– No estoy seguro de que me guste esto -le dijo Joel a Tania, bajando la voz al ver que Nell y Phil se acercaban por el pa-sillo-. Y sé que a Nicholas tampoco.
– Estaremos de vuelta a las tres -repuso Tania-. Y Phil nos va a llevar en el coche hasta la ciudad, y de tienda en tienda. ¿Qué puede suceder por ir una mañana de compras?
– Eso pregúntaselo a Nicholas.
– Lo haré -dijo Tania-. Confía en mí. Le sentará bien.
– No creo que comprar ropa esté en una posición dema-siado elevada dentro de su lista de prioridades.
– No, pero es una función simple y normal. Y hacer co-sas normales es importante para ella.
– ¿Como hacer ejercicio?
Tania frunció el ceño.
– No, no hay nada de normal en cómo hace ejercicio. Es como si estuviera poseída. Si tú no se lo impidieras, estaría las veinticuatro horas del día en ese gimnasio.
– No se está perjudicando. -Hizo una pausa-. ¿Sabes?, no tienes por qué hacerle de niñera. No es tu responsabilidad.
– Nell me gusta. Quiero ayudarla -añadió lentamente-: Supongo que me veo reflejada en ella.
– Una sola Tania es suficiente. -Se volvió hacia Nell, que ya estaba junto a ellos-. No se fuerce. Cuando se sienta can-sada, déjelo y vuelva.
– De acuerdo.
Le entregó un fajo de billetes.
– Tome. No sé cuánto efectivo puede necesitar.
Nell lo miró desconcertada.
– No lo necesito. No tengo mis tarjetas de crédito aquí, pero estoy segura de que podré hacer una llamada y solu-cionarlo.
– Será mucho más sencillo si Tania lo carga todo a la clí-nica y nosotros se lo facturamos más adelante. -Le abrió la puerta trasera del coche-. Y recuerde que, a las tres, este Lincoln se convertirá en una calabaza.
– En los grandes almacenes Dayton podemos comprar lo esencial. Para la ropa de vestir y los complementos, ya ire-mos a otras tiendas y boutiques -y mientras salía del coche, Tania le dijo a Phil-: Danos tres horas y ven a buscarnos aquí a la una en punto, ¿de acuerdo?
Phil frunció el ceño, intranquilo.
– No creo que sea una buena idea. ¿No será mejor que aparque el coche y que nos encontremos dentro?
– Tú ganas -concedió Tania-. Ve a la sección de ropa de deporte. Estaremos allí.
Nell la siguió al interior de los grandes almacenes e, in-mediatamente, se encontró inmersa en el resplandor y el lu-minoso brillo del consumo.
– No hace falta que vayamos a ningún otro sitio. Sólo necesito cosas sencillas, Tania.
– Necesitar y querer es algo muy diferente. -Subió a la escalera mecánica-. Puede que no quieras verte en… ¿Adon-de vas?
– Tengo algo que hacer. Nos vemos a la una, en la entra-da. -Nell lanzó una mirada atrás mientras se dirigía con pa-sos rápidos hacia una de las puertas laterales.
Tania ya estaba a mitad de camino en las escaleras mecá-nicas, pero dio la vuelta y empezó a bajar.
– ¡Tú no vas a ninguna parte!
Nell llegó a la salida y saltó al interior de un taxi que es-peraba en la parada.
– A la biblioteca pública. Oficina central.
Tania alcanzó la puerta cuando el taxi ya tomaba la cur-va y desaparecía por la esquina.
– ¡Nell!
Nell sintió una punzada de remordimiento. Tania se había portado muy bien con ella, y odiaba decepcionarla. Pero, por otra parte, también era amiga de Tanek, y ella no podía arriesgarse a que interfiriera en sus planes.
Diez minutos más tarde, entró con brusquedad en la sala de consultas de la biblioteca y se dirigió a la mujer del mostrador.
– Me parece que ustedes tienen el Nexis, ¿verdad?
La mujer lo miró.
– Sí.
– Nunca he usado el programa. Me gustaría saber si al-guien puede ayudarme a encontrar cierta información.
La bibliotecaria negó con la cabeza.
– Nosotros ponemos el programa a disposición de los usuarios, pero no tenemos tiempo para dar cursillos -aña-dió-. Además, existe un suplemento por cada ítem que busque.
Nell miró la tarjeta de identificación de aquella mujer. Grace Selkirk.
– Estaré encantada de pagar también por el servicio de ayuda, señorita Selkirk.
– Lo siento, pero no tenemos tiempo para…
– Yo la ayudaré.
Nell se volvió y vio a un joven alto y largirucho que le sonreía.
– Me llamo Ralph Dandridge. Trabajo aquí.
Le devolvió la sonrisa.
– Nell Calder.
La bibliotecaria intervino:
– Ya conoces las normas, Ralph.
– Las normas han sido creadas para que nos las sal-temos. -Ralph se volvió hacia Nell-. Si no eres una experta en informática, este programa es un poco confuso. Yo te guiaré.
– No tienes tiempo para esto, Ralph -dijo Grace Selkirk-. Tienes cosas que hacer…
– Entonces, las haré después de comer -repuso Ralph Dandridge-. Y voy a tomarme mi hora de comida ahora mismo. -Le hizo un gesto a Nell para que se adelantara-. Los ordenadores están en el otro departamento.
– No quiero meterte en problemas.
– No pasa nada. Esto es un trabajo a media jornada. Voy a la universidad nocturna. Además, Grace normalmente se enrolla bastante bien. Sólo que le gusta hacer las cosas como dice el manual.
– Bueno, pues te agradezco que me ayudes -sonrió-. No sé qué habría hecho si no hubieras aparecido.
La miró un momento, encandilado, antes de desviar la mirada.
– Bueno, vamos a ver qué puedo hacer por ti. El Nexis es, básicamente, un sistema de información. Guarda infor-mes de miles de periódicos, revistas y publicaciones periódicas. Todo lo que hay que hacer es teclear un tema, y salen todas las referencias sobre él, de los últimos diez años.
– ¿Puedo buscar un nombre propio?
– Claro. Pero puede que tengamos que abrirnos paso a través de un montón de nombres similares. ¿Qué nombre estás buscando?
– Paul Maritz.
Accedió a dos Paul Maritz y puso ambas historias en pantalla para que ella las examinara. Uno de los hombres era un guionista que había ganado un premio, y el otro Maritz, un bombero que había rescatado a una niña. Definitivamente, ninguno de los dos era su Maritz.
De hecho, Nell no había esperado encontrar informa-ción sobre él, pero valía la pena intentarlo.
– ¿Alguna otra cosa?
– Philippe Gardeaux.
Este nombre no era tan corriente, pero Nell dudó que tuviera más suerte. Aunque, según Tanek, era un criminal a gran escala, y seguramente habría referencias de arrestos, juicios… alguna cosa.
Bingo. Después de intentarlo dos veces, deletreado de maneras distintas, encontraron tres citas sobre Philippe Gardeaux. Una de la revista Time, otra del Sport Illustrated y otra del New York Times.
– Parecen bastante largas. ¿Quieres leerlas? -preguntó Ralph.
– No. ¿Las podríamos imprimir?
– Claro. -Ralph seleccionó las tres citas, dio la orden de imprimir y se recostó en la silla-. ¿Vas a escribir un artículo sobre él?
– ¿Qué?
– Aquí vienen muchos escritores a investigar.
– Es una posibilidad. -Miró, impaciente, el papel que sa-lía de la impresora.
Él cogió las hojas y se las dio.
– ¿Cuánto te debo?
– Nada. Lo descontaré de mi tiempo de trabajos para la comunidad. Ha sido un placer.
No podía permitir que lo hiciera; sabía que para muchos estudiantes el mero hecho de vivir era una ardua lucha.
– No puedo aceptarlo… -Pero tampoco quería herir su orgullo rechazando su gesto. Maldita sea, quería leer esos artículos, inmediatamente, ya. Miró al muchacho-. Bien, ¿tienes tiempo, al menos, para ir rápidamente a algún res-taurante cercano y dejar que te invite a comer algo?
Los ojos de Ralph brillaron tras sus gafas de carey.
– ¡Desde luego que sí!
Nell guardó las copias en el bolso y se puso en pie.
– Vamos. No quiero que la ira de tu jefe caiga sobre ti llegando tarde. ¿Hay algún sitio cerca?
– Sí, pero… -dudó un momento- ¿te molestaría que fué-ramos al Campesino Hambriento? Está tan sólo unas cuan-tas manzanas más allá.
– ¿Y la comida es mejor?
– No, pero muchos de mis amigos se dejan caer por allí. -Sonrió, travieso-. Me encantaría que me vieran contigo.
Quería mostrarla como si fuera algún tipo de trofeo, comprendió Nell, disgustada. La cara que Joel le había dado probablemente había contribuido a que aquel simpático chico la ayudara, pero también convertía su actitud en algo inte-resado. Una de cal, y otra de arena.
Ralph esperaba su respuesta muy ilusionado, y ella se lo debía.
– Iremos al Campesino Hambriento -dijo, resignada.
Nell regresó a los grandes almacenes Dayton cinco minutos antes de la una.
Tania la estaba esperando fuera.
Instintivamente, se puso tensa al ver la expresión de Tania.
– Tania, lo siento, pero era necesario que yo…
– No digas ni una palabra -la interrumpió Tania-. Es-toy tan enfadada que te daría un empujón para que te atropellara un coche. -Avanzó hasta la esquina e hizo un gesto con la mano-. Ahí está Phil. Ya hablaremos cuando llegue-mos a la clínica.
Phil le dedicó una mirada llena de reproche cuando su-bió al coche.
– No debería haber hecho esto, Nell.
– Volvemos a la clínica, Phil -dijo Tania, seca y con frialdad.
Y Tania nunca era fría, pensó Nell. Probablemente, nunca querría volver a verla después de lo de hoy.
Eso le provocaba una inesperada sensación de pérdida, de vacío.
Ya en Woodsdale, Tania entró a grandes zancadas en la habitación de Nell y retiró las sábanas de la cama antes de volverse hacia Phil.
– Tengo la garganta seca. ¿Podrías traernos un poco de limonada? Yo me encargaré de que Nell se tumbe en la cama y descanse.
Phil asintió.
– Claro.
En cuanto se cerró la puerta, Tania se volvió como un rayo hacia Nell.
– No me mientas nunca más.
– Yo no te he mentido.
– Me has decepcionado. Que es lo mismo.
– Supongo que tienes razón. Tenía algo que hacer y te-mía que lo desaprobaras.
– Y has acertado, maldita sea. Lo desapruebo. Joel no quería dejarte salir y yo lo convencí. Me has manipulado.
– Sí.
– ¿Por qué? ¿Qué era tan importante como para que me mintieras?
– Necesitaba información. Tanek no me la daba. He es-tado en la biblioteca.
– ¿Y no podías decírmelo?
– Tú eres amiga de Tanek.
– Eso no significa que sea mi amo y señor. ¿No se te ha ocurrido pensar que también soy amiga tuya?
Los ojos de Nell se abrieron.
– No -susurró.
– Bien, pues debiste pensarlo. La primera vez vine a ver-te porque Nicholas me lo pidió, pero después fue por pro-pia decisión. -Sus manos, a cada lado del cuerpo, se cerra-ron, transformándose en puños-. Sabía por qué Nicholas quería que viniese. Pensaba que me necesitabas. Las dos he-mos perdido a nuestros seres queridos, y Nicholas esperaba que yo te mostrara cómo me pude curar. Pues bien, yo no estoy curada. No me curaré nunca, pero he aprendido a asu-mirlo y seguir adelante con ello. Y tú también lo harás.
– Ya lo asumo.
– No, Nicholas te puso una zanahoria ante los ojos, y tú vas detrás de ella. Es un sustitutivo, no una cosa real. Sólo cuando dejes de soñar sabrás que lo has asumido. -Esbozó media sonrisa triste al descubrir la expresión de desconcier-to de Nell-. ¿Crees que eres la única que ha tenido pesadi-llas? Durante el primer año, tras la muerte de mi madre y de mi hermano, las tenía cada noche. Y aún las tengo, a veces. -Hizo pausa-. Pero no hablo de ello.
– ¿Ni con Joel?
– Joel me escucharía, intentaría ayudarme, pero no po-dría entenderme. Él nunca ha estado allí. -Buscó los ojos de Nell-. Pero tú sí has estado allí. Puedes entenderme. Yo también necesito que alguien me entienda. Vine a verte por-que yo te necesitaba, no porque tú me necesitaras.
Estaba diciendo la verdad. Nell sintió un arrebato de desesperación.
– No puedo ayudarte. ¿No lo ves? No me queda nada Para dar.
– Sí, sí te queda. Estás empezando a volver a la vida de nuevo -dijo Tania-. No sucede en una noche, sino que va rotando, es un proceso, un curso… -Sonrió débilmente-. No te ha gustado nada que me enfadase contigo. Eso es un buen síntoma.
– Pero volvería a hacerlo si fuera necesario.
– Porque quieres encontrar al hombre que mató a tu hija.
– Tengo que encontrarlo. No me importa nada más.
– Sí te importa, pero no puedes verlo. Yo podría sentir lo mismo si el francotirador que asesinó a mi madre y herma-no tuviera un rostro -dijo con cansancio-. Pero los soldados nunca tienen rostro. Son el enemigo, sencillamente.
– Pero, para mí, hay un rostro. Y un nombre.
– Lo sé. Joel me dijo que Nicholas te informó. -Se enco-gió de hombros-. No podía hacer nada más. Joel estaba muy preocupado por ti. Nicholas te salvó la vida, ¿sabes?
– No, no lo sabía. -Y no le gustó-. Estoy segura de que tuvo una razón. Me da la impresión de que es un hombre que no se mueve por sentimientos.
– ¿Sentimientos? No, pero sí los vive muy profunda-mente. Nicholas es complicado pero, cuando se comprome-te con algo, es un hombre en el que se puede confiar. Nun-ca he oído que haya faltado a su palabra. -Movió la cabeza-. Nicholas te trajo aquí e intentó ayudarte. ¿Por qué te pones nerviosa cada vez que lo nombro?
– Se ha metido en mi camino y me impide el paso.
– Entonces, descubrirás que no es fácil que se mueva.
– Tengo que apartarlo. Yo no soy como tú. El tiempo no me hará olvidar-y añadió-: Mis pesadillas no desaparecerán hasta que desaparezca Maritz.
– Que Dios nos ayude -suspiró Tania-. Bueno, ¿me prometes, al menos, que no me decepcionarás otra vez?
Nell vaciló y luego asintió lentamente.
– No quería hacerlo. Pero no he tenido otra opción.
– Supongo que no me explicarás lo que has averiguado, ¿no?
– No, sólo conseguiría dividir tus lealtades. Tú sigues siendo amiga de Nicholas.
Tania la miró con dureza.
– ¿Y?
– Mía. También eres mi amiga. -Nell sonrió-. Aunque no se por que.
– Si no lo sabes, he malgastado el último cuarto de hora y una bonita cantidad de palabras. -Tania le tendió la mano-. Pero un poco de humildad no hace daño. Mi amistad no tiene precio ni comparación.
Nell sintió un estremecimiento de intranquilidad ante la mano que Tania le tendía. Amistad. Amistad significa com-promiso. Paso a paso, la sacaban de aquel vacío que, por otra parte, ella podría necesitar para hacer lo que tenía que hacer.
La sonrisa de Tania se desvaneció. Dijo, titubeante:
– Pedir no es fácil para mí. Necesito a alguien que, sim-plemente, sepa.
Lentamente, Nell tomó su mano y la estrechó con fuerza.
Tania estuvo una hora más con ella. Después, Nell tuvo que comer lo que Phil le trajo, antes de, finalmente, leer aquellos documentos impresos.
Media hora más tarde, dejó caer la última página.
Ni juicios, ni detenciones, ni arrestos. Y ninguna men-ción sobre actividades criminales.
El artículo de New York Times únicamente hablaba de la llegada de Philippe Gardeaux a Nueva York con relación a una subasta para la ayuda a la lucha contra el SIDA en la que él hacía donación de un Picasso. Se referían a Gardeaux como un hombre de negocios europeo y un filántropo.
El artículo de la revista Time era más elocuente. Trataba sobre los viticultores franceses y su batalla por mantener los aranceles altos. Había dos párrafos sobre Gardeaux y su mansión y viñedos en Bellevigne. Tenía cuarenta y seis años, casado, con dos hijos, y era descrito como uno de los viticultores más influyentes. Era uno de los de la nueva hor-nada, que habían ganado dinero mediante inversiones en China y Taiwán, y que hacía sólo cinco años se había con-vertido en cultivador.
La historia del Sport Illustrated no tenía nada que ver con los viñedos pero sí con el castillo de Bellevigne. Se refe-ría al torneo anual de esgrima que había tenido lugar en Bellevigne durante la semana anterior a la de Navidad y que culminó la víspera de Año Nuevo. Un salto hacia atrás, a épocas pasadas, para el que se pidió a los invitados que vis-tieran ropas renacentistas durante toda la semana. El torneo no era sólo un evento social muy importante en la Riviera, sino también una meca para los aficionados al arte de la es-pada y para los campeones de esgrima. Además, los benefi-cios fueron distribuidos entre diversas obras de caridad. A final del artículo había una breve mención sobre la colec-ción de espadas antiguas de Gardeaux, de valor incalculable.
Filántropo, hombre de negocios influyente, coleccio-nista, deportista.
Ni una palabra sobre asesinatos, drogas o delincuencia. Ni un solo indicio que pudiera llevar a pensar que ese tal Gardeaux pagara a un hombre como Maritz y lo enviara para matarla.
¿Era, quizás, otro Gardeaux el hombre que aparecía en aquellos artículos?
Hizo su fortuna en China y Taiman.
Tanek había crecido en Hong Kong. Todo lo que tenía era esa frágil conexión.
Guardó de nuevo los artículos en el bolso. No era sufi-ciente. Debía asegurarse. Necesitaba a Tanek.
Un minuto más.
Pisaba con ímpetu la cinta caminadora, respirando por la boca como Phil le había enseñado. Había descubierto que, si se marcaba las metas sólo de minuto a minuto, le quedaban fuerzas para ir un poco más allá cuando llegaba al límite. Su corazón bombeaba con fuerza, y el sudor le res-balaba por la cara.
Un minuto más.
– Si pudiera dedicarme un momento, me gustaría hablar con usted.
Miró al hombre que estaba de pie junto a la puerta del gimnasio. No era ni un enfermero ni un médico, pensó. Era menudo, rechoncho, con el pelo rizado y grisáceo, aunque se adivinaba que, antaño, había sido moreno. Vestía un tra-je gris, camisa a rayas y mocasines. Probablemente, alguien del departamento de administración, comprobando facturas y pagos ahora que ella casi estaba bien.
– ¿Puede esperar? Casi he terminado.
– La he estado contemplando los últimos quince minu-tos. Yo diría que debería haber acabado ya.
Quizá sí fuera un médico. No quería que pudiera ir a quejarse a Joel porque se estaba excediendo.
– Es cierto. -Sonrió y salió de la máquina-. Pero si quie-re hablar, tendrá que pasear conmigo. Phil dice que no debo parar hasta que me haya enfriado un poco.
– Ah, sí, Phil Johnson. Creo que lo he visto en el vestí-bulo. -Hizo una mueca-. Por desgracia, él también me ha visto. Así que no tendré demasiado tiempo para hablar con usted.
– Oh, ya no son tan estrictos con las visitas como antes. -Empezó a caminar a paso ligero-. Ya casi estoy bien.
– Estupendamente bien. -Él la siguió a su mismo ritmo-. Lieber ha hecho un trabajo fantástico. Nunca la hubiera re-conocido por su foto.
– ¿Joel le ha enseñado mi foto?
– No exactamente.
Nell sintió una punzada de incomodidad. Aminoró la marcha y le miró.
– ¿Puedo saber quién es usted?
– La pregunta es, ¿quién es usted?
– Nell Calder -contestó con impaciencia-. Si ha visto mi foto o mi expediente, debería saberlo.
– No, no lo sabía, pero lo sospechaba. Por eso me he aventurado en el territorio sagrado de Lieber. -Echó un vis-tazo al gimnasio-. Vaya sitio. ¿Y es cierto que la esposa del presidente vino a que le quitaran las arrugas aquí?
– No tengo ni idea. Y me trae sin cuidado. ¿Quién es usted?
El sonrió, encantador.
– Joe Kabler, de la DEA. -Nell no dijo nada-. ¿Tanek nunca le ha hablado de mí?
– No tenemos una relación de confianza. ¿Es amigo suyo?
– Nos profesamos mutuo respeto y compartimos algunos objetivos -comentó-. Pero no considero que ningún criminal sea amigo mío.
Nell se detuvo en seco.
– ¿Criminal?
– Vaya, vaya, veo que la ha mantenido en la ignorancia. ¿Qué le ha contado sobre él mismo?
– Que está retirado. Que tenía diversos negocios.
Kabler soltó una risita.
– Oh, sí, eso es cierto. Con todo tipo de mercancías. Do-cumentos oficiales, informaciones, objetos de arte. Lideraba una red de criminales que fue muy problemática para las au-toridades de Hong Kong durante bastantes años. -Se enco-gió de hombros-. Nunca traficó con drogas, así que no tu-vimos que enfrentarnos el uno con el otro. Por cierto, ¿dónde está?
– No tengo ni idea.
Él estudió su cara.
– Creo que me está diciendo la verdad.
– ¿Por qué iba a mentir? Tiene un rancho en Idaho, qui-zá debería buscarlo por allí.
– Lo visité hace seis meses. Entrar en esta clínica es pan comido en comparación con llegar hasta aquel lugar remoto -y añadió-: además, no es un asunto urgente, ahora que sé que Tanek no la ha asesinado.
Su tono era impertérrito. Nell quedó totalmente impac-tada.
– ¿De verdad creía que él me había matado?
– Lo dudaba, pero Tanek siempre es imprevisible -son-rió-. Por eso decidí venir y ver qué pasaba. Pero es obvio que está usted la mar de bien.
– Sí, muy bien -asintió Nell, ausente-. ¿Y por qué había sospechado eso?
– Porque es Nicholas Tanek y estaba en Medas cuando no tenía nada que hacer allí. Después, oí que se la había lle-vado a toda prisa y que no me iba a dejar hablar con usted.
Nell repuso:
– No sabía que quería hablar conmigo. -Vaciló-. ¿Qué sabe usted de Philippe Gardeaux?
– Ésa era la pregunta que yo iba a hacerle a usted.
– Nada. Excepto que Tanek me dijo que fue él quien or-denó el ataque de Medas, y que sus hombres asesinaron a mi hija y a mi marido.
La expresión de Kabler se suavizó.
– Debe de pensar que soy muy duro. Lo siento, señora Calder. Sé lo que debe de estar usted pasando. Yo tengo tres hijos.
No, no lo sabía. No le había sucedido a él.
– Pero está de acuerdo en que aquello no fue un ataque terrorista, ¿verdad?
Él vaciló.
– Existe la posibilidad de que haya podido ser Gardeaux.
– ¿Y por qué iba por mí? Ni siquiera le conozco.
– En eso estoy de acuerdo, no parece tener mucho senti-do. No hemos podido encontrar ninguna conexión entre ustedes dos. Y llegamos a la conclusión de que, sencillamen-te, usted estaba en el lugar equivocado en el momento erró-neo. Kavinski era el objetivo lógico. Seguro que había mo-lestado a Gardeaux en algún momento. Ustedes ocupaban una de las mejores suites de la mansión. Quizás el hombre de Gardeaux la confundió con la de Kavinski.
– Pero Kavinski estaba en el salón.
– También pudo ser una acción paralela, para causar confusión. Gardeaux suele actuar así. -Amablemente, aña-dió-: Lo siento pero usted estaba en medio.
– ¿Ese Gardeaux es el mismo que posee Bellevigne?
El asintió.
– Entonces, ¿por qué no hace algo contra él? Si sabe qué es lo que hace, ¿por qué no lo detiene?
– Lo estábamos intentando, señora Calder. Pero no es fácil.
– Parece que nadie sabe lo que es ese hombre en realidad -dijo bruscamente-. Tanek dice que, incluso si esos asesinos llegaran a ser llevados ante un tribunal, nunca serían conde-nados. ¿Es cierto?
Kabler vaciló.
– Espero que no.
Era cierto, pensó Nell, aturdida. Los inocentes eran ase-sinados y los monstruos podían pasear libremente.
– Yo nunca me rendiré, si le sirve de consuelo -dijo Kabler-. He estado luchando contra esa escoria durante veinti-cuatro años y continuaré haciéndolo en los próximos cincuenta.
Kabler parecía un hombre decente y obstinado pero eso no cambiaba el hecho de que estaba perdiendo la batalla.
– No me sirve. Mi hija está muerta.
– ¿Y Tanek le ha prometido que Gardeaux lo pagará? -Ella no contestó-. No permita que la utilice. Él haría lo que fuera por conseguir a Gardeaux.
Nell sonrió con tristeza al recordar cómo le había roga-do a Tanek que la utilizara.
– No tiene ninguna intención de utilizarme.
Kabler negó con la cabeza.
– Eso es lo que usted cree. Tanek utilizaría al propio Lu-cifer, si con ello atrajera a Gardeaux. -Le entregó una tarje-ta-. Le he dicho lo que tenía que decirle. Si necesita ayuda, llámeme.
– Gracias.
Lo siguió con la mirada, mientras él se dirigía hacia la puerta. Antes de salir, Kabler se volvió para mirarla.
– Ah, y sé perfectamente cómo alteró los informes del St. Joseph. Phil Johnson posee la habilidad suficiente para in-troducirse en las cuentas de cualquier banco suizo, si dispo-ne del tiempo necesario. Pero podría preguntarle a Tanek cómo lo hizo para conseguir que la funeraria de Birnbaum falsificara los documentos de su cremación.
– Necesito hablar con usted, doctor Lieber -dijo Nell breve-mente por teléfono-. Ahora mismo.
– ¿Se encuentra bien? Probablemente ha hecho un sobreesfuerzo. Le dije a Tania que se toma usted…
– Me encuentro bien, pero… Necesito verte, Joel. -Y colgó.
Una hora después, Joel entraba en su habitación.
– Señora Calder… Nell. ¿Me necesitas? Aquí estoy.
– ¿Por qué demonios mis informes en el St. Joseph dicen que fallecí el siete de junio?
– Lo has descubierto. -Joel lanzó un suspiro-. Yo no tuve nada que ver. Nicholas decidió que sería más seguro si todo el mundo pensaba que estabas muerta.
– Así que me borró de la faz de la tierra. No puedo ni si-quiera usar mis tarjetas de crédito. Llamé a mi banco y, para ellos, consto como fallecida. -Le miró-. Y tú sabías que eso podía suceder. Por eso nos diste aquel fajo de billetes cuan-do fuimos a la ciudad la semana pasada. No querías que in-tentara usar mi tarjeta de crédito. ¿Cuánto tiempo ibas a de-jar que esto siguiera, antes de que alguien me lo dijera?
– Iba a dejar a Nicholas ese honor. Estoy cansado de su-frir las consecuencias de sus acciones. -Calló un instante-. ¿Cómo lo has descubierto?
– Ha venido a verme un hombre llamado Kabler.
– ¿Kabler? ¿Aquí? -lanzó un silbidito-. Me gustaría sa-ber cómo ha conseguido traspasar los controles de segu-ridad.
– Ni lo sé ni me interesa. Pero ¿por qué seguiste adelan-te con esto? Tanek cree que él está más allá de las normas, pero yo pensaba que tú serías más responsable.
– Lo hice porque él estaba en lo cierto. -Levantó una mano para acallar las protestas de ella-. Tú estabas muy en-ferma. Yo no quise que Kabler te molestara, y Nicholas pensaba que podías estar todavía en peligro. Yo no habría utilizado ese método, pero resultó.
– Oh, sí, Tanek es efectivo, sin duda. ¿Qué papeleo ten-go que hacer para recuperar mi vida?
– ¿Estás segura de que quieres hacerlo?
– Por supuesto que sí.
– Quizá todavía estés en peligro.
– Pero es que ni siquiera puedo acceder a la cantidad de dinero que necesito para pagarte.
El sonrió alegremente.
– Entonces, deja que lo haga Tanek. Dale lo que se me-rece.
Lo que se merecía era que lo descuartizara.
– No pienso depender de él.
– En ese caso, deja que yo te fíe la cantidad hasta que todo este asunto haya terminado.
Su ira hacia Joel se iba apaciguando. No dudaba que el instigador había sido Tanek. El era un hombre honesto que intentaba hacer lo que era mejor para ella.
– Gracias, Joel. Pero sabes que no puedo hacerlo. Tendré que llamar a mi abogado y ver si puedo conseguir que libe-re algunos de mis fondos.
– Piénsatelo unos días, ¿quieres? No hay prisa. No te voy a dar el alta hasta la próxima semana. Quiero hacerte más radiografías para estar seguro de que los huesos han soldado bien.
– He estado aquí más de tres meses. Creía que sólo per-mitías a tus pacientes VIP quedarse hasta estar plenamente restablecidos.
– Y a los que no tienen adonde ir. -La sonrisa de Nell desapareció. Ni adonde ir. Ni por quién volver a casa. Sole-dad-. Lo cual me recuerda algo que Tañía y yo estuvimos discutiendo ayer por la noche. Nos gustaría que te instalaras con nosotros cuando salgas de aquí. Te permitirá situarte y orientarte.
Instantáneamente, movió la cabeza.
– No tenéis por qué…
– No tenemos por qué hacer nada. -Joel sonrió-. Pero tú mantienes a Tania ocupada y eso es una bendición. Cuando concentra toda su atención sobre mí, me hace la vida imposible. Te agradeceríamos que aceptaras.
Nell se sintió aliviada. Había tenido miedo de ir a parar a una habitación impersonal de cualquier hotel mientras in-tentaba elaborar un plan.
– Está bien. Quizá por un día o dos. Gracias.
– De acuerdo. Entonces, le diré a Tania que no hace fal-ta que venga. Ser convencido por Tania es suficiente para que cualquiera empeore. -Se levantó-. Y ahora, duerme un poco. ¿Quieres que te recete algo que te ayude?
– No. -Las drogas harían que durmiera más profunda-mente, y dormir entrañaba tener pesadillas. Si su sueño era ligero, a veces podía escapar de ellas despertándose-. Estaré bien.
Joel se fue, y Nell tardó aún bastante rato en ponerse a dormir. Lentamente, su rabia se iba difuminando. La conmoción de saber que se la tenía por muerta la había ultraja-do, como si Tanek la hubiera desposeído de su pasado, de la esencia que la hacía ser lo que era.
¿O quizás aquella esencia ya le había sido arrebatada an-tes? Desde luego, ya no era aquella mujer de la isla de Medas, ni la niña que había crecido en Carolina del Norte.
Joel le había pedido que lo pensara unos días. De acuer-do, había que sopesar las consecuencias. ¿Qué pasaría si de-jaba que todo el mundo creyera que había muerto? En prin-cipio, sería un desastre. No tendría tarjetas de crédito, ni permiso de conducir ni pasaporte. No podría tocar el dine-ro que su madre le había dejado, así que se quedarían sin nada. ¿Personalmente? Bueno, tampoco iban a echarla de menos. No tenía familia y desde que se casó con Richard había perdido el contacto con sus amigos de la universidad. Él había dominado su vida y ella no tuvo tiempo de crear otros vínculos.
¿Dominada? Instintivamente, Nell se echó hacia atrás ante aquella palabra, para después obligarse a volver y a en-frentarse a ella. No más mentiras. No más esconderse. Qui-zá tan sólo había sido un dictador benévolo pero, desde lue-go, Richard la había dominado. A ella, a su vida. Él no había querido que tuviera otros lazos y, por lo tanto, no los tenía.
Ahora, estar sola podía ser una ventaja. Podría moverse más libremente si todos pensaban que estaba muerta. Y el riesgo de ser un blanco para alguien también se vería re-ducido.
Si es que ella había sido realmente un blanco. Quizá Kabler estaba en lo cierto y tan sólo había estado en el lugar equivocado y en el momento erróneo. Ninguna otra explicación tenía sentido.
Pero Tanek no creía que el azar tuviera nada que ver con que la hubieran atacado.
¿Y por qué debía creer a Tanek y no a Kabler? Tanek era un criminal y Kabler un respetable defensor de la ley. La respuesta debía estar en aquella aura aplastante de tranquila confianza en sí mismo que rodeaba a Tanek. Debía ignorar ese hecho, y atenerse a la explicación de Kabler, mucho más razonable.
Sí; Pero no podía ignorarlo. Porque creía en él. ¿Qué le im-portaba que fuera un criminal? La única cosa importante era que disponía de información sobre Gardeaux y Maritz, y podía ayudarla a llegar hasta ellos. Mejor que fuera un cri-minal, que no le importara m la ley ni las reglas, que Kabler seguía a rajatabla. El le ofrecía lo que Kabler había dicho que era imposible.
Venganza.
– Kabler ha estado aquí hoy -dijo Joel, al teléfono-. Muchas gracias por mantenerlo alejado.
– ¿Ha llegado hasta Nell? -preguntó Nicholas.
– Según dice Phil, la ha acorralado en el gimnasio. Y le ha comunicado que ya no pertenece al reino de los vivos.
– ¿Cómo ha reaccionado ella?
– Me ha echado una bronca. Quiere empezar el papeleo para regresar de entre los muertos.
– Intenta sacárselo de la cabeza.
– Dejaré que lo hagas tú. Será mejor que estés aquí den-tro de tres días. Le voy a dar el alta.
– Ahí estaré.
– ¡Vaya! ¿No me lo discutes?
– ¿Por qué debería hacerlo? Ya sabía que tendría que lu-char con ella. Sólo esperaba que el tiempo enfriaría su en-cendida determinación.
– Entonces, te vas a llevar una sorpresa. Tania dice que… Bueno, ya lo verás tú mismo. -Hizo una pausa antes de aña-dir maliciosamente-: A propósito, voy a tener que reemplazar a tu Junot como jefe de seguridad. Obviamente, ha sido un desastre cumpliendo con su misión de mantener a Kabler fuera del hospital.
– Yo le dije que dejara entrar a Kabler.
– ¿Qué?
– Kabler es un hombre astuto. Sabía que había la posibi-lidad de que no estuviera convencido de la muerte de Nell, y de que estableciera una relación entre el St. Joseph y tu clí-nica en Woodsdale. Le dije a Junot que, si aparecía, no lo in-terceptara.
– ¿Por qué, maldita sea?
– Nos habría causado más inconvenientes que ventajas. Ella estaba lo suficientemente recuperada para sobrevivir a su interrogatorio y Kabler tiene instinto de sabueso. Una vez que encuentra el rastro, no para hasta dar con la presa. Dejándolo penetrar a través de las medidas de seguridad de Junot, siente que controla la situación. Iba tras Nell, y le he-mos dado lo que buscaba. Ahora la dejará tranquila.
– ¿Y qué habría pasado si hubiera decidido llevársela de aquí?
– Entonces, Phil y Junot lo hubieran evitado. -El tono de Nicholas era burlonamente educado-. Con toda discre-ción, por supuesto.
– Por supuesto -repitió Joel sarcásticamente-. Supongo que no se te ocurrió ponerme al corriente de tu plan. De he-cho, se trata tan sólo de mi hospital y mi seguridad.
– ¿Por qué te preocupas? Podía no haber sucedido. Ka-bler podría haber tomado la muerte de Nell como una reali-dad. Además, Junot estaba muy molesto por el solo hecho de fingir que en su sistema pudiera haber una brecha. No-blemente, yo decidí cargar sobre mis espaldas todos los re-proches. -Joel resopló-. Y me niego a que critiques mis decisiones -dijo Nicholas-. Cuelgo. Te veré dentro de tres días.