– Pardeau está muerto de miedo -dijo Jamie en cuanto vol-vió a subir al coche estacionado frente al 412 de la calle San Germain-. No será fácil.
– ¿Dinero? -preguntó Nicholas, mientras ponía el coche en marcha y se dirigía hacia el Sena.
– Le tienta, pero ha oído lo que le pasó a Simpson. Dice que Gardeaux sabe que he estado en contacto con él y que no quiere que vuelva nunca más por aquí. -Meneó la cabe-za-. Creí que podría conseguirlo la última vez que hablé con él, pero algo ha cambiado. Está muy, muy nervioso.
– ¿Por qué?
Jamie se encogió de hombros.
– Bueno, en realidad, no estoy seguro. Todo lo que dice es que ahora no puede, de ninguna manera, entregarnos los archivos. Y que no importa dónde le escondamos, porque Gardeaux nunca dejaría de buscarlo.
– Entonces, ¿qué ha pasado? -Nicholas respondió él mismo a la pregunta-: Pardeau ha estado recibiendo una in-formación que podría causar mucho más daño a Gardeaux que mostrar simplemente sus transacciones habituales.
– Es lo que sospechaba. -Jamie sonrió-. Pero nos ha procurado una pequeña información que quizá te interese. A Pardeau, hace dos días, le ordenaron que suprimiera la cuenta de Maritz. Gardeaux dijo que ya no lo tenía en nó-mina.
Gardeaux había enviado a su principal demonio hacia la oscuridad exterior. O quizás lo había borrado en un sentido más allá del numérico. No, Maritz no era un gran intelecto, pero tenía instinto y astucia. Nicholas estaba seguro de que se había escondido.
– Quiero saber dónde…
– Nos están siguiendo -le interrumpió Jamie-. Dos co-ches más atrás.
Nicholas se enderezó mientras miraba por el retrovisor. Localizó dos faros delanteros, pero con aquella oscuridad no pudo determinar la marca o el color del coche.
– ¿Cuánto hace?
– Desde que hemos salido del apartamento de Pardeau. Un Mercedes verde oscuro. Estaba aparcado media calle atrás.
– ¿Seguían a Pardeau?
– Puede ser. Pero entonces, ¿por qué dejan de vigilarlo para seguirnos a nosotros?
No tenía sentido. A no ser que Pardeau estuviera en lo cierto y Gardeaux esperara que volvieran a contactar con él. Nicholas no se preocupó. A Gardeaux le gustaba saber lo que hacía y en otras ocasiones ya lo había hecho seguir. Normalmente, no le importaba demasiado, pero ahora que ya había descubierto lo que había venido a buscar, sólo deseaba volver con Nell.
– ¿No deberíamos intentar despistarlos? -preguntó Ja-mie.
Nicholas asintió.
– Conocen la ciudad mucho mejor que nosotros, pero hay muchas carreteras secundarias en las colmas de las afue-ras de la ciudad. -Pisó el acelerador-. Vamos a ver si damos
con una.
Se habían alejado unos ocho o diez kilómetros por las colinas cuando Nicholas se dio cuenta de que el Mercedes les seguía.
Les estaba persiguiendo.
Prácticamente estaba encima de ellos, y casi iban a la máxima velocidad.
Les embistió, golpeando su parachoques trasero.
– Mierda.
– No es un buen sitio -dijo Jamie preocupado mientras miraba a su alrededor lo abrupto del terreno-. Si nos sali-mos de la carretera en cualquiera de los puntos de por aquí, acabaremos estrellados en el terraplén, unos sesenta metros más abajo. ¿Dónde están esas carreteras secundarias cuando las necesitas?
El Mercedes los golpeó de nuevo.
Nicholas hundió el pie en el acelerador y el Volkswagen salió zumbando hacia delante.
– No podemos dejarlos atrás -advirtió Jamie-. El Mer-cedes tiene más potencia. Y además es como si fuera un tanque.
– Lo sé.
Aquel ataque directo y letal no entraba en las previsio-nes, maldita sea.
El Mercedes se les estaba echando encima. No había es-capatoria. Nicholas podría repelerlos unas cuantas veces más pero, al final, acabaría echándolos de la carretera.
De acuerdo. Si iban a hacerlo, mejor sería escoger un lu-gar que les ofreciera alguna opción.
– Desabróchate el cinturón de segundad.
Jamie hizo saltar el enganche del cinturón.
El parachoques delantero del Mercedes les golpeó en el lado izquierdo.
El Volkswagen derrapó y Nicholas casi no pudo impe-dir salirse de la carretera. Jamie soltó un exabrupto al gol-pearse la cabeza con la ventanilla. Se frotó la frente.
– Si vas a repetirlo otra vez, me vuelvo a poner el cintu-rón de seguridad.
– No si quieres sobrevivir a esta aventura. Vamos a salirnos de la carretera.
– Ya lo había deducido. ¿Dónde?
– En la próxima curva. La inclinación no parece tan pro-nunciada. Dirigiré el coche hacia el borde de la carretera y saltaremos. Pon la mano en el tirador de tu puerta. Intentaré reducir todo lo que pueda, pero ellos estarán justo detrás de nosotros y no quiero que adviertan que no estamos dentro.
La curva estaba justo frente a ellos. Nicholas pisó de nuevo el acelerador y el coche salió disparado hacia delante. El Mercedes quedó un poco rezagado.
– No estoy del todo seguro de que sea una idea tan bue-na -murmuró Jamie.
Nicholas se quitó el cinturón de seguridad.
– Ni yo.
Se estaban acercando a la curva. Clavó los frenos y el co-che dio un bandazo.
– Ahora sí estoy seguro de que no es una buena idea -ja-deó Jamie.
Nicholas giró el volante hacia el borde de la carretera y se abalanzó para abrir la puerta.
– ¡Salta!
El Volkswagen se salió de la carretera y se precipitó ha-cia abajo.
Con la primera sacudida, Nicholas salió despedido por la puerta abierta.
Vaya salto…
No podía respirar. La caída le había cortado el aliento. Estaba rodando hacia abajo.
¿Dónde estaba Jamie?
Pudo ver los faros del Volkswagen, que caía por la lade-ra hacia el valle.
Se asió a un arbusto y se mantuvo agarrado firmemente. Rápidamente dirigió su mirada hacia arriba, hacia la carre-tera.
Ahí estaban las luces del Mercedes, aparcado justo al borde de la carretera.
Tres hombres estaban mirando hacia abajo.
¿Hacia el coche o hacia él?
Estaba demasiado oscuro para que le vieran. Seguro que miraban el Volkswagen.
El coche descansaba al final de la ladera. ¿Bajarían y lo comprobarían?
Captó el destello del cañón de un arma automática.
El sonido de las balas fue ahogado por la explosión del Volkswagen. En un segundo, el coche quedó envuelto en llamas.
Muy limpio. Misión cumplida.
¿Lo comprobarían?
No, volvían al Mercedes.
Un trabajo poco limpio. Perezosos.
Gracias a Dios.
Unos minutos más tarde, Nicholas ya no pudo ver la luz de los faros.
¿Dónde demonios estaba Jamie?
– ¿Nick?
Aliviado, oyó el susurro cauteloso de Jamie, que estaba en la pendiente un poco por encima de él.
– Aquí. -Se soltó del arbusto y empezó a arrastrarse co-lina arriba-. ¿Estás bien?
– Tengo un dolor de mil demonios en el costado dere-cho. ¿Y tú?
– Estoy vivo. Y hace tan sólo diez minutos, no hubiera apostado nada por nuestra suerte.
– Dímelo a mí.
Jamie estaba echado sobre una formación rocosa que sobresalía a tan sólo tres metros por debajo de la carretera. Nicholas llegó hasta él.
– No me gustaría desanimarte. ¿Has podido ver quiénes eran?
– Sólo he reconocido al de la automática. Rivil.
Uno de los hombres de asalto de Gardeaux, del grupo de élite, que nunca habría sido relegado a una labor tan ser-vil como la de vigilar a un vulgar contable. Lo habían enviado para realizar un trabajo concreto.
– Creo que tienes un problema -dijo Jamie.
Nell se despertó en la oscuridad, alertada y muy asustada.
Había alguien en la casa.
Los sonidos en la sala de estar eran leves y suaves indu-dablemente, eran pasos.
¿Maritz?
¿Cómo podía saber que ella estaba allí?
A Tania no le habría sorprendido.
Es el espantapájaros.
Nell alargó la mano hacia la mesita de noche y empuñó su Colt.
Se puso en pie y se deslizó hacia la puerta. Él continuaba moviéndose. ¿Se dirigía hacia el dormi-torio?
No podía esperar a saberlo.
Su mano se aferró al Colt mientras abría la puerta y en-cendía la luz.
Nicholas estaba ahí, de pie, junto al fregadero. Su rostro y su cabeza estaban cubiertas de sangre.
– ¿Te importaría apuntar hacia otro lado? Aún no confío demasiado en tus habilidades con esa arma. -Abrió el gri-fo-. Intentaba no despertarte, pero supongo que…
– ¿Qué te ha pasado?
– Nos hemos salido de la carretera. -Estaba rociándose la cara con agua-. Me temo que Hertz va a tener que com-prar un Volkswagen nuevo.
– ¿Y Jamie?
– Creo que está bien. Se ha dado un golpe en las costillas. He parado un coche en la carretera y lo hemos dejado en el hospital más próximo para que le hagan una radiografía.
– ¿Por qué demonios no te han atendido a ti también? Pareces necesitar una cabeza nueva.
– Quería volver aquí. Ha sido un disparate que debería haber evitado. Quería asegurarme de que no habían descu-bierto adonde te habíamos trasladado.
– ¿Quiénes? -susurró-. ¿Los hombres de Gardeaux?
– Jamie reconoció a uno de ellos, Rivil. No sé quién más iba en aquel coche.
– Siéntate y déjame ver la cabeza.
– No tienes por qué preocuparte. Estoy acostumbrado a remendarme a mí mismo.
– Oh, entonces si necesitas puntos, sencillamente te de-jaré mi caja de costura.
– ¿Crees que es adecuado este sarcasmo cuando he veni-do corriendo a…?
– Siéntate. -Cruzó la habitación y le empujó hasta una silla cerca de la mesa-. Deja que te limpie adecuadamente. -Llenó un recipiente con agua y cogió un trapo limpio de la cocina-. Si el coche está destrozado, ¿cómo has llegado has-ta aquí?
– Me ha traído un granjero desde el hospital. -Cuando Nell empezó a limpiarle la sangre de la cara, añadió-: Todo esto no es necesario, ¿sabes? No estoy malherido.
– Tienes razón. No es nada -dijo cuando, finalmente, lo-calizó el corte en su cuero cabelludo. Caramba, las manos le temblaban-. Debes sangrar con facilidad.
– De hecho, no es sangre. He comprado una botella de jugo de tomate durante el camino de regreso. Terence solía decirme que la mejor manera de conseguir la simpatía de una mujer era sangrar un poco.
– Se equivocaba. No siento en absoluto ninguna por ti.
– Seguro que sí. Estás más pálida que yo. -Se sonrió-. Siempre funciona.
Estaba empezando a sentirse enferma, mareada.
– Obviamente, ya no necesitas mi ayuda. -Tiró el trapo al suelo-. Y yo necesito algo de aire.
Nell dio un portazo al salir y después se detuvo para ha-cer una larga inspiración. El aire era frío pero bienvenido.
– Has escogido el lugar equivocado si la sangre te pone enferma. -Nicholas se estaba acercando a ella.
Nell retrocedió un paso.
– Tan sólo necesitaba tomar el aire. La sangre no me pone enferma.
– Pues lo disimulas bastante bien.
– Creí que habías dicho que estabas a salvo de Gardeaux.
– Pues parece que estaba en un error.
– ¿Por qué fuisteis atacados? ¿Qué ha pasado con aque-lla fantástica póliza de seguro?
– Quizás alguien la ha cancelado.
– Quieres decir que Sandéquez está muerto.
– Es la conclusión más lógica.
– ¿Por qué estás tan relajado? Gardeaux ha intentado matarte esta noche. -Nell empezó a caminar rápidamente-. Y volverá a intentarlo, ¿verdad?
– Siempre que tenga oportunidad.
– Ya nunca más estarás seguro.
– Eso no es del todo correcto. Tan sólo significa que ten-dré que ser más precavido hasta que consolide mi posición.
– Si vives lo suficiente.
– Puntualización aceptada. Es un requisito necesario.
– Deja ya de sonreír -dijo Nell con fiereza-. No veo qué tiene de gracioso todo esto.
– Ni yo. Pero te has puesto suficientemente seria por los dos.
Nell quería golpearle.
– Es cierto. Tú crees en divertirte a cada momento y has-ta el final. Maldita sea, ¿no comprendes que tus condenadas vallas de protección acaban de volar en pedazos, y que ellos van a abalanzarse directamente sobre ti?
Nicholas la escrutaba con la mirada.
– Comprendo que muy estás trastornada con la idea de mi muerte. Y me gusta.
A Nell no le gustaba. No quería sentir aquel pánico que había experimentado al ver así a Nicholas esa noche.
– ¿Qué vas a hacer?
– Lo mismo que antes. Pero con mucho más cuidado.
– Pero ni siquiera deberías estar en el mismo país que Gardeaux. -Apartó su mirada de Nicholas-. No es que… No me importa… si no continúas en esto.
La sonrisa de Tanek desapareció.
– ¿Has olvidado que no empecé en esto sólo por ayudar-te? No tengo ninguna intención de dejarlo.
No sabía si estaba más asustada o aliviada.
– Solamente quería saberlo. -Hizo una pausa-. Por su-puesto, que si no quisieras…
– Nell -dijo tranquilamente-. Todo va a salir bien. Sólo tengo que evaluar los daños.
Evaluar los daños. Esto fue lo que Kabler dijo mientras veía arder la casa. Muerte y destrucción, y el siempre popu-lar control de daños.
– Lo que tú digas. -Se humedeció los labios-. Pero bajo estas circunstancias no creo que podamos movernos tan rá-pidamente como a mí me gustaría. Será mejor esperar a Año
Nuevo.
Lentamente, una sonrisa iluminó la cara de Tanek.
– Si es lo que quieres.
– No es eso lo que quiero. -Le dio la espalda y se dirigió hacia la casita-. Pero es lo que debemos hacer para evitar que te maten.
Jamie apareció la mañana siguiente con cruasanes recién he-chos y un periódico. Le entregó los cruasanes a Nell y ex-tendió el periódico sobre la mesa frente a Nicholas.
– Te dije que estábamos en un lío.
– ¿Sandéquez?
– Muerto. Fue asesinado en su hacienda de las colinas por las fuerzas de la lucha antidroga colombianas. Toda la casa fue destruida.
– ¿Cuándo?
– Unas tres horas antes de dejar a Pardeau. Como no hubo ninguna noticia ni declaración pública durante más de ocho horas, diría que Gardeaux obtuvo información anticipadamente.
– O proporcionada por las autoridades. Sandéquez esta-ba bien protegido. La policía llevaba intentando cogerle hace muchos años.
Jamie soltó un silbido.
– Quieres decir que Gardeaux les sirvió en bandeja a Sandéquez. ¡Dios, Dios, qué cabrón!
– ¿Por qué lo haría? -preguntó Nell-. ¿No dijiste que Sandéquez era uno de los hombres para los que trabajaba Gardeaux?
– Pero yo he sido una espina para Gardeaux durante mu-cho tiempo y la destitución de Sandéquez podía serle útil en más de un sentido.
Jamie asintió.
– Podría subir en el escalafón corporativo, por así decir-lo, y el gobierno colombiano ofrecía una recompensa de cinco millones de dólares por Sandéquez. Los cuales serían de gran utilidad en una de sus cuentas suizas. ¿Crees que fue él quien le facilitó la información a las autoridades colom-bianas?
– Probablemente. -Nicholas se encogió de hombros-. Sea como fuere, es un hecho. Sandéquez está muerto. Lo cual significa que tendré que esconderme con Nell hasta que estemos listos para actuar.
Nell sintió una oleada de alivio que rápidamente inten-tó disimular.
– Extraordinariamente razonable en tu caso. -Llevó los cruasanes al microondas-. Pero yo no tengo la menor inten-ción de esconderme. Como ya me indicaste, nadie puede reconocerme.
Podía sentir la mirada de Nicholas a su espalda.
– ¿Puedo preguntarte adonde pretendes ir?
– A París.
– ¿Y qué vas a hacer allí?
– Trabajar.
– ¿Dónde?
– No estoy segura. Tendrás que ayudarme. -Se encaró con él-. ¿Para qué agencia de modelos trabaja la querida de Gardeaux?
– Chez Molambre. -Nicholas estaba estudiando su cara-. ¿Qué tienes en mente?
– Necesito meterme en esa fiesta renacentista. Dudo que Gardeaux vaya a enviarme una invitación y para vosotros sería muy peligroso robarlas o falsificarlas. El reportaje del Sport Illustrated explicaba que hay un pase de moda cada año como parte de la fiesta. Jacques Dumoit realiza una co-lección especial y es casi seguro que Gardeaux le pedirá que utilice la agencia de su querida para proveer las modelos.
– Sí, es verdad.
– Y quieres ofrecerte a trabajar en esa agencia. -Jamie sonrió-, Ah, una chica brillante. Podríamos haberla utiliza-do en los viejos tiempos, Nick.
– No tienes experiencia -dijo Nicholas.
– He estado en docenas de pases de moda. Les engañaré. -Se volvió hacia Jamie-. Si me pudieras falsificar unas referen-cias y arreglar una sesión fotográfica para hacerme un book.
– Conozco a un fotógrafo en Niza del que me puedo fiar -dijo Jamie-. Dame tres días.
– No me gusta -espetó Nicholas.
– No esperaba que te gustase. -Nell se encontró con su mirada-. Pero ¿me contratarán?
– Lo sabes perfectamente. -Su sonrisa era desagradable-. ¿Quién no iba a contratar a Helena de Troya?
– Bien. Sospechaba que podría funcionar. Y la idea me gusta. Hay una cierta clase de… justicia en ella.
– ¿Justicia? -preguntó Jamie.
– Quiere decir que obtuvo este excepcional rostro por cortesía de Maritz y Gardeaux, y precisamente, es de justi-cia que lo use para acabar con ellos.
Nicholas sabía exactamente lo que quería decir. La co-nocía muy bien. Demasiado bien. Sacó los cruasanes del mi-croondas y los puso sobre la mesa.
– No soy ni tan alta ni tan delgada como la mayoría de las modelos de pasarela. Tendrás que hacerme unas referen-cias impecables, Jamie.
– Confía en mí. Además, se enamorarán tanto de tu cara que apuesto a que no se darán ni cuenta.
Nell no estaba tan segura.
– Ya veremos.
– Debes de llevar mucho tiempo pensando en ello -dijo reposadamente Nicholas.
– Me dejasteis sola dos días. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Cruzarme de brazos y perder el tiempo esperando?
– Por Dios. -Se puso de pie y fue hacia la puerta-. Re-cuérdame que no te dejemos sola otra vez.
Al día siguiente, la espada de Carlomagno fue entregada personalmente por un joven de pelo oscuro que parecía un poco más mayor que Peter. Llevaba una chaqueta de piel negra, conducía una motocicleta y su sonrisa era de confianza.
Presentó a Nicholas, con mucho ceremonial, un paque-te envuelto en piel.
– Aquí tiene, señor. La más fina pieza de trabajo jamás realizada por mi padre.
– Gracias, Tomás. -Y como que se quedó de pie mirando a Nell, Nicholas añadió-: Tomás Armendáriz, Eve Billings.
Tomás la miraba encandilado.
– Yo también soy un gran artesano. Algún día seré muy famoso.
– Eso está bien -le contestó Nell, ausente, mientras se-guía a Nicholas hacia la casita. El chico le seguía a ella.
– Yo mismo he hecho gran parte del trabajo en esta es-pada.
Nicholas estaba sacando la espada de su vaina de piel.
– Como recompensa a mi trabajo, mi padre me dijo que podría pasar unos días de vacaciones en París. -Tomás son-rió seductor a Nell-. Me pregunto si a usted le gustaría ve-nir con…
– Adiós, Tomás -dijo Nicholas, con la mirada puesta en la espada.
Tomás no parecía haberlo oído.
– Fui a la escuela en la Sorbona y conozco muchos cafés que…
Nicholas apuntó al chico con la espada.
– Adiós.
Tomás parpadeó y empezó a retroceder hacia la puerta.
Nell no le culpó por ello. No había vuelto a ver a este Tanek desde aquel día en Florida cuando asestó aquel golpe al sargento Wilkins.
– Sólo era una broma, señor Tanek -dijo Tomás.
– Ya me parecía -le contestó Nicholas educadamente-. Dile a tu padre que estoy muy satisfecho con la espada. Y ahora, tienes que ponerte en camino hacia París, ¿verdad?
– Sí, sí. De inmediato. -Salió precipitadamente de la casita.
– No tenías por qué asustarlo -dijo Nell-. Todo lo que yo tenía que hacer era decirle que no.
– Es un engreído. -Estaba observando la empuñadura de la espada otra vez-. Y me ha molestado.
Nell miró la espada. Sólo había visto una vez la original, y aquella falsificación se le parecía muchísimo.
– ¿Se le parece lo suficiente?
Él asintió:
– Es una obra de arte.
– ¿Aún vas a usarla como anzuelo, siguiendo el mismo plan?
– Con Sandéquez muerto, es de hecho mi única opción.
– Te estás metiendo en la boca del lobo. -Nell vaciló-. He estado pensando. Si puedo penetrar en Bellevigne sin ser detectada, ¿por qué no te quedas aquí y dejas todo en mis manos
La miró fijamente, esperando. Nell continuó, lanzada:
– Es de sentido común. Olvídate de la espada. Te reco-nocerán y no habrá forma de que salgas vivo de allí.
– ¿Se te ha ocurrido pensar que me estás intentando de-jar fuera? -Nicholas preguntó tranquilamente-. Que me es-tás robando mi derecho a decidir.
Aquellas palabras le eran familiares, ella misma las había usado con él.
– Esto es distinto.
– Siempre es distinto cuando se aplica a uno mismo. -Nicholas sonrió-. Lo entiendo perfectamente. Pero ¿ya has dejado de preguntarte por qué te retuve en el rancho y te protegí?
– Porque eres un hombre arrogante y piensas que eres el único en el mundo que…
– Creo que sabes que ésa no es la razón. -Sus miradas se cruzaron-. Aunque quizá no estés preparada para sacar la cabeza del agujero todavía.
Las manos de Nell se cerraron con fuerza.
– No me gusta esto.
– Lo sé. Pero tendrás que acostumbrarte -Y volvió al tema de la espada-. Y sólo tendré que sacarme unos pocos juegos de la manga para mantener esta situación nivelada.
– ¿Evaluación de daños?
– Exactamente. -Cogió un montón de fotografías de un cajón de la cocina y empezó a compararlas con aquella espa-da y murmuró-: Un trabajo fantástico.
Era evidente que había dado por acabada la conversa-ción, así que ella se volvió para salir.
– Maritz no estará en Bellevigne.
Se giró rápidamente para mirarle.
– ¿Estás seguro?
Nicholas asintió.
– Gardeaux le ha dado la carta de despido. Tendremos que enfrentarnos con ellos por separado. Nos concentrare-mos primero en Gardeaux y después en Maritz.
La desilusión acrecentó sus recelos y frustración.
– Pero ¿podremos encontrarle?
– Lo encontraremos. -Colocó una fotografía de la em-puñadura al lado de la espada que aguantaba en la mano-. Después de que te vayas a París, no quiero que vuelvas aquí hasta que estemos listos para actuar.
– ¿Por qué no?
– Es demasiado peligroso. Si vas a ser Eve Billings, sé Eve Billings. Haz amistad con las otras modelos. Y nada de desapariciones misteriosas durante los fines de semana. Pásalos en París.
– Ya veo. -Nell se sintió extrañamente desconsolada. Estaba en lo cierto, por supuesto. Ella había decidido irse a París y ahora aguantaría hasta el final-. Pero necesitaremos un plan.
– No, hasta que contacte con Gardeaux y descubra cómo está la situación sobre el tablero. Me presentaré en tu apartamento la noche antes de tu partida hacia Bellevigne. Hasta entonces, no contactaremos a no ser que haya una emergencia.
Nell intentó sonreír:
– Eso suena razonable.
– Saldrás mañana hacia Niza, con Jamie, para una sesión de fotos. Él ya ha arreglado el subarriendo de un pequeño apartamento en el área de la Sorbona. Nada caprichoso. Algo que una estudiante o una modelo luchadora podría permitirse.
– Jamie es muy eficiente.
– Más de lo que crees.
Tenía razón. Realmente, ella no formaba parte de sus vi-das y menos de su pasado. La proximidad que había sentido hacia ellos desaparecería tan pronto los abandonase.
– ¿Tendrás cuidado? -Nell no quería hacerle aquella pregunta, pero le salió sin pensar.
Nicholas levantó la mirada y sonrió.
– ¿De qué? ¿De las gaviotas? ¿Quieres enviarme de vuel-ta al rancho?
Sí, lo haría y lanzaría la llave de aquellos portones detrás de él.
Y Nicholas lo sabía.
– Con toda la polución que tenemos hoy día, nunca se sabe qué gérmenes pueden llevar esas gaviotas -dijo disimu-lando-. Voy a hacer las maletas.
La espada era tan atractiva como el canto de una sirena.
Gardeaux estudiaba las fotografías en color con una lupa.
Si se trataba de una falsificación, era muy brillante.
Y si fuera real, Tanek tenía un gran talento en el área de las adquisiciones.
La excitación que le recorría hizo que sus manos tem-blaran. La espada de un conquistador. Quizá del más gran-de conquistador que había existido.
Aquel sentimiento era el que Tanek tenía planeado. Es-taba siendo manipulado.
La espada de Carlomagno.
¿Le desafiaría Tanek ofreciéndole una falsificación?
Era una artimaña para llevarlo hasta la muerte.
Durante su vida, Carlomagno también sufrió algunos atentados, pero su fuerza y su inteligencia le hicieron en-cumbrarse por encima de aquellos que estuvieran lo suficientemente locos como para intentar asesinarlo.
Como él, Gardeaux, se encumbraría sobre Tanek.
Su índice acarició suavemente la empuñadura de aquella espada fotografiada. Increíble. Soberbia.
Su espada.
– Lo lamento, mademoiselle, pero no nos sirve. -Molambre cerró el book, que estaba abierto frente a ella-. Estas fotos son muy buenas y expresivas, pero nosotros sólo llevamos modelos de pasarela y usted no encaja dentro de nuestro perfil.
– ¿No soy suficientemente alta?
– ¿Uno setenta y tres? Carece de fuerza y presencia. Hay que tener presencia para pasar modelos. Quizá lo consegui-ría en las pasarelas de Nueva York, pero aquí… nuestros diseñadores son muy especiales. -Se encogió de hombros-. Dedíquese a la publicidad, a posar en estudio. Preveo un gran futuro en ello.
– Hay tan pocas revistas. Necesito hacer las dos cosas.
Molambre cerró el portafolio y se lo entregó.
– Lo lamento.
Su tono era definitivo. Nell se puso de pie y cogió el book.
– Buenos días, monsieur Molambre.
Un muro de ladrillos.
De acuerdo, tendría que esquivarlo.
– ¿Qué puedo hacer por usted, mademoiselle Billings? -pre-guntó Celine Dumoit con indiferencia.
Bueno, Nell no podía esperar nada más que indiferen-cia. Jacques Dumoit era uno de los principales diseñadores del mundo. Esa gente negocia con la belleza, la utiliza y la descarta cuando se marchita.
– Necesitaría hablar con su marido, madame.
La mujer se encrespó.
– Eso no es posible. Soy yo la que lleva este salón. Tiene que hablar conmigo. Todo el mundo desea hablar con Jac-ques. Él es un hombre muy ocupado. Mi marido está reuniendo una colección especial.
– Para la fiesta del Renacimiento. -Nell inclinó la cabe-za-. Quiero que me utilice como modelo en la fiesta.
– La agencia Chez Molambre se encarga de esto. Solicí-tele trabajo a ellos.
– Ya lo he hecho. Pero me han rechazado porque según ellos carezco de presencia.
Madame Dumoit la estudió.
– No estoy de acuerdo. Realmente, usted tiene una cier-ta presencia, pero tampoco es nada del otro mundo.
– Necesito este trabajo.
– ¿Y se supone que eso va a influir en mí?
Nell dudaba que ninguna necesidad humana pudiera afectar a aquel iceberg.
– Estoy intentando entrar como modelo en Europa. La fiesta del Renacimiento sería un aparador perfecto para mí.
– Y para otras miles de modelos aquí en París.
– Su marido siempre realiza una colección especial de corte renacentista para la fiesta. Yo soy perfecta para ella.
– ¿Qué le hace pensar en ello?
– Póngame un vestido y dejemos que él lo juzgue.
– Tenemos a todas las modelos que necesitamos. -Va-ciló y después asintió-. Pero su rostro tiene una calidad inusual y Jacques desea agradar a monsieur Gardeaux. Ve-remos qué tal le sienta el número ocho.
El número ocho resultó ser un magnífico vestido color borgoña con unas largas y ceñidas mangas y un cuello cua-drado.
Pero era una muy ajustada talla seis, y la cintura le apre-taba demasiado. Casi no podía respirar.
– Tiene algo de sobrepeso -dijo Celine Dumoit. Colocó un sombrerito adornado con perlas sobre la cabeza de Nell, dio un paso atrás y asintió con la cabeza-, Pero definitiva-mente hay… -Se volvió hacia un hombre alto que entraba en la habitación-, Ah, aquí estás, Jacques.
– ¿Por qué me has mandado llamar? -El tono de Jacques Dumoit era malhumorado-. Estoy muy ocupado, Celine.
– Lo sé, querido. -Le señaló a Nell-. ¿Qué opinas?
– Gorda. Debe perder cuatro kilos y medio antes del pase.
– Entonces, ¿crees que podría hacerlo? -preguntó Celine.
– Por supuesto que sí. Despampanante. Una cortesana renacentista. Este rostro parece pintado por Da Vinci. ¿Me puedo ir ya?
– Claro, querido. No te molestaré de nuevo.
– Asígnale también el vestido verde -dijo el hombre, mientras a grandes zancadas iba saliendo de la habitación-. Y asegúrate de que se libra de ese exceso de peso.
– Sí, Jacques. -Se volvió hacia Nell-. Déjele a la recepcionista su número de teléfono. Vendrá a probar siempre que se la convoque. Si falta una sola vez, quedará fuera del pase.
– Sí, madame.
– Y tiene dos semanas para perder peso.
– Sí, madame.
– Debería de estar agradecida. Le estamos dando una gran oportunidad.
– Estoy muy agradecida, madame Dumoit.
– Naturalmente, en esta ocasión no le pagaremos por sus servicios. Debería ser usted quien nos pagara.
¡La muy avara!
– Estoy muy agradecida -repitió Nell.
Celine Dumoit asintió, satisfecha, y salió del vestidor.
Mientras la modista desabotonaba el vestido, Nell se volvió hacia el espejo y contempló aquella cara con la que había conseguido un billete para Bellevigne. El título de cortesana renacentista era tan bueno como el de Helena de Troya. Le había dicho la verdad a aquella mujer.
Estaba agradecida.
Gracias, Joel.
– Tanek, es fantástico saber de ti -dijo Gardeaux.
– Sí, Rivil ya me transmitió su entusiasmo. ¿Recibió las fotografías?
– Un señuelo exquisito, pero, por supuesto, no estoy tan loco para creer que la espada es auténtica.
– No lo sabrá hasta que la vea con sus propios ojos. Iba a permitir que un experto suyo la examinara, pero ahora creo que cualquier contacto sería demasiado arriesgado para mi salud.
– ¿Sabes lo de Sandéquez? Una gran pérdida.
– Depende de la posición de cada uno.
– La mía es muy sólida. La tuya, muy precaria. -Hizo una pausa-. No te quiero en mitad de mi fiesta, Tanek. Es-coge otro lugar y otro momento.
– Podía haber tenido usted la oportunidad de conven-cerme si no hubiera convertido mi posición en tan precaria. Esperaré hasta que pueda entrar en su patio, junto a una multitud de sus muy prestigiosos invitados. Quiero mucha gente alrededor, eso se lo pondría muy difícil si decidiera deshacerse de mí.
– Pero tú pretendes hacer lo mismo conmigo. -Tras un silencio prosiguió-: Vas a crearte un montón de problemas y molestias por lo que pasó con O'Malley. Y, realmente, no vale la pena.
– Sí lo vale.
– Discrepo. Ese hombre no fue ni tan sólo interesante. Pero espero que tú me ofrezcas un espectáculo mejor. Pietro te encontrará fascinante.
– No le daré ocasión. No jugaré a su juego.
– Sí, sí lo harás.
– ¿Quiere la espada?
– Te llamaré. Dame tu número.
– Lo haré yo. -Tanek colgó y se volvió hacia Jamie-. La quiere. Está ansioso o ni siquiera estaría negociando.
Jamie miró la espada.
– Es verdaderamente un arma preciosa. Pero no merece tanto riesgo.
– Gardeaux piensa que sí -dijo Tanek-. Gracias a Dios.
Estaba llegando al final. En un poco más de un mes, to-das las esperas, toda la frustración se acabaría.
– ¿Qué quieres que haga ahora? -preguntó Jamie.
– Quédate aquí, en casita, por si Nell llama. Mantente alejado de ella a no ser que haya problemas. Tu cara es tan reconocible como la mía. Intentaré llamarte y dejarte un número donde puedas localizarme.
– ¿No estarás por aquí?
Negó con la cabeza.
– Mañana por la mañana tomaré el primer vuelo que sal-ga de París.