Nell salió del gimnasio.
– Es buena -dijo, admirado, Jamie.
– Lo está consiguiendo. -Tanek se secó la cara con la toalla.
Jamie hizo una mueca.
– Es endiabladamente agresiva. Casi te ha tumbado, una vez.
– Ya te lo he dicho: lo está consiguiendo.
– Ha sido interesante observarte. Normalmente, cuando estás encima de una mujer, tus propósitos son distint…
– ¿Has descubierto algo más?
Jamie negó con la cabeza.
– Tengo alguna pista, pero él ha bloqueado la mayoría de los caminos. Tomará tiempo. -Hizo una pausa-. Encontré una pequeña noticia que podría interesarte. Le hice una llamada a Phil para ver cómo le iba y me mencionó un artícu-lo que descubrió en las últimas páginas del periódico de la semana pasada. John Birnbaum ha desaparecido.
Birnbaum. Tanek tardó un minuto en establecer la rela-ción. Era el gerente de la empresa funeraria, al que había so-bornado para falsificar la muerte de Nell.
– ¿Alguna conexión?
– Aparentemente, no. Ni un solo signo de juego sucio. Una bonita suma de dinero también desapareció de su caja fuerte, pero quien la hubiera abierto conocía la combinación. Y el coche de Birnbaum ha desaparecido con él. Pare-ce ser que Birnbaum tiene pendiente un proceso de divorcio bastante movidito, así que existe la posibilidad de que haya volado para evitar pagar la pensión. -Sopesó aquella idea por un segundo-, Pero su hijo dijo que le parecía que faltaba uno de los ataúdes de pino que se usan para las cremaciones.
– Cremación. Gardeaux siempre ha insistido en la lim-pieza.
– Y en Minnesota hay un montón de lagos donde hundir un coche. -Jamie se encogió de hombros-. Por supuesto, todo son suposiciones, y la teoría de que Birnbaum ha vola-do podría ser cierta.
– Y podría estar equivocada. Por razones de seguridad, tenemos que suponer que ha sido Gardeaux, o Maritz, y que han descubierto lo que buscaban de Birnbaum. ¿Le dijiste a Phil que mantuviera una atenta vigilancia sobre Tania y Joel?
– No tuve que decírselo. Me lo soltó él mismo. Es muy eficiente. Dice que no ha notado ninguna actividad, pero que Tania le mencionó hace unas semanas que le parecía que la habían seguido. Nada desde entonces.
– No me gusta.
– No estoy de acuerdo. «Sin novedades» significa, en este caso, «buena noticia».
– ¿No se ha visto a nadie merodeando cerca de la casa?
Jamie negó con la cabeza.
– Y tienen un sistema de seguridad A-1.
– Sigue sin gustarme.
– No puedes rodearlos de guardias armados sólo porque existe la remota posibilidad de que les suceda algo.
– Le prometí a Joel que le protegería si me ayudaba. Co-metí un error en Medas. No me va a pasar de nuevo. -Medi-tó un segundo-. ¿Por qué no llamas a Phil y le dices que contacte contigo si hay cualquier cosa…?
– Ya lo he hecho.
– Por supuesto, ya lo has hecho. -Intentó sonreír-. Lo siento.
– Y volveré allí en cuanto me permitas abandonar este desierto y sumar mi considerable intelecto a la búsqueda de la verdad sobre lo que se está cociendo.
En definitiva: Nicholas iba a quedarse de nuevo a solas con Nell. Bueno, al menos, lo había intentado. Debía de ser el destino. Estúpido, se dijo, disgustado. Jamie tan sólo buscaba una excusa y ya la había encontrado.
– Tres días. Enséñale todo lo que puedas en este tiempo No quiero que se dé cuenta de que algo va mal y se suba de un brinco al primer avión a Minneapolis.
Jamie asintió.
– Puedo enseñarle lo básico en ese tiempo. De cualquier manera, el resto es práctica y más práctica. -Lanzó un sus-piro de alivio-: Admito que me alegrará dejar este lugar. Es demasiado espacioso, y el silencio es insoportable.
– ¿Cómo lo sabes? No te he visto quieto y callado en mi vida.
– Tu ingratitud fustiga mi corazón. -Fue hacia la puer-ta-. Voy a buscar a Nell. Ella sabrá apreciarme.
Nell hizo una mueca.
– He fallado otra vez.
– Pero sigues dándole muy cerca -la animó Jamie-. Todo llegará.
– ¿ Cuándo?
– Eres demasiado impaciente. No puedes esperar darle a la diana con sólo un día de entrenamiento. -Se alejó para ajustar el blanco sobre la valla del corral-. Tienes buen ojo y pulso firme. Úsalos. Concéntrate.
Nell frunció el ceño.
– Estoy concentrada.
Él esbozó una mueca de disgusto.
– Pues no te concentres tanto. Quizás es que lo deseas demasiado.
Eso era posible. Lo quería. Su mano se tensó sobre el modelo Colt de mujer que Jamie le había dado.
– Ya debería saber hacerlo.
– No todo el mundo nace tirador, y un hombre es un ob-jetivo mucho mayor que una diana. Si puedes aprender a disparar rápidamente hacia el objetivo desde cualquier posición, entonces estarás preparada.
– No quiero estar preparada. Quiero ser buena.
– No, tú quieres ser perfecta.
Nell sonrió y asintió:
– Quiero ser perfecta.
– Y practicarás hasta serlo. -Suspiró-. Dios me libre de los obsesivos. -Le quitó el arma-. Vamos. Nos tomaremos un descanso y una taza de café.
– No estoy cansada.
– Yo sí. -La agarró del brazo y la guió a través del patio-. Y todo este aire fresco me desconcierta. No me sorprende que Dios inventara los pubs.
– Creía que los había inventado el hombre.
– Eso es una idea errónea bastante común. No, definiti-vamente, son la casa de Dios -agitó la mano hacia las mon-tañas y la planicie, como despidiéndose de ellas-, desde que Él decidió salir de este desierto.
– Si echas tanto de menos tu pub, ¿por qué estás todavía aquí?
– Nick me llamó. -Se encogió de hombros-. Y también tengo mis obsesiones: Terence y yo queríamos volver aquí.
– ¿Terence O'Malley?
– ¿Nick te ha hablado de él?
– Me dijo que Gardeaux lo mató. ¿Eran buenos amigos?
– Era lo más parecido a un padre para Nick. Terence lo sacó del arroyo. Nick era un pequeño salvaje ignorante que intentaba sobrevivir, pero a Terence le gustó. Lo protegió, lo alimentó y le enseñó. Y no le costó mucho tiempo. Nick estaba hambriento. Quería aprender todo lo de este mundo. Superó a Terence en muy poco tiempo, y se fue para conse-guir más. Empezó a subir y se llevó a Terence con él. -Incli-nó la cabeza-. Así como a mi humilde persona.
– ¿Subir adonde?
– Fuera del arroyo, y de la única manera que pudo.
– ¿Delinquiendo?
– Era lo único que sabíamos hacer. Terence y yo éramos unos auténticos desastres: contrabandistas de tres al cuarto y ladrones ocasionales. Pero Nick… Ah, Nick era un artista. Siempre sabía lo que quería y cómo hacer para conseguirlo.
– ¿Qué era lo que quería?
– Irse. Con suficiente dinero para asegurarse que nunca volvería atrás.
– Evidentemente, triunfó.
Jamie asintió.
– E intentó darnos también lo que queríamos. Yo lo cogí al vuelo, pero Terence no quería quedarse quieto. Había estado metido en ello demasiado tiempo. Le gustaba aquella vida, la emoción de la partida. Cuando Nick compró este rancho, Terence se caló el sombrero y se alejó.
– Tropezó con Gardeaux. -Sus labios se pusieron en tensión-. Volvió con Nick para morir.
– ¿Qué sucedió?
– Gardeaux lo utilizó como muestra de un castigo ejem-plar. -Le abrió la puerta principal-Una pequeña cantidad de un veneno llamado «coloño» en la punta de una espada. Noventa y siete por ciento fatal y una muerte inimaginable-mente cruel. Nick no pudo hacer más que estar junto a él y presenciar cómo moría.
– ¿Coloño? Nunca he oído hablar de él.
– Procede del Amazonas. Están apareciendo toda clase de enfermedades a medida que se deforesta la selva. El colo-ño únicamente se transmite por contacto con la sangre. La enfermedad no es contagiosa, pero es prima hermana del Ébola. Seguro que has oído hablar de la muy asquerosa.
Nell sintió un escalofrío. Había leído en la prensa sobre este virus que literalmente arrasa los órganos de sus víctimas.
– Sí, algo.
– El cártel guarda a mano una cantidad de veneno para usarlo con la gente que no les gusta. Esta amenaza surtió efec-to. Y a Gardeaux lo mantienen bien surtido de ese material.
– Diabólico.
– Sí. Haz caso de la advertencia. -Buscó su mirada-. ¿Crees que Nick actuaría con tanta precaución si Gardeaux fuera un blanco fácil?
No. Contemplar cómo su amigo moría lenta y dolorosamente debió de sumirlo en una agonía a él también.
– Estoy aquí, ¿no? Estoy siendo paciente.
– Excepto cuando no le aciertas a la diana.
Sonrió.
– Excepto entonces.
– Pensé que se iba a quedar más tiempo. -Nell observaba de-cepcionada, cómo Michaela maniobraba el jeep, con Jamie en el asiento del copiloto, en dirección a la carretera-. No he aprendido suficiente.
– Tiene algunas cosas que hacer. Según él lo estás hacien-do suficientemente bien para que continúes practicando tú sola -dijo Nicholas-. Además, mi casa es demasiado bárbara para su gusto.
– No es bárbara. -Contempló las montañas-. Es sencilla.
– Eso es. -Se volvió a mirar al jeep, que estaba llegando al primer portón antes de preguntar-: ¿Te gusta esto?
Nell no había pensado en ello. Aquel espacio era tan sólo el escenario del trabajo que estaba realizando. Ahora se daba cuenta de que, gradualmente, se había acostumbra-do a aquella paz y el ambiente de aquel lugar, Se sentía en casa.
– Sí, me gusta. Tiene… raíces.
– Por eso lo compré. -Estuvo silencioso un momento y de repente giró sobre sus talones-. Ponte unos téjanos y una chaqueta que abrigue, te espero en el establo.
Nell lo miró desconcertada.
– ¿Por qué?
– ¿Montas?
– He montado alguna vez, pero no soy ninguna vaquera.
– No hace falta que lo seas. No vamos a lacear novillos. Sencillamente, subiremos hasta las colinas para encontrar-nos con Jean y Peter. Ya deben de haber llegado a los pastos bajos con el rebaño.
– Pero ¿para qué vamos?
– Porque yo quiero ir. -Su sonrisa se volvió temeraria-. Y he decidido dejar de ser tan aburridamente responsable y hacer lo que deseo hacer. ¿No quieres ver cómo le va a Peter en su nueva vida de pastor?
– Sí, pero yo… ¿Cuánto tiempo tardaremos?
– Llegaremos a la meseta donde acampan hacia el ano-checer. Pasaremos la noche con el rebaño y regresaremos por la mañana. -Sonrió burlón-. Tendrás mucho tiempo para jugar con tu nuevo juguete.
– Puedo llevar al pistola conmigo.
– No. Aún no eres lo suficientemente buena con ella. Podrías herir a una de las ovejas, o a un perro.
– Entonces quizá debería quedarme y…
– ¿Quieres venir o no? -le preguntó, agotado.
Quería ir, lo comprendió de repente. Quería conocer a Jean Etchbarras y volver a ver a Peter. No le haría ningún daño tomarse un pequeño descanso. Trabajaría el doble al volver. Se dirigió rápidamente hacia el porche.
– Te veré en el establo.
Jean Etchbarras no superaba el uno setenta de altura, re-choncho, musculoso y con una sonrisa que iluminaba su re-donda cara. Nell nunca lo hubiera relacionado con la majestuosa Michaela, lo más parecido a Cleopatra.
– Estoy encantado de conocerte -le dijo el radiante pas-tor-. Mi Michaela dice que eres una buena chica.
Nell parpadeó.
– ¿Eso dice?
É1 asintió y se volvió hacia Tanek.
– Perdimos una oveja, se la comió un lobo. Pero es tan sólo una pequeña calamidad.
Tanek sonrió.
– Sí, es pequeña. Nell ha venido a ver a Peter. ¿Dónde está?
Jean señaló hacia el final del rebaño.
– Allí. Lo está haciendo bien.
Peter ya la había visto y estaba moviendo las manos apa-sionadamente, pero sin acercarse hacia ellos.
– ¿Lo ves? Continúa ahí y vigila las ovejas. A veces se ol-vida de cosas, pero nunca de vigilar el rebaño. -La sonrisa orgullosa de Jean hizo que sus arrugas alrededor de los ojos se hicieran más profundas-. Ha aprendido rápido.
– ¿Puedo acercarme? -preguntó Nell.
Jean asintió.
– De todas formas ya es hora de plantar el campamento. Dile que ponga los perros a vigilar y que venga a cenar.
Nell le entregó las riendas de su caballo a Tanek y empezó a dirigirse hacia el enorme rebaño. Arrugó la nariz mientras iba acercándose a él. Todas aquellas ovejas juntas no desprendían un olor demasiado agradable. Su piel era de una lana beige sucia, no blanca. No se parecían en nada a los corderitos de los cuentos infantiles.
– ¿A que son preciosas? -le preguntó Peter en cuanto es-tuvo al alcance de su voz-. ¿No te gustan?
– Bueno, a ti parece que te encantan. -Le dio un rápido abrazo y se retiró un poco para contemplarlo mejor.
No estaba tan moreno como Jean, pero sí más broncea-do que la última vez que lo había visto. Llevaba un poncho de lana medio roto, botas y unos guantes de piel. Sus ojos brillaban y su expresión era resplandeciente.
– No tengo que preguntarte si estás bien.
Señaló a un perro blanco y negro que estaba guiando a un cordero perdido.
– Éste es Jonti. Es pastor, como yo. Por la noche, cuan-do no estamos de guardia, dormimos juntos.
– ¡Qué bien!
No le extrañaba en absoluto que Peter oliera a una com-binación de oveja y perro. Pero no había cambiado. Nada había sucedido, excepto que ahora estaba feliz y orgulloso de sí mismo.
– Y Jean dice que cuando la compañera de Jonti tenga ca-chorros, podré tener uno y enseñarle a guiar un rebaño.
Aquello empezaba a parecer peligrosamente un proyec-to para siempre.
– ¿No te llevará demasiado tiempo?
La sonrisa de Peter desapareció.
– Estás pensando que quizá tenga que irme. -Sacudió la cabeza-. Nunca me iré. Jean no quiere que lo deje. Dice que soy un buen pastor -añadió simplemente- y que podría pertenecer a este lugar.
Nell sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas.
– Eso es maravilloso, Peter. -Se aclaró la garganta-. Jean ha dicho que mandes los perros a vigilar y que vengas a cenar.
Peter asintió y gritó con firmeza.
– Vigila, Bess. Vigila, Jonti. -Se volvió y dio un paso hacía ella-. ¿No te parece precioso todo esto? Deberías ver las tierras altas. Todo es verde y, en cuanto miras arriba y ves las montañas justo por encima de ti, te entra como un mie-do que no es real y…
– Es feliz. -Nell bebió un sorbo de café y escruto con la mi-rada a través de las llamas a Peter y a Jean al otro lado del campamento. Jean le estaba enseñando a Peter a afilar un cuchillo y la frente de Peter mostraba toda su concentra-ción-. Está como flotando.
– Sí. -Su mirada buscó la de ella-. Precioso.
– Quiere quedarse.
– Entonces, se quedará.
– Gracias.
– ¿Por qué? Se está ganando la plaza. No es fácil ser pas-tor. Aislamiento, trabajo duro, sol, nieve. Lo intenté una temporada, justo cuando llegué aquí.
– ¿Por qué?
– Pensé que me haría sentir más mío este lugar.
– ¿Y fue así?
– Ayudó.
– El sentimiento de propiedad es importante para ti.
Tanek asintió.
– Cuando era un crío, no tenía nada más que la ropa que llevaba puesta, y decidí salir al mundo, agarrar todo lo que pudiera y no soltarlo. Supongo que aún conservo ese instinto.
Nell sonrió.
– Sin ninguna duda.
– Al menos, he cambiado mis deseos. -Removió el fuego con una madera-. Y hoy día pago por lo que quiero.
Nell miró hacia las montañas.
– Te encanta este lugar.
– Desde la primera vez que lo vi. A veces sucede de esta manera.
– Como a Peter. Me ha dicho que pertenece a este lugar. -Miró al muchacho-. Y le creo. Peter parece… completo.
– ¿Completo?
– Completo. -Tanek la contemplaba con curiosidad mientras buscaba las palabras-. Ya no será un patito feo nunca más.
– Parece un poco más curtido, pero soy incapaz de ver ninguna otra sorprendente mejora en su aspecto.
– Eso no es lo que yo quería decir. Cuando era una niña pequeña, mi abuela solía hablarme de los patitos feos del mundo y sobre cómo todos ellos se convirtieron en cisnes. -Se encogió de hombros-. Después, descubrí que eso no era necesariamente cierto.
– Para ti, sí.
– Pero ha sido un milagro. El milagro de Joel. Aunque, últimamente, he estado pensando que puede que todos ten-gamos la oportunidad de convertirnos en un cisne. Porque, en parte, está en nuestro interior. Si buscas quién eres y consigues la paz contigo mismo, quizá eso sea un tipo de milagro también. Quizá nos sucede a medida que vamos superando nuestros miedos, dudas e inmadurez. Quizás es lo que… -Se detuvo y gesticuló-. Suena tan profundo… ¿Por qué no te ríes de mí?
– Porque aplaudo cualquier signo de que piensas en algo más que en lo de Medas. ¿Así que Peter está completo?
– Te estás riendo de mí. -Él no replicó, y Nell conti-nuó-. Puede ser que no esté completo, pero ha dado un gran paso adelante.
– ¿Un paso de ganso? -Levantó la mano-. Lo siento, pero no lo he podido resistir. Todas estas alegorías de pája-ros me alteran. Realmente, creo que tiene sentido. ¿Así que Joel creó un cisne en más de un aspecto?
Negó con la cabeza.
– No, si te refieres a mí. Yo no estoy completa. Estoy… rota en pedacitos. Pero creo que tú sí sabes quién eres. Como Tania. -Tanek ya no sonreía, pero su mirada era arrolladoramente intensa. Rápidamente, Nell desvió la suya y bromeó-: Puede que Tania sea un cisne, pero estoy segu-ra de que tú eres un halcón.
– Posiblemente. -Su tono era ausente, y ella aún notaba aquella mirada fija en su cara.
Nell tiritó al sentir un soplo de aire helado que taladró la cálida protección del círculo del fuego.
– Abróchate la chaqueta -le aconsejó Tanek.
Nell no se movió.
– Abróchatela, hace mucho frío en las colinas.
Pensó en desobedecerlo, pero ¿por qué congelarse la na-riz sólo para enojarlo? Se abotonó la chaqueta.
– No necesito que me digas cómo debo cuidar de mí misma. Llevo haciéndolo hace bastante tiempo.
– No demasiado bien -repuso Tanek con una súbita as-pereza-. Dejas que todos los que se te acercan te conviertan en un felpudo. Abandonaste la carrera que te gustaba, dejas-te que tus padres te casaran a toda prisa con un hombre al que no le importabas un comino, y después…
– Te equivocas. -Aquella repentina brusquedad la había sorprendido con la guardia baja-. Richard se preocupaba por mí. Soy yo quien le engañó.
– No puedo creerte. Incluso ahora intentas manipular tus emociones, ahora que…
– Richard está muerto. Deja de hablar de él.
– Hablaré cuanto me plazca. -Se volvió y buscó su mira-da-. ¿Por qué no admites que aquel bastardo te utilizó? Consiguió una pequeña, dulce y educadita esposa a la que podía dominar para satisfacer su felicidad personal, una es-posa que nunca le diría que no porque estaba henchida de gratitud hacia él, porque él se había rebajado a…
– Cierra la boca. -Respiró profundamente-. De todas maneras, ¿a ti qué te importa?
– Me importa. Porque quiero irme a la cama contigo, maldita sea.
Nell se quedó con la boca abierta.
– ¿Qué?
– Ya me has oído. -Sus palabras la martilleaban-. ¿O de-bería usar unos términos más finos? ¿O lo quieres escuchar en chino? ¿En griego?
– No quiero oírlo. De ninguna manera -dijo, casi tem-blorosa.
– Lo sé. No he dicho que intentaría arrastrarte a la cama. Sé que no estás preparada para ello.
– Entonces, ¿por qué razón lo has dicho?
– Porque quiero -repuso simplemente-. Además, estoy cansado de luchar contra ello. Y porque no te hará ningún daño saberlo. Pensar en ello. Y quizá la suerte me sonría.
Ella se humedeció los labios.
– Preferiría que no hubieras dicho nada. Hará que las co-sas sean más incómodas.
– Bienvenida al club. He estado incómodo durante algún tiempo. Ahora estoy incómodo del todo.
Su mirada se deslizó hacia la parte inferior del cuerpo de Tanek y, rápidamente, se desvió en otra dirección.
– Lo siento. Yo nunca… Espero que tú…
– ¿Por qué no pones la cabeza bajo la almohada y lo ig-noras? ¿No es lo que has hecho durante las pasadas se-manas?
– No he estado ignorándolo. No lo sabía.
– Lo sabías. Es difícil ignorarlo.
– Tú disimulas muy bien.
Sonrió sesgadamente.
– No tan bien. Es una condición que no es fácil de dis-frazar.
¿Lo había sabido y había enterrado la cabeza en el agu-jero? Quizás. Era posible que hubiera rechazado las pala-bras que le dijo Michaela simplemente porque no se las quería creer.
– No quería que esto sucediera.
– No, el sexo sería un estorbo, ¿verdad? Aunque proba-blemente lo podríamos ubicar entre el asesinato y las activi-dades criminales.
– No es necesario que seas sarcástico.
– Sí, para mí es necesario. El sarcasmo puede ser muy satisfactorio. La única satisfacción que puede que obtenga de ti.
– Dile a alguna otra que sea tu saco de boxeo verbal. -Hizo una pausa y, de repente, la asaltó una idea-: ¿Esto significa que ya no me enseñarás nada más?
Tanek la miró fijamente.
– Eres increíble.
– Contéstame. ¿Se acabaron las clases?
– No. Yo gobierno mi cuerpo, no él a mí -y susurró-: la mayoría de las veces.
– Bien. -Puso su olvidada taza de té sobre el suelo y se echó sobre las mantas-. Entonces, no interferirá.
– Tampoco interferiría si decidieras irte a la cama conmi-go. Te estoy pidiendo sexo, no un compromiso de por vida.
– No te entiendo. Yo no soy como tú. -Se mordió el la-bio inferior-. Yo sólo puedo… Sólo he practicado el sexo con dos hombres en toda mi vida.
– ¿Y te gustó?
– Claro que sí.
– Entonces, quizá deberías probar un tercero. Dices que Nell Calder está muerta. ¿Por qué te aferras a su sentido de la moralidad? -Sonrió temerariamente-. Deja que Eve Billings se vaya a la cama conmigo. Ella está viva, funciona… y yo no soy homosexual.
Frunció el ceño.
– No seas ridículo. Ojalá no me hubieras dicho nada, porque es un ejercicio del todo inútil.
– No del todo. Ha hecho que te plantees que poseo algo más, aparte de talento por las artes marciales. -Extendió su manta-. Pensarás sobre ello y te preguntarás qué tal estaría-mos juntos. -Se tumbó y cerró los ojos-. Estaría muy bien, Nell. Te lo aseguro: no en vano me crié en un burdel.
Nell se sintió inundada de un calor que, instintivamente frenó.
– Del que te marchaste cuando tenías ocho años -repli-có, entre cínica y burlona.
Tanek abrió un ojo.
– Fui muy precoz.
Nell se tapó con la manta.
– Bruto.
– Nunca lo sabrás, si no me pruebas.
Nell oyó como Nicholas se acomodaba y, finalmente, se dormía. Sería mejor que ella también se durmiera, se dijo a sí misma. Tanek le había hecho proposiciones y ella las ha-bía rehusado. Ya estaba. No había razón alguna para sentir-se intranquila. Él era un hombre civilizado que aceptaría un no por respuesta.
Pero también era un hombre que había luchado desde la infancia por todo lo que deseaba, y siempre había ganado.
No se rendiría fácilmente. No la obligaría, pero intentaría convencerla. Y era un hombre terriblemente persuasivo.
Aunque ella podía negarse a dejarse persuadir; uno pue-de rehusar cualquier cosa que no le guste. No deseaba nin-guna distracción, ni instintos irracionales sujetos a la conveniencia del sexo. Quería continuar fría y concentrada, distante, ajena.
Abrió los ojos. Tanek estaba ahí, echado, con los ojos cerrados, con una mano, muy relajada, medio iluminada por el fuego. Una mano fuerte, bien formada, capaz, con las uñas muy cortas. Nell conocía muy bien aquella mano. Conocía su poder y su fuerza letal. Una mano peligrosa. Aunque ahora no parecía peligrosa. Sólo fuerte y… masculina. Siem-pre le había encantado dibujar manos. Había algo mágico en ellas. Las manos levantan ciudades y crean grandes obras de arte, pueden ser brutales o amables, traer dolor o placer.
Como Tanek.
Sintió que se fundía, mirando aquella condenada mano masculina. ¿Qué demonio había maquinado que todo esto sucediera? Y que le sucediera a ella, deseosa de que su sexualidad continuara profundamente dormida.
Demasiado tarde. Pero no demasiado para controlarse. Quizá sería pasajero.
Volvió a cerrar los ojos. Le llegaba el aroma a roble ar-diendo, el olor de las hojas perennes, y la fría caricia del aire. Ser consciente de la intuición. De repente, se había vuelto extraordinariamente sensible a los sonidos y a los olores, a la aspereza de la manta bajo su brazo desnudo. Nada había cambiado. Jill estaba muerta. Y su cuerpo no tenía ningún derecho a volver a la vida.
Maldito Tanek.
– Más fuerte -dijo Tanek-. Estás floja. Ya podría haberte tumbado dos veces esta mañana.
Nell se volvió rápidamente y le golpeó en el estómago.
Él retrocedió, pero se recuperó instantáneamente y, en cuanto ella se acercó para rematarlo, la agarró del brazo, la giró y se sentó encima de ella.
– Muy floja.
– Deja que me levante -gritó Nell, casi sin aliento.
– Maritz no te lo permitiría.
– Estaba distraída. No lo hubiera estado con él.
Se levantó y la ayudó a ponerse en pie.
– ¿Por qué estás tan distraída?
– No he dormido demasiado bien.
– Nunca duermes bien. Te paseas por la casa como un fantasma.
No se había dado cuenta de que Tanek lo supiera.
– Lo siento si te molesta.
– Sí, me molesta. -Le dio la espalda-. Ve a darte un baño y a echar una cabezada. Mañana te quiero alerta, y tan pre-cisa como una navaja afilada.
Como él. Desde que habían vuelto de la meseta hacía dos días, Tanek había estado tan afilado como una navaja, en todos los sentidos. No sabía exactamente qué esperaba, aunque no que la tratara con aquella brusca indiferencia.
No, indiferencia, no. Sabía que él estaba pendiente de ella, y esto era parte del problema. Tanek hervía de ganas de acercarse, bajo aquella fría e incisiva apariencia.
Y ella también.
Por Dios, ella también.
– Vete a la cama. -Tanek cerró el libro y se levantó-. Es tarde.
– Un minuto. Quiero acabar este boceto -dijo sin levan-tar la vista del papel-. Buenas noches.
– Pensaba que ya habías acabado los bocetos de Michaela.
– Unos cuantos más no me irán mal antes de ponerme a pintar.
Podía sentir sus ojos sobre ella, pero no levantó la mirada.
– Que no se te haga tarde. Esta mañana has estado tan in-segura que no la has aprovechado para nada. Me has hecho perder el tiempo.
Nell se puso tensa.
– Intentaré no defraudarte más.
– Si lo haces, no te daré clases en una semana. Ya te dije que creía en los castigos y las recompensas.
Nell dijo tranquilamente:
– ¿Estás seguro que no estás buscando una excusa?
– Quizá. No me des ninguna.
Lanzó un suspiro de alivio cuando él salió de la habita-ción. Cuando estaban juntos, sus sentimientos pugnaban por no mirarle. No quería ver su cuerpo fibroso relajado sobre una silla, o su mano pasando las páginas de un libro. No quería oler su aroma, mezcla de jabón y de loción para después del afeitado, rodeándolo.
Hizo los últimos trazos de las líneas del pelo. Le tem-blaba la mano. Odiaba sentirse tan débil. Nell no quería res-ponder como un animal en celo mientras contemplaba como él se movía por la habitación. No había sido así ni con Richard. Ni con Bill. ¿Qué demonios le estaba pasando?
Dejó el lápiz y estudió el esbozo de Tanek. Había pen-sado que si pintaba, su imagen actuaría como una especie de catarsis. Había conseguido capturar el parecido muy bien. Su tranquila inteligencia, su fuerza, aquella intensidad que descansaba bajo su apariencia, aquella desmayada insinua-ción de sensualidad en la curva de su labio inferior…
Sensualidad. ¿La había copiado de la realidad, o se había permitido dibujarla, fruto de su obsesión? No lo sabía. Úni-camente sabía que estaba allí, llana y con crudeza, ante ella.
Se puso en pie de un salto y metió el bloc de dibujo en el interior del portafolios. Tenía calor, notaba las mejillas ru-borizadas y febriles. Estúpida. Estúpida. Estúpida. Nunca hubiera debido dibujarlo. No la había ayudado para nada. ¿Dónde estaba ese control que había estado ejercitando? Ya no era una jovencita con las hormonas jadeantes por un pri-mer encuentro.
Pero se sentía tan insegura y vulnerable como si lo fue-ra. Había pensado que podría cruzar por aquel mar de du-das. Pero ¿qué utilidad tenía poder confiar en otros aspectos de su vida si se permitía vacilar por…?
«Olvídalo. Vete a la cama. Mañana empezarás de nuevo.»
Si pudiera dormir. Había estado dando vueltas en la cama durante horas la pasada noche, frustrada, queriendo…
Sí, debía dormir.
Nell estaba soñando otra vez.
Tanek se quedó quieto en el salón al oír los suaves ru-mores que provenían de detrás de su puerta.
Pesadillas. Sufrimiento.
Debía irse a su habitación y olvidarlo. No era nada nue-vo. No podía ayudarla. No quería ayudarla.
Penetrar en aquellos sueños significaría acercarse aún más, y ya estaba suficientemente cerca de ella.
Lo que deseaba era poseer aquel cuerpo fuerte y adora-ble, no aliviar aquel alma atormentada.
Demonios, se iría a la cama y se olvidaría de ella.
… abajo, abajo,
A tocar la rosa…
Nell luchó por escapar de las pesadas capas del sueño y salir de la pesadilla.
Estaba acostada, temblorosa, intentando controlar los sollozos.
Lo siento, cariño. Lo siento, Jill.
Se incorporó y, a ciegas, se calzó las zapatillas.
Alejarse de la cama, de la habitación, del sueño…
El salón. El espacio, el fuego, las ventanas…
Bajó rápidamente y atravesó el pasillo a oscuras. Vio el resplandor del fuego sobre las paredes del salón ante ella. Todo iba a salir bien. Estaría allí hasta que se calmara y entonces volvería a la cama y…
Se detuvo bruscamente en la puerta del salón.
– Entra. -Tanek estaba sentado en el sofá de piel frente al fuego, envuelto en una bata de felpa-. Te estaba esperando.
Ella susurró.
– No, yo no… -Dio un paso atrás-. Quiero decir… Me voy.
– ¿Y me dejarás aquí, sentado, preocupado por ti? ¿Por qué? ¿Te sientes mejor si le das vueltas a la cabeza sola?
– No le estaba dando vueltas.
– Le dabas vuel… -contuvo lo que iba a decir y añadió con cansancio-. Lo siento. Ya sé que no. Soy yo el que esta dándole vueltas. Tú simplemente estás intentando sobrevi-vir. Entra, ven aquí e intentaremos hacerlo juntos.
Nell vaciló. Sus sentimientos hacia él ya eran suficiente-mente confusos, y no quería exponerse a Tanek cuando es-taba así de vulnerable.
Él levantó su mirada y le sonrió desmayadamente.
– Ven aquí. No muerdo.
Sin aristas. Sin aspereza. Lentamente, Nell se acercó.
– Bien. -Tanek se volvió a mirar hacia el fuego, ignorán-dola.
Nell se dejó caer en un taburete al lado de las llamas.
– No tienes por qué estar tan tensa. No voy a saltar so-bre ti. Ni física ni verbalmente. Cuando hay heridas abier-tas, no juego sucio.
– Nunca juegas sucio.
– Sí que lo hago. Sólo que no me has visto en el momen-to adecuado. -Metió la mano en su bolsillo, sacó un pañue-lo y se lo alcanzó-. Límpiate la cara.
Nell se secó las mejillas.
– Gracias.
Silencio. Sólo se oía el sonido del crepitar de la madera y el de sus respiraciones. Empezó a relajarse. Su presencia si-lenciosa era extrañamente reconfortante. Era mucho mejor que estar sola frente a sus demonios. Él no podía compartir sus pesadillas pero sí mantenerlas a raya.
– No puedes seguir así y lo sabes -susurró Tanek, al fi-nal, pausadamente.
Nell no le respondió. No había respuesta.
– Tania me explicó lo de los sueños. A veces ayuda ha-blar de ello. ¿Por qué no me explicas de qué tratan?
– No. -Se cruzó con su mirada y se encogió de hom-bros-. Medas.
– Ya sé que van sobre lo de Medas. ¿Qué más?
– Jill -dijo secamente-. ¿Qué otra cosa podría ser?
– Puedo entender el dolor. Pero no puedo entender que te atormentes.
– Jill está muerta y Maritz aún deambula por ahí fuera.
– Ira, no angustia.
Nell se sintió arrinconada. No estaba en condiciones de que la examinaran.
– Ya te he dicho que no quiero hablar de eso.
– Creo que sí. Por esta razón no te has ido cuando me has visto aquí sentado. ¿Qué sucede en tu sueño, Nell?
Ella abría y cerraba las manos con nerviosismo.
– ¿Qué crees que sucede?
– ¿Estás forcejeando con Maritz?
– Sí.
– ¿Dónde está Jill?
Ella no contestó.
– ¿En el dormitorio?
– No quiero hablar de ello.
– ¿Tú estás en el balcón?
– No.
– ¿Puedes oír los disparos en la planta baja?
– No, nunca. Todo lo que oigo es la caja de música.
Allá vamos, abajo, abajo,
a tocar la rosa roja…
¿Por qué no paraba? La estaba enviando de vuelta al centro de aquel mundo nebuloso y oscuro.
– ¿Dónde está Jill?
«Maldito seas, ¿por qué no lo dejas ya?»
– ¿Dónde está Jill, Nell?
– En la puerta. -Nell, de repente, empezó a hablar-. Está de pie en la puerta, llorando y mirándome. ¿Es eso lo que querías saber?
– Sí, es lo que quería saber. ¿Por qué no querías decír-melo?
Sus uñas se clavaron en la palma al cerrar con fuerza los puños.
– Porque no te incumbe.
– ¿Porqué?
Aquí bajamos abajo, abajo, abajo.
– ¿Por qué, Nell?
– Porque yo grité.-Las lágrimas surcaban sus mejillas-Yo no pensé…, siempre me habían dicho que hay que gritar para asustar a un atacante. Yo grité y ella salió del dormito-rio. Fue por mi culpa. Si yo no hubiera gritado, ella se hu-biera quedado en la cama. Y él podía no haber sabido que estaba allí. Podría haberse salvado.
– Nell…
Nell se estaba balanceando adelante y atrás sobre el ta-burete.
– Fue por mi culpa. Ella salió, y él la vio.
– No fue por tu culpa.
– No me digas eso -replicó con fiereza-. ¿Me has oído? Yo fui la que grité.
– Un pecado terrible mientras alguien te está apuñalando para matarte.
– Fue un pecado. Era mi hija. Debería haber pensado. Debería haberla protegido.
Tanek la cogió por los hombros y la zarandeó.
– Hiciste lo que pensaste que era mejor. De todos mo-dos, Maritz la hubiera encontrado. Él nunca deja cabos sin atar.
– Podía no haberse dado cuenta que estaba allí.
– Lo habría descubierto.
– No, yo grité y él…
– Para. La caja de música. -La rodeó con sus brazos y le puso la cabeza en su hombro-. Has dicho que la caja de mú-sica seguía sonando. Maritz habría sospechado que había alguien en la otra habitación. Y lo habría comprobado. -Ella levantó los ojos y miró directamente a los de Tanek-. ¿No habías pensado en eso? -Nell sacudió la cabeza-. No me sorprende. -Apartó unos mechones de pelo oscuro de su cara-. Me preguntaba por qué no me culpabas por lo suce-dido. Estabas demasiado ocupada culpándote a ti misma.
– Y aún me culpo. ¿Crees que acordarme de la caja de música va a arreglarlo todo?
– No, no hasta que te perdones por continuar viviendo mientras Jill está muerta.
– Cuando muera Maritz, me perdonaré a mí misma.
– ¿Lo harás?
– No lo sé -susurró-. Espero.
– Yo también. -La atrajo entre sus brazos y la meció-. Yo también, Nell.
Ella sentía su olor, la aspereza de su ropa contra sus me-jillas. Sin pasión, sin calentura. Simplemente, una paz plena. Nell se quedó así mucho tiempo, dejando que aquella paz la envolviera y la curara.
Finalmente, levantó la cabeza.
– Debería volver a la habitación e intentar dormir. De lo contrario, mañana me dirás que estoy torpe.
– Probablemente. -Tanek la obligó a sentarse de nuevo en el sofá, y a recostar la cabeza sobre su hombro-. Preocú-pate mañana por eso.
Nell se relajó, apoyada en él, y dejó que aquella paz flo-tara a su alrededor. Era extraño que él, un ser nada pacífico, pudiera aportarle tanta serenidad. Se quedaría un ratito más allí, y después se iría…
Nell estaba acurrucada entre sus brazos, tan confiadamente como si él fuera su madre, pensó Tanek con tristeza.
No era precisamente lo que él tenía en mente.
Quería sexo casual y distancia emocional.
No había conseguido sexo, sino más intimidad de la que nunca antes había experimentado con ninguna mujer.
Era por su culpa. No tenía por qué hacer el rol de madre sustituta.
Excepto porque Nell lo necesitaba.
Le dolía el brazo, le daba calambres, pero no lo retiró. Miró la mano de Nell, que yacía relajadamente sobre su muslo. Marcas diminutas en forma de media luna sangraban sobre su palma, donde se había clavado las uñas. Dulcemen-te, le acarició una de aquellas medias lunas rojas. Cicatrices. Aquellas marcas desaparecerían, pero las invisibles perma-necerían. Las de Nell eran tan feas como las suyas propias, y aquellas heridas los unían más.
Ella se acurrucó contra él y murmuró algo inaudible.
– Shh. -La abrazó más fuerte.
Eso es lo que haría una madre, ¿no? Ofrecer tranquili-dad y ayudar a ahuyentar las pesadillas.
Suspiró resignado. Definitivamente, sin duda alguna, aquello no era lo que había tenido en mente.