– ¿Es su foto? -Tania cogió una foto de encima del expe-diente abierto sobre la mesa del despacho de Joel. La estu-dió y, después, asintió-: Me gusta. Creo que tiene corazón.
– ¿Y cómo has llegado a esa conclusión? ¿Sus ojos, quizás?
Tania echó un vistazo a aquellos enormes ojos marrones antes de negar con la cabeza:
– Su boca. Es… toda sensibilidad. No le cambies la boca.
– Es demasiado grande para una simetría perfecta.
– La simetría es fría. Si yo fuera ella, no me gustaría pa-recer fría.
No había peligro de que eso ocurriera, pensó Joel.
– Pensaba que era yo el que iba a crear a mi propia Galatea, ¿no?
– ¿Quieres que me vaya? -preguntó, con un mohín.
– No. -Sonrió y le acercó una silla al escritorio-. Creo que incluso podrías ayudarme. Nell Calder no me está dan-do ninguna pista.
– Pobre mujer. El dolor inicial es el más duro. Cuando mis padres y mi hermanito murieron, yo también quise mo-rirme.
Era la primera vez que hablaba sobre la muerte de su fa-milia. El se volvió y la miró a los ojos.
– ¿Murieron juntos?
– No, mi padre era soldado. Y mi madre y mi hermano fueron asesinados en la calle por un francotirador un año después. Estaban sacando agua para nosotros. -Miró la fo-to de Nell-. La soledad y la desesperación son lo peor. Cuando te lo han quitado todo, es difícil encontrar una razón para vivir.
– Y tú, ¿qué razón encontraste?
– Ira. No quise darles la satisfacción de matarme a mí también. -Hizo un esfuerzo por sonreír-. Y entonces te en-contré a ti, y mi vida volvió a tener un sentido.
Joel estaba demasiado emocionado. Deprisa, había que dar un paso atrás.
– ¿Salvándome del pecado de la cafeína?
– Entre otras cosas. -Golpeó suavemente la fotografía con el índice-. Tienes que encontrar una razón para ella.
– Primero tengo que encontrarle un rostro. -Abrió el programa de imagen del ordenador y la cara de Nell apa-reció en la pantalla. Cogió el lápiz electrónico y se inclinó sobre la paleta gráfica que estaba junto a la pantalla-. ¿Pó-mulos?
– Altos.
El lápiz resbaló sobre la paleta gráfica y, en la pantalla, Nell adquirió unos pómulos más altos.
– ¿Suficiente?
– Un poco más.
Elevó aquellos pómulos todavía más arriba.
– Bien. -Tania frunció el ceño-. Hay que cambiar esta nariz respingona. Personalmente, me gusta, pero no combi-na bien con los pómulos.
Joel se deshizo de la nariz y colocó en su lugar una deli-cada nariz romana.
– ¿Así?
– Quizá, ya veremos.
– La boca…
– Quiero conservarle la boca.
– Entonces, tendremos que reencuadrar la mandíbula -le ajustó la línea de la mandíbula-. ¿Los ojos?
Tania ladeó la cabeza.
– ¿Podríamos rasgarlos un poquito? ¿Como los de Sofía Loren?
– Habría que darle unos puntos.
– Pero serían mucho más interesantes, ¿no?
El lápiz cambió la forma de aquellos grandes ojos. El cambio fue enorme. Ahora, el rostro de la pantalla era fuer-te, de rasgos muy marcados, y vagamente exótico. Y aquella boca amplia y expresiva le daba una imagen de vulnerabili-dad y sensualidad. No era la típica cara bonita, sino que era, a la vez, fascinante y llamativa.
– Un poco Sofía Loren, un poco Audrey Hepburn… -murmuró Tania-, pero creo que debemos trabajar más en la nariz.
– ¿Porque la tuya la hice sin pedirte consejo? -preguntó secamente Joel.
– Porque es un poco… demasiado delicada. -Se incli-nó hacia delante, con la mirada fija en la pantalla-. Lo esta-mos haciendo bien. Es una cara que conseguiría que se fle-tara un millar de buques.
– ¿Helena de Troya? A mí, nuestra Nell no me parece una diosa griega.
– Nunca he pensado que Helena de Troya pareciera una diosa. Creo que tenía una cara inolvidable que hacía que la gente no quisiera apartar la mirada de ella. Esto es lo que nosotros debemos hacer en este caso.
– ¿Y qué pasará después de que le demos esa cara? -Se volvió para mirarla-. Un cambio tan dramático puede trau-matizarla.
– Por lo que me has dicho, ya está traumatizada. Dudo que, si la transformamos en Helena de Troya, le haga más daño, e incluso creo que le podría ser útil -dijo-. Si Nell no tiene una razón, al menos tendrá una arma. Y eso es im-portante.
– ¿Ese fue el motivo por el cual dejaste que yo te ope-rara?
Tania asintió.
– Las cicatrices me tenían sin cuidado, pero sabía que sí les importarían a la gente que tuviera a mi alrededor. Tengo toda la vida por delante, y la gente retrocede y huye ante la fealdad.
Él sonrió.
– Supongo que podría hacer que ella se pareciera a ti. No es un rostro que esté nada mal.
– Al contrario, pero sería un problema si consigo que ad-mitas que no puedes vivir sin mí. Ya estás bastante confuso ahora. No, le proporcionaremos un rostro absolutamente
excepcional y maravilloso para que su camino sea más fácil. -Indicó el lápiz electrónico con la cabeza-. Ahora, vamos a ver si le podemos hacer la nariz un poquito más gruesa.
La noche siguiente, Nicholas se encontró con Joel cuando éste salía de la habitación de Nell.
– No me hables -le dijo Joel con rudeza. Agitó el porta-folios que llevaba en la mano-. La autorización para poder-la intervenir.
– ¿No la ha firmado?
– Sí, lo ha hecho. Le he explicado con todo detalle lo que voy a hacer. Le he enseñado, en imagen impresa por orde-nador, cómo será exactamente su nuevo aspecto. Pero no estoy seguro de que haya escuchado ni una palabra. Sé que no le importa. -Se mojó los cabellos-. ¿Sabes que me podría demandar cuando todo esto acabe?
Nicholas negó con la cabeza.
– No te demandará.
– ¿Cómo lo sabes? Si está hecha un auténtico zombi, maldita sea.
– Te lo prometo. Te protegeré de cualquier complica-ción, legal o personal.
– ¿De verdad? Pues Kabler ha vuelto a llamar hoy mismo.
– La próxima vez dile a tu secretaria que lo remita a la oficina de registro del St. Joseph.
– ¿Por qué?
– Porque Nell Calder murió ayer por la tarde.
– ¿Qué? -Lo miró atónito-. Por Dios bendito, ¿qué has hecho?
– Nada que te puedan cargar a ti -dijo Nicholas-. Tú li-mítate a seguir rehusando hablar con Kabler. Si lo com-prueba con la administración, descubrirá que Nell Calder murió a causa de sus heridas y que fue enviada a una empre-sa funeraria local.
– ¿Y si lo comprueba con la empresa funeraria?
– Ya tienen archivada el acta de su cremación. Su esque-la aparecerá en el periódico mañana.
– Cuando dije que te ocuparas de ello, no quise decir… No puedes hacer ese tipo de cosas.
– Ya está hecho.
– ¿Y qué crees que pensará Nell Calder acerca de su fa-llecimiento?
– Cuando esté a salvo, siempre puede decir que los in-formes sobre su muerte fueron un poco exagerados.
– ¿A salvo?
– Ella no fue una víctima casual del atentado. Era un blanco. Y aún puede estar en peligro.
– Maldita sea. ¿Supongo que no pensabas decirme dónde me estaba metiendo?
– Lo pensé-, pero sólo hubiera hecho tu decisión más difí-cil -sonrió-. Y tu decisión continúa siendo la misma, ¿verdad?
– Así que me mantienes en la ignorancia para salvaguar-darme de preocupaciones excesivas, ¿no? -dijo sarcástico.
– Bueno, y para evitar tener que oír tus quejas. ¿No ha sido mucho más sencillo así, como un hecho consumado?
– No.
– Por supuesto que sí.
– En los informes figura mi nombre. Soy el cirujano que la atendió. Me acusarán de haberlos falsificado.
Nicholas negó con la cabeza.
– Tengo el permiso original de traslado, firmado por ti. Si lo necesitas, te lo haré llegar.
– Sólo si a ti te conviene.
– No. -Nicholas escrutó en la mirada de Joel-. Prometí que te protegería. Mantendré mi palabra, Joel.
Joel lo miró, malhumorado. Sabía que Nicholas man-tendría su promesa, pero esto no mejoró su humor.
– No me gusta que me manipulen.
– No te he manipulado. Sólo he manipulado los infor-mes. -Miró la carpeta, con el permiso para operar firmado-. Además, no estás realmente enfadado conmigo. Estás preo-cupado por tu paciente. ¿No ha mejorado?
– Está casi en estado catatónico -dijo Joel-. Yo ya no puedo hacer mucho más. ¿De qué demonios le va a servir una cara nueva si acaba en una institución?
– No vamos a dejar que eso suceda.
– Puedes apostar lo que quieras a que no lo haremos. -Le apuntó con el índice-. Y no estaré sólo en esto. No vas a volver a Idaho a toda prisa. Te vas a quedar aquí, a mano. ¿Lo entiendes?
– Perfectamente. -Sus labios dibujaron una sonrisa-. ¿Te importa si me instalo en un hotel de la ciudad? Soy alérgico a los hospitales.
– Mientras estés localizable las veinticuatro horas…
Nicholas levantó sus manos en señal de rendición.
– Lo que digas.
– Sí, claro. -Joel se alejó a grandes zancadas por el pasillo.
BELLEVIGNE, FRANCIA
– Fallaste -dijo suavemente Philippe Gardeaux-. Y no me gustan nada las equivocaciones, Paul.
– No esperaba que opusiera tanta resistencia -repuso Paul Maritz ofendido-. Y pensé que la caída la mataría.
– Si hubieras hecho tu trabajo correctamente, no hubie-ras tenido que confiar en una caída. Con una puñalada hu-biera bastado. Pero preferiste darte un gusto, ¿no es cierto?
– Quizás -contestó de mal humor.
– Y mataste a una niña. ¿Cuántas veces tengo que decir-te que nunca mates niños ni animales? Por alguna razón, esto causa más ira que si cometes una carnicería contra cien adultos.
– Se abalanzó sobre mí después de que su madre cayera. Me estaba golpeando.
– Y tú tuviste que defenderte, claro. De una niña de cua-tro años -repuso Gardeaux secamente.
– Podría haberme reconocido. Era la segunda vez. Me había visto en las cuevas aquella misma tarde.
– Pero, Paul, llevabas el equipo completo de buceo… -contestó Gardeaux-. No quiero excusas. Vamos, admite que estabas frustrado y que necesitabas desahogarte con algo, y te perdonaré.
– Creo que… quizá me puse como un loco -refunfuñó Maritz.
– Ves. No era tan difícil. -Gardeaux se recostó en su si-llón y se llevó la copa de vino a los labios-. Si admites tus errores, todo va bien. Lo de la niña fue una equivocación, pero no tiene tanta importancia. La mujer ha sido traslada-da a un hospital de Estados Unidos y sobrevivirá. Deberás rectificar ese diagnóstico si piensas que te podría reconocer. -Hizo una pausa-. Nicholas Tanek la ingresó allí. Me cues-ta pensar que fuera una coincidencia que estuviera en Medas. Lo cual me lleva a pensar que podría haber un delator en nuestra organización. ¿ Crees que podrías buscarlo y eli-minarlo sin cometer más equivocaciones?
Maritz asintió con entusiasmo.
– Eso espero. -Continuó Gardeaux, muy amable-. Todo este asunto es muy desagradable para mí. Si me defraudas de nuevo, tendré que hallar el modo de distraerme un poquito. -Se llevó la mano a la boca para ocultar un bostezo-. ¿Qué crees que pasaría si tu cuchillo se enfrentara a la espalda de Pietro?
Maritz se humedeció los labios.
– Que lo cortaría en trocitos.
Gardeaux se estremeció.
– Las armas cortas son tan brutales. Por eso prefiero la gracia y el romanticismo de una espada. Con frecuencia, pienso que debo ser la reencarnación de un Medici. Me temo que no he nacido en la época adecuada. -Le sonrió-. Y tú tampoco. A ti te veo cabalgando tras Atila, el rey de los hunos.
Maritz tuvo la vaga intuición de que aquello era un in-sulto, pero se sentía demasiado aliviado para quejarse. Ade-más, había visto lo que Pietro le hizo al último hombre contra el que Gardeaux le ordenó luchar.
– Le encontraré -aseguró.
– Sé que lo harás. Confío en ti, Paul. Sólo necesitabas una pequeña aclaración.
– Y también iré por Tanek.
– ¡No! ¿Cuántas veces tengo que decirte que Tanek es intocable?
– Es un estorbo -protestó Maritz de mal humor-. Y le causa problemas.
– Y será destruido a su debido momento. Mi momento. No te acerques a él. ¿Me has…?
– Papá, mira lo que me ha dado mamá. -La hija pequeña de Gardeaux se acercaba, corriendo por el jardín, con un molinillo de viento en la mano. Llegó al porche-. El viento lo hace girar, y va cada vez más rápido.
– Ya veo, Jeanne. -Gardeaux levantó a la niña, de seis años, y la sentó sobre sus rodillas-. ¿Y mamá también le ha dado uno a René?
– No, a René le ha dado un muñeco -repuso ella, acu-rrucándose contra su padre-. ¿A que es muy bonito, papá?
– Casi tan bonito como tú, ma chou. -Hizo girar el mo-linillo.
La niñita tenía el pelo castaño y brillante, y se parecía un poco a la hija de Nell Calder, pensó Maritz. Pero, qué ca-ramba, a él, casi todos los niños le parecían iguales.
– Vete, Paul -ordenó Gardeaux sin mirarle-. Ya les he robado demasiado tiempo a mi esposa y a mis hijos. Vuelve cuando puedas traerme buenas noticias.
Maritz asintió.
– Pronto, se lo prometo. -Y bajó a toda prisa los escalo-nes que llevaban al jardín. A Gardeaux no le gustaba que salieran por la casa. Tenía miedo de que pudieran encontrarse con su mujer o con sus hijos y los «contagiaran», pensó agriamente. De hecho, a Gardeaux nunca le había gustado nada que vinieran a Bellevigne, excepto para hacer de personal de seguridad en algu-na de sus pomposas fiestas. Por eso Maritz se había sor-prendido tanto cuando lo llamó, después de su vuelta de Medas.
Sorprendido y asustado.
Cruzó el puente levadizo y miró hacia atrás, hacia la mansión. No le gustaba sentirse asustado. No podía recor-dar cuándo había sentido ese terror por última vez. De pequeño, quizás. Antes de que diera con su vocación, antes de que encontrara el cuchillo. Después, todo el mundo había tenido miedo de él.
Y aún lo tenían. Aquella mujer lo había tenido. Había luchado, pero estaba aterrorizada.
Aquella mujer. Tendría otra oportunidad con ella, una oportunidad para hacer algo que consiguiera que Gardeaux lo mirara con buenos ojos otra vez.
Se estaba comportando como todos los demás, recono-ció a disgusto. Sumiso, suplicante y temeroso de que Gar-deaux alzara su mano contra él.
Llegó al otro lado del puente levadizo y miró de nue-vo hacia la mansión. Gardeaux era como un rey en su cas-tillo. Algún día, le gustaría descubrir si aquel rey podía ser derribado.
Un escalofrío le recorrió al recordar la mirada que le ha-bía dedicado cuando le había amenazado con Pietro. No era Pietro, era aquella espada lo que le helaba la sangre.
Se apresuró a llegar al coche. Primero, el delator, y, lue-go, la mujer. Con eso, volvería a estar a bien con él.
– Ven inmediatamente -dijo Joel.
Nicholas titubeó un poco cuando el teléfono se quedó mudo. Joel había colgado, sin más. Se volvió hacia Jamie.
– Tengo que ir a Woodsdale. Algo va mal.
– Pensaba que Lieber te había dicho que la operación sa-lió bien -dijo Jamie-. Ya ha pasado más de una semana, de-masiado tiempo para una recaída, ¿no?
– Puede ser. No lo sé. -Se puso la chaqueta y cerró el nuevo expediente con toda la información que Jamie había reunido sobre Nell. Nicholas había empezado a estudiarla justo antes de la llamada de Joel-. De todos modos, debo ir. ¿Quieres venir conmigo?
– ¿Y por qué no? Hace mucho tiempo que no veo a Junot. -Jamie se puso en pie-. ¿Sabías que le ofrecí un trabajo de gorila en mi pub cuando decidiste desmantelar la red?
– Craso error.
– Siempre me ha gustado ese Junot. -Salió de la habitación del hotel, siguiendo a Nicholas-. Pero es mucho mejor que esté fuera, en Woodsdale. Menos oportunidades de peleas.
– Eso creo.
Junot salió a su encuentro en la puerta de acceso al aparca-miento subterráneo de Woodsdale. No llevaba uniforme. Nicholas había persuadido a Joel de que no era necesario.
– Aparcaré el coche. El doctor Lieber quiere que subas ya. Cuarta planta. -Junot sonrió ligeramente al descubrir a Jamie-: ¿Cómo estás?
– Bastante bien. He pensado que podrías enseñarme los alrededores mientras Nicholas esté ocupado.
– Hay un sistema de alarma alucinante. Te impresionará. Hasta tú tendrías problemas.
– Vaya, tocado y hundido. ¿Acaso dudas de mí?
Nicholas los dejó y, rápidamente, a grandes zancadas, bajó la rampa. La entrada principal de Woodsdale estaba en aquel mismo bunker de hormigón que era el aparcamiento subterráneo. Totalmente seguro y privado, para que ningu-na celebridad fuera vista entrando o saliendo después de pa-sar por el quirófano.
Joel se reunió con Nicholas tan pronto le vio salir del as-censor, en la cuarta planta, unos minutos después.
– Tú eres el responsable de ella -le dijo secamente-. So-luciónalo.
– ¿Cuál es el problema?
– El mismo que desde el principio. Y va a peor. Nell se está retrayendo más y más. La ha visitado un auténtico ba-tallón de psiquiatras. Hasta he llamado a un sacerdote. Na-die consigue nada. No come. No habla. Ayer iniciamos la alimentación intravenosa.
– ¿Me estás diciendo que se va a morir?
– Creo que quiere morir y, además, tiene una sorpren-dente fuerza de voluntad. Probablemente, podré mantener-la con vida si la conecto a alguna máquina.
De repente, Nicholas recordó las súplicas de Terence para que le retiraran el respirador.
– Máquinas, no.
– Pues a ver si das tú con la solución. -Y le indicó con la mano-: La tercera habitación a tu izquierda.
Nicholas cruzó el corredor.
– Tania dice que necesita una razón para vivir. -Joel le seguía.
– Y se supone que debo dársela yo.
– Se supone que debes hacer que quiera vivir. De lo con-trarío, todo mi trabajo habrá sido en vano.
– Puede que no te gusten mis métodos.
– Tampoco me gustará que muera o que tenga que ser recluida en una institución -repuso Joel-. Mientras no in-tensifiques ninguna de estas dos posibilidades, no cuestio-naré nada de lo que hagas. Yo ya lo he intentado todo.
Y ahora se esperaba que Nicholas realizara el milagro que no había podido hacer Joel. Estupendo. Empujó la puerta.
La cara de Nell todavía continuaba vendada. Parecía más pequeña, más débil que la última vez que la había visto. Miraba al frente, y no daba señal alguna de ser consciente de que él había entrado en la habitación.
Una razón.
Claro que sí. Él lo sabía todo sobre ese tema. Le daría una razón.
Nicholas Tanek.
Creía haberlo apartado de su vida para siempre, pensó Nell apagadamente. Quería que se fuera. Era él quien le ha-bía dicho que Jill…
Intentó borrar la presencia de Tanek de su mente; Nell se había vuelto una experta en eso. No pudo: Tanek era de-masiado fuerte. Se sintió más y más inquieta. Rápidamente, cerró los ojos.
– Deja de fingir. No estás dormida -le dijo Nicholas fría-mente-. Lo único que te pasa es que no tienes agallas.
Ella sintió un escalofrío.
– ¿Disfrutas aquí, echada, compadeciéndote de ti misma?
El no lo entendía. Nell no estaba autocompadeciéndose. Tan sólo quería que todos la dejaran en paz.
– No me sorprende. Siempre te has escondido y has hui-do de todo, durante toda la vida. Querías ser artista, tus pa-dres chasquearon los dedos, y lo dejaste, sin rechistar. Tu marido te moldeó como quiso y tú también dejaste que lo hiciera.
Estaba hablando de Richard. Qué cruel. Richard estaba muerto. No se debía hablar mal de los muertos.
– ¿Te ha contado alguien cómo murió Jill?
Nell abrió los ojos de golpe:
– Cállate. No quiero oírlo. Vete.
– Fue apuñalada.
El cuchillo. Oh, Dios santo, el cuchillo.
– Él disfrutó haciéndolo. Siempre disfruta.
Sí, era cierto. Nell recordaba aquella sonrisa detrás de la máscara mientras la apuñalaba.
– Y está ahí fuera, libre. Le arrebató toda su vida, toda su alegría, todas las cosas que soñaste para ella. Tú le permitis-te que se lo robara todo.
– ¡No! Intenté detenerle. Le hice salir fuera, al bal-cón, y…
– Pero Jill está muerta y él libre. Se está paseando por ahí recordando cómo la asesinó. Es tan fácil matar a una niña.
– Basta… -Aquellas palabras la estaban destrozando, la hacían llorar. ¿Por qué no se iba y la dejaba tranquila? Nun-ca había imaginado que alguien pudiera ser tan brutal-. ¿Por qué me haces esto?
– Porque no me importa si sufres o no. Jill está muerta, y tú la estás traicionando. Te quedarás en la cama y dejarás que todo vaya pasando, como has hecho durante toda su vida. Jill era una niña preciosa y se merece algo mejor que una madre que ni tan sólo quiere levantarse para averiguar si el hombre que la mató ha sido castigado por ello.
– Está muerta. Nada de lo que yo pueda hacer…
– Excusas, sólo excusas. ¿No te pone enferma retroceder siempre ante la vida? No, creo que no. -Dio un paso ade-lante. La miraba fijamente, taladrándole los ojos-. Pues te diré algo que debes recordar mientras continúas tumbada, pensando en tu hija. No murió al instante. Él nunca deja morir a nadie sin sufrir.
Sintió como si algo le explotara en su interior.
– ¡Vete al infierno!
– Aunque me parece que nada de esto te importa. Será mejor que te vuelvas a dormir y te olvides de todo este de-sagradable asunto. -Se levantó y fue hacia la puerta-. Bueno, sigue así. De todos modos, no podrías hacer nada al res-pecto, seguramente. Nunca has llevado a cabo una sola ac-ción efectiva en toda tu vida.
La voz de Nell vibró con intensidad:
– Te odio.
Él la miró sin expresar nada.
– Sí, lo sé.
Y salió de la habitación.
Nell se clavó las uñas en el dorso de la mano mientras cerraba el puño con fuerza. Quería que Tanek volviera a en-trar, así podría atacarle como él la había atacado. Era cruel. Nunca había conocido a nadie tan cruel.
Excepto al hombre que mató a Jill. El monstruo.
El nunca deja morir a nadie sin sufrir.
Aquellas palabras eran aún más punzantes que el cuchi-llo que le había quitado la vida a Jill. Nell no se había per-mitido pensar en lo que había sufrido Jill, en cómo había muerto. Sólo había pensado en su pérdida, en aquel vacío que ahora sentía en su vida.
La vida no le parecía nada vacía a Jill. Era una niña que amaba cada momento que vivía. Se habría lanzado a ella con los brazos bien abiertos.
Y se lo había impedido un monstruo que asesinaba ni-ñas indefensas.
Saber aquello la hería, la desgarraba y la quemaba por dentro. Él estaba fuera, libre, mientras Jill estaba muerta.
– No.
No iba a permitirlo. Sintió como si este pensamiento hi-ciera desaparecer el pasado, el presente, el futuro.
Nunca has llevado a cabo una sola acción efectiva en toda tu vida.
Mentira.
No, era verdad.
Era tan fácil ver la verdad ahora que ya nada le im-portaba.
Haz lo que te digo o no voy a quererte nunca más.
Aquella amenaza silenciosa siempre había estado presen-te. Primero con sus padres, luego, con Richard; y ella siempre había corrido a obedecer por el terror a perder su estima.
Pero, ahora, aquel miedo había desaparecido porque ya no tenía nada que perder. Ya había perdido todo lo que le importaba.
Excepto el recuerdo de Jill.
Y del hombre que la había matado.
– ¿Y bien? -preguntó Joel cuando Nicholas salió de la habi-tación.
– No lo sé. Que la dejen tranquila un rato para que lo digiera.
– ¿Que digiera qué?
– Tenía una herida abierta y se la he cauterizado con un hierro candente -añadió-: Sin anestesia.
– No voy a preguntarte de qué estás hablando.
– Tampoco te lo diría. Lo desaprobarías. -Se dirigió ha-cia la entrada y a los ascensores-. Pero creo que ahora pue-do volverme a Idaho durante un tiempo. No hay duda de que no me querrá ver después de esto. Llámame cuando creas que ya está en condiciones más o menos estables otra vez. Necesito hacerle unas preguntas.
Nell no durmió aquella noche. Estuvo con los ojos abiertos, fijos en la oscuridad mientras las palabras de Tanek la gol-peaban una y otra vez.
Jill.
Crecer, ir a la escuela, la primera fiesta, las primeras citas, el primer hijo. Tantos «primeros» que nunca conocería ya.
Robada. Robada de su propia vida, privada de todas esas experiencias.
La pérdida de Nell no era nada comparada con lo que aquel monstruo le había quitado a Jill.
Y Nell estaba allí, postrada en la cama, sin hacer nada al respecto.
Rabia.
Ardiente, destructiva y clarificadora rabia.
El florero de cristal de lilas jaspeadas que aquel joven lleva-ba podría haber resultado ridículo entre sus enormes ma-nos, pero, de algún modo, no lo era. El chico le era vagamente familiar; había estado presente durante aquel período de sombras. Buscó el nombre:
– Tú eres Phil Johnson -dijo finalmente Nell, muy des-pacio.
El se dio la vuelta con rapidez.
– ¡Vaya! ¡Se acuerda de mí! -Se acercó a la cama-. ¿Cómo está? ¿Le traigo algo? ¿Qué tal un poco de zumo de naranja?
Nell negó con la cabeza:
– No, gracias. Ahora no. -Se miró el brazo. Y se sor-prendió de que todavía estuviera vendado. Parecía que hu-bieran pasado cien años desde que se había despertado por primera vez y había visto a Tanek sentado junto a su cama. Ahogó un brote de rabia ciega. Tanek no le importaba. Te-nía que calmarse y pensar con claridad-. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Y dónde estoy?
– Diez días, en Woodsdale.
– ¿Woodsdale? -Recordó vagamente que el doctor Lieber había mencionado el traslado a aquella clínica.
Phil asintió.
– ¿Se acuerda de su operación?
Se incorporó y se tocó la cara. Vendajes.
– El doctor Lieber quiere que los lleve hasta que esté to-talmente recuperada. La cirugía plástica siempre deja seña-les, al principio, y él cree que ya ha pasado usted por suficientes… -Calló un instante-. Lo siento. Se supone que no debería hablarle de nada que pueda herir… -Hizo una mue-ca-. Ya lo he vuelto a hacer. Siempre meto la pata. ¿Quiere que me vaya?
Ella negó con la cabeza:
– Me siento muy débil. ¿Voy a tener que guardar cama por mucho tiempo?
– Eso tendrá que preguntárselo al doctor Lieber. Pero seguramente se sentirá mejor si come. -Sonrió con dulzu-ra-. Estos tubos que lleva en el brazo no deben provocarle sensaciones demasiado agradables.
– Comeré -repuso Nell-. Pero tengo que hablar con el doctor Lieber. ¿Puedes decirle que venga a verme?
– Claro que sí. Estará en el hospital de la ciudad toda la mañana, pero seguro que volverá pronto. -Señaló las flores, sobre la mesa-. Son bonitas. ¿Quiere que mire quién se las envía?
Son muy bonitas, mamá -había dicho Jill- Han queda-do más bonitas que cuando estaban en el jardín.
Un dolor intenso la recorrió, dejándola sin respiración. Había que bloquearlo. No podría funcionar si dejaba que el dolor la cegara de esta manera.
– ¿Está bien? -preguntó Phil, preocupado.
– Sí, estoy bien -aseguró con firmeza-. Lee la tarjeta.
– Sólo hay un nombre. Tania Vlados. ¿Una amiga?
Ella negó con la cabeza:
– No sé quién es.
– Bueno, pues ella sí debe de saber quién es usted. -Vol-vió a dejar la tarjeta-. Una elección brillante. Diferente. Pa-recen flores de la selva.
– Son lilas jaspeadas. -El esfuerzo por comportarse con normalidad era demasiado. Quería cerrar los ojos y volver a dormir. No, no se lo podía permitir. Lo estaba haciendo muy bien por ahora. Aquel chico tan agradable, Phil John-son, no parecía notar nada extraño en su comportamiento-. Le daré las gracias, claro…, cuando descubra quién es.
Phil asintió:
– Seguramente, le habrán enviado montones de flores al St. Joseph. Se tarda un poco de tiempo hacerlas llegar hasta aquí.
Estaba equivocado. Richard ya no podía enviarle flores, y Nell no tenía a nadie más.
– No importa. -Le miró con atención-. Pareces muy fuerte. ¿Has jugado a fútbol americano?
– Sí, estaba en el Notre Dame.
– Por lo tanto, debes saber mucho sobre ejercicio físico.
– Algo.
– Odio sentirme tan débil. ¿Crees que podrías conse-guirme algún tipo de equipamiento que me sirva de ayuda para fortalecerme y tonificarme mientras tenga que perma-necer postrada en esta cama?
– Quizá más adelante.
Ocultó su impaciencia y dijo con cautela:
– De hecho, me gustaría tenerlo ahora mismo. Podrías enseñarme qué es lo mejor para empezar. No tengo ningu-na intención de lesionarme intentando hacer demasiado. Iré con mucho cuidado.
Phil asintió, comprensivo.
– Sé cómo se siente. Yo me volvería loco si tuviera que estar aquí, tumbado, sin hacer nada. Le preguntaré al doctor si lo considera adecuado.
– Gracias.
Lo miró mientras salía de la habitación. «No cierres los ojos. No te refugies en la oscuridad. De momento, todo va bien.» Phil intentaría ayudarla, y entonces Nell se valdría por sí misma. Todo iba a ser más fácil cuando sólo confiara en sus propios recursos. Se volvió para observar las flores sobre la mesilla de noche. Tania Vlados. ¿Era una de las in-vitadas a la fiesta aquella noche? No podía recordar a nadie más que a Elise Gueray. La fiesta. Recordaba vagamente a Nadine, de pie junto a ella, después de la caída. ¿Qué había sido de Martin y Sally? Supuso que debía importarle.
No, no le importaba. Nunca le habían gustado, ninguno de los dos, y ya no quería seguir siendo una hipócrita.
Richard había sido asesinado en la fiesta. Pero ¿por qué no se sentía más triste? Richard se merecía que ella lo echa-ra de menos. Pero Jill estaba muerta, y Nell no sentía triste-za por nadie más.
– Me han dicho que ya se siente mucho mejor -dijo Joel Lieber al entrar en la habitación. Sonrió y se sentó en una si-lla, cerca de ella-. Ya era hora. He estado muy preocupado por usted.
Nell le creyó. Y dudó que Joel Lieber dijera alguna vez algo que no pensara.
– ¿Estoy muy enferma?
– Se está curando muy bien. Tiene rotos un brazo y la clavícula. Las otras heridas tenían un aspecto muy desagra-dable, pero me he esmerado mucho y no le quedarán ni cicatrices. Podremos retirarle los apósitos dentro de unas tres semanas.
Nell se tocó el vendaje de la cara.
– ¿Y esto?
– Le hice un poco de cirugía menor alrededor de los ojos, y los puntos están listos para ser extraídos cualquier día a partir de hoy.
– ¿Qué tengo en la cara? Me cuesta hablar.
– Lleva una abrazadera que mantiene sus mandíbulas rectas. Muy pronto ya no la necesitará. Todavía tiene algu-nos morados, pero le podría sacar el vendaje ahora, sólo un momento, para que se haga una idea sobre el aspecto que va a tener.
– No, no importa. Esperaré. Sólo quería saber cuánto tiempo pasará hasta que me dé el alta. ¿Un mes?
– Quizá. Si todo va bien y hace todo lo que yo le diga.
– Lo haré. -Hizo una pausa y se puso en tensión-. Qui-siera saber si pueden traerme los periódicos que salieron al día siguiente después de… lo de Medas.
La sonrisa de Joel se desvaneció.
– No creo que sea muy conveniente. Espere un poco.
– Ya he esperado demasiado. Alguna vez tendré que en-frentarme a ello. Le prometo que no me derrumbaré.
La miró unos instantes, fijamente.
– No, no creo que lo haga. De acuerdo, le diré a alguien que los busque y se los traiga. ¿Alguna cosa más?
– No, ha sido muy amable, doctor Lieber.
– Joel -matizó.
– Le prometo que podrá despreocuparse de mí dentro de poco…, Joel.
– Pero, por ahora, me preocupa -murmuró Joel.
– Lo siento. -Sus disculpas eran reales. Él parecía un hombre honesto, y había trabajado mucho para ayudarla. Lamentablemente, era también muy intuitivo y podía perci-bir la extraña calma que Nell imponía a cada una de las cé-lulas de su cuerpo. En fin, ella no podía hacer nada para evi-tarlo-. Estaré bien muy pronto y, entonces, no tendrá que preocuparse de mí.
– Eso espero.
La miró un momento antes de volverse y abandonar la habitación.
Terroristas.
Nell bajó el periódico y miró la pared a rayas crema y melocotón. Era lógico. Nadie tenía motivos para matar a Richard o a aquellos otros que mencionaba el artículo. Debían de ir tras Kavinski.
Pero ¿por qué fueron también por ella? ¿Por qué uno de los terroristas la atacó cuando ni tan sólo estaba cerca de Kavinski? La muerte de Jill podía haber sido fruto del azar, y del arrebato del momento, pero aquel asesino, sin duda, la había seguido aposta.
Él nunca les permite morir sin sufrir.
Tanek había hablado como si conociera al asesino de Jill.
Y, si sabía quién era, podía saber dónde encontrarle.
– ¿Dónde demonios te habías metido? -explotó Joel en cuanto Nicholas cogió el teléfono-. Llevo todo un mes in-tentando localizarte.
– He estado fuera del país.
Nicholas se agachó para acariciarle las orejas a Sam. El pastor alemán se restregó contra su muslo.
– Nell quiere verte -dijo Joel-. Ahora mismo.
– Es toda una sorpresa. ¿Cómo está?
– Haciendo unos progresos increíbles. Come bastante, se pasa el día hablando con Johnson. Incluso ha conseguido que le lleve unos tensores de gimnasia, y está ejercitando las piernas y el brazo bueno.
– Entonces, ¿por qué parece que estés de mal humor?
– ¿De mal humor? No estoy de mal humor. Los grandes hombres nunca estamos de mal humor.
– Perdón. Entonces, ¿por qué estás preocupado?
– Está demasiado tranquila. Demasiado distante.
– Quizá sea lo mejor, ahora. Al menos, su salud va mejo-rando.
– A pasos agigantados y sin freno, igual que su fuerza de voluntad. Es como una flecha lanzada por un arco. No irá a ningún otro sitio que a la diana.
– ¿Y dónde está su diana?
– Dímelo tú. -Hizo una pausa-. ¿Qué le dijiste?
– Le di una razón…
– ¿Qué razón?
– La venganza.
– Mierda.
– Tuve que utilizar lo único que tenía. Te aseguro que no hubiera podido hacerla reaccionar si hubiera intentado convencerla de que se convirtiera en especialista en neurocirugía. La venganza era la única motivación que podía fun-cionar.
– ¿Y ahora, qué?
– Ahora, te toca a ti despistarla. Quizás estás exagerando el problema. Es una mujer buena, amable, dulce. Encuentra una manera de apelar a su verdadera naturaleza.
– No creo que tengas la menor idea de cuál es su verda-dera naturaleza. Te puedo asegurar que no se parece en nada a cómo me la describes. -Vaciló un instante-. Al día si-guiente de que te fueras, pidió el periódico para saber deta-lles sobre lo de la isla de Medas.
– ¿La trastornó?
– Sí. Johnson dijo que estaba pálida y temblorosa pero que, al mismo tiempo, se controlaba. Y, justo después, pidió verte. Y lo ha pedido cada día desde entonces. Creo que, si no la vienes a ver, se plantará en el portal de tu casa, un mi-nuto después de que le dé el alta.
– Será mejor que vaya para allá. A Sam no le gustan de-masiado las visitas.
– ¿Cómo está su pata?
– Más fuerte que nunca.
– Suele ocurrir, es curioso: destrozas a alguien, lo recom-pones y descubres que tienes delante una persona totalmen-te nueva. Le diré a Nell que llegas mañana.
No era necesario que Joel le dijera todo aquello. Nicholas sabía de sobra que había jugado con fuego, y el riesgo que eso comportaba. Pero, sencillamente, no había tenido otra opción. No se puede curar una herida y pretender que-dar sin cicatrices. Nicholas colgó el auricular y se sentó en su silla de cuero. Inmediatamente, Sam intentó escalar hasta su falda. Nicholas, ausente, le pasó la mano por la cabeza antes de empujarlo para que bajara. El perro le miró resignadamente y se acomodó, hecho un ovillo, a sus pies.
Y vendrían más heridas si Nicholas no podía conseguir que Nell se mantuviera alejada, pensó con mohín cansino. Sólo le pedía a Dios que no tuviera que ser él quien lo hiciera.
Allá vamos, abajo, abajo…
¡No!
Nell se incorporó de golpe en la cama. El corazón le la-tía salvajemente.
Había sido un sueño. Sólo un sueño.
Jill no había estado allí, junto a la puerta, mirándola fija-mente…
Se enjugó las mejillas húmedas con el dorso de la mano.
Por favor, que no sucediera de nuevo. No podría sopor-tarlo.
Que no sucediera de nuevo.