4 DE JUNIO, ATENAS
Tanek no estaba de buen humor. Conner lo adivinó nada más verlo salir a zancadas del recinto de la aduana. El sem-blante de Nicholas Tanek era impasible, pero Conner lo conocía lo suficiente para poder leer en sus movimientos. Su fuerza y su presencia nunca pasaban desapercibidas, pero su impaciencia jamás era evidente.
«Vale más que sea una diana», le había dicho Nicholas Tanek.
No podía asegurar que lo fuera, pero era todo lo que Conner tenía.
Se le acercó, procurando mostrarse relajado, y forzó una sonrisa:
– ¿Has tenido un vuelo agradable?
– No. -Tanek se dirigió hacia la salida-. ¿Está Reardon en el coche?
– Sí. Llegó de Dublín ayer por la noche. -Hizo una pau-sa-. Pero no puede ir a la fiesta contigo. Sólo he podido ha-cerme con una invitación.
– Te dije dos invitaciones.
– No lo entiendes.
– Lo que entiendo es que si resulta ser realmente un atentado, estaré al descubierto. Y también entiendo que te pago para que hagas lo que te digo.
– La fiesta es en honor de Antón Kavinski, y las invi-taciones fueron enviadas hace tres meses. ¡Es el presidente de un estado ruso, por el amor de Dios! Me ha costado una fortuna conseguir siquiera una sola -y rápidamente aña-dió-: Y quizá no necesites a Reardon. Ya te dije que la in-formación puede no ser del todo exacta. Nuestro hombre sólo encontró un mensaje del ordenador del cuartel general de la DEA* que decía que era posible que se produjera el atentado en la fiesta que se va a celebrar en la isla de Medas.
– ¿Eso es todo?
– Y la lista de nombres.
– ¿Qué tipo de lista?
– Los nombres de seis invitados. Ninguno al que poda-mos relacionar con las drogas, excepto uno de los guardaes-paldas de Kavinski y Martin Brenden, el hombre que organiza la fiesta. Uno de los nombres está marcado con un círculo. Una mujer.
– ¿Qué te hace pensar que es una lista de posibles víctimas?
– La tinta. Es azul. Nuestro hombre tiene la teoría de que las órdenes de Gardeaux llevan un código de color que señala la acción que se va a tomar.
– ¿Una teoría? -La voz de Tanek sonaba peligrosamente suave-. ¿Me habéis hecho venir por una teoría?
Conner se humedeció los labios.
– Me dijiste que te comunicara cualquier cosa que tuvie-ra relación con Gardeaux.
El solo hecho de mencionar a Philippe Gardeaux tuvo el efecto deseado y contuvo el mal humor de Tanek, compro-bó Conner con satisfacción. Sabía perfectamente que no ha-bía esfuerzo demasiado grande ni acción demasiado peque-ña si estaba relacionada con Gardeaux.
– Vale, tienes razón -dijo él-. ¿Quién envió ese mensaje?
– Joe Kabler, el jefe de la DEA, tiene un informador a sueldo en el entorno de Gardeaux.
– ¿Podemos conseguir el nombre de ese informador?
Conner sacudió la cabeza.
* Siglas de Drug Enforcement Administration, agencia del gobier-no de EE.UU. para la lucha contra la droga. (N. de la T.)
– Estoy en ello, pero, por ahora, sin suerte.
– ¿Y qué va a hacer Kabler con esta lista?
– Nada.
Tanek lo miró fijamente.
– ¿Nada?
– Kabler cree que es una lista de candidatos para so-bornos.
– ¿Él no cree en la teoría de «la mortal tinta azul»? -in-quirió Tanek, sarcástico.
Conner lanzó un leve suspiro de alivio cuando llegaron al Mercedes. Valía más dejar el asunto en manos de Reardon; él y Tanek eran almas gemelas.
– Reardon tiene la lista en el coche. -Rápidamente, le abrió la puerta trasera-. Habla con él mientras os llevo al hotel.
– ¿Qué hay, vaquero? -Resultaba chocante oír a Jamie Rear-don imitar el deje del oeste con su marcado acento irlan-dés-. Veo que has dejado las botas en casa.
Nicholas Tanek sintió otra ligera punzada de impacien-cia al entrar en el coche.
– Debería haberlas traído. Nada como unas buenas botas para dar patadas en el culo.
– ¿En el mío o en el de Conner? -preguntó Jamie-. Debe ser el de Conner. Nadie querría herir mi venerable culo.
Conner soltó una risita nerviosa mientras maniobraba y salía del aparcamiento.
El ovalado rostro de Jamie se iluminó como el de un niño travieso mientras sus taimados ojos se clavaban justo en la nuca de Conner.
– Y me imagino lo enfadado que debes de estar con Con-ner. Es un largo vuelo desde Idaho sin un buen motivo.
– Yo ya te advertí que podía ser una falsa alarma -pro-testó Conner-. Y yo no le dije que viniera.
– Tampoco le dijiste que no lo hiciera -murmuró Ja-mie-. Y quien calla otorga, ¿verdad, Nick?
– Dejadlo, ya es suficiente. La cuestión es que estoy aquí. -Nicholas, agotado, se arrellanó en el asiento de cue-ro- Dime: ¿he venido por nada, Jamie?
– Probablemente. No hay signos de que la DEA se lo tome en serio. Y, desde luego, Kabler no piensa gastar ni un centavo de los fondos del gobierno para conseguir una invi-tación.
Otro callejón sin salida. Por Dios, Nicholas estaba har-to de todo aquel asunto.
– Pero alejarte de vez en cuando de esos enormes espa-cios abiertos es una buena terapia para ti -dijo Jamie-. Cada vez que vienes del rancho, te pareces más a John Wayne. Y eso no puede ser sano.
– John Wayne murió hace bastantes años.
– Ya te he dicho que no era sano.
– ¿Y acaso lo es desperdiciar tu vida dentro de un pub?
– Ah, Nick, ¿es que no vas a entenderlo nunca? Los pubs irlandeses son el centro cultural del universo. La poesía y el arte florecen como las rosas en verano, y las conversaciones… -entornó los ojos, recreándose en el recuerdo-. En otros sitios la gente habla, pero en mi pub la gente conversa.
Nicholas sonrió burlonamente.
– ¿Y qué diferencia hay?
– La diferencia entre decidir el destino del mundo y comprar el último videojuego para el niño. -Levantó una ceja-. ¿Por qué estoy perdiendo el tiempo describiéndote una belleza tal? ¿Qué sabrás tú de eso, si sólo tienes a unos cuantos novillos castrados como interlocutores, en el salva-je Idaho?
– Ovejas.
– Lo que sea. No me sorprende que los vaqueros tengan fama de ser fuertes y callados. Sus cuerdas vocales están atrofiadas de no usarlas.
– Vale más estar callado que decir una estupidez detrás de otra.
Jamie resopló.
– La lista -interrumpió Conner.
– Ah, Conner está deseando que le des tu aprobación -dijo Jamie-. Te tiene miedo, ¿sabes?
– Qué tontería. -La risa de Conner sonaba falsa.
– Yo intenté convencerle de que ya no estás en el nego-cio, pero me parece que no se lo cree. Tenía la esperanza de que llevaras puestas las botas de vaquero. Te dan un aspecto tan saludable y bonachón…
– Basta, Jamie -dijo Nicholas.
Jaime sonrió.
– Era sólo un toque de humor -y añadió en un tono inaudible para Conner-: No me gusta nada este tipo. Es como un ratoncillo sabelotodo. Cada vez que abre la boca, me entran ganas de despellejarlo.
– No tiene por qué gustarte. Pero nos conviene su hom-bre infiltrado en la DEA.
– Para lo que nos ha servido hasta el momento… -Jamie buscó en su bolsillo, sacó un pedazo de papel doblado y se lo entregó a Nicholas-. Y esto parece otro acertijo sin respuesta.
– ¿Quién da la fiesta? -preguntó Nicholas.
– Un banquero. Marín Brenden, vicepresidente del ban-co Continental, que va detrás de las inversiones de Kavinski en el extranjero. Brenden ha alquilado un palacete en la isla de Medas para el fin de semana y ha montado la fiesta en honor de Kavinski.
– ¿Cuál es la conexión entre Brenden y Gardeaux?
– Ninguna que parezca significativa.
– ¿Kavinski?
– Es posible. Desde que Kavinski fue elegido presidente de Vanask está cerrando todo tipo de negociaciones, dentro y fuera de la legalidad. Puede que haya ofendido a Gardeaux al no permitirle entrar con sus drogas en Vanask. -Hizo una pausa-. Pero su nombre no está en la lista.
– Entonces, apuesto por la interpretación de Kabler: so-borno. Ha sido el jefe de la DEA durante el tiempo sufi-ciente para saber distinguir el grano de la paja. Es un astuto bastardo.
– ¿Significa eso que no irás a Medas?
Nicholas se quedó pensativo por unos instantes. Proba-blemente, si el mensaje de Gardeaux era sólo una lista de sobornables, todo el asunto no fuera más que una pérdida de tiempo. Y Tanek ya había participado en demasiadas cacerías con la esperanza de encontrar una clave para capturar a Gardeaux.
Pero si en realidad era una lista de objetivos, alguna de las posibles víctimas podía tener información de mucha uti-lidad. Y si Gardeaux los quería muertos, entonces, él, desde luego, los querría bien vivos.
– ¿Y bien? -le apremió Jamie.
– ¿Cómo puedo llegar hasta allí?
– Habrá varias lanchas a disposición de los invitados en uno de los muelles de Atenas. Zarparán a partir de las ocho de la noche, y harán varios viajes. Sólo tienes que mostrar la invitación.
– Me gustaría saber cuántos hombres de Gardeaux lleva-rán invitaciones como la mía.
– He investigado a los invitados -dijo Conner-. Y todos están limpios.
«Sí, quizá sí.»
– ¿Hay alguna otra manera de acceder a la isla?
Conner negó con la cabeza.
– Tiene una costa muy escarpada, y sólo es accesible por un único muelle. La isla de Medas es exactamente del mismo tamaño que en las postales. Uno puede recorrerla en menos de una hora. Aparte de la mansión donde se va a celebrar la fiesta, tan sólo hay unas pocas dependencias anexas.
– Y los hombres de Kavinski estarán vigilando el muelle -dijo Jaime-. No parece ser la situación que Gardeaux ele-giría para librarse de sus enemigos. -Sonrió-. Pero Kaifer también parecía un objetivo imposible, y lo conseguimos.
– Eran otros tiempos y no nos importaba jugarnos el pe-llejo -matizó Nicholas-. Gardeaux es, hoy en día, un gato gordo que prefiere esperar frente a la guarida del ratón para saltar sobre él. Pero supongo que deberé ir y comprobarlo.
– Podría ir yo, si quieres. O podrías enviar a cualquier otro.
– No. Lo haré yo mismo.
– ¿Por qué? -La mirada de Jamie se concentró en su ex-presión-. ¿Acaso vivir entre tantos parajes idílicos, en la más absoluta paz, te pone nervioso?
Por Dios, sí, estaba nervioso. Nervioso, inquieto, impa-ciente y con ganas de acabar con todo aquel asunto. Y, sin embargo, no estaba más cerca de capturar a Gardeaux de lo que lo había estado un año antes.
– Estás demasiado acostumbrado a vivir al límite -dijo Jamie, con tono despreocupado-. Y nunca vas a dejar de ju-garte el pellejo. Admito que yo también lo echo de menos, a veces -suspiró-. Lamentablemente, la triste realidad es que conversaciones no me faltan…
– No lo echo de menos. Simplemente, quiero a Gar-deaux.
– Si tú lo dices…
– Necesitaré un informe sobre todos los nombres de la lista.
– Está en el hotel, encima del escritorio de tu habitación. Como verás, no parece haber ninguna conexión entre ellos.
No, Medas iba a ser una auténtica maraña de suposicio-nes, incertidumbres e incoherencias.
Pero aquel nombre marcado con un círculo que Conner había mencionado podía significar algo; el principal candi-dato a soborno o quizás el principal objetivo de un atenta-do. Fuera lo que fuese, merecía atención. Sacó el papel que le había entregado Jamie.
El nombre, dentro del círculo, que encabezaba la lista estaba, además, subrayado.
Nell Calder.
4 DE JUNIO, ISLA DE MEDAS, GRECIA
– He visto un monstruo, mamá -anunció Jill.
– ¿De verdad, cariño?
Nell colocó un jacinto blanco a la izquierda de las lilas en el jarrón chino y ladeó la cabeza apreciativamente. Sí, es-taba quedando perfecto. Cogió otra lila y miró hacia la puerta, donde estaba Jill.
– ¿Como Pete, el dragón mágico?
Jill la miró, enfadada.
– No, Pete es un monstruo de cuento, el que he visto era real. Un hombre monstruoso. Con una nariz grande y os-cura y unos ojos así. -Hizo un círculo con el pulgar y el ín-dice, y después, juzgando que el círculo era demasiado pe-queño, usó la otra mano queriendo mostrar unos ojos más grandes-. Y una joroba.
– Parece que hayas visto un elefante. -Otro jacinto más y el ramo estaría terminado-. O quizás un camello.
– No me estás escuchando -protestó Jill-. Era un hom-bre monstruo y vive en las cuevas de la playa.
– ¿Las cuevas? -Le asaltó un miedo repentino. Instantá-neamente se olvidó de las flores y se volvió hacia su hija-. ¿Qué estabas haciendo tú allí? Sabes que el señor Brenden te dijo que no debías entrar en las cuevas. El mar entra con fuerza y una ola grande te podría arrastrar.
– Sólo he entrado un poco -se justificó, añadiendo, mo-dosa-: y, cuando papá me ha llamado, he salido enseguida.
– ¿Papá te ha llevado allí?
Maldita sea, Richard la tenía que haber vigilado mejor. ¿Acaso no sabía que en una isla acechan todo tipo de peli-gros para una niña de tan sólo cuatro años? Nell reconoció que debería haber ido con ellos cuando habían decidido dar ese paseo por la playa. Richard siempre se distraía cuando estaba con la gente de Brenden. Tenía que ser el mejor, el más encantador, el más divertido y el más inteligente del grupo.
Inmediatamente se sintió culpable. ¿En qué demonios estaría pensando? Richard no tenía que ser el mejor… Senci-llamente, era el mejor. Y la responsable de Jill era ella, su ma-dre. Debería haber ido con ellos y haberla vigilado en lugar de quedarse para refugiarse en la tarea de preparar los orna-mentos florales con que decorar los salones para la fiesta.
– No debes ir a las cuevas. Es peligroso. Por eso papá te ha dicho que salieras.
Jill bajó la cabeza.
– Porque hay un monstruo.
– No. -Jill era una niña sensible e imaginativa, y había que sacarle de inmediato aquella particular fantasía de la ca-beza. Nell se arrodilló sobre la alfombra Aubusson y cariñosamente agarró a Jill por los hombros-. No hay ningún monstruo. A veces, las sombras parecen ser monstruos, es-pecialmente cuando estamos en lugares oscuros y misterio-sos. ¿Te acuerdas de cuando te despiertas a medianoche porque crees que el hombre del saco está bajo tu cama? ¿Y que cuando miramos no hay nada?
– Pero allí sí hay un monstruo. -Jill frunció los labios, tozuda-. Y me ha asustado.
Por un momento, Nell tuvo la tentación de dejar que su hija creyera que los monstruos existen, si eso servía para mantenerla alejada de las cuevas. Pero nunca le había mentido, y no iba a empezar ahora. Así que lo que debía hacer era no perderla de vista mientras estuvieran en aquella maldi-ta isla.
– Sombras -repitió Nell con firmeza. Y, para reforzarlo, añadió-: ¿A que papá te ha contestado lo mismo cuando le has hablado del monstruo?
– Papá no me ha escuchado. Me ha dicho que me callara, que estaba ocupado hablando con la señora Brenden. -Los ojos de Jill se llenaron de lágrimas-. Y tú tampoco me crees.
– Sí, yo te creo. Pero, a veces, hay…
No pudo continuar ante la mirada de reproche de aque-llos ojos castaños. Suavemente, apartó los sedosos mecho-nes también castaños de la frente de Jill. Pobre muñequita de porcelana china, como la llamaba Richard por el corte de sus cabellos lisos, que le daba un cierto aire oriental. Y, sin embargo, no había nada frágil en ella. Al contrario, había nacido fuerte, una típica niña norteamericana, y Nell no quería que perdiera aquel vigor.
– ¿Qué te parece si mañana por la mañana bajamos a las cuevas, las dos? Tú podrás enseñarme ese monstruo y le obligaremos a huir.
– ¿No tendrás miedo? -susurró Jill.
– Aquí no hay nada por lo que asustarte, cielo. Es un buen lugar para los niños. El mar, la playa y esta casa tan bo-nita. Lo pasarás de maravilla este fin de semana.
– Pero tú no.
– ¿Qué?
Jill mantuvo su mirada con una sorprendente madura sagacidad.
– Nunca te lo pasas bien. No como papá.
«Nunca subestimes la sabiduría de los niños», pensó Nell, entre triste y cansada.
– Soy un poco tímida. Que esté callada no significa que no me lo esté pasando bien. -Y abrazó a su hija-. Además, tú y yo siempre nos lo pasamos bien juntas, ¿verdad?
– Claro. -Jill le echó los brazos al cuello y se acurrucó contra su madre-. ¿Podré bajar esta noche a la fiesta? Así tú tendrás a alguien con quien hablar.
Jill olía a mar y a arena. Y al jabón de lavanda de Nell, que había pedido poder usar para bañarse la noche anterior. Nell la estrechó aún más fuerte durante unos instantes y, luego, con reticencia, deshizo el abrazo.
– Es una fiesta para mayores. No te gustaría.
A ella tampoco. Nell se había acostumbrado a sus obli-gaciones como esposa de Richard y normalmente podía mantenerse en un segundo término, pero este fin de semana sería difícil conseguirlo. Un simple patito feo no pasaría desapercibido entre tantos cisnes; ella, una persona de as-pecto tan vulgar, llamaría la atención entre el desfile de celebridades y famosos que Martin Brenden había invitado a la isla para el encuentro con Kavinski. La fiesta era un gran montaje para impresionar a aquel hombre y conseguir que firmara con el banco Continental.
– Pues quédate conmigo -dijo persuasivamente Jill.
– No puedo. -Arrugó la nariz-. Al jefe de papá no le gustaría. Es una noche muy importante para él y nosotras dos debemos ayudarle. -Vio que el rostro de su hija volvía a ensombrecerse y añadió rápidamente-: Pero te subiré una bandeja de canapés antes de que te vayas a dormir. ¡Hare-mos un picnic!
El rostro de la pequeña se iluminó al instante.
– ¿Y vino? -preguntó ansiosamente-. La madre de Jean Marc le deja tomar un vasito de vino cada noche antes de ce-nar. Dice que es bueno para él.
Jean Marc era el hijo del conserje del apartamento que tenían en París y un tirano absoluto. Nell ya había oído al-gunas historias sobre aquel pequeño bribón.
– Zumo de naranja -y, para evitar una discusión, añadió con rapidez-: Pero si te tomas toda la sopa, te conseguiré un buen pedazo de pastel de chocolate. -Se levantó y ayudó a la niña a ponerse en pie-. Ahora, corre a meterte en la bañera mientras yo llevo este jarrón abajo. Vuelvo dentro de dos minutos.
Jill miró solemnemente el florero de porcelana chino y una sonrisa le iluminó el rostro.
– Son muy bonitas, mamá. Han quedado mejor que cuando estaban en el jardín.
Nell no estaba de acuerdo. Siempre había pensado que era una vergüenza arrancar o cortar flores. No había nada más bello que un jardín en su esplendor. Como el de aquella pensión que ella pintó cuando iba a la escuela William & Mary. La llovizna, muchos colores y todas las texturas de la mañana…
Sintió una punzada de nostalgia y, rápidamente, alejó aquellos recuerdos. No tenía ninguna razón para sentir lás-tima de sí misma. Richard nunca había criticado sus pinturas, a diferencia de sus padres. Después de casarse, incluso la había animado a continuar trabajando, pero sencillamente no disponía de tiempo. Ser la mujer de un joven y ambicio-so ejecutivo parecía ocuparle todas las horas del día.
Cogió el florero y le dedicó una mueca. Si no se hubiera visto obligada a perder toda la tarde con los dichosos arre-glos florales para Sally Brenden, habría podido hacer algún esbozo de aquella preciosa costa. Pero ello hubiera signifi-cado ir con los Brenden y con Richard a pasear por la playa. Y entonces tendría que haber sonreído y conversado, y so-portado a Sally y su condescendencia. De hecho, verse rele-gada a adornar jarrones, una de las sutiles tiranías de Sally, era mucho más agradable que la alternativa de tener que su-frir su compañía.
Nell dio a Jill un fugaz y suave beso en la frente.
– Prepárate el pijama y no te acerques al balcón.
– Ya lo sé. Ya me lo habías dicho -repuso Jill, muy digna.
– También te dije que no entraras en las cuevas.
– Eso es diferente.
– No, no lo es.
Jill se dirigió hacia el baño:
– Las cuevas son bonitas. No me gustan los balcones, me dan vértigo cuando miro abajo, a las rocas.
Demos gracias a Dios por los detalles que nos concede. Nell no podía entender por qué Sally les había dado a ellos, una pareja joven con una niña pequeña, una suite con un bal-cón justo encima de aquel acantilado. Sí, sí sabía por qué: Ri-chard le había dicho a Sally, años antes, que le encantaban las vistas desde cualquier balcón, y Sally siempre intentaba com-placerle. Todos intentaban complacer al muchacho de oro.
– Deberías ver el cargamento de personal de seguridad que Kavinski ha enviado por delante de él, como comitiva. Ni que fuera Arafat. -Richard entró en la suite como una ráfaga de viento. Echó un vistazo a las flores-. Te ha queda-do precioso. Será mejor que lo bajes. Sally ha comentado que no había ni un ramo en el vestíbulo.
– Lo he terminado ahora mismo. -Ya estaba otra vez pi-diendo perdón, se reprochó a sí misma, molesta-. No soy una profesional. Sally podría haber contratado a alguien que viniera desde Atenas para hacerlos.
El la besó en la mejilla.
– Pero no quedarían tan bien como los tuyos. Sally siem-pre dice que soy muy afortunado teniendo una esposa tan artística. Sé buena chica y apresúrate a llevarlo abajo. -Se dirigió al dormitorio-. Tengo que ducharme. Kavinski llegará en menos de una hora y Martin quiere presentarme durante el cóctel.
– ¿Tengo que ir yo también? Pensaba bajar sólo para la fiesta.
Richard lo meditó un instante y se encogió de hombros:
– No hace falta que bajes antes, si no quieres. No creo que te echen de menos entre tanta gente.
Se sintió aliviada. Era mucho más fácil diluirse en un discreto segundo plano durante la fiesta. Se volvió hacia la puerta.
– Jill está llenando la bañera. ¿Puedes estar por ella hasta que vuelva?
Richard sonrió.
– Claro.
Iba vestido con unas bermudas y una camisa blancas, te-nía el pelo, castaño, medio despeinado, y sus delgadas meji-llas estaban encendidas por el sol. Siempre quedaba muy elegante y apuesto con un esmoquin o un traje, pero a ella le gustaba más así. Era más accesible, más cercano, más suyo.
Richard le hizo un gesto con las manos, apremiándola a irse.
– Date prisa. Sally está esperando.
Ella asintió y, con desgana, salió de la suite.
Oyó la voz aguda y chillona de Sally antes incluso de empezar a bajar la curvada escalera de mármol. Siempre ha-bía pensado que aquella voz tan ridícula era incongruente en una mujer de casi uno ochenta de estatura, y tan delgada y esbelta como una pantera.
Sally Brenden dio la espalda al criado al que estaba re-prendiendo y miró a Nell:
– Por fin estás aquí. Ya era hora. -Le arrebató el jarrón y lo colocó sobre una mesa de mármol, bajo un elaboradísimo espejo dorado-. Pensaba que serías más considerada. Como si no tuviera suficientes cosas de las que preocuparme. Aún tengo que hablar con ese hombrecillo que se encargará de los fuegos artificiales, hablar con el chef, y ni siquiera estoy vestida. Ya sabes lo importante que es esta noche para Mar-tin. Todo tiene que ser perfecto.
Nell sintió cómo se acaloraban sus mejillas.
– Lo siento, Sally.
– La esposa de un ejecutivo es muy importante para que él prospere en su carrera. Martin nunca hubiera llegado a ser vicepresidente si yo no hubiera estado allí, ayudándole. No te pedimos demasiado, ¿verdad?
Nell había escuchado muchas veces aquel discurso de autoalabanzas. Sintió una oleada de irritación, pero la sofo-có rápidamente.
– Lo siento, Sally -repitió-. ¿Puedo ayudar en algo más?
Sally hizo un ademán con su bonita mano perfectamen-te cuidada.
– He invitado a madame Gueray a la fiesta. Asegúrate de que esté cómoda y de que no le falte nada. Es deplorable-mente torpe en público.
Elise Gueray era aún más tímida y se sentía aún más fue-ra de lugar en una fiesta que ella. Por eso no le importaba que Sally siempre le encomendara encargarse de todos los bichos raros. Para ella era una gran satisfacción hacer que su velada fuera más fácil y menos dolorosamente aburrida. Bien sabía Dios que estaba infinitamente agradecida a todos los que la habían ayudado durante aquellos primeros cinco años, después de su llegada a Europa.
– No entiendo cómo Henri Gueray se casó con ella. -Sally miró a Nell con la más inocente de sus expresiones-. Aunque la verdad es que a menudo se ve a hombres apues-tos y poderosos casados con mosquitas muertas, esposas to-talmente inadecuadas.
Una ligera punzadita que se convertía en una puñalada. Nell estaba demasiado acostumbrada a las sornas de Sally para darle la satisfacción de reaccionar a ellas.
– Yo encuentro a madame Gueray muy agradable. -Se dio la vuelta rápidamente para dirigirse hacia la escalera-. Ahora debo subir a ver a Jill. Tiene que bañarse y cenar.
– Realmente, Nell, deberías tener una niñera.
– Me gusta ocuparme personalmente de ella.
– Pero te impide cumplir con tus obligaciones. -Hizo una pausa-. He hablado del tema con Richard esta misma tarde y él está de acuerdo conmigo.
Nell se detuvo.
– ¿Richard ha dicho eso?
– Por supuesto, él sabe que cuanto más prospere en la compañía, más obligaciones tendrás tú. Cuando regresemos a París, me pondré en contacto con la agencia que contraté yo cuando Jonathan era pequeño. Simone se encargó de que el crío no significara ningún problema para mí.
Y, ahora, Jonathan era un adolescente completamente maleducado y rebelde, al que tenían confinado en un inter-nado de Massachusetts.
– Gracias, pero no estoy tan ocupada. Quizá cuando Jill haya crecido un poco más.
– Si convencemos a Kavinski para que nos confíe sus in-versiones en el extranjero, Richard será el responsable de administrarlas. Tendrás que viajar con él. Y creo que está decidido a contratar una niñera antes de que sea una necesi-dad urgente.
Acto seguido, le dio la espalda y se marchó hacia el salón.
Sally actuaba como si aquel asunto ya fuera un hecho, pensó Nell con desespero. Y ella no podía dejar a su hija bajo el cuidado de una de esas mujeres de rostro inexpresi-vo que había visto en el parque paseando a los bebés como si fueran una carga. Jill era su hija. ¿Cómo podía Richard si-quiera pensar en la posibilidad de quitársela?
No, él no lo haría. Jill lo era todo para Nell. Y Nell hacía todo lo que Richard le pedía, pero no podía esperar que, en este tema…
– No permitas que esa vieja bruja te fastidie. Sólo quiere verte sufrir. -Nadine Fallón bajaba las escaleras-. Los fanfa-rrones siempre se ceban en la buena gente. Es ley de vida.
– Shh.
Nell echó una mirada por encima de su hombro, pero Sally ya se había marchado.
Nadine sonrió ampliamente.
– ¿Quieres que le escupa en un ojo por ti?
– Sí. -Frunció la nariz-. Aunque, de alguna manera, es-toy segura de que lo descubriría, y Richard se enfadaría conmigo.
La sonrisa de Nadine se desvaneció.
– Pues deberías dejar que se enfadara. Richard tendría que darse cuenta de que Sally no te llega ni a la suela del za-pato. Y debería ser él mismo el que escupiera a esa arpía.
– Tú no lo entiendes.
– No, no lo entiendo. -Pasó junto a Nell y continuó ba-jando, inmersa en una auténtica nube de perfume Opium y envuelta entre las gasas de su vestido, de Karl Lagerfeld… luciendo sus cabellos rojizos, preciosa, exótica y absolutamente segura de sí misma-. Ya aprendí hace mucho tiempo, cuan-do vivía en Brooklyn, que si no contraatacas te aplastan.
Nadine nunca sería aplastada, pensó Nell melancólica-mente. Había luchado para hacerse camino desde la Séptima Avenida y llegar a la cima de las pasarelas de París sin perder nunca su naturalidad y su franqueza. La invitaban a todas partes y, últimamente, se habían ido encontrando cada vez con más frecuencia. Richard la llamaba «el desfile de modas andante», pero Nell siempre se alegraba de verla.
Nadine le echó un vistazo por encima del hombro.
– Estás fantástica. Has perdido unos kilitos, ¿no?
– Puede.
Sabía perfectamente que no era así. Estaba tan llenita como la última vez que se habían visto, el mes pasado. Lleva-ba los pantalones arrugados y no había tenido tiempo de pei-narse desde la mañana. Nadine sólo estaba tratando de animarla después del malévolo ataque de Sally Brenden. ¿Por qué no? La talla seis podía mostrarse amable con la talla doce. Sintió que se avergonzaba ante tal pensamiento. La amabili-dad debía agradecerse siempre, y no ser recibida con descon-fianza.
– Tengo que ver a Richard ahora mismo. Nos veremos más tarde en la fiesta.
Nadine sonrió y se despidió de ella diciéndole adiós con la mano.
Nell subió los escalones de dos en dos y cruzó a la ca-rrera el enorme rellano. Richard no estaba en la salita. Le oía tararear en el dormitorio. Se detuvo ante la puerta para serenarse y, después de unos instantes, la abrió de golpe.
– No quiero una niñera para Jill.
Richard, frente al espejo, se volvió hacia ella.
– ¿Qué?
– Sally dice que estás pensando en contratar una niñera. No la quiero. No la necesitamos.
– ¿Por qué estás tan enfadada? -Volvió a mirarse al espe-jo y enderezó su corbata-. Ha sido una conversación sin im-portancia. No es bueno agobiar a los niños con atenciones. Todos nuestros amigos tienen ayuda. Una niñera es como un símbolo de status.
– Así que, realmente, estás pensando en ello.
– No sin tu consentimiento. -Se puso la chaqueta del es-moquin-. ¿Qué te pondrás esta noche?
– Aún no lo sé. -¿Y qué más daba? Se pusiera lo que se pusiera, su aspecto siempre era el mismo-. El vestido de en-caje azul, me parece. -Apretó los puños, nerviosa-. Yo no le estoy siempre encima a Jill.
– El vestido azul te sienta muy bien. Buena elección. Ese escote drapeado te resalta los hombros y los hace mucho más bonitos.
Nell cruzó la habitación y reclinó la cabeza contra el pe-cho de Richard.
– Quiero cuidar a Jill yo misma. Tú estás fuera muy a menudo y así nos hacemos compañía la una a la otra. -Y añadió con un susurro-: Por favor, Richard.
Él le acarició los cabellos.
– Yo sólo quiero lo que sea mejor para ti. Sabes lo mucho que trabajo para aseguraros a ti y a Jill una buena vida. Pero ayúdame un poco, Nell.
O sea que Richard iba a hacerlo, comprendió Nell, de-sesperada.
– Intento ayudarte.
– Y lo haces. -Él la apartó algo de su lado y la miró a los ojos-. Pero voy a necesitar más de ti. -Una chispa de excita-ción asomó en su rostro-. Kavinski es la clave de todo, Nell. He estado esperando durante seis años una oportunidad como ésta. No es sólo el dinero, es el poder. No puedes ima-ginarte lo lejos que voy a llegar ahora.
– Me esforzaré aún más. Haré todo lo que me digas, pero deja que Jill esté conmigo.
– Ya hablaremos de eso mañana. -La besó en la frente y fue hacia la puerta-. Ahora será mejor que baje. Kavinski llegará en cualquier momento.
Richard cerró la puerta tras él, y Nell se quedó mirán-dola fijamente, como sonámbula. Ya hablarían mañana, y él se mostraría muy amable pero muy firme, y un poco triste porque no podía hacer lo que ella le pedía. La haría sentir culpable y desamparada y, cuando volvieran a París, le com-praría sus rosas amarillas favoritas y se ocuparía de entrevis-tar a las niñeras él mismo para evitarle más angustia.
– Mamá, el agua se está enfriando -protestó Jill, descalza junto a la puerta del baño, envuelta en una gigantesca toalla rosa.
– ¿De veras, cariño? -Tragó saliva para suavizar el nudo que sentía en la garganta. Disfrutaría de esos preciosos mo-mentos con Jill e intentaría no pensar en mañana. Quizá na-die conseguiría que Kavinski firmara. O quizá Richard cambiaría de opinión-. Entonces, será mejor calentarla, y así podrás meterte y remojarte un buen rato.
– Síii. -Jill giró sobre sus talones y desapareció hacia el cuarto de baño.
– Pareces una princesa.- Jill se mecía adelante y atrás sobre su cama, abrazándose las rodillas.
– Bueno, no mucho. -Nell la empujó cariñosamente ha-cia la almohada y la cubrió con la colcha-. No intentes que-darte despierta. Duerme un poquito hasta que yo suba con nuestro picnic. Una de las criadas se quedará aquí mismo, en la salita. -Le pasó la mano por los cabellos, jugando a des-peinarla-. Por si acaso ves algún monstruo.
– Lo he visto, mamá -aseguró Jill, muy seria.
– De acuerdo, pero no lo volverás a ver. -La besó en la frente-. Te lo prometo.
Ya estaba a punto de salir cuando Jill la llamó:
– Acuérdate del vino.
Sonriendo, Nell cerró la puerta tras ella. Jill nunca sufri-ría por ser demasiado tímida o débil para expresarse y pedir lo que quería.
Su sonrisa se desvaneció al pasar por delante del espejo de la salita. Sólo su hija podía encontrarle parecido con una princesa. Medía un poco más de un metro setenta, pero era más bien llenita, y no de grácil figura. Llenita, aburrida y vul-gar. Su característica era no destacar en nada excepto por una nariz que destacaba, un tanto respingona, en lugar de diluir-se en la aburrida uniformidad del resto de su cara. Incluso sus cabellos, cortos, eran aburridos, del mismo tono castaño cla-ro que los de Jill, pero sin el brillo de la infancia. Vulgar.
Bien, a Jill le había parecido guapa, y eso era suficiente. Y no era que Richard no la encontrara atractiva. Una vez, él le había dicho que le recordaba a los edredones rústicos he-chos a mano: duraderos, tradicionales y bonitos en su sim-plicidad. Nell arrugó la nariz con desagrado ante su imagen reflejada en el espejo, antes de salir a toda prisa hacia la puer-ta. No conocía a ninguna mujer en el mundo que no prefi-riera ser un fantástico chal de seda antes que un edredón rús-tico. Pero las mujeres vulgares tienen una ventaja: nadie se da cuenta nunca si entran o salen de una habitación. Así que no sería un problema escapar del salón con la cena de Jill.
Se detuvo en lo alto de las escaleras y observó el gentío en el vestíbulo de la entrada.
Música.
Fragancia de flores y perfumes caros.
Risas y conversaciones.
Dios santo, no quería bajar. Las enormes puertas labra-das que conducían al salón estaban abiertas de par en par, y pudo ver a Richard, de pie en una esquina, hablando con un hombre alto, barbudo y con el pecho lleno de condecora-ciones. ¿Kavinski? Probablemente. Martin, Sally y Nadine estaban también allí, pululando a su alrededor, y la expre-sión de Sally era casi servil. Nell tendría que unirse al grupo más tarde, cuando Richard quisiera presentarla a Kavinski, pero ahora podía, simplemente, estar por allí.
Recorrió la estancia con la mirada, y finalmente localizó a madame Gueray, medio escondida a la sombra de las puer-tas acristaladas. Elise Gueray tenía unos cincuenta años, era delgada, e intentaba desesperadamente confundirse con el terciopelo blanco de las cortinas. Nell sintió un súbito im-pulso de simpatía. Conocía a la perfección aquella sonrisa tímida y forzada, y aquella expresión de animalito perdido: la había visto en su propio espejo.
Empezó a bajar las escaleras. Era mejor dejar que Ri-chard siguiera encandilando a Kavinski y con sus semejan-tes y con toda aquella gente importante. Mientras, Nell aportaría su granito de arena y ayudaría a Richard haciendo que aquella pobre mujer se sintiera menos fuera de lugar. Eso era mucho más adecuado para ella.
– Mon Dieu, ese hombre debería llevar una rosa entre los dientes -murmuró Elise Gueray.
– ¿Cómo dice?
Nell puso un pastelillo de limón en la bandeja. Le había prometido tarta de chocolate a Jill pero no había ninguna sobre la mesa del bufé.
– Sí, como monsieur Schwarzenegger en aquella película en que hacía de un espía que era capaz de hacer cualquier cosa, excepto volar.
Nell recordó vagamente aquella película y al enorme Schwarzenegger bailando un tango con una rosa entre los dientes.
– ¿Mentiras arriesgadas?
Elise se encogió de hombros.
– Nunca recuerdo los títulos, pero Schwarzenegger es difícil de olvidar. -Indicó, con un ligero movimiento de ca-beza, a alguien al otro lado del salón-. Se le parece muchísi-mo. ¿Sabes quién es?
Nell miró por encima de su hombro. El hombre que se-ñalaba Elise no tenía ni la estatura ni la corpulencia de Schwarzenegger, pero Nell supo enseguida a qué se refería Elise. Era moreno, de unos treinta y tantos, más atractivo que guapo, y desprendía absoluta seguridad en sí mismo. Nunca se encontraría en una situación que no pudiera con-trolar. Elise no tenía más opción que encontrarlo fascinan-te. Para gente como ella y como Nell, esa seguridad y aplo-mo eran irresistibles, porque resultaban inalcanzables.
– No le he visto en mi vida. Seguramente debe de ser del séquito de Kavinski.
Elise negó con la cabeza…
Tenía razón, pensó Nell. Aquel desconocido no tenía aspecto de estar a la sombra de nadie.
– ¿Tanta hambre tienes? -La mirada de Elise se había fi-jado en la bandeja de Nell.
Sus mejillas se sonrojaron.
– No, he pensado en subirle una selección del bufé a mi hija.
Elise parecía azorada.
– Yo… no quería decir que…
– Lo sé. -Nell hizo una mueca-; no parezco exactamen-te desnutrida.
– Estás muy bien -repuso Elise, amable-. No quería he-rir tus…
– No lo ha hecho. -Sonrió, un tanto triste-. Es mi debi-lidad por el chocolate lo que puede hacerme daño. Es un consuelo tan agradable como el de introducirse en la seguri-dad de la cama.
– ¿Necesitas consuelo, querida?
– ¿No lo necesitamos todos? -Pero, inmediatamente después de esa evasiva, añadió, en tono más firme-: No, por supuesto que no. Tengo todo lo que podría desear. -Y, lue-go dijo-: Si tuviera usted tiempo mañana, me gustaría que conociera a mi hija.
– Me encantaría, de veras.
– ¡Ah! Allí están los pasteles de chocolate. Le entusias-man. -Colocó un buen pedazo en la bandeja antes de vol-verse hacia Elise-. ¿Me disculpa? Me gustaría subirle esto a Jill. Le dije que echara una cabezadita, pero es posible que todavía esté despierta.
– Por supuesto. Te he robado demasiado tiempo. Has sido muy amable.
– No diga eso. Me lo he pasado muy bien. Debería ser yo la que te lo agradeciera. -Era cierto. Una vez vencía su timi-dez, Elise Gueray se revelaba como poseedora de un gran ingenio y sentido del humor. Había conseguido que el tiem-po transcurriera más que agradablemente. Nell cogió la bandeja-. Si no la veo más tarde, la buscaré mañana después del desayuno.
Elise sacudió la cabeza y miró hacia su marido, al otro lado del salón.
– Dudo que estemos aquí cuando vuelvas. Henri querrá irse pronto. Lo único que quería era conocer a Kavinski.
Nell se fue, esquivando la multitud, con el ceño cada vez más fruncido, concentrándose en mantener el equilibrio de la pesada bandeja que transportaba.
El vino.
Se detuvo en seco a la salida del salón de baile.
Bueno, ¿por qué no? Unos sorbitos no le sentarían nada mal; en Europa tienen costumbre de hacerlo. Y ella quería que Jill fuera feliz esa noche. ¿Quién sabía cuántas ocasio-nes más tendrían de estar juntas?
Volvió a entrar en el salón. Champán. Mucho mejor. Mientras cogía una copa de champán de las que llevaba un camarero que pasaba por su lado, la bandeja de Nell se tam-baleó.
Alguien llegó a tiempo de asirla.
– ¿Me permite que la ayude?
Arnold Schwarzenegger. No, de cerca, aquel hombre solo se parecía a él mismo. Impresionante. Tanta seguridad era desconcertante y Nell, instintivamente, quiso huir. Apartó la mirada de él.
– No, gracias.
Intentó recuperar la bandeja, pero él la mantuvo fuera de su alcance.
– Insisto. No es ninguna molestia. -Él salió de la sala en un par de zancadas y ella se vio forzada a apresurarse para seguirlo-. ¿Dónde es la cita?
– ¿La cita?
Él miró el contenido de la bandeja.
– Sea quien sea quien le esté esperando, debe de tener buen apetito.
Ella sintió otra ola de calor en sus mejillas. Veintiocho años y todavía se ruborizaba. Murmuró:
– Es una especie de selección. Para mi hija.
Él sonrió.
– Entonces supongo que la cita es en uno de los dormi-torios, y no creo que consiga usted subir las escaleras con el champán y la bandeja… sólo tiene dos manos. -Cruzó la entrada y empezó a subir-. Me llamo Nicholas Tanek. Y ¿us-ted es…?
– Nell Calder. -De repente, se encontró persiguiéndolo escaleras arriba-. Pero no necesito ayuda. Por favor, me de-vuelve…
– ¿Calder? ¿La esposa de Richard Calder?
Estaba sorprendido. Todo el mundo se sorprendía de que Richard se hubiera casado con ella.
– Sí.
– Bueno, parece que está demasiado ocupado para ayu-darla. Permítame sustituirlo.
Estaba claro que no se le podía disuadir. Tendría que dejarle hacer, simplemente. Sería la manera más rápida de li-brarse de él. Nell siguió, pues, subiendo tras el hombre y, de repente, se descubrió observando las suaves curvas de sus hombros y de sus nalgas. Era un cuerpo musculoso y admi-rablemente moldeado.
– ¿Qué edad tiene su hija?
Levantó la mirada, sintiéndose un tanto culpable. Pero comprobó, con alivio, que él la tenía fija al frente.
– Jill tiene casi cinco años. ¿Tiene usted hijos, señor Ta-nek?
Él negó con la cabeza.
– ¿Hacia dónde vamos ahora?
– A la derecha.
– ¿Está usted también en el banco Continental? -le pre-guntó Tanek.
– No.
– ¿A qué se dedica?
– A nada. Quiero decir que cuido de mi hija. -No hubo comentario a eso, y Nell añadió-: Tengo bastantes obliga-ciones sociales.
– Seguro que debe de estar muy ocupada.
No, no como las mujeres de su mundo. Nell estaba con-vencida de que todas debían ser tan bien parecidas y debían poseer tanto aplomo como él.
– ¿Es usted americana?
Ella asintió.
– Me crié en Raleigh, Carolina del Norte.
– Es una ciudad universitaria, ¿verdad?
– Sí, mis padres impartían clases en la Universidad de Greenbiar, en las afueras de Raleigh. Mi padre era el decano.
– Parece una vida muy… tranquila.
Seguro que quería decir aburrida. Ella se irritó un poco.
– Me gustan las ciudades pequeñas.
Él volvió la cabeza para mirarla.
– Pero, desde luego, no puede compararse con la vida que lleva usted ahora, en París. Tengo entendido que el banco Continental tiene la central europea en la capital francesa.
– Sí, es cierto.
– Y debe de ser agradable poder visitar lugares como éste. El lujo puede ser muy importante.
– ¿Lo es?
– He tenido la ocasión de charlar con su marido esta tar-de. Y me atrevería a asegurar que le encantaría vivir siempre en un palacio.
– Trabaja mucho para que podamos disfrutar de pequeños lujos. -Aquella investigación trivial empezaba a moles-tarla. No podía estar realmente interesado en Richard o en ella. Nell cambió de tema-. ¿Trabaja usted en la banca, se-ñor Tanek?
– No, estoy retirado.
Ella lo miró confusa.
– ¿De veras? Es muy joven.
Él se rió.
– Gané suficiente dinero y decidí no esperar a la fiesta de jubilación y el reloj de oro. Tengo un rancho en Idaho.
De nuevo, la sorprendía. Nunca hubiera dicho que era un tipo que vivía alejado de la vida urbana.
– No parece usted…
– Me gusta la soledad. Crecí en Hong Kong, siempre ro-deado de gente. Cuando pude elegir, opté por el aislamiento.
– Lo siento; no es asunto mío.
– No se preocupe. No tengo nada que ocultar.
De repente, a Nell le pareció que sí tenía qué ocultar, y mucho. Bajo su aspecto tranquilo, escondía sin duda un sin-fín de cosas.
– ¿De qué trabajo se retiró?
– Tenía negocios -y preguntó-: ¿Qué puerta es?
– ¡Ah! La última de la izquierda.
Atravesó velozmente el pasillo y se detuvo frente a la puerta.
– Gracias. No era necesario, pero…
Él ya había abierto la puerta y estaba entrando, ante el asombro de ella.
La camarera griega rápidamente se incorporó en su silla.
– Puede retirarse -le dijo Nicholas Tanek en griego-. La llamaremos si la necesitamos.
La criada salió de la suite y cerró la puerta.
Nell lo miraba fijamente, aturdida.
Tanek le sonrió.
– No se alarme. Mis intenciones son de lo más honesto -le guiñó un ojo-. Bueno, a menos que considere usted des-honesto escaparse de una fiesta aburridísima. La he visto en la puerta, huyendo también, y necesitaba una excusa razo-nable para desaparecer durante un rato.
– Mamá, ¿has traído el…? -Jill se detuvo junto a la puer-ta, mirando a Tanek-. ¿Y tú quién eres?
Él le dedicó un educado saludo, inclinando la cabeza.
– Nicholas Tanek. Tú eres Jill, ¿verdad?
Ella asintió con cautela.
– Entonces esto es para ti. -Y le enseñó la bandeja, con una especie de reverencia-. Miel y ambrosía.
– Yo quería pastel de chocolate.
– Creo que también tenemos de eso -dio un paso hacia ella-. ¿Dónde vamos a sentarnos?
Jill lo estudió un momento, y se decidió a responder.
– Mamá y yo vamos a hacer un picnic. He puesto la manta en el suelo.
– Una idea excelente. Está claro que nos llevas ventaja en cuanto a intendencia. -Empezó a disponer los platos de pa-pel sobre la manta y dijo, por encima del hombro-: Ha olvidado las servilletas. Tendremos que improvisar. -Desapare-ció hacia el baño y volvió al cabo de un minuto con un montón de pañuelos de papel y dos toallas de mano con encajes-. Madame, ¿me permite? -Rodeó el cuello de Jill con la toalla de mano y se la ató por detrás.
Jill soltó una risita.
Nell sintió una oleada de celos al ver que Jill estaba di-virtiéndose con las atenciones de un extraño. Se suponía que este momento era para estar a solas con su hija, y aquel hombre lo estaba fastidiando todo.
– Gracias por ayudarme a traer la bandeja, señor Tanek -le dijo educadamente-. Sé que está deseando volver a la fiesta.
– ¿De veras lo cree? -Se volvió y, al ver el rostro de ella, su sonrisa se esfumó. Asintió lentamente-: Sí, quizá debería bajar -inclinó la cabeza hacia Jill-, pero esperaré para retirarle la bandeja, madame.
– No se preocupe -dijo Nell-, la camarera lo hará por la mañana.
– Insisto. Esperaré en la salita. Llámenme cuando hayan acabado. -A grandes zancadas, salió del dormitorio.
– ¿Quién es? -preguntó Jill en un susurro, con la mirada fija en la puerta medio abierta.
– Sólo un invitado.
Estaba sorprendida de que Tanek hubiera renunciado con tanta facilidad. Bueno, no había sido una rendición del todo. Estaba claro que él no quería volver abajo y que estaba usando la suite como asilo. ¿A quién estaba evitando? Una mujer, probablemente. Era el tipo de hombre que de-bía de tener un montón de mujeres persiguiéndolo. Bueno, no le importaba cuánto rato estuviera allí si se mantenía apartado y no las molestaba.
– Me gusta -dijo Jill.
Nell no lo dudaba. Tanek la había hecho sentir, en aque-llos breves minutos, como una emperatriz.
Entonces, la mirada ansiosa de Jill se quedó prendida de la copa de cristal, e instantáneamente se olvidó de Tanek.
– ¿Es vino?
– Champán. -Nell se dejó caer en el suelo y cruzó las piernas-. Como usted ordenó.
Una sonrisa radiante iluminó la cara de la pequeña.
– Lo has traído.
– Es una fiesta privada, ¿no? -Le pasó la copa-. Un sorbito.
Jill bebió un buen sorbo y después hizo una mueca:
– Es ácido. Pero hace cosquillas y da calorcito cuando te lo tragas. -Fue a beber otra vez-. Jean Marc dice que…
Nell rescató la copa.
– Ya es suficiente.
– De acuerdo -Jill cogió el pastel-, pero si esto es una fiesta, deberíamos tener música.
– Cierto. -Nell se arrastró hasta la mesita de noche, co-gió la caja de música y le dio cuerda. La puso sobre la man-ta, y madre e hija miraron a los dos osos panda bailando len-tamente, girando al son de la música-. Mucho mejor que la orquesta de abajo.
Jill se acercó más y levantó el brazo de Nell para acu-rrucarse debajo. Mientras iba comiendo el pastel, no deja-ban de caer trocitos sobre el vestido de encaje azul de Nell. Sabía que antes de que su hija acabara, ambas estarían cu-biertas de crema de chocolate.
No le importaba. Al infierno con el vestido. Sus brazos rodearon con más fuerza el cuerpo tibio y menudo de su hija. Los momentos como aquél eran únicos y preciosos.
Y podía ser que aún se hicieran menos frecuentes.
No, Nell no les dejaría hacerlo. Richard estaba equivo-cado y ella tenía que convencerlo de que Jill la necesitaba.
Pero ¿qué pasaría si no lo podía convencer?
Entonces tendría que discutir, pelearse con él. Sintió el pánico y desesperación al pensarlo. Cada vez que Nell no estaba de acuerdo con Richard, él la hacía sentir poco razo-nable y cruel. Richard siempre estaba seguro de todo, y ella nunca de nada.
Excepto de que era un error obligarla a confiar a su hija a una absoluta desconocida.
– Me estás apretando demasiado fuerte -dijo Jill.
Nell suavizó el abrazo, pero siguió manteniendo a Jill muy cerca.
– Lo siento.
– No pasa nada -la disculpó, con la boca llena de pastel. Y se acurrucó contra ella-. No me has hecho daño.
No había elección. Encontraría la fuerza donde fuera, pero debía enfrentarse a Richard.
Había venido para nada, pensó Nicholas disgustado mien-tras miraba hacia abajo cómo las olas rompían sobre el acan-tilado. Nadie querría matar a Nell Calder. Y no parecía tener mayor conexión con Gardeaux que aquel elfo de gran-des ojos al que ahora ella estaba alimentando con pasteles y amor.
Si había algún objetivo allí, probablemente sería Kavinski. Como jefe de un emergente estado ruso, tenía tanto po-der para ser una buena fuente de ingresos como para ser una extra molestia para Gardeaux. Nell Calder jamás represen-taría un peligro para nadie. Él conocía las respuestas a todas las preguntas que le había hecho, pero le interesaba ver sus reacciones. La había estado observando toda la tarde y esta-ba claro que era una mujer buena y tímida, absolutamente atemorizada, incluso ante aquellos tiburones de pacotilla de la planta baja. No podía imaginársela con suficiente influen-za para merecer ser sobornada, y nunca sería capaz de con-vertirse en un digno rival para Gardeaux.
A no ser que fuera más de lo que aparentaba. Posiblemente. Parecía tan dócil como un cordero, pero con las suficientes agallas para echarlo del dormitorio de su hija.
Todo el mundo lucha si en la batalla se decide algo im-portante. Y, para Nell Calder, era importante no compartir su hija con él. No, la lista tenía que significar otra cosa. Así que, cuando volviera a bajar, se pondría cerca de Kavinski.
Allá vamos, arriba, arriba,
hacia el cielo tan azul.
Allá vamos, abajo, abajo,
a tocar la rosa roja.
Ella estaba cantándole a la niña. A Tanek siempre le ha-bían gustado las canciones de cuna. Cada una de aquellas melodías, tan repetitivas, era una especie de cántico que transmitía seguridad, y eso era algo de lo que él nunca había podido gozar en su vida. Desde el amanecer de los tiempos, las madres han cantado para sus hijos y, probablemente, és-tos seguirán haciéndolo para los suyos dentro de miles de años…
La canción se acabó entre suaves risitas y murmullos que no pudo entender.
Unos minutos más tarde, Nell salió del dormitorio y ce-rró la puerta. Estaba sonrosada, radiante, con una expresión tan tierna como la mantequilla fundida.
– Nunca había oído esa canción de cuna -dijo Tanek.
Nell reaccionó entre sorprendida y alarmada, como si se hubiera olvidado de que él todavía estaba ahí.
– Es muy antigua. Mi abuela solía cantármela.
– ¿Ya está dormida su hija?
– No, pero pronto lo estará. Le he puesto la caja de música otra vez. Normalmente, se duerme antes de que la músi-ca acabe.
– Es una niña muy bonita.
– Sí -una luminosa sonrisa transformó de nuevo su ros-tro, tan corriente, en radiante-. Sí, sí que lo es.
Él la miró, intrigado. Descubrió que quería que ella mantuviera aquella sonrisa en su cara.
– ¿Y lista?
– A veces demasiado. Su imaginación puede ser un pro-blema. Pero siempre es razonable y puedes hablar con ella y… -Se detuvo, frenando su apasionamiento-. Pero seguro que todo esto no le interesa y no quiero aburrirle. He olvi-dado la bandeja. Volveré por ella.
– No se preocupe. Quizá despierte a Jill. La camarera puede recogerla por la mañana.
Ella lo miró a los ojos.
– Eso es lo que yo le he dicho antes.
Él sonrió.
– Pero entonces no la he querido escuchar. Ahora me parece perfectamente lógico.
– Porque es lo que quiere usted hacer.
– Exactamente.
– Yo tengo que bajar también. Aún no he saludado a Kavinski. -Fue hacia la puerta.
– Espere. Creo que primero querrá quitarse todo ese chocolate del vestido.
– Maldita sea. -Frunció el ceño al ver las manchas en la falda-. Ya no me acordaba. -Se volvió hacia el baño y le dijo a Tanek, secamente-: Váyase. Estoy segura de que no voy a necesitar su ayuda en esta ocasión.
Él dudó.
Ella le dirigió una mirada directa por encima del hom-bro.
No tenía una excusa para quedarse, aunque ese pequeño detalle no era suficiente para hacerle desistir.
Pero tampoco tenía una razón. Había sobrevivido en demasiadas ocasiones gracias a su instinto para no creer en el ahora, y aquella mujer no era ninguna clase de objetivo para nadie. Debería estar vigilando a Kavinski.
Se dirigió hacia la puerta.
– Le diré a la camarera que la está esperando.
– Gracias, muy amable -respondió Nell automáticamen-te mientras entraba en el cuarto de baño.
Buenas maneras, sin duda inculcadas desde la infancia. Lealtad. Amabilidad. Una buena mujer cuyo mundo se cen-aba en aquella dulce criatura. Definitivamente, él no tenía nada que investigar allí.
La camarera no estaba esperando en el pasillo. Tendría que enviar a uno de los sirvientes de la planta baja.
Cruzó con rapidez el pasillo y empezó a bajar las esca-leras.
Disparos.
Venían de la sala de baile.
Mierda.
Tanek se lanzó a la carrera escaleras abajo.
Explosiones.
Fuegos artificiales, pensó Nell, ausente. Sally le había dicho que habría una exhibición de fuegos artificiales para coronar la velada. Había estado en la habitación más tiempo del que creía. A Sally no le iba a gustar.
La mancha no era muy difícil. Gracias a Dios por el mi-lagro del agua con gas. Se había temido tener que cambiar-se de vestido. Con mucho cuidado, limpió el rastro de cho-colate.
Oyó un portazo en la salita.
La camarera. ¿Cómo se llamaba? Hera.
– Estoy en el cuarto de baño. Me voy dentro de un mo-mento, Hera. Estoy intentando limpiar mi… -Levantó la mirada.
En el espejo, un rostro, tembloroso, pálido y distorsio-nado.
– ¿Qué…?
El reflejo del acero, un brazo alzándose.
Un cuchillo.
Nell se volvió, al tiempo que el cuchillo descendía.
Dolor.
El cuchillo fue extraído de su hombro y cayó de nuevo.
Debía de ser un ladrón.
– No… Le daré las joyas. Por favor.
La hoja penetró otra vez, hiriendo la parte superior de su brazo. Pudo ver los labios de su atacante mostrando, a través de una media, los dientes. No era un ladrón. Estaba disfrutando, comprendió horrorizada. Estaba jugando con ella. Le gustaba ver su expresión de dolor, verla indefensa.
La sangre descendía por su brazo, y el dolor era tan intenso que se estaba mareando.
¿Por qué hacía aquello, quien fuera?
Iba a morir.
Jill.
Jill estaba en la otra habitación. Si Nell moría, no la po-dría proteger del atacante.
El volvía a levantar el cuchillo.
Nell le dio un rodillazo en la ingle.
El intruso gritó de dolor y se dobló por la mitad.
Nell lo empujó para pasar. Sus cuerpos se rozaron lige-ramente, y notó una extraña sensación, como si él estuviera excitado. Se dirigió, tambaleándose, hacia la salita. Le tem-blaban las rodillas. Iba a caerse.
– Puta. -Estaba justo al lado de ella.
Tenía que haber tenido un arma. No tenía ninguna.
De un tirón, desenchufó la lámpara de la mesita que es-taba junto a ella. Y se la lanzó.
El la repelió con un brazo. Continuó avanzando ha-cia ella.
Ella se alejó de él, caminando de espaldas. ¿No dicen que la mejor defensa es gritar?
Gritó.
– Sigue. Nadie te va a oír. Nadie te ayudará.
Estaba en lo cierto. Los fuegos artificiales y los chillidos de la planta baja eran demasiado fuertes.
Estaba de pie cerca de las puertas del balcón. Arrancó una cortina de seda beige y se la lanzó por encima. Oyó cómo la maldecía mientras ella lo esquivaba…
Sí, casi lo esquivó.
El consiguió librarse de la cortina a tiempo para agarrar-la por el brazo y arrojarla al suelo. Levantó el cuchillo de nuevo.
Nell se incorporó y le golpeó en el estómago con la ca-beza.
El dejó, por un momento, de asirla con tanta fuerza, y ella aprovechó para liberarse de un tirón.
– Mamá.
Oh, Dios mío, Jill estaba de pie junto a la puerta del dormitorio.
– No te acerques, cariño.
El balcón. Si pudiera atraerlo a fuera, al balcón, Jill po-dría escapar.
Lanzó un puñetazo que impactó en la mejilla del hom-bre. Rápidamente, se dio la vuelta y salió al balcón.
Él la siguió.
– Corre, Jill. Ve con papá.
Jill estaba llorando. Quería consolarla.
– Vete, cariñ…
El cuchillo. Penetrando. Dolor.
Atácalo.
No, no desfallezcas.
Golpéalo. Hiérelo.
Dale tiempo a Jill para que escape.
Corre.
No hay escapatoria.
La balaustrada de piedra dura y fría contra su espalda.
Hazlo caer. Lo haría caer del balcón. Desesperadamen-te, lo cogió por los hombros e intentó girarlo.
– Ah, no, estúpida puta.
Él se liberó y la propulsó por encima de la balaustrada.
Nell gritaba.
Estaba cayendo.
Se estaba muriendo.
Nicholas se abría paso entre los invitados que, aterrori-zados, literalmente brotaban desde el salón hacia el ves-tíbulo.
Agarró del brazo a Sally Brenden, al cruzarse con ella.
– ¿Qué ha pasado?
– Suélteme. -Sus ojos reflejaban puro terror-. Es una lo-cura. Los han matado. Es una locura.
La asió con más fuerza.
– ¿Quién ha disparado?
– ¿Cómo quiere que lo sepa? -Se volvió hacia un hom-bre grande que estaba saliendo del salón de baile-: ¡Martin!
Martin Brenden estaba pálido y sudoroso.
– Kavinski está herido. Y otros dos. Y he visto que Ri-chard se desplomaba. Han disparado a Richard.
– ¿Cuántos son? -preguntó Nicholas-. ¿De dónde pro-venían los disparos?
– Del exterior, a través de la ventana -contestó Martin-. Los guardaespaldas de Kavinski los están persiguiendo. -Cogió a su esposa por el brazo-. Vámonos de aquí.
– ¿Cómo ha podido suceder algo así? -preguntó Sally estupefacta-. Mi maravillosa fiesta…
– Serán capturados. -Se la llevó, casi a rastras-. Kavinski tenía dos hombres apostados en el muelle. Nunca podrán escapar de la isla.
Ella dejó que la condujera hacia fuera.
– Mi fiesta…
Nicholas se abrió paso entre el gentío hasta la puerta principal.
Dos hombres corrían. Dos cuerpos delgados y oscuros que brillaban bajo la luz de la luna. Trajes de buzo.
No iban en dirección al muelle sino hacia el otro extre-mo de la isla.
Por supuesto, no huirían por el muelle. Seguro que Gardeaux habría encontrado la manera de evitar esa trampa des-pués de que el objetivo estuviera eliminado.
Objetivo.
Nell Calder.
Dio la vuelta y corrió de nuevo hacia la mansión.