Capítulo 6

Nell no estaba en su habitación cuando Nicholas llegó al hospital.

– La he visto en el gimnasio -dijo Joel a su espalda-. Ven, te acompañaré.

Nicholas se volvió.

– Creí que ya estaría lista para irse. ¿Me he equivocado de día?

– Le dije que le daría el alta hoy al mediodía. Y no quie-re perder el tiempo haraganeando si puede emplearlo en ha-cer ejercicio. No se había utilizado tanto el gimnasio desde que tuvimos a una gimnasta rusa ingresada.

Nicholas salió de la habitación y le siguió.

– ¿Cómo está?

– Físicamente, no podría estar mejor. Mentalmente…

– ¿Qué?

Joel se encogió de hombros.

– Se comporta con normalidad. Incluso se atreve, de vez en cuando, a hacer bromas y chistes con Phil. Si sufre algún tipo de depresión, no deja que nadie lo vea.

– ¿Ni Tania? Me dijiste que estaban muy unidas.

– No tanto como creía.

– Temes que lo esté guardando todo en su interior, ¿no?

– De eso no tengo la menor duda, pero no hay nada que yo pueda hacer para impedírselo. Hay que mantener la es-peranza de que no explote o se desplome en el momento más inoportuno. -Miró a Nicholas-. No has visto aún mis trabajos manuales. Creo que los aprobarás.

– Sabes que sí. Tu trabajo siempre es bueno.

– Pero Tania dice que Nell es excepcional. De hecho, a quien realmente dedica esos piropos es a sí misma. -Abrió la puerta del gimnasio-. Fue la que me hizo el boceto.

Nell estaba sola, de espaldas, en aquella sala cavernosa haciendo abdominales en una barra de madera cerca de la pared opuesta. Llevaba unos pantalones cortos blancos y una camiseta de deporte suelta, y parecía más alta de lo que Nicholas recordaba. No, alta, no. Más esbelta, más delgada y más fuerte. No los había oído entrar, y Tanek notó en el ambiente una concentración casi tangible mientras ella se-guía con sus flexiones, arriba y abajo.

– ¿Siempre es así de intenso? -preguntó Nicholas en voz baja.

– No, la mayoría de veces lo es mucho más. Hoy debe ser su día de descanso. -Joel elevó el tono de su voz-: Nell.

– Un minuto -repuso Nell, sin mirar. Acabó la serie y saltó ágilmente de la barra. Se volvió hacia ellos.

Nicholas respiró profundamente.

– Pero ¿qué clase de boceto te hizo Tania? -le susurró a Joel.

– Helena de Troya. Inolvidable pero, a la par, vulnera-ble. -Sonrió con satisfacción mientras contemplaba a Nell, que se acercaba hacia ellos-. Buen trabajo, ¿verdad?

– ¿Bueno? Sencillamente, puede que hayas creado un monstruo.

– No creo que le haya provocado ningún efecto psicoló-gico negativo. No parece que signifique mucho para ella. Pero Tania dijo que necesitaba un rostro que le abriera nuevas puertas.

– Depende de qué haya al otro lado de esas puertas. -Fue a su encuentro-: Hola, Nell. Parece que estás en forma.

Nell cogió la toalla de mano que llevaba colgada de sus pantalones cortos y se secó el sudor de la cara.

– Estoy totalmente en forma. Cada día más fuerte. -Se volvió hacia Joel-: No me dijiste que iba a venir.

– Quiere hablar contigo. -Sonrió-. Y ya has hecho sufi-ciente esta mañana. -Se dio la vuelta y fue hacia la puerta-. Nos veremos después de comer.

– Yo también quería hablar contigo -dijo Nell en cuanto la puerta se cerró tras Joel-. El señor Kabler estuvo aquí.

– Lo sé. Joel me lo dijo. ¿Te molestó?

– No, fue muy educado. Tampoco me hizo muchas pre-guntas.

Nicholas, por un momento, se quedó sorprendido.

– ¿No? ¡Qué raro! Normalmente Kabler escarba como un hurón.

– Parecía querer asegurarse de que no me habías asesina-do. -Hizo una pausa-. Y me advirtió que eres un criminal y que no confiara en ti.

Tanek enarcó una ceja.

– ¿Ah, sí?

– Me tiene sin cuidado si eres un criminal. Lo que me importa es si puedo confiar en ti o no. Tania dice que siem-pre mantienes tu palabra. ¿Es cierto?

– Sí. -Sonrió levemente-. Pero no me atribuyas ninguna falsa virtud. Siempre he creído que la honestidad es un buen negocio.

– ¿Honestidad?

– Es mi manera de decirlo. Mantengo mi palabra y juego según las reglas establecidas. Es importante que todos sepan qué posición ocupan respecto a mí.

– ¿Y cuál es la mía respecto a ti? -Buscó su mirada-. Tú no eres un filántropo, pero te tomaste la molestia de traerme aquí. Incluso has pretendido pagar mis facturas. Eso tendría sentido si pensaras utilizarme, pero has rehusado la ayuda que te ofrecí.

– No necesito tu ayuda.

– Bueno, pues yo sí que necesito la tuya -dijo brusca-mente-. Aunque necesitar quizá sea una palabra demasiado fuerte. Con o sin tu ayuda, encontraré la manera de hacer lo que quiero, pero sería mucho más rápido si me ayudaras. -Cerró los puños-. No seré un corderillo que llevan al ma-tadero, y tampoco un obstáculo en tu camino. Si no piensas ayudarme, dime lo que necesito saber. Y yo haré el resto.

Otra vez era consciente de aquella terrible intensidad que ella emanaba.

– ¿Sabes de cuántos hombres se rodea Gardeaux?

– Sé que uno de ellos es Maritz.

– El cual ha matado más hombres de los que puede recordar. No, rectifico, se acuerda de cada uno de ellos porque disfruta haciéndolo. Y luego está Rivil, que mató a su pro-pia madre porque le prohibió unirse a una banda de adoles-centes en Roma. Ken Brady, que se considera un gran amante. Por desgracia, no sólo le gusta violar a las mujeres, sino también torturarlas. Gardeaux tuvo que abonar una suma considerable para evitar que pusieran a Brady fuera de circulación durante una larga temporada después de que decidiera cortarle los pezones a su última conquista.

– ¿Estás intentando impresionarme?

– Maldita sea. Estoy intentando demostrarte que está fuera de tu alcance.

– Lo único que me demuestras es que conoces muy bien a Gardeaux y a sus hombres. ¿Me contarás más sobre ellos?

La miró exasperado.

– No.

– Entonces tendré que hacerlo sola. Ya he averiguado algo sobre Gardeaux y Bellevigne.

– ¿Kabler?

– No, fui a la biblioteca y accedí al Nexis.

– Por eso le hacías tantas preguntas a Phil sobre ordenado-res. Le defraudará saber que lo has utilizado. Tú le caes bien.

– También él a mí. Pero yo necesitaba saber. -Empezó a caminar hacia la salida-. Tengo que darme una ducha y ves-tirme. Tania me recogerá dentro de una hora para llevarme a casa de Joel.

Estaba despedido. Ya no le era de utilidad, así que se deshacía de él. Tanek descubrió que estaba experimentando una mezcla de diversión e irritación. Fue tras ella.

– ¿Vas a instalarte en su casa? Joel no me ha dicho nada.

– Sólo unos días.

Y, después, iría a Bellevigne, directamente a los brazos de Maritz.

– ¿Le puedes acertar a una diana con una pistola?

– No.

– ¿Sabes usar un arma blanca?

– No.

– ¿Karate? ¿Taekwondo?

– No. -Nell se volvió rápidamente hacia Tanek, sacando llamas por los ojos-. ¿Estás intentando hacerme sentir inú-til? Soy totalmente consciente de que estoy poco preparada. Durante mi lucha con Maritz, sólo fui capaz de lanzar-le una condenada lámpara. Nunca me había sentido tan indefensa en mi vida. Forcejeamos en el balcón, y él no tuvo ningún problema para dominarme y echarme por en-cima de la barandilla. Pero ahora no le resultaría tan fácil. Cada día estoy más fuerte. Y si la fuerza no es suficiente, entonces aprenderé todo lo que tenga que aprender.

– No de mí -dijo con gravedad.

– Pues encontraré a otro.

– No te estaba sugiriendo que te convirtieras en algún tipo de comando. Estaba intentando mostrarte lo fútil que serías contra Gardeaux.

– Pues ya lo has hecho. No te preocupes, no te pediré nada más, nunca más. -Empezó a alejarse, pero se detuvo-. Excepto una cosa. ¿Sabes dónde están enterrados mi hija y mi esposo?

– Sí, creo que tu suegra pidió que sus restos fueran tras-ladados a la ciudad natal de Richard. Des Moines, Iowa.

– ¿Los de Jill también?

– Sí. Pareces sorprendida.

– A Edna Calder no le importaba nada Jill. Richard era todo su mundo y no había suficiente espacio para na-die más.

– ¿Ni para ti?

– Especialmente para mí. -Hizo una pausa-, ¿Sabes en qué cementerio…? -No pudo seguir. Empezó de nuevo-: Quiero visitar sus tumbas. ¿Sabes dónde están?

– Puedo averiguarlo -repuso Tanek-, pero no estoy se-guro de que sea una buena idea.

– Me tiene sin cuidado tu opinión -replicó Nell, vehe-mente-. Es asunto mío. No tuve ni ocasión de despedirme. Y debo hacerlo, antes que cualquier otra cosa.

Nicholas la observó un instante.

– Entonces, eso es lo que haremos. -Dio media vuelta-. Vístete. Voy a hacer unas reservas de avión y a decirle a Joel que te llevaré a su casa mañana por la mañana.

Ella lo miró, cogida por sorpresa.

– ¿Ahora?

– Des Moines está a un paso de aquí. Has dicho que ne-cesitas ir.

– Pero no tienes por qué venir conmigo.

– No, no tengo por qué, ¿verdad? -dijo Nicholas, aleján-dose-. Hago unas cuantas llamadas y te recojo dentro de una hora.


* * *

JARDINES DE LA PAZ ETERNA


Un rótulo antiguo en forma de arco en el arbotante de la entrada del cementerio. ¿Por qué siempre se usan arcos en los cementerios?, pensó Nell, triste. Probablemente, como símil de las resplandecientes puertas del cielo.

– ¿Estás bien? -preguntó Nicholas al cruzar la entrada con el coche de alquiler.

– Sí -mintió.

Sabía que tenía que hacerlo, y había tenido la esperanza de que el aturdimiento actuaría como anestesia. Pero no. Era como una de sus pesadillas. Brutal. Terrible. Inevitable. Sin salida posible.

Nicholas detuvo el coche delante del puesto del guarda.

– Quédate aquí. Volveré enseguida.

Iba a localizar las tumbas.

Jill.

Tanek volvió junto al coche.

– Justo al final de la cuesta.

Unos minutos después, la guiaba a través de las tumbas. Se paró delante de una inscripción de bronce.

– Aquí.


JILL MEREDITH CALDER

Allá vamos, arriba, arriba,

hacia el cielo, tan azul…


Nell se tambaleó, y Tanek la sujetó por el codo:

– Nell: Jill no está aquí, maldita sea -dijo con violencia-. Está dentro de tu corazón y en tus recuerdos. Ésa es tu Jill. Ella no está aquí.

– Lo sé -tragó saliva-. Puedes soltarme. No me des-mayaré.

Se enderezó y dio unos pasos hacia una inscripción más grande y más ornamentada.


RICHARD ANDREW CALDER

ADORADO HIJO DE EDNA CALDER


Ni una mención de Nell o de Jill. En la muerte, Edna había reclamado a su hijo. De hecho, no es que lo hubie-ra perdido. Simplemente, nunca le había pertenecido de verdad.

«Adiós, Richard.»

– Hay muchas flores -comentó Nicholas. La tumba de Richard estaba colmada de coronas y ra-mos de todas las flores imaginables. Todos recientes. Nell volvió la mirada a la tumba de Jill. Nada. «Maldita seas, Edna.»

Los ojos de Nicholas estaban fijos en la cara de Nell.

– Una abuela no demasiado cariñosa.

– Ella no era su abuela. -Nunca le permitiría a aquella vieja bruja que reclamara nada de Jill-. La niña no era hija de Richard. -Dio media vuelta y se alejó de las tumbas.

«Adiós, Jill. Siento no haber podido encargarme yo, y haber tenido que dejarlo en sus manos, cariño. Te pido per-dón por todo. Dios, lo siento…»

– Quiero flores sobre su tumba cada semana -dijo brus-camente-. Montones de flores. ¿Te ocuparás de ello, Tanek?

– Me ocuparé de ello.

– No tengo mucho dinero en estos momentos. Tendré que ponerme en contacto con los abogados de mi madre y ver si puedo…

– Cállate -la interrumpió-. He dicho que me ocuparé de ello.

Aquella rudeza confortó a Nell mucho más que lo ha-bría hecho la cortesía. Con Tanek, no necesitaba fingir. De todos modos, dudaba que él no detectara cuándo alguien fingía.

– Quiero irme de aquí. ¿Hay un vuelo de regreso esta noche?

– Ya he reservado dos asientos en el último avión.

– Pensaba que íbamos a quedarnos hasta mañana por la mañana.

– No si puedo sacarte antes de aquí. Me fastidian las des-pedidas. Por eso nunca digo adiós. Ya sabía que esto sería un error.

– Te equivocas. Tenía que hacerlo.

La rabia desapareció gradualmente del rostro de Tanek.

– Quizá sí -dijo cansinamente al abrirle la puerta del co-che-. ¿Qué demonios sabré yo?


* * *

Llegaron de vuelta a Minneapolis después de medianoche. Jamie les esperaba a la salida del aeropuerto.

– Jamie Reardon, Nell Calder. -Nicholas hizo las pre-sentaciones-. Gracias por venir a recibirnos, Jamie.

– Es un placer. -Miraba fijamente, atónito, el rostro de Nell-. Oh, eres una auténtica belleza, ¿lo sabías?

Aquel acento irlandés era tan agradable como los angu-losos rasgos de su cara. Nell sonrió.

– De hecho, no es una belleza auténtica. Es cortesía de Joel Lieber.

– Bella e inteligente. -Comenzó a caminar junto a ellos-. Si te dejaras caer por mi pub, seguro que los chicos te dedi-carían un montón de poemas.

– ¿Poemas? Creía que la poesía era un arte olvidado.

– No para los irlandeses. Dadnos una pizca de inspira-ción y crearemos un poema que os sacudirá el alma. -Se vol-vió hacia Nicholas-. Recibí una llamada de nuestro perso-naje en Londres. Puede que tenga algo para nosotros. Dijo que le llamaras.

– Inmediatamente. -Cruzó la puerta que llevaba al apar-camiento-. Tenemos que dejar a Nell en casa de Joel Lieber.

– No esta noche -dijo Nell-. Es muy tarde y no me es-peran hasta mañana. Me quedaré en un hotel.

Tanek asintió.

– Te conseguiremos una habitación en el nuestro.

– Como quieras. -Londres. Tenía que preguntarle a Ta-nek sobre aquella llamada de teléfono. No, estaba demasiado exhausta y, de todas maneras, dudaba que él le diera una res-puesta. Finalmente, el aturdimiento había llegado, aunque demasiado tarde-. En vuestro hotel, de acuerdo. Gracias.

Jamie le abrió la puerta del coche con galantería.

– Pareces un poco cansada. Te dejaremos bien arropadita en tu cama en menos de una hora.

– Estoy agotada -sonrió con esfuerzo-. Gracias por re-cogernos a una hora tan inconveniente, señor Reardon.

– Jamie -dijo-. No es problema. Siempre intento recoger personalmente a Nicholas. No le gustan los taxis. Nunca se sabe quién los conduce.

Un escalofrío la recorrió. ¿Qué debía ser vivir en un mundo en el que todos eran sospechosos?

– Ya. Ya veo.

Nicholas la miró.

– No, no ves nada. No tienes ni idea.

Había tanta ferocidad controlada en aquellas palabras que Nell se alarmó. Basta de peleas. No se veía capaz de so-portar una discusión, y menos ahora. Se arrellanó en su asiento y cerró los ojos.

– No tengo ganas de hablar, si no te importa.

– Qué educada. Gardeaux también tiene unos modales excelentes. Usa unas frases muy correctas y después le dice a Maritz que te corte la garganta.

– Nick, Nell no parece estar… -dijo Jamie-. ¿No crees que podrías esperar un poquito?

– No -contestó Nicholas secamente.

Estaba siendo una cobarde. Se obligó a abrir los ojos.

– Dime lo que tengas que decir.

Tanek la miró un instante.

– Más tarde. -Volvió la cabeza y se puso a mirar distraí-damente por la ventanilla.

En el hotel, Nicholas reservó para Nell una habitación tres puertas más allá de la suite que él compartía con Jamie. Con la llave en la cerradura de su puerta, Jamie le dedi-có una amplia sonrisa.

– Que duermas bien. Por desgracia, yo dudo que lo haga. Estaré intentando hacer bonitas rimas para el poema que depositaré a tus pies mañana por la mañana.

– No le creas, sólo es una pose -dijo Nicholas, acompa-ñándola con un ligero empujoncito hasta la otra habita-ción-. Estará durmiendo en diez minutos.

– No tienes alma, Nicholas -suspiró Jamie abriendo la puerta-. Eso te pasa por vivir con ovejas y otras criaturas desagradables.

Nell sonrió.

– Buenas noches, Jamie.

Nicholas abrió la puerta y entró en la habitación de Nell. Ajustó el nivel de luminosidad y el termostato.

– ¿Has comido algo antes de salir del hospital?

– No.

Se acercó al teléfono y tecleó un número.

– Sopa de vegetales. Leche. Un plato de fruta… -La miró-, ¿Alguna otra cosa?

– No tengo hambre.

– Eso será todo, gracias. -Sonrió de medio lado mientras colgaba el auricular-. Pero te lo comerás. Porque si no te de-bilitarás. ¿Y acaso no es la fortaleza tu religión, ahora?

– De acuerdo, me lo comeré. Vete tranquilo, ¿vale?

– Después de que el servicio de habitaciones haya traído la cena.

Nell esbozó un amago de sonrisa.

– Porque nunca se sabe quién es el que empuja el carrito, ¿verdad?

Nicholas no contestó.

Ella echó un vistazo a la espaciosa, enorme habitación. Alfombra gris, elegante canapé a rayas verde oscuro y dora-do, cortinas damasquinadas sobre las puertas que llevaban al balcón.

Balcón.

Sintió el aliento de Nicholas justo detrás de ella.

– Olvidé que todas las habitaciones de este lado tienen balcón. ¿Quieres que pida que te den otra?

Oh, Dios santo, Nell no estaba preparada para eso, des-pués del día que había tenido. Quería llorar y esconderse bajo la cama. Pero no podría esconderse. Eso ya había acabado.

– No, por supuesto que no. -Se abrazó a sí misma y fue hacia las cristaleras-. ¿Se pueden abrir?

– Sí.

– He estado en un montón de habitaciones de hotel que tienen las puertas del balcón siempre bloqueadas. Imagino que para evitar que la gente tenga accidentes, pero a Richard le solía poner furioso. -Hablaba muy deprisa, diciendo cualquier cosa para mantenerse ocupada y no pensar en lo que había al otro lado de aquellas puertas-. Le encantaban las vistas, desde cualquier balcón. Decía que le producían escalofríos muy agradables.

– Probablemente, lo relacionaba con Perón o Mussolini saludando al populacho.

– Eso no es muy amable.

– No me siento amable. Maldita sea, apártate de esa…

Nell abrió la puerta y un helado viento le golpeó en la cara. No era como en Medas, se dijo a sí misma, sino un bal-cón pequeño y funcional. La vista tampoco se parecía a la de la isla. Nada de acantilados ni de espuma de oleaje. Se acer-có a la barandilla y miró abajo, las luces, los coches fluyen-do como luciérnagas a lo lejos.

Dos minutos. Se daría dos minutos y después saldría de aquel balcón.

La caja de música tintineando…

Allá vamos, abajo, abajo…

– Suficiente.

Nicholas la agarró por el brazo y la apartó de la baran-dilla hacia el interior de la suite. Cerró las puertas de golpe y le dio una vuelta a la llave.

Nell hizo una profunda e insegura inspiración y tuvo que esperar un momento para recuperar su voz.

– ¿Por qué tanta violencia? ¿Pensabas que iba a saltar?

– No, creo que estabas poniendo a prueba tu capacidad para soportar el dolor. Demostrar tu fortaleza. ¿Estar fren-te a la tumba de tu hija no ha sido suficiente? ¿Y por qué no pones la mano dentro de una hoguera, también?

Nell sonrió con esfuerzo.

– No hay ninguna cerca.

– No tiene ninguna gracia.

– No. -Cruzó los brazos por delante del pecho para controlar sus temblores-. No estaba poniéndome a prueba. Tú no lo entiendes.

– Entonces, explícamelo.

– Estaba asustada. Nunca he sido una persona valerosa. Pero ya no puedo permitirme tener miedo nunca más. Y la única manera de superar ese miedo es enfrentarse a las cosas que temes.

– ¿Por eso querías ir al cementerio?

– No, eso es diferente.

«Lo siento, Jill. Perdóname, cariño.»

El pánico la sacudió con violencia. Sintió como si se es-tuviera evaporando. Le dio la espalda a Nicholas y dijo rá-pidamente:

– Quiero que te vayas ahora mismo. No me asusta el po-bre camarero del servicio de habitaciones, y te prometo que no volveré a salir al balcón.

Tanek la cogió por los hombros.

Ella se puso rígida.

La obligó a darse la vuelta y a mirarle.

– No me voy.

Nell tenía la mirada perdida.

– Por favor -susurró.

– Tranquila -la atrajo hacia él-. Te sientes como si estu-vieras hecha de cristal. Déjalo salir. Yo no soy importante. Sencillamente, estoy aquí.

Nell se mantenía rígida, mirando al frente.

Allá vamos, arriba, arriba…

Lentamente, dejó que su cabeza cayera sobre el pecho de él. Sus brazos la rodeaban. Sin intimidad. Como había dicho, sencillamente, estaba allí. Cercano. Vivo. Reconfortante.

Estuvo así largo rato antes de que pudiera obligarse a dar un paso hacia atrás.

– No quería ponerte en una situación incómoda. Perdó-name.

Tanek sonrió.

– Esas exquisitas maneras de nuevo. Fue una de las pri-meras cosas en que me fijé de ti. ¿Las aprendiste de tu madre?

– No, mi madre era profesora de matemáticas, y siempre estaba demasiado ocupada. Fue mi abuela quien realmente me crió.

– ¿La que murió cuando tenías trece años?

Nell se sorprendió un instante, hasta que recordó el ex-pediente.

– Tienes buena memoria. Ese informe debe de ser muy completo.

– Pues no mencionaba que Jill no fuera hija de Richard.

Automáticamente, ella se puso en tensión, pero enton-ces recordó que aquello ya no importaba. Ya no había una Jill a la que proteger. Ya no había unos padres a los que con-tentar. ¿Por qué no contárselo? De hecho, Tanek lo sabía todo sobre ella.

– No, era imposible que esa información fuera descu-bierta por nadie. Mis padres fueron muy hábiles ocultando lo sucedido. Querían que abortara pero, cuando me negué, le dieron la vuelta a la tortilla y jugaron a favor.

– ¿Quién era el padre?

– Bill Wazinski, un estudiante de arte que conocí cuando iba a la escuela William & Mary.

– ¿Le querías?

¿Le había querido?

– En aquella época, yo pensaba que sí. Lo que era segu-ro es que nos atraíamos mucho. -Movió la cabeza-. Quizá no le quise realmente. Ambos estábamos enamorados de la vida, del sexo y de todos aquellos maravillosos lienzos que estábamos convencidos iban a ser obras maestras. Era la pri-mera vez que yo vivía lejos de mis padres y me había embo-rrachado de libertad.

– ¿Y Wazinski no quiso enfrentarse a sus responsabili-dades?

– No se lo dije. Fue culpa mía. Yo le había dicho que es-taba tomando la píldora. Su padre trabajaba en las minas de carbón, en Virginia del Este, y Bill estudiaba gracias a una beca. ¿Cómo iba yo a arruinar la vida de ambos? Tan pronto descubrí que estaba embarazada, me fui a casa de mis padres.

– Un aborto habría sido el camino más fácil.

– No quería abortar. Quería acabar mis estudios y conse-guir un trabajo. -Y añadió con amargura-: Mis padres no es-tuvieron de acuerdo. Una madre soltera era algo que no pen-saban tolerar.

– ¿Hoy día?

– Oh, presumían de ser liberales. Pero en realidad, lo cen-suraban todo. Los niños debían nacer dentro de estructuras familiares. La vida debía ser siempre un acto civilizado y cui-dadosamente orquestado. Yo no me había comportado con el decoro adecuado volviendo a su casa embarazada. Lo co-rrecto hubiera sido abortar o casarme con el padre de mi hijo.

– Pero Jill nació un año después de que llegaras a Greenbriar.

– Siete meses. Ya te he dicho que mis padres cubrieron muy bien mi indiscreción. Me casé con Richard dos meses después de mi retorno a Greenbriar. Él estaba trabajando como ayudante de mi padre y sabía que estaba embarazada. -Sonrió con tristeza-. Era inevitable que se enterara. Yo ha-bía convertido nuestra casa en un tumulto continuo. Mis padres no estaban acostumbrados a que les discutiera nada. Y él apareció con la solución. Se casaría conmigo, me lleva-ría lejos, y yo podría tener a mi bebé.

– ¿Qué conseguía él a cambio?

– Nada. -Sus miradas se cruzaron-. Richard no era el ambicioso que tú pareces creer. Yo estaba desesperada y él se ofreció para ayudarme. No consiguió nada más que una hija de otro hombre y una esposa que, a veces, no estaba a su altura. Yo había recibido la educación necesaria para ser una perfecta esposa de ejecutivo pero, desde luego, nunca tuve carácter para ello.

– Parecías hacerlo bastante bien la noche que te conocí.

– Tonterías -dijo con impaciencia-. Incluso un ciego ha-bría visto que yo era una persona terriblemente tímida y con tanta predisposición para la vida social como Godzilla. No finjas que no te diste perfecta cuenta.

Tanek sonrió.

– Solamente recuerdo haber pensado que eras una mujer muy simpática. -Hizo una pausa-. Y que tenías la sonrisa más extraordinaria que nunca había visto.

Nell lo miró, aturdida.

Llamaron a la puerta.

– Servicio de habitaciones.

Tanek fue a abrir.

La camarera era de mediana edad, de origen latino, y manejaba con soltura la bandeja. No tardó nada en disponer la cena sobre la mesa frente a las puertas del balcón, y son-rió amablemente mientras Nell le firmaba la nota.

– No parecía peligrosa -comentó Nell, una vez que se hubo marchado.

– Nunca se sabe. -Nicholas cruzó la habitación-. Man-tén la puerta cerrada con llave y no contestes a nadie excep-to a Jamie o a mí. Te recogeré mañana a las nueve.

Y cerró la puerta tras él.

Aquella súbita despedida la sorprendió tanto como todo lo que Tanek había hecho durante el día.

– Cierra con llave. -Nicholas le hablaba desde el otro lado de la puerta. Nell sintió una punzada de irritación al cruzar la habitación y pasar el cerrojo-. Muy bien.

Y, de repente, ya no estaba allí. Nell no oía sus pisadas alejándose, pero ya no sentía su presencia. Era un alivio li-brarse de él, se dijo. No le había gustado que la acompaña-ra. Porque le había impedido hacer lo que ella quería: en-frentarse a aquel horror sola.

Y, desde luego, no sabía por qué le había contado todo aquello, aquella confidencia… Ojalá Tanek hubiera sentido lástima por ella, porque, instantáneamente, lo hubiera recha-zado. Pero, en lugar de eso, había sido tan impersonal y amoldable como una almohada. Un hombre dinámico como Nicholas no se sentiría halagado al verse comparado con una almohada, pensó. Bueno, quizá daba lo mismo haber roto aquel largo silencio. Para Nell, dejar que sus palabras brota-ran había sido como saltar directamente desde las sombras a la luz del sol. Sin miedo. Sin disimulo. Una liberación.

Se acercó a la mesa. No quería comer pero, de todas for-mas, lo haría. Después se ducharía y se metería en la cama. Estaba tan exhausta que quizá se dormiría inmediatamente. Con suerte ni tan siquiera soñaría.

Deliberadamente, escogió la silla encarada hacia el bal-cón, se sentó en ella y empezó a comer.

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