Capítulo 2

– Dios mío. Su cara… Es un monstruo.

La voz de Nadine.

«He visto un monstruo.»

Jill también había dicho eso. Todo el mundo veía mons-truos.

– Por Dios bendito, no se quede ahí, sin hacer nada. Traiga al médico que está atendiendo a Kavinski. Ella nece-sita mucho más su ayuda.

¿Richard? No, la voz era más áspera, más dura. Tanek. Era extraño que pudiera reconocer su voz en la oscuridad.

Intentó abrir los ojos. Sí, Tanek. Ya no estaba elegante, lleno de sangre, sin chaqueta. ¿Estaba herido?

– Sangre…

– No se mueva. Se pondrá bien. -Su mirada sostuvo la de ella con firmeza-. Se lo prometo. No va a morir.

Nadine estaba llorando.

– Pobrecilla. Dios mío, voy a vomitar.

– Pues vaya y vomite -dijo fríamente Tanek-, pero antes traiga al doctor.

Entonces, debía de ser ella la que estaba herida, pen-só Nell.

Estaba cayendo.

Se estaba muriendo.

¿Y no debería estar Richard allí si se estaba muriendo? Quería ver a Jill.

– Jill…

– Shh -dijo Tanek-. Todo irá bien.

Algo iba mal. No, todo iba mal. Ella se estaba muriendo y allí no había nadie a quien le importara. Sólo aquel desconocido. Sólo Tanek.


* * *

– He estado mirando la tele -dijo Jamie Reardon tan pronto como levantó el auricular del teléfono-. Parece que has teni-do una noche atareada, Nick. Así, ¿Kavinski era el blanco?

– No lo sé. También han abatido al guardaespaldas. Qui-zá lo de Kavinski ha sido accidental.

– ¿Cómo han conseguido llegar a la isla?

– A través de un túnel submarino que desemboca en las cuevas, al otro extremo de la isla. Han anclado a unas millas de la costa y, usando trajes y equipamiento submarino, han podido nadar hasta una de las cuevas. ¿Qué han dicho en las noticias?

– Que un grupo terrorista del país de Kavinski ha orga-nizado un asalto, un atentado en el que han resultado muer-tos cinco testigos inocentes.

– Cuatro. La mujer está viva. Pero su estado es grave. La han apuñalado tres veces y, después, la han arrojado al acan-tilado desde un balcón. Está absolutamente destrozada, y de camino a un hospital de Atenas. Había un médico en la fies-ta, y ha dicho que, si la conmoción no la mata, probable-mente sobrevivirá. Quiero que prepares un avión privado. La llevaremos de vuelta a Estados Unidos para curarla.

Jamie soltó un silbido.

– A Kabler no le va a gustar. Va a querer hablar con ella.

– Que le den por el saco.

– ¿Y qué pasa con sus parientes? ¿Tienes su permiso?

– Su marido ha sido una de las víctimas. Va camino de la morgue. Consigue que Conner falsifique unos documentos que prueben que tú eres su hermano y haz que Lieber haga una llamada al hospital. Seguro que aquí han oído hablar de él.

– ¿Por qué Lieber?

– Parecerá lo más lógico. Nell Calder tiene la cara com-pletamente destrozada.

– ¿Por qué han asesinado a Richard Calder? No estaba en la lista.

– Tampoco lo estaba su hija de cuatro años.

– Dios mío…

Nicholas cerró los ojos para borrar la imagen que había visto al mirar hacia abajo desde el balcón. Pero no sirvió de nada. Seguía viéndola, de todos modos.

– He metido la pata, Jamie. Pensaba que todo este asun-to era una tontería.

– No eres el único. Kabler también decidió renunciar.

– Yo no he renunciado. Yo estaba allí. Podía haberlo evi-tado.

– ¿Tú solo?

– Debería haberla avisado. Quería a aquella niña con lo-cura y me habría escuchado.

– Y también podría haber pensado que estabas chiflado. Nunca lo sabrás. Si tiene algo que ver con Gardeaux, la cul-pa es suya. -Hizo una pausa-, ¿Necesitas ayuda para salir de la isla?

– No, si me voy ahora. Kabler no ha llegado todavía. He hablado con la policía local y puedo marcharme. Nos en-contraremos en el aeropuerto -dijo, y colgó.


5 DE JUNIO, MINNEAPOLIS, MINNESOTA


Joel Lieber fue a buscarlos al aeropuerto con una ambu-lancia, y absolutamente fuera de sí.

– Te dije que no quería verme envuelto en esto, Nicholas. Estoy demasiado ocupado para negociar con hombres como Kabler. Alteran mi… ¡Con cuidado! -se volvió hacia los sanitarios que transportaban la camilla-: No la zaran-deen. ¿Cuántas veces tengo que decirles que no se puede za-randear a los enfermos? -Mientras seguía a la camilla hasta la ambulancia, le espetó, por encima del hombro-: Ve a mi despacho. Nos veremos allí después de haberla examinado. ¿Ha recobrado el conocimiento?

– Sólo una vez justo después de que la encontramos. Las heridas de cuchillo no eran profundas pero tenía el brazo y la clavícula rotos. En urgencias de Atenas le trataron las fracturas pero les dije que no hicieran nada respecto a su cara.

– Así yo tendría ese dudoso honor -contestó Joel, sarcástico-. Añadido a la tortura de tener a Kabler haciendo el moscón.

– Yo te protegeré de él.

– Quieres decir que lo intentarás. Ya me ha llamado dos veces. Parece que no aprueba demasiado que colabore en el transporte ilegal de una testigo material.

– Ella te necesita, Joel.

– El mundo entero me necesita -dijo, con un suspiro-. Es el precio de la fama. -Subió a la ambulancia-. Lamenta-blemente, yo sólo soy Superman y no Dios. Más tarde te diré si puedo ayudarla.


* * *

– Creo que el único título que le falta es el de cirujano vete-rinario. -La mirada de Jamie estaba fija sobre los abundan-tes diplomas expuestos en la pared de la oficina de Lieber-. Me pregunto cómo es posible que no lo tenga.

– Con lo que sabe, ya se las apaña. Una vez, le curó la pata a Sam, que había quedado atrapado en una trampa para coyotes.

– ¿Quieres decir que, en ocasiones, renuncia a ser el cen-tro de todo este mundo y va a verte allí, entre bosques?

– Incluso Superman se harta de tener éxito y recibir adu-laciones.

– Sólo a veces. -Joel Lieber entró a grandes zancadas en el despacho, puso descuidadamente su maletín sobre el es-critorio y se dejó caer en su sillón de cuero-. La veneración es el alimento de los genios. Me receto una megadosis diaria.

– Lo entiendo perfectamente -dijo Jamie.

– ¿Cómo va el negocio del pub? -le preguntó Joel.

– Floreciente.

– Entonces deberías haberte quedado en Dublín, lejos de Nicholas.

– Ah, pero lo que deberíamos hacer y lo que hacemos ra-ramente coincide. -Sonrió-. Vemos un problema, un reto, y vamos por él. ¿No es cierto, Joel?

Joel hizo una mueca:

– Yo podría no querer asumir este reto en particular.

– ¿Es muy grave? -preguntó Nicholas.

– No hay cortes, pero habrá que reconstruir toda la cara. Puedo hacer lo principal en una sola operación, pero después necesitará chequeos, recuperación, psicoterapia y…

¿sabes cuánto trabajo lleva eso? Tengo reservas para los dos próximos años. No me queda ni un solo minuto libre.

– Te necesita, Joel.

– No intentes hacer que me sienta culpable. No puedo solucionar los problemas de todo el mundo.

– Su marido y su hija murieron durante el ataque.

– Mierda…

– Lo ha perdido todo. ¿Le vas a decir que tendrá que pa-sar el resto de su vida pareciéndose a una gárgola?

– No soy el único cirujano del mundo.

– Pero eres el mejor. Me lo dices continuamente. Y ella se merece al mejor.

– Lo pensaré.

– Yo la conozco. Es una buena mujer.

– He dicho que lo pensaré, maldita sea -murmuró Joel entre dientes.

– Hazlo. -Nicholas se levantó y fue hacia la puerta-. Mañana te traeré su historial y hablaremos. Vámonos, Jamie, vayamos a cenar algo. -Hizo una pausa-. Por cierto, ¿cómo está Tania?

– Bien -respondió, ceñudo, Joel-. Seguro que querrá ver-te. Supongo que, si te apetece venir a cenar a casa…

– Me resulta difícil rehusar una invitación tan apasiona-da, pero creo que paso. -Sonrió-. ¿Por qué no le preguntas a Tania su opinión sobre si deberías comprometerte en ayu-dar a Nell Calder?

– Eres un cabrón -dijo Joel.

Nicholas, sonriendo, cerró la puerta.

– ¿Quién es Tania? -preguntó Jaime mientras cruzaban la recepción.

– Una especie de ama de llaves, por decirlo de algún modo. Cuida de la casa y, a cambio, tiene una habitación. Tania Vlados es una amiga común. -Pulsó el botón del as-censor.

– ¿Y ella le convencerá?

– Dudo mucho que él discuta con ella un asunto así. Ta-nia le haría sentir demasiado incómodo. Es como una apiso-nadora. Además, no la necesitaremos. Joel está mantenien-do ya una lucha consigo mismo. Se crió y creció entre pobreza y miseria, y siempre le resulta difícil colocar su ne-cesidad de enriquecerse por detrás de la bondad humana.

Jamie volvió la mirada, a través de las puertas de cristal, hacia la lujosa consulta de Lieber.

– Pues parece que lo consigue, y de sobra.

– Pero también hace donación de sus servicios, un día a la semana, para ayudar a los niños maltratados. -El ascensor llegó, y entraron-. Y no será a costa del tiempo que dedica a esos niños que se ocupará de Nell Calder.

– Podrías ofrecerle una cantidad generosa para endulzar-le el pastel.

– No, ahora no. Sería como insultarlo. Pero una vez que se haya involucrado, te aseguro que me va a costar un riñón.

– Te estás metiendo en un montón de problemas.

– ¿Y?

– Que tú no tienes la culpa de nada.

– Ya lo creo que sí, maldita sea. -Sacudió la cabeza, can-sado-. Y no me des la lata con eso de que ella es responsa-ble porque tenía tratos con Gardeaux. No creo que los tuviera.

– Entonces ¿por qué quisieron quitarla de en medio?

– No lo sé. Nada en todo este asunto tiene sentido. Pero debe de haber una razón. -Hizo una pausa-. Ella y la niña fueron apuñaladas, cuando una bala hubiera sido más rápi-da y mucho más eficiente.

– ¿Maritz?

– Probablemente. Había sido un SEAL, ya sabes.

– Sí. No soporto a esos ex soldados, tan orgullosos de haber pertenecido al cuerpo de operaciones especiales de la Marina…

– Además, es el único de los hombres de Gardeaux al que le encanta el cuchillo. Nell Calder debía de ser su único objetivo. El marido y los otros fueron asesinados en el salón, pero él iba tras ella.

– Blanco principal -asintió Jamie-. Lo que hace bastante sospechosa tu teoría de que es una testigo inocente.

– Entonces, demuéstrame que estoy equivocado. Desde luego, me complacería mucho más descubrir que trabajaba para Gardeaux. Aunque, si hay que encontrar conexiones,

necesitaremos más información que la del expediente que Conner ha confeccionado sobre ella. ¡Quiero que averigües hasta lo que tomaba para desayunar cuando tenía seis años!

– ¿Cuándo quieres que empiece? -levantó la mano-. No he dicho nada. Después de cenar, ¿de acuerdo?

– Puedo encargárselo a otro. Es un trabajo de chinos, y no estoy seguro de que nos acerque mucho más a Gardeaux.

– Bueno, el pub está bastante tranquilo, últimamente. Puedo hacerlo yo solo. ¿Alguna otra cosa?

– Vigilancia en su habitación del hospital. A Gardeaux podría no gustarle el hecho de que siga con vida. -Hizo una mueca-. Y será mejor que sea alguien discreto y que se man-tenga a distancia, o Joel se pondrá hecho una furia.

– No es nada fácil. La clase médica es muy celosa de su territorio -meditó un segundo-. Quizás un enfermero. Po-dría llamar a Phil Johnson a Chicago.

– Lo que sea. Pero que esté en su puesto mañana por la mañana.

– ¿Y esta noche?

– Ya me quedaré yo con ella.

– Pero si no has dormido nada en el avión.

– Y tampoco dormiré esta noche. No voy a cometer otro error.


* * *

Otra vez Tanek.

Parecía diferente y, por un instante, Nell no pudo des-cubrir por qué.

El jersey verde. No llevaba esmoquin. Y su aspecto no era tenso ni enfadado. Simplemente, cansado.

Lo entendía perfectamente. También ella estaba cansa-da. Tanto, que casi no podía mantener los ojos abiertos. Le parecía estar flotando…

Claro: se estaba muriendo. Y si morir era eso, no era tan malo.

Debía estar susurrando algo, porque él se inclinó ha-cia ella:

– No se está muriendo. Ya está bien -sonrió tristemen-te-. Bueno, no del todo, pero no se va a morir. Está en un hospital, en Estados Unidos. Tiene unos cuantos huesos ro-tos, pero nada que no podamos arreglar.

Se sintió vagamente reconfortada. No, no había nada que Tanek no pudiera arreglar. Lo había sabido desde el pri-mer momento.

– Vuelva a dormir.

Pero no podía. Algo iba mal. Algo que tenía que ver con aquel oscuro horror antes de la caída. Algo que debía pre-guntar.

– Jill…

La expresión de Tanek no cambió, pero Nell sintió una oleada de pánico. Sí, algo iba mal.

– Duerma.

Cerró los ojos rápidamente. Oscuridad. Podía ocultarse allí, ocultarse de la terrible verdad que presentía detrás del rostro impasible de Tanek.

Dejó que la oscuridad se la llevara muy lejos.


* * *

– No estás tomándote mi sopa -dijo Tania sentándose a la mesa-. ¿Piensas quizá que no es digna de ti?

Joel Lieber frunció el ceño.

– No empieces. No tengo hambre.

– Trabajas desde el alba al anochecer, y tu secretaria dice que rara vez almuerzas. Debes tener hambre por fuerza. -Con calma, buscó su mirada-. Lo cual significa que crees que mi sopa no vale la pena. Aunque no veo cómo la puedes juzgar, si ni tan sólo la has probado.

Joel cogió la cuchara, la hundió en el plato y se la llevó a la boca.

– Deliciosa -gruñó.

– Tómate el resto. Date prisa. Antes de que mi asado se enfríe.

El dejó la cuchara a un lado.

– Deja de darme órdenes en mi propia casa.

– ¿Por qué? Es el único lugar donde puedes acatar órde-nes. Eres un hombre demasiado arrogante -dijo, mientras delicadamente tomaba cucharaditas de su plato-. Y se te puede perdonar la arrogancia en el quirófano porque, probablemente, allí eres el más sabio. Pero aquí, la que sabe más soy yo.

– Y de cualquier cosa que hay bajo el sol. Desde que vi-niste a vivir conmigo, has hecho de mi vida un tormento.

Tania sonrió serenamente.

– Mientes. Nunca has estado tan contento como ahora. Gracias a mí, tienes buena comida, un hombro maternal en el que apoyarte y una casa limpia. Si te dejara, estarías perdido.

Sí, lo estaría.

– Tus hombros no son en absoluto maternales. -Eran rec-tos, cuadrados y siempre parecían estar listos para entrar en combate. Desgraciadamente, Tania estaba muy acostumbra-da a los combates. Había nacido y se había criado en el infier-no en que se había transformado Sarajevo. Nicholas la había traído cuatro años antes, medio muerta de hambre, herida y con las cicatrices que le había dejado una granada. Sólo tenía dieciocho años, y su mirada era casi la de una anciana-. Y me he defendido muy bien durante muchos años sin tu ayuda.

Ella soltó una risita sarcástica.

– Tan bien, que Donna se divorció de ti, porque nunca te veía. Un hombre debe tener un hogar, además de una carrera. Afortunadamente, llegué a tiempo para salvarte. -Dio otro sorbo a la sopa-. Y Donna piensa lo mismo. Cree que soy lo mejor que te ha pasado en la vida.

– No me hace ninguna gracia que estés siempre conspi-rando con mi ex esposa.

– No conspiro. Converso con ella. ¿Eso es conspirar?

– Sí.

– Estoy sola todo el día. Necesito practicar el inglés y, por lo tanto, hablo por teléfono -dijo con satisfacción-. Mi inglés va mejorando y pronto estaré en condiciones de ir a la universidad.

Él se quedó callado un instante.

– ¿Y lo harás?

– Pero no te asustes. Seguiré viviendo contigo. Soy muy feliz aquí.

– No estoy asustado. -La miró furioso-. Me sentiría muy feliz si pudiera librarme de ti. Eres tú la que entró en mi casa y se apoderó de todo.

– Era lo único que podía hacer -contestó simplemente-. Si yo no hubiera aparecido, te habrías convertido en un vie-jo amargado.

– Pero aquí estás, para mantenerme joven y dulce, ¿ver-dad?

– Sí -sonrió-. Joven, lo consigo. Dulce, es un reto mu-cho mayor.

Tania tenía una sonrisa maravillosa. Su cara era angulo-sa, fuerte, sus labios, gruesos y expresivos, su mirada, pro-funda, penetrante. Pero no era un rostro bello hasta que sonreía. Era en esos momentos cuando Joel sentía que había recibido un regalo muy especial. Él le había borrado aque-llas cicatrices, pero era Dios el que le había concedido el don de aquella sonrisa.

Ella dijo tranquilamente:

– Aunque sería de bastante ayuda si me llevaras a tu cama.

La miró de arriba abajo y, enfadado, tomó una cuchara-da de sopa.

– Ya te he dicho que no me acuesto con adolescentes.

– Ya tengo veintidós.

– Y yo casi cuarenta y uno. Demasiado viejo para ti.

– La edad no significa nada. La gente ya no cree en eso.

– Yo sí.

– Lo sé, y me lo pones muy difícil. Pero no vamos a dis-cutir sobre ello ahora. -Se levantó-. Ya te has enfadado, y ahora le echarás a mi sopa la culpa de tu indigestión. Acabe-mos de cenar y, después, puedes decirme qué es lo que te pasa, mientras nos tomamos un café en la biblioteca.

– No me pasa nada.

– Sabes que te sentirás mejor si me lo cuentas. Voy por el asado.

Desapareció hacia la cocina.


* * *

– Bébete el café. -Tania se acomodó en el sofá, sentada sobre sus piernas, frente a Joel-. Le he puesto un poco de canela. Te gustará.

– No me gusta el café dulce.

– Esta especie no es dulce. Además, ¿cómo lo sabes? Apuesto a que no has bebido nada más que vil café solo des-de la facultad.

– No es vil -añadió-: Y tú nunca dejas que tome cafeína.

– La sigues tomando en el hospital.

– Supongo que tus espías te informan, ¿no? Beberé lo que me venga en gana. -Ostentosamente, dejó la taza sobre la mesita que estaba junto a él-. Y ahora no me apetece tomar café. Tengo que volver al hospital a visitar a un pa-ciente.

– ¿Un paciente que te preocupa tanto que no puedes ni comer?

– No estoy preocupado.

– Entonces, ¿por qué vuelves al hospital? ¿Es uno de los niños?

– No, es una mujer.

Ella no dijo nada, sólo esperó.

– Nicholas la trajo -añadió, sin muchas ganas.

– ¿Nicholas? -Tania se incorporó en el sofá.

– Ya sabía que despertaría tu interés -observó Joel, algo enojado-, pero eso no cambia nada. No me puedes conven-cer de que acepte este caso sólo porque Nicholas quiere que lo haga. Las fracturas son demasiado graves para intentar re-construir su cara exactamente como era. Le pasaré el traba-jo a Samplin.

– Yo no intentaría convencerte. Tengo una deuda con Nicholas, y tengo que pagarla yo sola -frunció el ceño, pen-sativa-. ¿Quién es esa mujer?

– Nell Calder. Fue una de las víctimas de la masacre de Kavinski.

– No me refiero a eso. ¿Que quién es para Nicholas?

– No hace falta que te pongas celosa. Creo que casi no la conoce.

– ¿Por qué debería estar celosa?

Estaba realmente sorprendida, y Joel casi sintió una oleada de alivio. Intentó no darle demasiada importancia.

– Ambos estáis tan unidos… como las sardinas en su lata.

– Me salvó la vida y me llevó hasta ti. -Le miró atentamente-. Nicholas y yo no queremos nada el uno del otro salvo una amistad.

– Es raro que Nicholas haga algo por nada.

– ¿Por qué hablas así de Nicholas? Pero si él te gusta… ¿no?

Sí, le gustaba. Y también estaba terriblemente celoso del muy bastardo. De repente, recordó la escena de Casablanca en la que Ingrid Bergman, melancólica, seguía con la mirada a Humphrey Bogart, mientras Paul Henreid, noble y aburrido, permanecía en segundo plano. A ella no le im-portaba que Henreid fuera un heroico combatiente de la resistencia; las ovejas negras siempre son mucho más inte-resantes.

– Tú no le entiendes -dijo Tania-. No es tan duro como parece. Ahora está en el otro lado. -¿ Qué otro lado?

– Ha llevado una vida difícil. Pasan cosas que te marcan, te dejan cicatrices, te hieren, y te llevan a pensar que nunca más vas a creer en nada, que pasarás por encima de todo para sobrevivir. Después, vas más allá -miró dentro de su taza de café- y vuelves a ser otra vez humano.

No estaba hablando sólo de Nicholas. Había estado en aquel infierno y también había salido al otro lado. Quiso alargarle una mano y consolarla, decirle que por siempre más cuidaría de ella.

Levantó su taza de café y dio un trago.

– Está muy bueno -mintió.

Fantástico, Joel. Nicholas le salva la vida y tú le piro-peas el café.

Tania le devolvió una sonrisa de oreja a oreja.

– Ya te lo había dicho.

– Tú siempre ya me lo has dicho. Es muy irritante.

– Y ¿por qué quiere Nicholas que ayudes a esa mujer?

El se encogió de hombros.

– Creo que se siente responsable en parte. Y me la ha traí-do para absolverse de sus culpas. Pero no, yo no juego.

– Me parece que sí. Sientes pena por esa mujer.

– Ya te lo he dicho, no puedo devolverle lo que ha perdido.

– No puedes reconstruir su cara exactamente como antes -dijo ella-, pero sí puedes darle un rostro nuevo, ¿verdad?

– Pensé que no ibas a intentar convencerme.

– No lo hago. Es una decisión que sólo te atañe a ti. Pero, ya que probablemente aceptarás el caso, creo que deberías proponerte un reto que lo haga más interesante. -Sonrió, traviesa-, ¿Nunca has querido experimentar con tu propia Galatea?

– No -repuso tajantemente-. Eso no es cirugía plástica. Eso son cuentos de hadas.

– Ah, pero tú necesitas cuentos de hadas, Joel. Nadie los necesita más que tú. -Se levantó y le quitó la taza-. No te ha gustado el café, ¿verdad?

– Sí, bueno, yo… -encontró su mirada-. No.

– Pero te lo has tomado; lo has hecho por mí. -Le besó la frente con suavidad-. Gracias.

Se llevó la bandeja de la biblioteca.

La habitación pareció oscurecerse de repente, sin su vi-brante presencia.

Le había dicho que la deuda con Nicholas le pertenecía exclusivamente a ella.

No era cierto.

Nicholas había introducido a Tania en su vida. Y a Joel nunca le sería posible pagar aquella deuda aunque aquel bastardo continuara llevándole todos los heridos sin esperanza que quisiera, por el resto de su vida.

– Qué demonios…

«Piensa en tu Galatea.»


* * *

– ¿Qué estás haciendo aquí?

Nicholas levantó la mirada cuando Joel entró en la habi-tación del hospital.

– Podría preguntarte lo mismo -le contestó él.

– Yo trabajo aquí.

– Los cirujanos plásticos no hacen rondas a las once de la noche.

Joel estaba mirando el gráfico.

– ¿Se ha despertado?

– Durante un minuto o dos. Ha creído que se estaba mu-riendo. -Hizo una pausa-. Y ha preguntado por su hija.

– ¿No sabe que su hija y su marido han muerto?

– Todavía no. Pensé que ya tenía suficientes cosas a las que enfrentarse.

– Demasiadas. Cirugía, adaptación psicológica posterior -hizo una mueca-, y ahora le añades unas pérdidas traumá-ticas. Podría provocarle un colapso nervioso si no está sufi-cientemente fuerte. ¿Qué clase de mujer es?

– No es precisamente un dechado de energía. -De pron-to, le vino el recuerdo de la cara de Nell Calder al salir de la habitación de su hija-. Dulce, amable. Estaba loca por ella. Todo su mundo giraba en torno a esa personita.

– Fantástico. -Joel, cansado, se pasó los dedos por su ca-bello, castaño y rizado-. ¿Tiene más familia?

– No.

– ¿Una carrera?

– No.

– Mierda.

– Estudió Arte durante tres años, en la escuela Wilham & Mary. Luego la matricularon en Greenbriar e hizo Magis-terio. Conoció a Richard Calder, que estaba acabando su master de Economía en Greenbriar. Parece que era un buen partido… brillante, carismático y ambicioso. Se casaron tres semanas más tarde, y ella dejó la universidad para ocuparse de la casa. Tuvo a Jill pasado un año.

– ¿Por qué dejó el arte?

Nicholas movió la cabeza.

– No lo sé. Intentaré llenar esas lagunas más adelante.

– No va a ser fácil.

– Pero aceptarás el caso, ¿verdad?

– Y tú desearás que no lo hubiera hecho. El trabajo que hice con Tania es un juego de niños comparado con la ciru-gía que será necesaria esta vez. Creo que pagarás mi nueva casa junto al lago.

Tanek hizo una mueca.

– ¿Tanto?

– Debe de sospechar que algo va mal, y no podemos continuar posponiendo la información. Tendrás que comu-nicarle que ya no tiene a su familia.

– ¿Y a qué debo ese honor?

– No quiero que me identifique con todo ese asunto. Yo tengo que representar la esperanza y una vida nueva. Díselo y después vete. De todas formas, no querrá verte en bastan-te tiempo.

– ¿El policía malo y el policía bueno?

Joel levantó una ceja.

– Tú sabes más sobre procedimientos policiales que yo, aunque la idea general es ésa. -Joel se iba poniendo de me-jor humor, minuto a minuto-. No podemos dejar que la capa de Superman esté deslucida. Mañana le daré una seda-ción ligera. Estará suficientemente consciente para enten-der, y tú hablarás con ella.

– Gracias.

La sonrisa de Joel se desvaneció.

– No seas brusco, Nicholas. Va a ser un golpe tremendo.

¿Acaso creía que iba a intentar herirla?, pensó Nicholas. Asintió brevemente.

– No va a servir de nada, de todos modos. Una vez com-prenda lo que le estoy diciendo, no creo que le importe que yo sea tan dulce como Jesucristo o no.

– Vendré más tarde y le daré un sedante.

– ¿Y harás que su dolor desaparezca?

– Eso es lo que hace el bueno, ¿no? Por eso quise ser mé-dico. La deformidad y la fealdad pueden llevar a una vida de sufrimiento. Yo puedo cambiarla. -Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta-. Por supuesto, ganar una buena pasta tampoco hace daño. -Y sonrió a Nicholas sobre su hom-bro-. Bueno, quizás un poco. Sí, creo que puedo asegurar que tu cartera gritará clemencia.

Nicholas lo oyó silbar mientras se alejaba por el pasillo.


* * *

– Vete a la cama. -Le dijo Tania de pie en la puerta de la bi-blioteca.

– Sí, ya voy -contestó Joel, ausente. Estudiaba las medi-das que había garabateado en el diagrama oval del bloc. Siempre prefería trabajar en el bloc antes de transferir la imagen al ordenador.

– Ahora. -Tania avanzó hasta el escritorio. Iba descalza y llevaba sólo una de las viejas camisetas de Joel. ¿Por qué las mujeres están tan condenadamente seductoras con ropa masculina?-. Es más de medianoche -dijo-. Si no duermes, mañana no podrás operar.

– No opero hasta la hora de comer. -Sacudió la cabe-za con cansancio-. Y después tengo que ir y decirle a Nell Calder que las próximas semanas va a tener que estar en cama con el mínimo movimiento posible. Bonito, ¿eh? Tendrá una enorme cantidad de tiempo para pensar en su marido e hija.

Ella miró el croquis. -¿Ésta será su cara?

– Estoy repasando sus medidas para ver qué se puede ha-cer. Necesito tener alguna cosa que decirle. Todo lo demás le ha sido arrebatado. Necesitará algo a lo que agarrarse.

– Tú se lo darás -le puso una mano sobre el hombro y añadió dulcemente-: Eres un buen hombre, Joel Lieber.

El se inclinó hacia delante y miró fijamente el croquis. Luego, dijo bruscamente:

– Entonces, vete a la cama y deja de distraerme. Tengo trabajo que hacer.

– Dos horas. -Dio un paso hacia atrás y dejó que su mano resbalara hombro abajo-. O volveré a buscarte.

Joel levantó la mirada para verla ir hacia la puerta. Nun-ca paseaba, siempre parecía saber exactamente hacia dónde se dirigía.

– Tengo unas piernas bonitas, ¿verdad? -Le sonrió por encima del hombro-. Es una suerte. Donna me dijo que eres de los que se fijan en las piernas.

– En realidad, no. Se lo dije a Donna sólo porque tiene tanto pecho como un chico.

Tania chasqueó la lengua, de manera reprobadora.

– Ahora sí que mientes, antes no. Y salió del estudio.

Joel se forzó a volver a concentrarse en el bloc. Tania iba a aparecer de nuevo al cabo de dos horas, y él no podía de-jar que le encontrara aún allí. Ella se merecía mucho más que un adicto al trabajo que la doblaba en edad y que ya ha-bía fracasado en un matrimonio. Joel no debía pensar en aquellas largas piernas o en aquella sonrisa.

Sí, claro.

Bueno, tendría que intentarlo.

Piensa en Galatea.


* * *

Esta vez, el rostro no era el de Tanek.

Un rostro joven, grandes pómulos, una nariz que había sido rota en alguna ocasión, ojos azules, pelo rubio con cor-te a lo militar.

– Hola, Soy Phil Johnson, señora Calder.

– ¿Quién?

– Su enfermero.

Parecía más un jugador de fútbol americano, pensó Nell. La bata blanca se ajustaba a sus hombros y resaltaba las ondulaciones de su musculatura.

– ¿Se encuentra mejor? Le han reducido la medicación, así que la nebulosa debería ir disipándose poco a poco.

Sí, Nell podía pensar con más claridad, y se dio cuenta. Con demasiada claridad. El pánico empezó a atenazarla.

– No se preocupe por todos esos vendajes. -Le ofreció una sonrisa cariñosa-. Se va a poner bien. Las heridas no son serias y tiene usted al mejor cirujano de la profesión para ocuparse del resto. La gente viene a ver al doctor Lieber de todas partes del mundo.

Aquel muchacho creía que ella estaba preocupada por su propio estado, pensó Nell con incredulidad.

– Mi hija…

La sonrisa de Phil se desvaneció.

– El señor Tanek está fuera, esperando. Me ha pedido que le llame cuando estuviera usted despierta.

La expresión de Tanek cuando Nell le preguntó por Jill volvió a su mente como un maremoto. Su corazón latía con tanta fuerza que pensó que le iba a explotar al ver a Tanek entrando en la habitación.

– ¿Cómo se… cómo te sientes, Nell?

– Asustada -Había pronunciado aquella palabra sin dar-se cuenta-. ¿Dónde está mi hija?

Él se sentó en una silla al lado de su cama.

– ¿Recuerdas lo que te pasó?

El cuchillo, el dolor, Jill de pie en la puerta, el tintineo de la caja de música al caer. Empezó a temblar.

– ¿Dónde está mi hija?

Tanek la cogió de la mano.

– Fue asesinada la misma noche que te atacaron.

Nell sintió una sacudida mientras las palabras la iban golpeando. Muerta. Jill.

– Está mintiendo. Nadie podría matar a Jill. -Sus pala-bras brotaban enfebrecidamente-. Usted la vio. Usted estu-vo con ella. Nadie haría daño a Jill.

– Está muerta -repitió Tanek con brusquedad-. Ojalá estuviera mintiendo.

No le creería. Richard le diría la verdad.

– Quiero ver a mi marido. Quiero ver a Richard.

El movió la cabeza.

– Lo siento.

Nell se quedó mirándole conmocionada.

– ¿Qué está usted diciendo? -susurró-. Richard ni si-quiera estaba en la habitación.

– Hubo un ataque en el salón, abajo. Su marido y otros tres fueron asesinados. Kavinski resultó herido.

A ella no le importaba Kavinski.

Jill. Richard. Jill.

Oh, Dios mío, Jill…

La habitación giraba a su alrededor, oscureciéndose.

Allá vamos, arriba, arriba,

hacia el cielo tan azul.

¿Era Jill, cantando? Pero él había dicho que estaba muerta. Que Richard estaba muerto. Que ella era la única que había sobrevivido.

Allá vamos, abajo, abajo…

Sí, abajo, a la oscuridad. Quizás allí podría encontrar a Jill.


* * *

– Joel, ven inmediatamente -gritó Nicholas-. Se ha desma-yado, maldita sea.

Con el ceño fruncido, Joel entró resueltamente en la ha-bitación.

– ¿Qué le has hecho?

– Nada, excepto decirle que ha perdido todo lo que tenía en su vida. No había motivo para que se enfadara.

– Y supongo que se lo has comunicado con las delicadas y diplomáticas maneras usuales en ti. -Joel le tomó el pul-so-. Bueno, ya está hecho. No creo que sea un daño irrepa-rable.

– Ha perdido el conocimiento, maldita sea. Haz algo.

– Será mejor dejarla salir de su estado inconsciente con sus propias fuerzas. Puedes irte. No querrá verte cuando salga de esto.

– Ya me lo dijiste. -Nicholas no se movió, con la mirada fija en la cara vendada de Nell. Sus ojos…-. No te preocu-pes. Yo tampoco la quiero ver a ella. Es toda tuya, Joel.

– Entonces, suéltale la mano y vete de aquí.

Tanek no se había dado cuenta, pero continuaba soste-niendo la mano de Nell en la suya. La dejó y salió.

– Estaremos en contacto. Mantenme informado.

– Y quítame a Kabler de en medio. Ha llamado otra vez esta mañana.

– ¿Qué le has dicho?

– Nada. No he hablado con él. ¿Para qué crees que ten-go una secretaría? -Joel se sentó en la silla que Nicholas ha-bía dejado libre-. Pero no puedo permitir que someta a mi paciente a interrogatorio. Sería demasiado traumático.

Nicholas ya había estado pensando en Kabler. Tampo-co quería que interrogara a Nell, y la presencia de Phil no era garantía de que estuviera a salvo de Gardeaux.

– ¿Podrías trasladarla a tu clínica en Woodsdale?

– ¿Quieres decir para la recuperación?

– No, ahora. Tienes todo el instrumental que necesitas para operarla allí.

– Sí, pero no lo uso con mucha frecuencia.

Únicamente lo utilizaba cuando un actor famoso o un jefe de Estado quería pleno anonimato e intimidad. Woods-dale tenía todos los entretenimientos de un hotel de lujo, y la discreción de un confesionario.

– Sería difícil que Kabler la localizara allí. Tu personal de seguridad es bueno.

– Lo sabes mejor que yo, fuiste tú quien los contrató para mí. -Arrugó la frente, pensativo-. Lo encuentro poco convincente. Woodsdale está a más de ciento cincuenta ki-lómetros de aquí.

– Y menos conveniente sería tener que negociar con Joe Kabler.

Joel lanzó un suspiro.

– Y puede que, a pesar de todo, me vea obligado a ha-cerlo.

– Pero puede que no. Depende de cómo vayan sus pes-quisas o de cuánto le interese ella realmente. ¿Cuándo pue-des trasladarla? Lo antes posible.

– No he dicho que vaya a hacerlo. -Se encogió de hom-bros-. Pero probablemente será lo mejor. Esta tarde, supongo.

– La acompañará el enfermero que he contratado. -Pen-só un instante. No, había otra cosa que necesitaba que Phil hiciera-. Mejor dicho, él se desplazará a Woodsdale mañana.

– ¿Es uno de los tuyos? Parece demasiado joven.

Nicholas no le contestó directamente.

– Sus calificaciones son impecables y tiene unas excelen-tes referencias.

– Si son auténticas.

Nicholas sonrió.

– La mayoría lo son. Y a tus enfermeras parece que les gusta. Y ya verás como a ti también.

– Bueno, espero que sea mejor que aquel tal Junot que contrataste para Woodsdale. Ese tipo parece un asesino del Renacimiento. No puedo dejar que se acerque a los pacien-tes cuando salen de la anestesia. La impresión sería demasia-do fuerte. -Frunció el ceño-. Y, además, no quiere pasar por mis manos para mejorar un poco.

– Pobre Joel. Qué frustrante debe de ser para ti. Junot no es tonto. A veces, parecer lo que eres puede ser una ventaja.

Joel abrió los ojos como platos:

– ¿Y es realmente lo que parece?

– ¿Qué más da? Hace su trabajo y no molesta. ¿Hay al-gún problema cuando él ronda por ahí?

– No, ninguno. Pero no me hace ninguna gracia proteger a un criminal.

– No es un criminal -sonrió-. Ya no. Pero seguro que encontrarás a Phil mucho más tranquilizador.-Tanek salió de la habitación y se encaminó hacia el des-pacho de las enfermeras, donde Phil charlaba con la enfer-mera jefa.


* * *

La misma habitación, otra cara.

Jill no estaba allí. Nell cerró rápidamente los ojos. Ha-bía que volver a la oscuridad.

– Soy el doctor Joel Lieber. Sé que ha sufrido un duro golpe, pero necesito hablar con usted -le dijo amablemen-te-. Para obtener los mejores resultados, tengo que operarla lo antes posible. Pero no puedo hacerlo sin su autorización.

¿Por qué no se marchaba? No dejaba que la oscuridad se acercara.

– ¿No quiere hablar? De acuerdo, entonces, tan sólo es-cúcheme. Su cara está totalmente destrozada. Podría inten-tar reconstruirla como la tenía antes, pero no se parecería demasiado a la que usted veía en el espejo cada mañana. Sin embargo, lo que sí puedo ofrecerle es un nuevo rostro, pro-bablemente más atractivo. Como sus huesos no están muy dañados, sólo será necesaria una operación. Entraré por la parte superior de la boca y elevaré y repararé el… -Se detu-vo-. No le daré detalles. No es necesario que los conozca en este momento. -Le cogió cariñosamente ambas manos-. Soy un buen cirujano, muy bueno. Confíe en mí.

Ella no contestó.

– ¿Tiene usted alguna preferencia? ¿Hay alguien a quien le gustaría parecerse? No se lo puedo asegurar, pero podría ser viable conseguirle un tenue parecido con esa persona.

Continuaba hablando. ¿Por qué no la dejaba volver a la oscuridad?

– Nell, abra los ojos y escúcheme. Esto es importante.

No, no era importante. Todo lo que tenía importancia se había evaporado. Pero el tono de aquel médico era tan convincente que abrió los ojos y le miró. Tenía unos rasgos agradables, pensó Nell, medio aturdida. Angulosos, fuertes, y unos ojos grises que podrían transmitir frialdad pero que conseguían, en lugar de eso, ser inteligentes y compasivos.

– Eso está mejor -apretó su mano-. ¿Lo ha entendido?

– Sí.

– ¿Qué quiere que haga?

– No me importa. Lo que quiera.

– ¿Quiere que haga lo que yo crea mejor? ¿Qué pasará si a usted no le gusta lo que hago? Ayúdeme.

– No me importa -repitió en un susurro. ¿Por qué no lo podía entender?

– Sí le importa. -Sacudió la cabeza, cansado-. Pero, evi-dentemente, ahora no. Esperaremos un poco. -Se puso en pie-. Esta tarde la voy a trasladar a mi clínica. Quiero ope-rarla pasado mañana. Intentaré verla mañana por la noche y le mostraré las posibilidades para que escoja.

Estaba preocupado. Parecía un buen hombre. Era una lástima que ella no pudiera ayudarlo.

Se dirigía hacia la puerta, comprendió Nell, aliviada. La dejaría tranquila. Sus ojos se cerraron.

Minutos después, estaba nuevamente dormida.


* * *

Aquella ala del hospital estaba casi desierta. Horario estric-tamente de nueve a cinco, pensó Phil Johnson mientras ca-minaba por el pasillo.

Una bonita enfermera de turno avanzaba hacia él. Tenía la expresión despierta, fresca, el pelo oscuro y rizado, y pe-cas. Le encantaban las pecosas.

Phil sonrió.

Ella le devolvió la sonrisa y se detuvo.

– ¿Se ha perdido? Está en el ala de administración.

– Me han dicho que deje estos formularios de seguros.

– La oficina de registro cierra a las siete.

Hizo una mueca.

– Qué suerte la mía. ¿Trabajas ahí?

Ella asintió.

– Me han pasado a interina en el registro -repuso con una mueca-: Es que me desmayé en urgencias. En personal creen que puedo estar mejor dotada para los números que para las suturas.

– Pues, vaya… -dijo, mirándola con simpatía. Luego, se-ñaló la carpeta que llevaba bajo el brazo y añadió-: Creo que tendré que devolver esto a pediatría y volver a traerlo mañana.

Ella dudó un instante, y después se encogió de hom-bros:

– Bueno, entra. Puedes dejar la carpeta sobre la mesa de Truda.

– Estupendo. -Sonrió mientras ella sacaba la llave del bol-sillo y la introducía en la cerradura-. Me llamo Phil Johnson.

– Pat Dobrey. -Encendió la luz y le cogió la carpeta-. La dejaré en la bandeja de entradas de Truda.

Observó desde la puerta cómo cruzaba el despacho. Preciosa, definitivamente preciosa.

Ella regresó hacia la puerta y apagó la luz.

Phil le cogió las llaves.

– Ya lo hago yo. -Cerró la puerta y comprobó que no podía abrirse-. Ya está. -Le entregó las llaves-. Muchas gra-cias, Pat. Permíteme acompañarte hasta tu coche.

– No es necesario.

Phil sonrió.

– Insisto. Será un placer.

Diez minutos más tarde, la despedía, diciéndole adiós con la mano y sintiéndose un tanto culpable, mientras Pat se alejaba por la carretera en su Honda. Qué chica tan dulce… Era una pena que no le hubieran encomendado que la vigi-lara a ella. Giró sobre sus talones y volvió, pasando entre los coches aparcados, al hospital.

Al cabo de otros pocos minutos, se coló en la oficina de registro y cerró la puerta, sigilosamente, tras él.

No se molestó en encender la luz, se dirigió rápidamen-te hacia la mesa y puso en marcha el ordenador. La poca luz que desprendía la pantalla era suficiente para él y, en cam-bio, no lo delataría.

El teclado le era familiar al tacto. Demasiado familiar, incluso. Era como acariciar el cuerpo de un amante que siempre era distinto y excitante. Vamos, al trabajo, se dijo.

No conocía la clave de acceso, y eso le llevó unos minu-tos. Pero a él no le supuso ningún problema colarse en el programa.

Nell Calder.

Su traslado al Woodsdale ya había sido anotado.

Muy bien. Borró aquella información. Después, sacó de uno de los cajones del archivador, detrás de la mesa, la car-peta con el historial de Nell Calder. De hecho, aquello no era necesario, a menos que alguien buscara el historial allí. Los ordenadores eran los que gobernaban el mundo y, para cualquiera que hiciera una consulta, era más fácil imprimir la información desde el ordenador que tener que buscar en-tre aquellas carpetas que llenaban cajones y cajones, y tener que modificar luego, a mano, el historial. Pero Nicholas le había ordenado que tomara todas las precauciones.

Al fin y al cabo, si desaparecía un historial del archiva-dor, todo el mundo pensaría que, simplemente, se había tras-papelado. La gente comete errores, los ordenadores, jamás.

Volvió a sentarse frente al monitor, añadió la informa-ción necesaria y salió del programa. Por un momento, se quedó con la mirada fija en la pantalla verde, más atractiva que cualquier mujer. Caramba, ya que estaba allí, no perju-dicaría a nadie si se colaba un ratito en cualquiera de los bancos de datos y…

Suspiró y apagó el ordenador. Sí perjudicaría a alguien: a él. ¿Por qué, si no, había decidido no volver a tener un or-denador en su apartamento, y ocupar su tiempo haciendo de enfermero? Nicholas le había dado una oportunidad, había confiado en él, y ahora no iba a hacer el tonto dejándose caer en la tentación.

Se levantó, guardó el historial de Nell Calder bajo su chaqueta y se dirigió hacia la puerta. Con mucho cuidado, despegó el pedazo de cinta adhesiva dura y transparente que había colocado en el filo de la puerta, para evitar que se ce-rrara, mientras Pat estaba de espaldas. Había sido una suerte tropezarse con ella. De no haber sido así, Phil hubiera teni-do que probar toda la colección de llaves maestras que lle-vaba en el bolsillo, y correr el riesgo de que alguien se diera cuenta de lo que hacía.

Volvió a echar una última y soñadora mirada al ordena-dor antes de cerrar la puerta.

Tampoco estaba tan mal. Después de todo, le gustaba su trabajo. Le gustaba la gente, y ayudar a otros hacía que se sintiera bien. Esperaba poder ayudar a Nell Calder. Pobre mujer. Debía de estar realmente en una situación límite, o Nicholas no le habría ordenado teclear aquella información en el archivo de su historial:


La paciente ha fallecido a causa de sus heridas a las 14.05 h. Su cadáver ha sido trasladado a la funeraria John Birnbaum.

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