– He descubierto lo que usted quería -le dijo Nigel Simpson a Tanek tan pronto como éste levantó el auricular-. Sé por qué dieron el golpe.
– ¿Por qué? -preguntó Nicholas.
– Venga aquí y se lo diré. Y traiga doscientos mil dólares en efectivo.
– No hay trato -repuso Nicholas llanamente.
– Tengo que desaparecer. Creo que alguien me vigila. -Nigel estaba muy inquieto-: Es por su culpa. Usted me obligó a hacerlo. He estado haciendo negocios con Kabler durante más de un año sin levantar las sospechas de nadie. No hay derecho que ahora tenga que dejarlo todo y desapa-recer.
– El único pago que recibirá de mí es el silencio.
– Le digo que necesito dinero para…
– Jamie me ha contado que tiene usted una cuenta en Suiza con el dinero que Kabler le ha ido ingresando. Estoy seguro de que tendrá suficiente para empezar una nueva vida en cualquier paraíso tropical.
Hubo un silencio al otro lado de la línea.
– Mil dólares y le entregaré los libros contables de Gardeaux.
– ¿Qué me pueden aportar? Ayer mismo dijo que no eran incriminatorios.
– A no ser que los relacione con los informes de Pardeau. Entonces, la imagen se completa.
– ¿Quién es Pardeau?
– Francois Pardeau, 412 de St. Germain. Mi homólogo en París. -El tono de Nigel se volvió taimado-: Ya ve que colaboro. Y esto le ha salido totalmente gratis.
– Podría ser que esos informes no me aportaran ningún beneficio. No quiero a Gardeaux detrás de unos barrotes.
– Kabler sí. Y yo podría ayudarle.
– No intente hacernos jugar el uno contra el otro, Simpson. Si lo que necesita es dinero de inmediato, sabe que Ka-bler tampoco se lo dará. Se tarda tiempo en mover el pape-leo burocrático y conseguir la autorización para un soborno de ese calibre.
– ¿Quiere los libros o no?
– Los quiero. Por cincuenta mil, un pasaporte falso, una identidad nueva y una escolta segura para salir de Inglaterra. Tómelo o déjelo.
– No es suficiente. Yo tendría…
– Si intenta conseguir los papeles usted mismo, Gar-deaux lo descubrirá y le destrozará como un gato a un ratón.
Simpson guardaba silencio. Finalmente, dijo:
– ¿Para cuándo?
– Jamie tardará un día en tener los papeles. Yo saldré en avión mañana por la mañana y llegaré a su apartamento ha-cia la medianoche.
– No, no venga aquí. No quiero que me vean con usted. Deje el dinero y los documentos pasado mañana en el cepi-llo de la iglesia de St. Anthony a las diez en punto.
– ¿Sin los libros ni la información? Lo siento, pero mi caridad no llega a tanto.
– En el cepillo encontrará la llave de una consigna de la estación de autobuses de Bath. Confíe en mí.
– Bath está a más de una hora en coche de Londres.
– Es lo mejor que puedo ofrecerle. Ya no queda ni una sola consigna en las estaciones de Londres gracias a las bom-bas del IRA.
– Mira qué bien.
– Yo soy el que se arriesga -dijo chillando-. ¿Y si me si-guen?
– Nosotros también lo haremos. Desde el momento en que recoja el dinero hasta que yo llame a Jamie para decir-le que el paquete de la consigna está bien. Después, él envia-rá un hombre a recogerle y asegurarle una huida segura.
Colgó el auricular.
– ¿Libros? -le preguntó Jamie, sentado al otro lado de la habitación.
– Simpson está asustado. Acepta vender los libros conta-bles de Gardeaux y la información sobre lo de Medas por una suma miserable y una huida segura.
– ¿Para qué quieres esos libros?
Nicholas se encogió de hombros.
– Puede que no los quiera. Son tan sólo una especie de comodín. Y tendría que acceder a los libros que Pardeau tie-ne en París para que los de Simpson cobraran sentido.
– Entonces, ¿qué sentido tiene pagar por ellos?
– A veces, un comodín puede hacer que ganes la partida. Por Dios, nunca antes habíamos estado tan cerca de Gar-deaux -y luego añadió-: También quiero enterarme del por-qué del golpe de Medas.
– Y supongo que querrás que agilice el tema de los papeles de Simpson, ¿no? -Se puso en pie y se acercó al teléfono-. Se-cuestrado una vez más en las rutinas de este pragmático mun-do. Qué desastre. Yo que estaba sentado, ahí, componiendo una inmortal oda a los bellísimos ojos de nuestra Nell…
La casa de Joel Lieber le recordaba vagamente a una que ha-bía visto en una revista, construida por Frank Lloyd Wright. Toda ella era un conjunto de líneas modernas y cristal, inte-grado sutilmente en un marco de jardines, rocas y una cas-cada que brotaba de un pequeño estanque burbujeante.
– Es preciosa -dijo Nell al salir del coche.
– Por fuerza. -Nicholas la guió hacia la entrada princi-pal-. Es una casa construida gracias a la belleza.
– Tania dice que Joel realiza una buena cantidad de tra-bajos de caridad.
– No le estoy criticando. Yo soy capitalista. Todo el mundo tiene derecho a recoger los frutos de su labor.
– Eh, señor Tanek. Me alegro de verle.
Nell se volvió asombrada al ver a Phil bajando por el ca-mino del jardín. Iba vestido con téjanos y una camiseta de los Bulls, y llevaba una azada.
– ¿Qué haces tú aquí?
Sonrió contento.
– El señor Tanek cree que es mejor que yo ande cerca, por si tiene usted una recaída. Y, mientras, el doctor Lieber me deja trabajar en su jardín. Me pagué los estudios vendiendo plantas. Es fantástico estar cerca de las flores otra vez. -Se sentó en el banco al lado del arroyo-. Si me necesi-ta para algo, sólo tiene que llamarme.
Nell se volvió hacia Nicholas.
– Sabes perfectamente que no voy a tener ninguna recaída.
– Nunca se sabe. -Cambió de tema-. Joel me ha dicho que quieres empezar el papeleo para anular tu muerte. ¿Porqué no me lo has comentado?
– Porque he cambiado de opinión.
– Bien. ¿Puedo preguntarte por qué?
– He decidido que puede ser conveniente. Mi nuevo nombre será Eve Billings. Necesitaré un carné de conducir y un pasaporte con este nombre. ¿Me los conseguirás?
– Tardaré unos días.
– Y necesitaré dinero para vivir. ¿Puedes abrir una cuen-ta a mi nombre hasta que me sea posible acceder a mi dine-ro? Por supuesto, te firmaré un pagaré.
– Eso, tenlo por seguro -dijo-. Puede que tenga que co-brármelo de tus propiedades si persistes en intentar que te maten.
– ¿Lo harás pronto?
– Llamaré y te transferiré fondos al banco de Joel a nom-bre de Eve Billings esta misma mañana. Recibirás tus docu-mentos por correo.
– Gracias. A Kabler no le costó demasiado encontrarme. ¿Debo preocuparme por la posibilidad de que Maritz pueda haber seguido mi rastro hasta el hospital?
– No.
Lo dijo con absoluta certeza. Tanek debía de haber ta-ponado la brecha, pensó Nell.
– ¿Y qué hay respecto a mi expediente sobre la operación?
– Destruido, excepto algunos documentos que Joel guarda aquí. Le pediré que se libre de ellos también.
– Bien. -Tocó el timbre-. Sé que te dije que no te pediría na-da más. Te prometo que ésta será la última vez. Adiós, Tanek.
– No lo digas como si fuera un adiós definitivo. Te se-guiré viendo. Si no, acabarás bajo tierra y…
– ¡Ya estás aquí! -Tania abrió la puerta de par en par con una amplia sonrisa-. Y Nicholas también. ¡Qué bien! En-trad y veréis qué maravillas he hecho con la casa de Joel.
– En otra ocasión. Tengo prisa. -Le sonrió a Tania-. Debo tomar un avión. Ya nos veremos otro día.
Nell le observó mientras se dirigía al coche. Era la pri-mera vez que había mencionado un viaje. ¿Londres?
– Entra. -Tania tiraba de ella, entusiasmada-. Quiero en-señarte las…
– … maravillas -dijo Nell, completando la frase-. Por fuera ya es suficientemente maravilloso.
– Pero frío. Joel es cirujano, y le atraen las líneas limpias y eficientes. Pero el interior debe ser cálido. Le dije que no podía tener una casa tan absolutamente «precisa» como una de sus incisiones. -Llevó a Nell hacia el salón-. Que debía rodearse de alegría y color.
– Ciertamente, contigo no le falta nada de eso.
Las sillas y los sofás de la habitación eran modernos y sobrios, pero lujosamente cubiertos por tejidos de color visón. Había cojines en color granate, beige y naranja por to-das partes. Se mezclaban flores, rayas y estampados que, en teoría, no iban nada a juego, pero que creaban una estampa exótica y, al mismo tiempo, originalmente acogedora. Una alfombra persa de color crema cubría el suelo de roble, transmitiendo un suave resplandor cálido.
– Es realmente encantador.
– Mi abuela solía decir que el suelo más duro puede ablandarse si usas suficientes cojines -sonrió-. Bueno, no podía ser profunda siempre. Además, hay que admitir que estaba en lo cierto.
– ¿Tu abuela la gitana?
Tania asintió.
– Deberías haber visto esta casa antes de que yo viniera. Estilo danés, moderno y muy frío. -Fingió tiritar-. No era nada bueno para Joel. Es un hombre que nunca se acercará a la calidez si no se la echas por encima. -Sonrió alegremen-te-. Así que lo hice.
– Realmente, es muy original. ¿Has pensado en dedicar-te a la decoración?
Tania asintió de nuevo.
– Empezaré a ir a la universidad en otoño, pero voy a es-tudiar Literatura. Me gustaría ser escritora. -Fue hacia la puerta-. Ven, te enseñaré tu habitación. Está justo encima del estanque, y creo que encontrarás el sonido del agua muy relajante. -Subió corriendo por la escalera de caracol y abrió la puerta que había en lo alto-. ¿A que está bien?
Más color: dorados, óxidos y escarlatas, un estudio en tonos otoñales. Una cama baja cubierta con un edredón ver-de oscuro. Plantas de hiedra en recipientes de latón, crisante-mos altos y orgullosos en floreros de cristal. Una estantería, también baja, repleta de libros lujosamente forrados en piel.
– Me gusta mucho.
– Lo sabía -asintió con satisfacción-. Dicen que el azul es lo mejor para relajarse, pero me pareció que a ti te gusta-ría así. Phil ha cogido los crisantemos esta misma mañana.
Nell estaba emocionada.
– Os habéis tomado demasiadas molestias. No me que-daré mucho tiempo, ya lo sabes.
– El suficiente para disfrutar de mi casa -dijo Tania-. Te dejo sola para que descanses un poco antes de la comida y te pruebes la ropa que hay en el armario.
– ¿Qué ropa?
– La que hice enviar desde Dayton el día que tan grose-ramente decidiste abandonarme.
Nell la miró desconcertada.
– No me dijiste nada de que habías comprado ropa.
– ¿Qué querías que hiciera? -Fue hacia la puerta-. No me gusta perder el tiempo, y no tenía nada que hacer hasta que volvieses.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– ¿Acaso tenía que hacerlo? Te habías portado muy mal, y deseaba que te sintieras culpable. No te iba a dejar pensar que me las había arreglado muy bien yo sólita.
Tania se fue, cerrando la puerta, y Nell se sorprendió a sí misma sonriendo. Aquella mujer era como una brisa cálida que apartaba cualquier obstáculo que encontraba en su camino.
Miró hacia el armario. Más tarde.
Se acercó a la ventana. La cascada sólo estaba a unos cua-renta y cinco metros y el sonido del agua era tan relajante como Tania le había descrito. Phil estaba arrodillado junto al estanque, trabajando en una cama de rosas híbridas amarillas.
Richard siempre le regalaba rosas amarillas. Él conocía aquellos pequeños detalles que gustan a una mujer y la ha-cen sentir especial. Sally Brenden admiraba eso en él. De hecho, todo el mundo admiraba y adoraba a Richard.
Y ahora, él se había ido. ¿Por qué no lloraba su muerte?
Su dolor por la pérdida de Jill la había cegado hasta tal extremo, que cuando pensaba en la muerte de Richard sólo podía sentir una pálida sombra de pena. ¿No lo había querido? ¿Se había autoconvencido de que gratitud y necesidad eran lo mismo que amor? Oh, no lo sabía. Quizás era por eso que no se había disgustado en absoluto al ver que la ma-dre de Richard ni siquiera la mencionaba en la tumba de su hijo: justamente porque no se sentía con derecho a ello. Aunque Nell intentó darle el amor que se merecía, solamen-te Edna lo había amado de verdad.
Phil volvió la cabeza y miró hacia la casa un momento, y luego continuó con sus rosales. Estaba allí, vigilando, comprobando que ella no hubiera salido afuera. Alerta, para evitar que se aventurara en el territorio que Nicholas consi-deraba suyo. No tenían por qué preocuparse. Como él le había dicho, no estaba en condiciones de actuar contra Gardeaux y Maritz. Debía tenerlo todo muy claro en el mo-mento de ajustar cuentas.
Pero sus planes no incluían tener que quedarse allí, bajo la mirada de un guardián benevolente. Tendría que pensar un poco en ello. La semilla de una idea empezaba a crecer, pero debía elaborar un plan en firme para estar en condicio-nes de remediar la situación.
Le estaban siguiendo. El pánico se adueñó de Nigel.
Miró hacia atrás. Nadie. Aceleró el paso sobre el pa-vimento. Ni un ruido a su espalda. Quizá se había equi-vocado.
Pero no. Sentía una presencia. Alguien le seguía, desde el momento en que había salido de la iglesia, por la tarde.
El apartamento de Christine estaba justo ahí enfrente. Subió los peldaños a toda prisa y llamó al timbre.
¿No había una sombra al otro lado de la calle, en un portal?
– ¿Sí? -respondió Christine a través del interfono.
– Déjame entrar. ¡Date prisa!
La puerta se abrió. Nigel se apresuró a entrar y cerró bien, dando un portazo.
– ¿Qué pasa, pichoncito? -Christine estaba asomada a la barandilla. Sonreía, con los labios separados, encantadora y maliciosa-. ¿Tan impaciente estás?
– Sí.
Lo estaba incluso antes de sospechar que le seguían. Christine no era única, pero no había encontrado a muchas mujeres con tanto talento en su especialidad. Quería pasar una noche más con ella antes de irse de Londres. Pero se preguntaba si no habría sido mejor ocultarse y permanecer escondido, hasta que fuera el momento de volver a St. An-thony a la mañana siguiente.
– Entonces, sube, ven. Te tengo preparado algo especial, esta noche. Un nuevo juguete para castigarte, niño malo.
Tuvo una erección de inmediato. Un juguete nuevo. Aquel enorme pene de caucho que Christine había utilizado con él la última vez casi lo había partido por la mitad. Re-cordó cómo se había corrido: un auténtico geiser. Volvió la cabeza para echar un vistazo al portal. En realidad, no había visto a nadie y, si había alguien, podía ser más peligroso sa-lir que quedarse. El apartamento de Christine era un lugar tan seguro como cualquier otro. Únicamente había dos apartamentos en aquel edificio, y uno de ellos vacío porque el otro inquilino estaba fuera del país.
– ¡Ven! -ordenó Christine-. Deja de hacerte el remolón, o te castigaré.
La excitación pudo con él. Estaba empezando. Pronto estaría de rodillas frente a ella, perdido en aquel oscuro ca-lor. Ansioso, empezó a subir los escalones.
Ella estaba de pie, en lo alto de la escalera, totalmente desnuda, excepto por los tacones de aguja de siete centíme-tros, alta, voluptuosa, dominante. Christine retrocedió un paso hacia la puerta de su apartamento.
– ¿Cuántas veces tengo que decirte que debes obedecer a la primera?
– Lo siento. Merezco ser castigado. -La siguió al interior de su apartamento-. ¿Puedo verlo ya?
– De rodillas.
Instantáneamente se arrodilló ante ella.
– Muy bien. -Separó las piernas, bien abiertas, y se que-dó de pie, a horcajadas, mirándolo desde arriba-. Dime, ¿qué es lo que quieres ver?
– El juguete. El juguete nuevo.
Christine lo agarró por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás. Nigel sintió un escalofrío de dolor.
– Pídemelo educadamente.
– Por favor, ama, ¿podría ver el juguete? -susurró.
– ¿Eso es todo lo que quieres? ¿Verlo solamente? ¿No quieres que lo use en ti?
– ¿Me hará daño?
– Muchísimo.
El se estremecía y temblaba de excitación. Siempre se ponía así la primera vez, pero no debía correrse hasta que ella le concediera su permiso.
– Si así te complace, ama, quiero que lo uses conmigo.
– ¿Estás seguro?
Nigel asintió.
– Entonces, así será -sonrió cruelmente-. Pero no quie-ro ensuciarme las manos contigo. Dejaré que sea mi amigo el que te enseñe el juguete.
– ¿Qué amigo? No hay nadie más…
¡Un agudo dolor le atravesó la espalda! Dios santo, ¿Qué había sido aquello? ¿Una barra de hierro? Aquella agonía era demasiado, no podía soportarla.
Intentó, instintivamente, agarrarse a las caderas de Christine.
Esta dio un paso atrás y él cayó de bruces sobre la mo-queta.
– Es demasiado… -susurró-. Haz que… pare.
Christine miraba fijamente a la persona que estaba justo detrás de él:
– Me prometiste que sería limpio y rápido, Maritz. Y está desangrándose sobre mi moqueta.
– Gardeaux te la cambiará.
– Quiero que te lo lleves de inmediato. Acaba ya.
– No -susurró Nígel.
Nadie lo había estado siguiendo. Maritz ya estaba allí, esperándolo.
– Será un momento.
– Acaba ya, o le diré a Gardeaux que pusiste en peligro el encargo porque querías divertirte.
– Zorra.
Y lo acabó.
La llave estaba en el cepillo de la iglesia.
Nicholas la miró un momento antes de guardársela en el bolsillo. Tenía el aspecto de una llave cualquiera. Simpson podía haberle dado la llave de su propia puerta.
Colocó el paquete con el dinero y los documentos en el cepillo y salió de la iglesia.
Le hizo un gesto a Jamie, que estaba en el taxi Rolls-Royce, aparcado al otro lado de la calle, y subió a su coche de alquiler.
Giró el volante y se fue en dirección a Bath.
– Tengo los libros -dijo Nicholas, hablando por su teléfono móvil-. Quizá. Parecen bastante auténticos. Todavía no he tenido ocasión de examinarlos. Los revisaré en el avión de vuelta a Estados Unidos.
– Me sorprende -dijo Jamie-. Creía que Simpson habría intentado hacer el doble juego y después se asustaría.
– ¿Por qué?
– Nuestro querido hombre no ha aparecido para escoger el premio.
– ¿Qué?
– Que no ha aparecido por St. Anthony. ¿Qué vamos a hacer con el dinero? Vacían los cepillos cada tarde a las ocho.
Nicholas pensó un segundo. Eran casi las cinco, y no parecía muy lógico que Simpson llegara tan tarde al punto de cita. Salvo que Gardeaux hubiera intervenido.
Pero si Simpson había sido asesinado, ¿por qué aquellos libros estaban en poder de Nicholas? Era inconcebible que Gardeaux no le hubiera sonsacado a Simpson, antes de ma-tarlo, el lugar donde los había ocultado.
A no ser que Gardeaux no supiera nada del negocio de Simpson con aquellos libros. Era posible que sólo hubiera descubierto la traición de Simpson con Kabler.
– ¿Me oyes? -preguntó Jamie-. Te he preguntado que qué hacemos con…
– Te he oído. Quédate por aquí una hora más. Si no ha venido, recupera el dinero y los documentos, y ve a inspec-cionar su apartamento.
– ¿Y luego?
– Démosle veinticuatro horas. Vigila el apartamento y ponte en contacto si Nigel aparece.
– Es una condenada pérdida de tiempo. Los dos sabemos lo que le ha pasado a ese pobre bastardo.
– Veinticuatro horas. Hice un trato.
– ¿Café, señor Tanek?
Le sonrió a la azafata y negó con la cabeza.
– Más tarde, tal vez.
Abrió el primero de aquellos libros contables después de que la joven se alejara por el pasillo. Lo examinó breve-mente. No reconoció ninguno de los nombres de las compañías que aparecían registradas; probablemente figuraban en clave. Había flechas señalando líneas en blanco en cada cómputo desde el principio al final.
¿La parte de Pardeau que debía añadirse para completar la imagen?
Aunque tuviera los libros de Pardeau, seguramente ne-cesitaría contratar a un contable que, además, fuera brujo, para descifrar aquellos números. Por el momento, no vio ninguna razón para correr el riesgo de darle unos toques a Pardeau. En primer lugar, no estaba seguro de que el resul-tado tuviera algún valor para él. Y además, Gardeaux podía no haberse dado cuenta aún de que Nicholas tenía aquellos libros, pero pronto descubriría que habían desaparecido. Pardeau estaría custodiado y sería mejor esperar a que aque-lla vigilancia se relajase.
Nicholas examinó el segundo libro, encontró más de lo mismo y lo metió de nuevo en el maletín. Por último, cogió el sobre de papel manila, tamaño folio, con el nombre Medas garabateado en el centro.
Sacó de él unos cuantas hojas. La primera era aquella lis-ta de nombres que Jamie le había entregado en Atenas. La tiró a un lado y examinó la segunda.
Se enderezó en su asiento.
– Mierda.
– Tengo que ver a Nell, Tania -dijo Tanek, irrumpiendo a grandes zancadas en el recibidor-. ¿Dónde está?
– Hola. Yo también me alegro de verte -repuso Tania al cerrar la puerta.
– Sí, claro, perdona. ¿Dónde está?
– Ya no está aquí. Se ha ido.
Nicholas se volvió como un rayo a mirarla.
– ¿Que se ha ido? ¿Adonde?
Ella sacudió la cabeza.
– Estuvo aquí tres noches y se fue ayer por la mañana. Dejó una nota. -Se acercó a la cómoda y abrió un cajón-. Una nota muy atenta, agradeciéndonos la hospitalidad y asegurando que seguiríamos en contacto. -Se la entregó-. Como te lo digo. No se ha llevado nada de ropa, excepto un par de téjanos y unas zapatillas de tenis. Así que, probable-mente, volverá pronto.
– No cuentes demasiado con ello. -No sabía qué demo-nios haría Nell. Inspeccionó la nota: cálida, meticulosamen-te educada y sin ningún tipo de información-. ¿Recibió un paquete postal?
– Hace dos días.
La documentación que sin duda alguna le permitiría moverse libremente.
– ¿Dónde está Phil?
– En el jardín. -Tania frunció el ceño-. Y no le eches la culpa a él, que ya está bastante contrariado.
– Claro que se la echo. -Fue hacia la puerta-. Pero no le dispararé, si eso te tranquiliza. Ahora vuelvo.
Phil parecía tan desolado como Tania había dicho. Se puso en tensión al ver a Nicholas.
– Lo sé. He fallado estrepitosamente. Pero la he estado vigilando noche y día, siempre -se disculpó, antes de que Nicholas pudiera hablar-. Incluso he dormido en el coche, delante de la entrada.
– Dormido parece ser la palabra adecuada.
Phil asintió malhumorado.
– No me lo esperaba. Parecía estar tan contenta con la señorita Vlados.
Nicholas tampoco se lo esperaba. No tan pronto. Había creído que Nell necesitaría tiempo para recuperarse de aquella traumática visita al cementerio.
– Bueno. Ya está hecho. ¿Has intentado encontrarla?
Phil asintió de nuevo.
– La señorita Vlados dijo que le habías ingresado algún dinero en el First Unión a nombre de Eve Billings. Le seguí la pista desde el banco, donde retiró fondos, hasta la esta-ción de tren. Fue bastante fácil. La gente no puede olvidar una cara así.
– ¿Hacia dónde fue?
– A Preston, Minnesota. Se bajó allí y alquiló un coche. Lo dejó en el aeropuerto O'Hare de Chicago. Aún no he podido seguir su pista a través de las compañías aéreas. En los centros de reservas les gusta mantener la confidencialidad, y tardaré un poco si tengo que pasar por la oficina de cada una de las compañías aéreas de O'Hare para ver si la han visto. -Hizo una pausa-. Claro que, si tuviera acceso a un ordenador, po-dría introducirme en la base de datos de esas compañías y…
– Está intentando dejar una pista falsa. Nunca usaría su nuevo nombre y, además, pagaría en efectivo. No tiene tar-jetas de crédito válidas.
Phil hizo una mueca.
– Mala suerte.
– Pero lo que sí tiene ahora es pasaporte -pensó un se-gundo-. Quizás aún lo logremos. Si tiene un destino claro en mente, puede que haya llamado desde aquí y haya hecho algunas gestiones. ¿Fue a algún sitio en que hubiera podido usar un teléfono público?
– Ella y la señorita Vlados fueron al supermercado y al quiosco, pero yo las acompañé y les llevé sus compras de vuelta. Y ella no hizo ninguna llamada.
– Vamos. -Nicholas se dirigió hacia la casa.
Tania se acercó a ellos, todavía en el camino de entrada.
– ¿Y bien?
– Phil necesita un ordenador. Joel tiene uno en la biblio-teca, ¿verdad?
– Sí -miró a Phil con escepticismo-. Pero lo mima como si fuera su mascota más querida. No se pondrá muy con-tento si le pasa cualquier cosa a algunos de los programas.
– Tendré mucho cuidado -prometió Phil seriamente-. Y sólo lo utilizaré durante unos treinta minutos.
– El ordenador de Joel estará en buenas manos -aseguró Nicholas-. Phil es un devoto de Microsoft.
– ¿De quién?
– No importa. Confía en mí. El ordenador de Joel estará seguro.
Ella se encogió de hombros y les acompañó a la casa. Se-ñaló la puerta del fondo de la sala.
– Allí está el estudio de Joel.
– ¿Tenéis más de una línea telefónica?
Tania asintió.
– El teléfono de la casa y el del estudio de Joel.
– ¿Cuáles son los números?
Ella se los recitó.
– ¿Quieres que los anote?
– No, me acordaré. Los números son precisamente lo mío. -Y se apresuró a cruzar el pasillo, en dirección al es-tudio.
– ¿Qué va a hacer Phil? -preguntó Tania.
– Entrar en los registros de la compañía telefónica y descubrir a qué números ha llamado Nell antes de irse y a quién pertenecen.
– ¿Y eso no es ilegal? -Sí.
– ¿Qué pasará si lo cogen?
– No lo harán. Esto es una minucia para él. Phil podría entrar en los archivos confidenciales de la CÍA y salir sin que lo detectaran. -Cambió de tema-: ¿Dónde dormía Nell? Quiero ver su habitación.
– No encontrarás nada. Ya la he limpiado.
– Quiero verla.
Le acompañó arriba y abrió la puerta. Tania contempla-ba cómo se movía por la habitación y revisaba el bloc de no-tas del teléfono.
– No había ninguna nota en él, Nicholas. Tanek observó la primera hoja a contraluz. Nada. Sin marcas de anteriores anotaciones. Fue al armario y abrió la puerta.
– Has dicho que no se ha llevado equipaje.
– Una pequeña bolsa de deporte. ¿Qué estás buscando?
Tanek registró la ropa.
– No lo sé, cualquier cosa. -Cerró el armario y echó una mirada por la habitación. Había un montón de revistas pul-cramente apiladas en un anaquel de la estantería baja-. ¿Ya estaban aquí cuando Nell llegó?
– ¿Las revistas? La mayoría. Aunque Nell compró unas cuantas el día que salimos.
Nicholas las cogió y se sentó en la cama.
– ¿Cuáles?
– No estoy segura. No me fijé. -Tania se acercó a la cama y observó cómo pasaba las hojas-. Cosmo es nueva. Tampoco me suena el Newsweek. No veo ninguna otra… ¿Qué sucede?
– ¿Dirías que ésta es nueva también? -Sacó una delgada revista de entre las otras-. No es precisamente la que la ma-yoría de las anfitrionas suelen ofrecer a sus invitados.
– {Soldado de fortuna} -Tania frunció el ceño-. Nunca había visto esta revista antes. ¿De qué va?
– Una encantadora revista sobre cómo, con qué recursos y de qué manera puede hacerse uno mercenario. Es la Biblia para los amantes de las técnicas de supervivencia y para los que pretenden ser mercenarios.
– ¿Por qué se la compraría Nell? -Lentamente, sus ojos se fueron abriendo como platos-, ¿Crees que quiere contra-tar a alguien?
– No sé qué demonios quiere hacer.
Empezó a pasar aquella revista página a página buscan-do esquinas dobladas o notas escritas. No encontró nada hasta que llegó a la lista de anuncios del final. Había un ligero pliegue en la mitad de la página como si hubiera sido do-blada por ahí.
– ¿Has encontrado algo? -preguntó Tania.
– Una página que debe de tener, como mínimo, unos cien anuncios -dijo, exasperado. Era un extenso surtido de todo tipo de anuncios personales. ¿Y por qué no habría marcado alguno de ellos con un círculo, la muy condenada?
– Creo que lo he encontrado -Phil estaba de pie en la es-calera con un trozo de papel en la mano-. Todo lo que figura en el número del teléfono del despacho parece bastante normal, pero estos tres números registrados en la línea principal son un poco raros. -Le alargó un trozo de papel a Nicholas-. Todos pertenecen a campos de supervivencia. Uno en las afueras de Denver, Colorado, otro, cerca de Seattle, Wash-ington, y el último justo al lado de Panamá City, Florida.
– ¿Qué es un campo de supervivencia? -preguntó Tania.
– Campos de entrenamiento para grupos de gente que cree que Estados Unidos corre el riesgo de entrar en guerra o de convertirse en un estado policial, y que sólo podrán sobrevivir los que estén entrenados en el uso de las armas y en la guerra de guerrillas. -Nicholas iba recorriendo con el dedo cada co-lumna de la revista-. Normalmente, los organizan y dirigen ex mercenarios u otra clase de tipejos militares que quieren pes-car algunos dólares entrenando guerrilleros de fin de semana.
Los tres números estaban en la página, pero no había ninguna indicación sobre cuál de ellos habría escogido.
– ¿A cuál de estos campos llamó en último lugar, Phil?
– Al de Seattle.
– ¿Piensas realmente que Nell ha podido ir a uno de es-tos sitios? -preguntó Tania.
– Sí.
– ¿Por qué?
– Porque es una testaruda, una mujer estúpida que está haciendo todo lo posible para que la maten.
Y porque él había abierto la boca, maldita sea, y había hecho que ella se sintiera poco preparada para la tarea que se había impuesto.
– No creo que quiera morir -dijo Tania tranquilamen-te-. Ya no. Está empezando a sentirse viva de nuevo. Y no es estúpida. Debe de tener una buena razón para hacer esto. ¿Está en peligro?
– Depende de quién dirija el campo. Algunos están orga-nizados por fanáticos que no tienen ningún tipo de reparo en llevar a barrigudos corredores de bolsa hasta el ataque cardíaco para así endurecerlos más.
– Si tan machos son, no aceptarán a Nell.
– Eso sería una suerte. Pero, gracias a Joel, Nell es un buen bocado, y podrían aceptarla por unas razones bastan-te distintas a las habituales.
– ¿Violación?
– Probablemente.
– ¿Podrías llamar a esos campos y preguntar si la han visto?
– El ingreso es confidencial. -Tendrían que investigar en todos ellos. ¿Cuál era el más probable? Nell estaba inten-tando escapar a la vigilancia. Seattle era el más distante y adonde hizo la última llamada-. Yo me encargo de Seattle. Phil, tú ve a Denver.
Phil asintió.
– ¿Quieres que llame a Jamie y le diga que se ocupe de Panamá City?
– Jamie aún está en Londres. Quizá tengamos suerte nosotros dos. -Se puso en pie y besó levemente la frente de Tania-. Estaremos en contacto. Volveré si no la encuentro en Seattle para ver si ha contactado contigo.
– Por favor, hazlo. -Tania lo siguió desde la habitación y bajó las escaleras-. Estoy muy preocupada por ella, Nicholas.
– Tienes razones para estarlo.