Capítulo 10

– ¿Otro cercado? -preguntó Nell a Tanek cuando éste salió del jeep para abrir de nuevo un portón-. Es el tercero. Real-mente, confías en la seguridad.

– Creo en seguir vivo. Es el último. -Tecleó la combina-ción de la cerradura electrónica del portón, que vibró rui-dosamente al abrirse-. Está electrificado y rodea la casa y el establo. -Miró a Peter, en el asiento de atrás-. Aléjate de la valla, Peter. Podrías recibir una descarga.

Peter frunció el ceño.

– ¿Esto hace daño a los perros?

– Sam sabe perfectamente que no debe acercarse, y el ga-nado y las otras dependencias están en otra zona, en el exte-rior. La cerca rodea exclusivamente la casa. El rancho donde realmente se trabaja es el Barra X, a varios kilómetros al norte.

– Entonces, vale. -Peter miró ansiosamente por la venta-na-. Me parece que todo esto es… fantástico.

Nell comprendió lo que quería decir Peter. A lo lejos, las montañas de Sawtooth se elevaban majestuosas pero, hasta donde la vista podía llegar, la tierra era plana y solitaria. Aunque no producía sensación de desolación. Había algo… allí, esperando.

– Tienes mucho espacio, aquí.

– Sí. Soñaba con tener espacio cuando estaba en Hong Kong. Con toda aquella gente… prácticamente me asfixiaba.

Creo en seguir vivo.

Nell estudió el rostro de Tanek mientras éste se metía otra vez en el coche. Había hablado con normalidad, disten-dido, y recordó aquel momento, en el aeropuerto, cuando Reardon le dijo que a Tanek no le gustaba coger taxis. La supervivencia era una forma de vida para él, y a Nell nunca le había parecido tan obvio como en ese momento, viendo aquella fortaleza de la que él se había rodeado.

– Debes sentirte muy seguro aquí -le dijo en voz baja-. Te has convertido en inexpugnable.

– Nunca eres inexpugnable. Sencillamente, lo hago lo mejor que puedo. -Atravesaron el portón que se cerró auto-máticamente detrás de ellos-. No es probable que puedan forzar los cercados o el portón, pero un helicóptero con lan-zamisiles podría borrarme del planeta sin ningún problema.

– ¿Lanzamisiles? -sonrió Nell-. Eso suena un poco a paranoia.

– Quizá. Pero podría ocurrir si alguien se empeñara lo suficiente. Y los reyes de los cárteles de la droga sudameri-cana son muy decididos.

– Entonces, ¿qué puedes hacer para protegerte?

Él se encogió de hombros.

– Nadie vive eternamente. Si no es un misil, puede que me pille un tornado. Si haces todo lo que puedes, te creas una seguridad relativa. -La miró un instante-. De otras maneras, hay que vivir cada momento como si fuera el último.

Aparcó el jeep frente a la casa y salió de un salto.

– ¡Michaela! -gritó.

– Estoy aquí. No hace falta que grites de esa manera. -Una mujer alta y delgada, de entre cuarenta y cincuenta años, salió de la casa. Llevaba puestos unos téjanos y una ca-misa holgada muy sencilla, pero aun así le quedaban muy elegantes-. He oído el timbre cuando se ha abierto el portón del cercado. -Su mirada se dirigió hacia Nell y Peter-. Tie-nes invitados. Bienvenidos. -Sus maneras eran de una for-malidad casi extranjera.

Nell la miró fijamente. Los rasgos de aquella mujer eran fuertes y marcados, y tenía una serenidad casi egipcia.

– Michaela Etchbarras -dijo Tanek-. La podría presen-tar como mi ama de llaves, pero no sólo lleva la casa sino que hace que funcione todo el resto por aquí. -Ayudó a Nell a salir del jeep-. Nell Calder. Peter Drake. Se quedarán un tiempo.

– ¿Y tú? -le preguntó la mujer a Tanek. Él asintió-. Así me gusta. Sam te ha echado de menos. No deberías tener un perro si después tienes que dejarlo solo. Voy a hacer que salga de la cocina. -Volvió hacia la casa.

– Etchbarras -dijo Peter de pronto-. Ése era el nombre. El del hombre que tiene los perros ovejeros.

– Michaela está casada con Jean -explicó Tanek. Sonrió-. Se digna a ocupar el puesto de ama de llaves cada vez que su marido sube a las tierras altas con las ovejas. Y cuando él está por aquí, se vuelve al Barra X y me envía a una de sus hijas a limpiar, dos veces por semana.

– ¿Cuántas hijas tiene? -preguntó Nell.

– Cuatro.

– Me sorprende que les dejes estar en tu propiedad, te-niendo en cuenta lo desconfiado que fuiste con aquel pobre camarero del servicio de habitaciones del hotel.

– Ellos estaban incluidos en la propiedad. No hay peli-gro. La familia Etchbarras vive en estas tierras, con su gana-do, desde finales del siglo pasado. Vinieron del País Vasco, en España, a establecerse aquí. La mayoría de la gente de por aquí es vasca. Es una comunidad hermética. Así que el forastero soy yo.

– Pero tú eres el propietario de este lugar.

– ¿Lo soy? Yo lo compré con dinero. Pero ellos lo paga-ron con otra clase de mercancía. -Sus labios se tensaron-. Pero tienes razón, es mío y aprenderé a formar parte de aquí y a mantenerlo.

La fuerza de aquel sentimiento de propiedad en su voz la sorprendió. Aquel lugar, obviamente, no era tan sólo una fortaleza para Tanek. La mirada de Nell se dirigió hacia la puerta por la que el ama de llaves había desaparecido. Aña-dió, medio ausente.

– Tiene un rostro fantástico. Sería una maravillosa mo-delo para un retrato.

Tanek levantó la cabeza, burlón.

– ¿Detecto un genuino impulso ardiendo dentro de ese fanático pecho? ¿Podría tratarse del maravilloso arte de la pintura? ¡Qué absoluta pérdida de tiempo!

También ella estaba sorprendida de sí misma. No había vuelto a pensar en pintar desde Medas.

– Era sólo un comentario. No he dicho que fuera a ha-cerlo. Tienes razón, no tengo tiempo.

– Nunca se sabe. -Miró el horizonte montañoso-. El tiempo discurre de un modo más lento por aquí. Podrías…

Un torbellino marrón oscuro salió como una flecha por la puerta. Tanek tuvo que dar un paso atrás cuando las patas delanteras del pastor alemán le golpearon en el torso. Se quejó del golpe.

El perro emitía unos aullidos frenéticos mientras inten-taba lamerle la cara a Tanek.

– Baja, Sam.

Pero Sam no le hacía caso.

Tanek suspiró, resignado, y puso la rodilla en el suelo, poniéndose más al alcance del animal.

– Para ya.

Nell le miraba, encantada, mientras el perro saltaba ex-citado a su alrededor y seguía intentando lamerle la cara.

Haciendo una mueca, Tanek se tapó la boca con el bra-zo para evitar los lametazos. Frunció el ceño al encontrarse con la mirada de Nell desde el otro lado de porche.

– ¿Qué esperabas? ¿A Rin Tin Tin? No soy entrenador de perros. La única orden que obedece es «a comer».

Tanek siempre desprendía tanta fuerza y confianza en sí mismo, que Nell había creído que nunca permitiría que un perro fuera, en su presencia, otra cosa que un animal disciplinado y bien entrenado.

– Es precioso.

– Sí. -Tanek acariciaba afectuosamente las orejas de Sam-. A mí me encanta.

Eso era evidente. Nunca antes había visto a Tanek tan accesible.

– ¿Puedo acariciarle yo también? -preguntó Peter.

– Dentro de un tiempo. No le gustan los extraños.

Esto le parecía imposible a Nell. En aquel momento, el perro estaba echado panza arriba, en la más sumisa de las posiciones, gimiendo de placer mientras Tanek le rascaba la barriga. Se acercó un paso.

Instantáneamente, el perro se puso de pie de un salto, y le mostró los dientes, gruñendo.

Ella, sorprendida, se quedó quieta.

– Tranquilo -dijo Tanek tiernamente-. Son amigos, chico.

– Actúa como si lo hubieran entrenado como perro de ataque.

– Lo hace por supervivencia. -Se puso en pie-. Lo en-contré medio muerto de hambre en la cuneta de una carre-tera cuando sólo era un cachorro. No confía demasiado en la gente. -Sonrió a Peter-: Deja que se acostumbre a ti.

Peter asintió, pero estaba claramente decepcionado.

– Yo quería gustarle.

– Le gustarás. -Se dirigió hacia la puerta principal-. Ma-ñana por la mañana, Michaela te llevará al otro rancho, a ver las ovejas. Los perros ovejeros son mucho más amistosos. Los ojos de Peter brillaron.

– ¿Podré quedarme allí un tiempo?

Tanek negó con la cabeza.

– Dentro de pocos días, los peones subirán a las tierras altas para trasladar a las ovejas antes de que caiga el invierno.

– ¿Y cuando estén de vuelta?

– Si a Jean le parece bien…

Peter se volvió hacia Nell y le dijo con cariño: -No es que no quiera estar contigo. Tú has sido buena conmigo. Es sólo que…

– Los perros -sonrió Nell-. Lo sé, Peter.

– Pasad. -Michaela estaba de pie en la entrada-. No dis-pongo de todo el día. Tengo que enseñaros vuestras habita-ciones. Y dentro de una hora ya será de noche. Jean está viniendo con el rebaño y quiero volver a casa para prepararle la cena.

Tanek le hizo una reverencia, burlón.

– Vamos inmediatamente. Enséñele a Peter su habita-ción, y yo ya me encargaré de enseñarle todo esto a Nell. No queremos molestar.

– No molestáis. He dejado una cazuela dentro del horno para que os sirváis vosotros mismos. Ven, Peter. -Entró en la casa y Peter la siguió con ansiedad.

Nell y Tanek entraron directamente a la sala de estar.

– Es más grande de lo que parece desde fuera -dijo Nell-. Da sensación de inmensidad…

– La construí después de comprar la propiedad. Ya te he dicho que me gusta disponer de anchos espacios.

Nell echó un vistazo a la enorme sala, decorada con mue-bles de madera y cuero de color claro, dispuestos alrededor de una chimenea de piedra color tierra. Flores blancas que brota-ban de floreros de cobre, situados en mesas provisionales, y una larga urna china en una esquina de la habitación, desbor-dante de crisantemos dorados. Cubriendo las paredes, Nell había esperado encontrar pieles indias o artefactos de vaque-ros, pero, en su lugar, había pinturas y cuadros de todo tipo.

Cruzó la habitación hasta colocarse frente al que colga-ba encima de la chimenea.

– ¿Delacroix?

– ¿Me crees tan salvaje para ocultar aquí un Delacroix? ¿En este lugar solitario, donde nadie pudiera apreciarlo?

Nell lo miró, recordando lo posesivo que se había mos-trado hacía tan sólo unos minutos.

– Sí.

Él se rindió.

– Tienes razón. Los tesoros son para el disfrute de los que pueden tomarlos y mantenerlos.

– ¿Tomarlos? Tú…

– No, no lo he robado. Lo compré en una subasta. Soy totalmente legal. Ahora. -La guió hacia la puerta y por un largo corredor-. Hay cinco dormitorios, con sus respecti-vos baños, en este lado de la casa, y un estudio y un gimna-sio moderadamente equipado en el otro. -Levantó la mano y abrió una puerta-. Esta es tu habitación. Sólo hay una televisión en la casa y está en el estudio, pero hay multitud de libros. Espero que estés cómoda.

No veía cómo todo aquello no la podría ayudar. La ha-bitación estaba amueblada con sencillez pero desprendía comodidad. Un edredón blanco cubría la cama, doble. Una mecedora con cojines tapizados ocupaba la esquina de la ha-bitación, cerca del marco de una ventana. Y, en la pared opuesta, había una estantería de madera de cerezo llena de libros y plantas.

– Es muy bonita. Me sorprende que tus invitados no se queden para siempre.

– Rara vez tengo invitados. Éste es mi espacio. No me gusta compartirlo.

Nell se volvió para mirarlo.

– Entonces, debes de sentir doblemente mi presencia aquí. Te prometo que no me entremeteré en tu camino más de lo necesario.

– Ha sido mi elección. Yo os he traído. -Señaló la puerta al otro lado de la habitación-. El baño. Querrás lavarte an-tes de la cena, ¿verdad?


* * *

– ¿Qué diablos está haciendo? -preguntó Nell al posar su mirada en Peter, que estaba sentado en el suelo, en una es-quina, al otro lado de la habitación. El chico estaba con las piernas cruzadas, quieto, con la mirada totalmente fija en Sam, que estaba echado cerca del fuego, unos metros más allá-. Me recuerda a un encantador de serpientes.

– Según él, la encantadora de serpientes eres tú -dijo Nicholas, secamente.

Nell sacudió la cabeza.

– Estaba enfadado conmigo. Pensaba que había tratado muy mal a aquel reptil. -Volvió al tema del principio-: ¿Crees que conseguirá gustarle a Sam?

– Quizás -Tanek le sirvió otra taza de café-. Puede ser. Si lo desea con suficiente fuerza. Los perros son muy sensi-bles a los sentimientos.

– Pero si ha ignorado a Peter durante toda la cena.

Nicholas se recostó en su silla.

– No te preocupes. No puedes forzar a Sam a que le gus-te Peter.

– No estoy preocupada. Sólo que… Creo que el chico ha tenido una vida difícil. Y a tu perro no le costaría nada me-near la cola para Peter.

– Él no lo sabe. Tiene la obligación de ser cauteloso.

– Como tú. -Levantó la mirada-. Con tus cercados elec-trificados.

Tanek asintió.

– Contrariamente a tu visión actual del tema, la vida puede ser muy dulce. No tengo ninguna intención de darme por vencido ni un minuto. Lucharé hasta mi último aliento.

Nell le creía. Bajo aquella máscara de frialdad latía una apasionada voluntad. Fuerza, inteligencia y pasión por la vida; una atractiva combinación. Nell apartó la mirada.

– Pero la vas a arriesgar intentando darle caza a Gardeaux.

– No, si puedo evitarlo. -Acercó la taza a sus labios-. Tengo la intención de vencer, y de manera aplastante.

– ¿Qué pasará si no puedes?

– Podré. -Hizo una pausa-. Y no permitiré que me ma-ten porque tú quieras que muera demasiado pronto.

– No lo entiendes. Tengo que hacer esto. Es duro tener que esperar. -Su mano aprisionó la taza de café-. ¿Crees que no sé por qué estoy aquí? Porque tú confías en convencer-me de que no vaya tras ellos.

– Ése es sólo uno de los puntos en la agenda. El otro es evitar que me obligues a perseguirte y que caiga en una trampa.

– No haría falta que me persiguieras.

– Sí, lo haría.

– ¿Por qué? Ya te dije que no eras responsable de lo que sucedió en Medas.

– Todos nos marcamos los límites de nuestras responsa-bilidades.

– ¿Y yo estoy dentro de los tuyos?

Tanek sonrió.

– Por el momento, sí. Aunque los límites pueden variar.

Nell no quería estar bajo la responsabilidad de nadie, y menos de un hombre como Tanek. La responsabilidad im-plica cierta cercanía. Ya se había visto obligada a crear unos lazos con Tania y Peter. Tanek debía continuar fuera.

– ¿Qué? No te gusta, ¿verdad? -continuó Nicholas-. Pero lo usaste para asegurarte mi ayuda -potenció su iro-nía-. Tienes que ser consecuente, Nell.

Maldito Tanek. Bueno… así no sería en absoluto difícil mantener la distancia con él.

– No tengo que ser nada que no quiera ser. -Nell cambió de tema-. ¿Por qué quieres a Gardeaux muerto?

La ironía desapareció del rostro de Nicholas.

– Merece morir.

– Eso no es una respuesta.

Tanek permaneció callado durante un minuto.

– Por la misma razón que tú lo quieres ver muerto. Mató a alguien que me importaba.

– ¿Quién? -De nuevo, fue consciente de lo poco que sa-bía sobre Tanek-. ¿Tu mujer? ¿Tu hijo?

Nicholas sacudió la cabeza:

– Un amigo.

– Debía ser un amigo muy querido.

Nell sentía cómo Tanek intentaba eludir aquel tema. La mantenía al margen. Daba respuestas vagas:

– Muy íntimo. ¿Más café?

Nell negó con la cabeza. Estaba claro que no iba a con-tarle nada más acerca de sí mismo. Lo intentó de otra manera.

– Explícame cosas de Gardeaux.

– ¿Qué quieres saber?

– Cualquier cosa.

Tanek sonrió con suspicacia.

– Te garantizo que no querrás saberlo todo respecto a él.

– ¿Cómo le conociste?

– Coincidimos hace bastante años en Hong Kong. Estu-vimos en el mismo negocio durante la misma época. Aun-que él se había diversificado más.

– Quieres decir que ambos erais criminales -dijo Nell, bruscamente.

Tanek asintió.

– Pero mi red era más pequeña. Quería mantenerla así.

– ¿Por qué?

– Nunca planeé dedicarme a eso toda la vida. -Y añadió, muy serio-: Quería ser neurocirujano.

Ella le miró, confundida, mientras él se reía.

– Sólo bromeaba. Quería hacer suficiente dinero y des-pués largarme. En la mafia, vas prosperando, y entonces te sucede una de estas dos cosas: o te zambulles en el negocio de las drogas y la ley nunca te deja en paz, o te conviertes en un adicto al poder y no puedes dejarlo. No me gustaba nin-guno de esos dos caminos así que me aseguré de continuar, pero manteniéndome en una posición discreta.

– No puedo imaginarte siendo discreto.

– Oh, pero lo fui. -Y añadió-: Relativamente.

– Pero Gardeaux no.

– No, Gardeaux quería ser Dios. -Meditó un segundo-. O quizá César Borgia. Nunca estuve muy seguro. Proba-blemente, Dios. La mística que envolvía a los Borgia lo hubiera atraído, pero el príncipe acabó muy mal.

Nell consiguió dominar una punzada de exasperación.

– ¿Cómo le conociste?

– Había un jarrón de la dinastía Tang que los dos quería-mos «adquirir». Él me dijo que me retirara.

– ¿Qué hiciste?

– Me retiré.

Nell se sintió desconcertada.

Tanek continuó:

– Era lo mejor que podía hacer. Gardeaux era más fuer-te, y la pugna con él me hubiera costado más que una doce-na de jarrones Tang.

– Entiendo.

– No, no entiendes nada. Crees que debería haber acep-tado el reto, convertirme en Harry el Sucio y enviar a ese bastardo a la zanja.

– Yo no he dicho esto.

– Aprendí hace mucho tiempo que hay que sopesar cui-dadosamente las consecuencias antes de involucrarte en una guerra. Yo tenía una fortuna que ganar, y gente que dependía de mí.

– ¿Phil?

– Ya estaba conmigo entonces.

– Y aún trabaja para ti.

– De vez en cuando. Cuando reuní dinero suficiente, desmantelé la red. Algunos de mis asociados decidieron que no querían integrarse en otras organizaciones donde sus talentos hubieran sido muy bienvenidos.

– Así que les ayudaste a empezar una nueva vida.

– No podía abandonarlos -dijo simplemente-, estaban dentro de los límites de mi responsabilidad.

Lealtad. Nell no deseaba que Tanek tuviera ninguna de las cualidades que ella admiraba. Cuando había empezado a preguntarle, solamente quería saber cosas sobre Gardeaux, pero de paso empezaba a conocer demasiado a Tanek. In-tentó volver sobre sus pasos.

– Y, a pesar de que te retiraste, Gardeaux mató a tu amigo.

– No, eso fue después. -Se levantó y se estiró para de-sentumecerse-. Hora de irse a la cama.

Había vuelto a cerrar la puerta. Nell se apresuró a re-plicar:

– No me has dicho casi nada de lo que quería saber sobre Gardeaux.

– Hay tiempo de sobra. Estarás por aquí una temporada.

Nell también se puso en pie.

– No quiero perder el tiempo. -Hizo una pausa-. Ob-viamente, tú tienes los contactos y, ya que no podemos ha-cer nada por ahora, ¿podrías intentar descubrir por qué Gardeaux envió a Maritz para asesinarme?

– ¿Por qué?

– ¿Que por qué? Tengo que saberlo para intentar darle un sentido a todo esto. He estado dando tumbos en esta pe-sadilla demasiado tiempo ya.

– ¿Te serviría para cambiar lo que piensas? ¿O tus inten-ciones, quizás?

– No.

– Entonces, yo diría que, fuera cual fuese el motivo, tie-ne una importancia secundaria.

– No para mí.

Tanek la miró en silencio. No iba a decirle nada.

– De acuerdo. -Se rindió ella-. Pero mañana empezarás a enseñarme cómo se hace aquello que le hiciste a Wilkins.

– ¿Serás aplicada y no te darás por vencida?

– Si hubiera sabido cómo luchar, Maritz nunca habría podido empujarme por aquel balcón. Yo habría podido de-fenderme.

Y a Jill.

Aquellas últimas palabras no pronunciadas flotaban en-tre ellos. Tanek asintió brevemente.

– Pasado mañana. Mañana tengo que ir a ver a Jean al Barra X.

Ella lo miró con suspicacia.

– No estarás intentando que lo olvide, ¿verdad?

– Nunca se me ocurriría. Te enseñaré cualquier cosa que quieras sobre muerte y tortura. Pero nunca será tanto como lo que podrías aprender con Gardeaux y Maritz.

– Será suficiente.

– No será suficiente. E incluso si lo fuera, ¿qué harás después de que esto acabe? Se necesita un carácter especial para sobrevivir al asesinato.

– No será un asesinato -dijo Nell, dolida.

– ¿Lo ves? Ya estás huyendo de ello. -Con toda la inten-ción, repitió-: Asesinato. Quitar la vida es asesinar. No im-porta cuál sea la razón, el resultado es el mismo. A la buena gente, como tú, le enseñan desde la infancia a mantenerse le-jos de todo esto, a sentir verdadera repugnancia, a huir.

– La buena gente, como yo, rara vez tiene una razón como la que me han proporcionado.

– Es cierto que ya no eres la mujer que conocí en Medas. Pero tu esencia es la misma. Como los árboles se inclinan…

– Mentira.

– ¿Ah, sí? Quieres ser dura y fría. Quieres que no te im-porte nadie aunque, en realidad, no sea verdad. Bueno… en mi caso, quizá te resulte fácil, pero ¿qué me dices de Tania? ¿Y Peter?

– Es diferente. Ellos no tienen nada que ver con Maritz y Gardeaux.

– Pero sí tienen que ver con quién eres tú.

– ¿No crees que pueda hacerlo? Pues te equivocas.

– Apuesto a que tengo razón -añadió, cansado-: Quiero tener razón.

Nell negó con la cabeza.

– Pasado mañana. A las ocho de la mañana. Ponte ropa de entreno y no desayunes. -Se volvió y salió de la habi-tación.

Tanek estaba equivocado, se dijo Nell a sí misma. Tenía que estar equivocado. Lo mejor era no bajar la guardia pero, si no lo conseguía, eso no quería decir que no tuviera voluntad.

– Peter -se volvió hacia la esquina del fondo-. Es hora de ir…

La cabeza de Sam estaba sobre la rodilla de Peter, y el chico le acariciaba la garganta. Su expresión, literalmente, era de infinito placer.

Puede ser. Si lo desea con suficiente fuerza.

Sintió una oleada de felicidad por Peter. Parecía que lo había deseado suficientemente.

Quiero tener razón.

Su sonrisa desapareció al recordar las palabras de Tanek. La voluntad de éste era mucho más fuerte que la de Peter, y tenía la intención de centrarla sobre ella.

Bien, pues ella no era Sam. Y le haría fracasar.

– Vamos, Peter -dijo bruscamente-. Es hora de irse a la cama. Puedes jugar con Sam mañana.


* * *

Muerta. Aquella mujer estaba muerta.

Maritz volvió a dejar el auricular con un gesto de satis-facción. No había fallado. Le llevó un poco más de tiempo, pero la mujer de Calder ya había muerto. Le diría a Gardeaux que el trabajo estaba hecho.

Quizás.

Una chispa de intranquilidad torpedeó su satisfacción. Gardeaux había dicho que había fracasado y que la mujer se recuperaría. Y el muy bastardo no solía equivocarse.

Maritz quedaría como un tonto si resultaba ser que el parte de defunción había sido falsificado y que aquella mujer se había evaporado. A Gardeaux no le gustaban los tontos.

No estaría de más asegurarse.

Bajó la mirada hacia las anotaciones de su bloc. ¿El hos-pital?

Demasiada gente.

La empresa funeraria John Birnbaum.

Sonrió y se guardó el bloc en el bolsillo.


* * *

– Toma. -Tanek le lanzó un caja alargada a Nell, que estaba sentada en el sofá-. Un regalo.

Nell le miró confundida.

– Creía que ibas al rancho para ver a tu capataz.

– Y eso he hecho. Me he acercado a la ciudad, de vuelta hacia aquí. Ábrelo.

Ella luchaba con el adhesivo del envoltorio.

– Peter no ha regresado del rancho aún.

– No regresará. Jean le ha tomado cariño y le ha dado permiso para quedarse unos días. Si funciona, puede que Jean se lo lleve a los pastos cuando haya que traer el ganado.

– ¿Estará seguro?

– Sano y salvo. Estaba loco por ir. Perros y ovejas… ima-gínate.

Sí, podía imaginar perfectamente lo irresistible que era todo aquello para él. Nell empezó a arrancar el envoltorio marrón. Telas, caballete, bloc de dibujo, lápices y una caja de pinturas.

– ¿Qué es esto?

– Dijiste que querías hacer un retrato de Michaela.

– Eso no fue lo que dije.

– Pero sí quieres hacerlo.

– Además, estaré demasiado ocupada.

Tanek chasqueó los dedos.

– Ah, sí, olvidaba las clases de criminalidad. Bien, pues he decidido cobrarte las lecciones. Necesito algunas pintu-ras para decorar mis paredes.

Ella preguntó sarcástica:

– ¿Para colgarlas al lado del Delacroix?

– Arte local. Mi gente, mis montañas.

Igual de posesivo que cuando llegaron. Dejó las telas en el suelo.

– Contrata a cualquier otro para hacerlo.

– Te quiero a ti. Una hora de violencia y criminalidad por cada dos horas que le dediques a mis pinturas. ¿Cerra-mos el trato?

Se volvió para mirarlo.

– ¿Qué es esto? ¿Se supone que sufriré una milagrosa metamorfosis con esta especie de terapia de tres al cuarto?

– Quizá. Pero no te hará ningún daño.

– Puede que pierda el tiempo.

– En este preciso momento de tu vida, yo no lo vería como una pérdida de tiempo. -Se encontró con su mirada- Yo mantendré mi promesa. Recibirás una hora de entrenamiento cada día, tanto si pintas como si no. Pero la única manera de conseguir más es darme lo que quiero.

– Esto no te beneficiará para nada.

– Ni me perjudicará. -Tanek sonrió-. Y a ti tampoco, ¿verdad? -Lentamente, Nell negó con la cabeza-. ¿Trato hecho, pues?

¿Por qué no? Sería una manera de controlar el ritmo de su entrenamiento sin tener que rogarle. Miró las telas y sin-tió una sutil excitación. Su mirada fue en dirección a la cocina, donde podía oír a Michaela preparando la comida. Aquel maravilloso rostro…

– Sí, si consigues persuadir a Michaela para que pose para el retrato.

– Nunca intento persuadirla para que haga nada. Si la quieres, ve tras ella.

– ¿Más terapia?

Tanek sonrió.

– Simplemente, terror. Ella me da pánico.


* * *

La empresa funeraria de John Birnbaum resplandecía en la oscuridad como si fuera un pequeño invernadero. Sus tres columnas estaban iluminadas por un reflector oculto en unos arbustos de hoja perenne en la gran extensión de cés-ped de la entrada.

Qué derroche, pensó Maritz. Mansiones para los muer-tos. Bueno, no sólo para los muertos. Los enterradores sa-can buenos beneficios de cuidar cadáveres y restos. Malditas sanguijuelas. Con el entierro de su padre, le habían dejado sin blanca.

Pero Maxwell e Hijo no había tenido nunca un lugar como aquél. Su funeraria estaba en una concurrida calle de un barrio popular de Detroit, y Maritz era demasiado pobre e insignificante para merecer atención. Le habían enviado a Daniel Maxwell, el hijo. Maritz se había sentido invadido Por la furia de la impotencia ante aquel niñato lleno de gra-nos y acné que estaba sentado frente él y que intentaba ro-barle todos los dólares que podía.

Habría querido exprimirle la garganta a aquel bastardo hasta que los ojos le salieran disparados.

Pero eso fue antes de que encontrara el cuchillo.

La puerta principal de la funeraria estaba abierta y un grupo de personas iba fluyendo hacia el exterior. Ojos hin-chados, comentarios en voz baja, furtivos signos de alivio al dejar la muerte y volver otra vez con los vivos.

Miró su reloj. Las nueve en punto. Hora de cerrar. Les concedería a los rezagados otros quince minutos.

Les estuvo observando mientras subían a sus coches y se marchaban. También él estuvo en un duelo. Quería a su pa-dre. Debía haber sido su madre la que muriera. La puta viciosa. No había deseado que pasara aquello. Sólo le había dado a su padre un pequeño empujón, pero lo precipitó es-caleras abajo. Debería haber sido ella.

Un joven con traje oscuro venía de la funeraria y atajó por el césped hacia el aparcamiento de empleados. ¿Un aprendiz de vampiro? O quizá Birnbaum también tenía un hijo. El chico silbaba, y entraba en un Oldsmobile azul aparcado justo al lado de un lustroso Cadillac fúnebre.

Un coche fúnebre nuevo, que había sido pagado en efectivo una semana después de la supuesta cremación de la señora Calder.

Maritz había encontrado la factura de aquella compra muy interesante.

Las luces de la entrada se apagaron.

Maritz esperó hasta que el Oldsmobile hubo desapare-cido por la esquina para salir de su coche y cruzar la calle. Pulsó el timbre.

Sin respuesta.

Volvió a pulsar.

Esperó un minuto y lo hizo sonar de nuevo.

Las luces de la entrada volvieron a encenderse, la puerta se abrió. Aire frío y una pesada fragancia de flores rodearon a Maritz.

John Birnbaum estaba de pie en el vestíbulo. Cabello liso, canoso, un poco rechoncho, vestido con un sobrio traje gris

– ¿Deseaba ver el cuerpo? Lo siento, pero hemos cerrado.

Maritz sacudió la cabeza.

– Necesito hacerle unas preguntas. Sé que es tarde, pero ¿puedo pasar?

Birnbaum vaciló. Maritz casi podía ver que en el inte-rior de su cabeza se ponía en marcha en engranaje que fabri-caba signos de dólar sin parar. Birnbaum se hizo a un lado.

– ¿Ha sufrido una pérdida?

Maritz entró en el vestíbulo y cerró la puerta. Sonrió.

– Sí, he sufrido una pérdida. Tenemos que hablar de ello.


* * *

Nell, de pie en el umbral de la puerta de la cocina, contem-plaba a Michaela trabajar una porción de masa con el rodi-llo. Los brazos de aquella mujer estaban manchados de harina y cada uno de sus movimientos era ágil, preciso y lleno de gracia.

– ¿Quieres algo? -le preguntó Michaela sin levantar la mirada.

Nell se sobresaltó y dijo la primera cosa que le vino a la cabeza.

– ¿Qué está haciendo?

– Galletas.

– Las del desayuno eran maravillosas.

– Lo sé.

No iba a ser fácil.

– Está muy ocupada. -Michaela asintió-. Son muy ama-bles, usted y su marido, por dejar que Peter se quede en el rancho durante un tiempo.

– No es ninguna molestia. -Dejó a un lado el rodillo y empezó a cortar la masa de las galletas-. Si hubiera sido un problema, no lo habríamos hecho. Jean no tiene tiempo para tonterías. Ese chico tiene la mentalidad de un niño, pero no es tonto. A los niños se les puede enseñar. -Aque-llas palabras fueron pronunciadas con tanta fuerza como la que le aplicaba al cuchillo sobre la masa-. Y ahora, ¿qué es lo que quiere?

– Su rostro.

Michaela levantó la mirada.

– Diría que el tuyo está bastante bien ya.

– Quiero decir… Me gustaría dibujarla.

Michaela empezó a colocar las galletas en una fuente.

– No tengo tiempo para posar.

– Podría hacer un boceto mientras trabaja. No la moles-taría mucho al principio.

Michaela no dijo nada durante un instante.

– ¿Eres artista?

– La verdad es que no. No tengo tiempo. Lo hago sólo cuando no estoy… -Se contuvo al darse cuenta de que esta-ba dando automáticamente la misma respuesta que hubiera dado a cualquiera antes de lo de Medas. Pero ahora ya no es-taban ni Jill ni Richard para ocupar su tiempo. Contuvo una punzada de dolor-. Sí, soy artista. -Aquellas palabras sona-ron extrañas y remotas en sus oídos.

Michaela la estudió un instante y después asintió breve-mente.

– Dibújame pero de lejos. Simplemente, no te pongas por en medio.

Nell no le dio ocasión para cambiar de idea.

– Voy a buscar mi bloc de dibujo.

– No me voy a quedar quieta.

– Trabajaré a su alrededor…

Era mucho más fácil decirlo que hacerlo. Se dio cuenta después de una hora intentando capturar las facciones de Michaela. Aquella mujer nunca se estaba quieta. Para ser una persona cuya cara adoptaba la serenidad de una Nefertiti, Michaela era una dinamo de energía. Después de tirar varias hojas enteras, desesperada, Nell decidió concentrarse en un sólo rasgo cada vez. Empezó con aquellos profundos ojos.

Así estaba mejor. Lo estaba consiguiendo. Quizá podría combinar las facciones más tarde…

– ¿Para qué has venido?

Nell levantó su mirada. Era la primera vez que Michae-la había hablado en más de una hora.

– Estoy de visita.

Michaela sacudió la cabeza.

– Nicholas dijo que te quedarías todo el invierno. Eso no es una visita.

– Intentaré no ser una molestia para usted.

– Si Nicholas te quiere aquí, yo sobrellevaré cualquier pequeña molestia.

– Nicholas dijo que usted y Jean pertenecían a este lugar mucho antes que él.

– Sí, es cierto, pero él también se está haciendo al lugar. Sólo necesita un poco más de entrenamiento.

– ¿ Entrenamiento?

Michaela se encogió de hombros.

– Creo que es duro para él ser de algún sitio, pero, al mismo tiempo, lo desea mucho. Ya veremos.

– ¿Quiere que se quede aquí?

Michaela asintió.

– Nos entiende y nos deja ser a nuestra manera. El pró-ximo propietario podría ser un estúpido y nada apto para recibir instrucción.

Nell sonrió.

– ¿Y ustedes están instruyendo a Nicholas?

– Por supuesto. Él no es difícil. Tiene una gran fortaleza mental y voluntad. Se fusionará con este lugar, si le damos tiempo.

– Yo pensaba que su fuerza de voluntad sería un gran obstáculo para esa unión.

– Esta tierra es fuerte. Y no le gustan las personas débi-les. -Miró a Nell-. Los mastica y después los escupe.

Su lápiz se quedó quieto a mitad de un trazo.

– ¿Cree que yo soy débil?

– No lo sé. ¿Lo eres?

– No.

– Entonces, no tienes nada por qué preocuparte.

– Usted no me quiere aquí, ¿verdad?

– Me da igual que te quedes o te vayas. -Sacó las galletas del horno-, mientras no intentes llevarte a Nicholas. Habla con él. Sonríele. Duerme con él. -Dejó la fuente al lado del rodillo-. Pero, cuando te vayas, déjalo aquí.

Nell protestó:

– No tengo la intención de dormir con él. No es para eso para lo que he venido.

Michaela se encogió de hombros.

– Sucederá. Él es un hombre y tú estás más disponible que las mujeres de la ciudad. -Cogió una espátula y con cui-dado extrajo las galletas de la fuente-. Y tú eres el tipo de mujer que inspiraría a un hombre.

– El no lo ve así.

– Todos los hombres ven a las mujeres así. Es su reacción instintiva. Solamente después nos ven como personas, con cerebros además de cuerpos.

– ¿Y él es el único que tiene algo que decir al respecto?

– A ti también te gusta mirarlo. Lo contemplas.

¿Lo hacía? Maldita sea, por supuesto que lo miraba. Era un hombre que merecía atención. Había destacado como un faro en la oscuridad dentro de aquel salón tan concurrido…

– Esto no significa nada. No hay nada entre nosotros.

– Si tú lo dices. -Se alejó-. Se acabó la charla. Casi es hora de comer. Tengo que llevar la comida a la mesa.

Nell respiró, un tanto aliviada. Michaela estaba total-mente equivocada y aquella conversación había sido dema-siado desconcertante.

– ¿Puedo ayudarla? Podría poner la mesa.

– No. -Abrió un armario y bajó unos platos-, Pero po-drías ir al establo y avisar a Nicholas.

Nell dejó su bloc de dibujo y se bajó del taburete.

– Ahora mismo.

Cuando entró en el establo, Nicholas estaba acicalando un semental bayo. Se detuvo justo en la entrada.

– La comida está lista.

– Estaré listo en un minuto.

Lo miró mientras cepillaba aquel semental con movi-mientos largos y elegantes. Lo hacía todo con aquella fuer-za y simplicidad, pensó. Llevaba unos téjanos y una camiseta, y, realizando aquellos trabajos domésticos, parecía estar totalmente en casa. Si no lo conociera, habría pensado que había nacido allí. Era difícil relacionar al Tanek de Medas con aquel hombre.

Nicholas no levantó la mirada.

– Estás muy quieta. ¿En qué estás pensando?

– En que lo haces muy bien. ¿Sabes mucho de caballos?

– Estoy aprendiendo. Nunca había visto un caballo antes de venir aquí excepto unos mongoles británicos en el club de polo.

– ¿Fuiste socio de un club de polo?

– No exactamente. De pequeño lavaba platos en la cocina.

– No te imagino lavando platos.

– ¿No? Pues lo consideré como un progreso. Mi trabajo anterior era fregar suelos en el burdel donde trabajaba mi madre.

– Oh…

La miró por encima del hombro.

– Qué exclamación más fina. ¿Te he hecho sentir incó-moda?

– No, pero yo… -se dio cuenta, molesta, de que estaba tartamudeando-. No es de mi incumbencia. No he preten-dido entrometerme.

– Y no lo haces. Yo conocí a mi madre muy poco. Me sentía más cercano a las otras prostitutas que a ella. Era una norteamericana hippy que llegó a China buscando la luz verdadera. Lamentablemente, la única luz que encontró era la que veía bajo los efectos de la droga. Así que siempre iba drogada. Murió de sobredosis cuando yo tenía seis años.

– ¿Cuántos años tenías cuando te fuiste de allí?

Tanek pensó un instante.

– Creo que tenía ocho cuando empecé en el club de polo. Fui despedido de ese trabajo a los doce.

– ¿Por qué?

– El cocinero dijo que yo había robado tres cajas de ca-viar y que las había vendido en el mercado negro.

– ¿Era verdad?

– No, lo hizo él mismo, pero yo era una cabeza de turco conveniente. Realmente, fue bastante listo escogiéndome. -Su tono era fríamente objetivo-. Yo era el más vulnerable. No tenía a nadie que me protegiera y tampoco era capaz de protegerme yo solo.

– No parece que te moleste.

– Ya pasó. Y me sirvió de lección. Nunca volví a ser tan vulnerable, y aprendí a conservar lo que era mío.

– ¿Qué sucedió después de que te fueras? ¿Tenías algún sitio a donde ir?

– Las calles. -Dejó el cepillo y dio una palmada cariñosa en el hocico del caballo-. Las lecciones que aprendí allí fue-ron incluso más valiosas pero creo que no te gustaría dema-siado escucharlas. -Salió del establo y cerró la portezuela in-ferior-. O quizá sí. Unas cuantas tienen que ver con trucos sucios y actividades delictivas.

No podía ni imaginarse lo que debía significar sobrevi-vir en aquellas calles… y, además, por aquel entonces, Tanek era tan sólo un niño.

Miró a Nell y movió la cabeza.

– Me estás mirando igual que a Peter. Eres blanda como la mantequilla a punto de derretirse.

Rápidamente, Nell desvió la mirada.

– Detestar los abusos infantiles no significa ser blando. Tú también los detestas.

– Pero yo no me derrito.

– Yo tampoco.

– Tú sí, bastante. Mira, no todos los niños son como Jill. Yo era pendenciero, egoísta, un pequeño bastardo de zarpas afiladas. -Sus miradas se cruzaron-. Crees que he cambiado, pero aún eres demasiado blanda. Blando significa maleable y maleable significa muerte.

– Entonces, cambiaré. -Empezó a ir hacia la puerta-. Michaela se enfadará si la comida se enfría.

– Y no queremos que eso suceda. -La siguió-. ¿Cómo lo llevas con ella?

– Bastante bien. Me ha dado permiso para que la dibuje… -Hizo una mueca-. Mientras no me ponga por en medio.

– ¿Y cómo te sientes, dibujando de nuevo?

– Bien. -Le miró brevemente-. Pero no conseguirás que me busque una pequeña y cómoda esquina y me olvide de todo.

– Quizás ayude. Forma parte de una imagen global.

– Hoy he estado tres horas haciendo bocetos. Y eso sig-nifica que me debes algo.

La comisura de sus labios se elevó en una sonrisa iróni-ca mientras le abría la puerta principal.

– Así es como funcionan las cosas.

Nell sacudió la cabeza. Tanek formaba una extraña mezcla de frialdad, dureza… pero su código incluía, a la vez, un sentido de la responsabilidad y de la justicia. Y eso era notable en un hombre con su pasado.

Pero es que Tanek era un hombre notable.

Lo contemplas.

Las palabras de Michaela acudieron a su mente y, otra vez, sintió una extraña sensación ante la idea de intimar con Tanek. Era una reacción estúpida. Admitir que Tanek era extraordinario no significaba que quisiera meterse en la cama con él. Ahora no había sitio en su vida para el sexo con nin-gún hombre y, si no pretendía llegar a ser amiga de Tanek, ciertamente tampoco lo quería en su cama. Él tan sólo era una vía para atrapar a Maritz, y eso iba a ser todo. Ni si-quiera sabía por qué le había interrogado sobre su pasado. Cuanto menos supiera sobre él, mucho mejor.

No, no era cierto. Le había interrogado porque tenía cu-riosidad por saber qué tipo de circunstancias habían confor-mado una personalidad como la suya. La curiosidad era un rasgo normal y aceptable. Descubrió que aún tenía curiosi-dad cuando, de repente, se le ocurrió preguntar:

– Aquel cocinero que consiguió que te despidieran… ¿Te volviste a encontrar con él?

– Oh, sí, lo vi otra vez.

Tanek sonrió.

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