de un niño. Es… una criatura indefensa.
Tanek la miró directamente a los ojos y repitió delibera-damente:
– ¿Y por qué te importa tanto?
Nell perdió los nervios.
– ¡Porque sí! Me importa, maldita sea. ¿Crees que yo quería asumir esa responsabilidad? No. Simplemente, suce-dió. El me ayudó y ahora no puedo abandonarlo. Su padre no lo quiere. Es el alcalde de una ciudad pequeña en Mississippi y piensa que Peter es una vergüenza para él. No per-mitiré que lo vuelva a enviar allí.
– Ya pensé que no serías capaz. También he hecho una reserva para él en el avión.
Nell abrió los ojos como platos.
– ¿De verdad?
– Pero no quiero que puedan acusarme de secuestro. Pe-ter sólo tiene diecisiete años. Una de las llamadas que tengo que hacer es a su padre.
– ¿Crees que puedes convencerlo para…?
– Le convenceré. Le explicaré que, si nos causa cualquier problema, contaremos una bonita historia a todos los perió-dicos, describiendo cómo un honorable alcalde envió a su hijo retrasado mental a Obanako para librarse de él. E in-cluso podríamos acompañarla de una foto del campamento. -Sonrió sarcástico mientras abría la puerta-. ¿No le dijiste al chico que lo arreglaríamos? ¿Para qué vivo yo, excelencia, sino para satisfaceros?
– Tanek.
– ¿Sí?
– Gracias. Sé que puede ser una molestia para ti.
– No permitiré que sea una molestia. -Sus miradas se cruzaron-. Y no lo estoy haciendo por ti. La mayoría de adultos pueden cuidar de sí mismos, pero me pongo real-mente enfermo cuando alguien se mete con los niños.
– ¿Como Tania?
– Tania nunca estuvo indefensa, ni siquiera cuando era más joven. -Y añadió deliberadamente-: No. Como Jill. Si me lo permites, me aseguraré de cazar a Maritz y de que tar-de mucho, mucho tiempo en morir.
Lo decía de verdad. Nell sintió un feroz impulso de ale-gría al comprender que a Tanek no le movía únicamente un sentimiento de culpabilidad. Estaba indignado, ultrajado, y quería vengar a Jill porque era justo y correcto. Ya no esta-ba sola. Nell movió la cabeza. -Soy yo la que debe hacerlo.
Tanek asintió cortésmente y salió de la habitación. Tres meses era mucho tiempo. Demasiado. Además, tenía que permanecer en un lugar seguro. No podía arriesgarse a ser asesinada antes de que muriera Maritz. Tanek era parte del mundo de Gardeaux y conocía los peligros. Habría actuado mucho antes si hubiera pensado que tenía una oportunidad. Tres meses.
Que puedes emplear en ponerte en forma. Si no podía convencer a Tanek para moverse antes, así sería como pasaría su tiempo. Poniéndose a punto. Quizás él pensaba que, teniéndola aislada en la naturaleza, su fuer-za de voluntad y su determinación menguarían. Pero eso no iba a suceder.
Peter entró en la habitación de Nell cinco minutos des-pués. Iba vestido con unos pantalones cortos caqui y una camiseta con un cocodrilo que sonreía temiblemente y llevaba una gorra de baloncesto de los Braves. El muchacho llevaba puesta una gorra exactamente igual, de medio lado. Los ojos le brillaban de excitación.
– Nos vamos al rancho de Nicholas. ¿Te lo ha dicho?
– Sí, me lo ha dicho.
Peter se sentó de un salto sobre la cama.
– Tiene caballos y ovejas, y un perro que se llama Sam.
– Qué bonito.
– Nunca he tenido un perro. A mi padre no le gustan los ladridos.
– Sólo una serpiente.
Él asintió.
– Pero Nicholas dice que hay otros perros en el rancho. Perros ovejeros que vigilan los rebaños. Me ha dicho que Jean me dejará ver cómo llevan las ovejas de vuelta a los establos.
– ¿Quién es Jean?
– Su capataz. Jean Etch… -se detuvo-. Algo. No me acuerdo.
Nell sonrió indulgente.
– Pero te acuerdas de que su perro se llama Sam.
– No, ése es el perro de Nicholas, un pastor alemán. Y no vigila ovejas. Los que las guardan son collies.
Peter sabía ya más que ella de la vida privada de Nicholas, observó Nell divertida.
– Me sorprende que no le preguntaras sus nombres tam-bién.
– Esto fue ayer noche. Nicholas me dijo que cerrara la boca y me fuera a dormir.
Al recordar de qué humor estaba Tanek la noche ante-rior, Nell se sorprendió de que hubiera contestado a todas aquellas preguntas de Peter. O de que éste hubiera tenido el coraje de hacérselas.
– Estoy segura de que Nicholas no quería ser antipático.
– ¿Antipático? -la miró desconcertado-. ¿Quieres de-cir… como enfadado? No, ya no estaba enfadado. Sólo que quería irse a dormir.
Y Tanek había sido, evidentemente, muy paciente con Peter. Una cualidad que no le había visto manifestar antes.
– ¿Y no te importa dejar tu casa?
La sonrisa de Peter se entristeció un poco, y desvió la mirada.
– No me importa. Prefiero estar contigo y con Nicholas.
– Peter… Yo no puedo prometerte que… Puede que no… -Se contuvo al ver su expresión.
– Lo sé -repuso tranquilamente-. Puede que no queráis que esté con vosotros mucho tiempo. No te preocupes.
– Yo no he dicho… Las cosas son complicadas. Puede que tenga que marcharme.
– No te preocupes -repitió-. Todo el mundo se marcha. O hacen que me marche yo. -Nell le miró fijamente, con impotencia-. Pero que no sea enseguida, por favor. No an-tes de que vea a los perros, ¿vale?
Maldita sea. Nell tragó saliva y volvió la cabeza para no tener que verle.
– No, no será enseguida. -Tres meses. El tiempo era algo tan relativo… Lo que para ella era una eternidad, podía pasar volando para Peter. Se esforzó por sonreír-. Puede que po-damos planear algo para ti, cuando yo tenga que marcharme.
– Puede. -De repente, Peter sonrió de nuevo-: ¿Te gusta mi gorra y mi camisa? Le dije a Nicholas que me gustaban los Braves.
– Es una gorra fantástica, y una camiseta magnífica. -Se dirigió hacia la puerta-. Vamos a buscar a Nicholas.
– ¿Qué has averiguado de Simpson? -le preguntó Nicholas en cuanto Jamie respondió al teléfono.
– Todavía está desaparecido. Han registrado su aparta-mento. Y también he averiguado que su fulana huyó de Pa-rís hace dos días.
– ¿Recibiste las copias de los documentos que te envié?
– Ayer.
– Quiero que los verifiques.
– ¿Los libros de contabilidad? Creía que habías dicho que no nos servían de nada sin…
– No los libros de cuentas, el documento sobre Medas. Si es exacto, quiero que lo investigues a fondo.
– ¿Vas a decirle a Nell lo que descubriste?
– No, desde luego. Ni hablar.
– Si descubre lo que ocultas, tendrás que enfrentarte a su ira.
Eso estaba clarísimo, pero no podía arriesgarse al estalli-do de cólera de Nell si ésta descubría lo que había en el do-cumento de Simpson.
– Tú limítate a continuar con ello. -Alguien llamó a la puerta-. Tengo que colgar. Si descubres algo más, llámame al rancho. -Colgó el auricular-. Adelante.
Peter y Nell entraron en la habitación. Parecían dos fu-gados de Disney World. Ambos tan condenadamente vul-nerables. Ojalá pudiera esposarlos y encerrarlos tras unos barrotes para mantenerlos seguros. ¿Cómo diablos se había metido en esto?
– Estamos listos. -Nell hizo una mueca-: Bueno, eso si es que nos dejan subir al avión con esta facha.
La mirada de Nicholas se paseó desde aquellas delgadas y bien formadas piernas hasta los pechos, que se adivinaban bajo el suave tejido de la camiseta. Sintió una oleada de ca-lor que le resultó familiar.
Por Dios, ahora no. Con esa mujer no.
Les dio la espalda bruscamente, y se agachó para coger su petate de debajo de la cama.
– Oh, desde luego que os dejarán subir al avión. -Se di-rigió hacia la puerta-. Pero el auxiliar de vuelo os querrá re-galar unas orejas de Mickey Mouse y un libro para colorear a cada uno.