Capítulo 8

Raúl se sintió como un personaje de dibujos animados: quiso sacudir la cabeza para asegurarse de que estaba oyendo bien. Pero aun así, estaba seguro de que los ojos se le saldrían de las órbitas.

– ¿Cómo dices? -le preguntó levantándose.

Pia suspiró.

– ¿Quieres tener sexo conmigo? La doctora me lo ha sugerido. No es que sea importante para el procedimiento de implantación, porque no lo es, pero ella dice que estoy a punto de quedarme embarazada y que con los bebés lo más probable es que pase mucho tiempo antes de que un hombre me encuentre deseable, suponiendo que eso vuelva a pasar. Así que tener sexo ahora tendría sentido.

Lo había dicho todo sin tomar aire. Ahora estaba mirándolo con sus ojos de color avellana bien abiertos y una expresión de cautela.

– No tienes por qué hacerlo si no quieres. No tengo ni idea de lo que piensas de mí. No creo que sea abominable, pero tampoco llevo colgada una placa diciendo que soy genial en la cama.

Él la miraba con los ojos abiertos como platos y pudo ver que ella estaba preparada para oír una negativa.

¿Sexo con Pia? Sin duda la encontraba sexy y atractiva, pero jamás había pensado ir tan lejos. Había muchas razones para no hacerlo, la mayor de todas era que vivirían juntos en un pueblo muy pequeño y no quedaría mucho espacio, sería demasiado incómodo.

Ella se mordía el labio inferior. Era preciosa. Esa pose orgullosa de sus hombros, el suave brillo de sus mejillas, el modo en que sus rizos castaños caían sobre sus hombros.

Siempre había sido la clase de hombre que miraba más allá del físico y el hecho de que Pia fuera a tener los hijos de otros, simplemente porque se lo habían pedido, la convertía en una de las mejores mujeres que había conocido nunca. Y de verdad le gustaban los besos que habían compartido.

La idea del sexo… no, de hacer el amor… la iba atrayendo más y más a cada segundo que pasaba. Sabía que una vez que tuviera los bebés, ella tendría otras cosas en la cabeza, pero algo en su interior le decía que una sola noche con Pia sería una noche que valdría la pena recordar.

Dio un paso hacia ella.

– Me ofrecí a ser tu compañero de embarazo -dijo en voz baja-. A hacer lo que me pidieras, a ocuparme de tus necesidades.

– Esto no es exactamente lo mismo que salir a comprar helado en medio de una tormenta.

Él la levantó, posó las manos sobre sus hombros y la miró a los ojos.

– Es mucho más divertido que eso.

Pia tragó saliva.

– No tienes por qué hacer esto. No debería habértelo preguntado. No quiero que te sientas presionado o…

Raúl se acercó y apretó la boca contra la suya, lo cual no estuvo mal porque a veces el silencio era lo mejor.

Sus labios eran suaves y tentadores. Sus brazos lo rodeaban. Era cálida, pero lo suficientemente alta como para que él no tuviera que agacharse demasiado para volver a besarla. Y eso también era bueno, porque le gustaba besarla y quería hacerlo durante micho tiempo.

Pia se había esperado una pequeña discusión estableciendo las normas de lo que sería esa relación de compañero de embarazo, pero al parecer no era necesaria, pensó mientras la cálida boca de Raúl reclamaba la suya. El beso fue ardiente y tierno a la vez y sus labios hicieron que Pia quisiera derretirse en su liso y fuerte cuerpo.

Él la abrazaba contra su cuerpo. Tenía los hombros anchos y un cuerpo musculoso. Su aroma era tan bueno como su aspecto, masculino, pero limpio. Y sus mejillas estaban cubiertas por una fina barba.

Había pasado mucho tiempo desde que un hombre la había hecho sentir así, pensó mientras lo rodeaba por el cuello y se entregaba a su beso. Deslizó los dedos por su oscuro cabello, cuyas cortas capas parecían seda. Él bajó las manos hasta sus caderas y posó una en su trasero.

Cuando apretó suavemente una de sus nalgas, a Pia se le encogió el estómago. Ella se acercó más a su cuerpo e inmediatamente fue consciente de la excitación de Raúl… prueba de que no estaba actuando por compasión. ¡Gracias a Dios!

Él acarició su labio inferior con su lengua antes de hundirla dentro de su boca.

Pia se entregó por completo al beso y el deseo la consumió, haciéndola querer acercarse más, acariciarlo y que él la acariciara a ella. Lo acarició con la lengua, más deprisa que él. Las manos que sujetaban sus caderas ejercieron más fuerza y pasaron a deslizarse lentamente por ellas. Ella contuvo el aliento hasta que Raúl cubrió sus pechos con sus manos y los apretó con delicadeza antes de acariciar sus ya endurecidos pezones.

Ante el primer roce, ella sintió una sacudida que le llegó a los dedos de los pies. Ante el segundo, tuvo que contenerse para no gritar más y se recordó que no debía suplicar porque eso a los hombres no les resultaba atractivo. Pero era difícil centrarse cuando cada contacto contra sus sensibles pechos la hacía querer gritar.

Él bajó la cabeza hasta su mandíbula y fue besándola hasta llegar a su oreja para de ahí pasar a su clavícula. Se detuvo para saborear su piel en un beso que resultó sorprendentemente excitante. O tal vez fue debido al modo en que seguía acariciándole los pechos o a la sensación de tener su cuerpo tan cerca.

Antes de poder decidir a qué se debía, él le había tomado la cara entre sus manos y estaba besándola de nuevo. Fueron unos besos intensos que le despertaron más anhelo y deseo. Sin saber qué estaba haciendo, se vio desabrochándose el vestido, que quedó abierto hasta su cintura.

Antes de poder descubrir cómo parar o qué hacer, él le había bajado el vestido hasta las caderas y estaba deslizando sus dedos desde sus muñecas hasta sus hombros y de ahí a sus pechos. Con un experto juego de manos, el sujetador quedó desabrochado y cayó al suelo.

En cuestión de segundos, él había sustituido el encaje de seda por sus manos desnudas. Piel sobre piel, pensó ella, con los ojos cerrados. Raúl la acariciaba con delicadeza, explorando sus curvas.

Ella se concentró en cada caricia, en cada roce de sus dedos y sus manos. Él se acercaba más y más a sus pezones, aunque no llegaba a tocarlos. El contacto aumentó la excitación de Pia y entonces, cuando estaba a punto de sujetarle las manos y colocarlas ahí donde quería, él se agachó y tomó su pezón izquierdo en su boca.

Ese beso húmedo y ardiente hizo que se le cortara la respiración y que ese punto entre sus muslos se infamara cargado de deseo.

Raúl pasó al otro pecho y, mientras, ella le acarició la cabeza y los hombros, sintiendo su fuerza. El deseo la invadía y la hacía sentirse deliciosa y viva.

– Deberíamos animar la fiesta -susurró él mientras se quitaba la camisa.

Ella asintió y su mirada quedó prendada de ese ancho torso. Quería tocarlo y saborearlo, explorarlo, pero él ya estaba apartándose. Mientras lo seguía, ella se desabrochó el resto de los botones del vestido y se lo quitó, además de descalzarse, mientras caminaba.

Cuando se reunieron en el dormitorio, él estaba desnudo y al verlo, ella comprendió el concepto de belleza masculina. Su pelo era un conjunto de definidos músculos, su cintura era estrecha y sus piernas fuertes. Estaba excitado y preparado, con una mirada intensa y centrada en ella. Solo mirarlo la hizo temblar. Mientras ella se movía hacia él, él la rodeó por la cintura y ambos cayeron sobre la cama.

– ¿Tienes preservativos? -le preguntó él antes de besarla.

Pia asintió.

– Bien. No queremos que ninguna gota de esperma esté por ahí con los embriones de Crystal. La cosa podría ponerse muy concurrida ahí abajo.

Sonrió mientras hablaba y sus ojos parecían estar vivos de diversión y deseo. Fue una combinación irresistible. Y entonces volvió a besarla. Ella se dejó perder en la sensación de su boca sobre la suya.

Sus lenguas se entrelazaron en una erótica danza y después él pasó a moverse por su cuello, como había hecho antes. Ese hombre era muy hábil, pensó ella como en una ensoñación y sintiendo cómo cada parte de su cuerpo ardía y se derretía. Cuando él tomó su lóbulo en su boca, Pia tuvo que morderse el labio inferior para evitar gritar. Y cuando ella sintió su peso tendiéndose junto a su cuerpo, tuvo que controlarse para no separar las piernas a modo de descarada invitación. Lo quería… lo quería todo de él… dentro… encima… dándole placer a ambos hasta la locura.

Cuando él acarició sus pechos, fue tan placentero como al principio y con cada roce de su lengua contra sus pezones sintió un cosquilleo entre las piernas. Podía sentir cómo estaba inflamándose para él.

Él bajó la boca y se detuvo lo suficiente para quitarle las braguitas con un suave y sencillo gesto. Ella quería sentir sus besos sobre su vientre, pero la calidez de sus labios la sintió en la cara interna de los tobillos.

– ¿Que estás haciendo?

Lo notó reírse.

– Y yo que creía que eras guapa e inteligente.

Fue subiendo dejando un rastro de besos por su pierna hasta situarse entre sus muslos.

Ella separó más las piernas sabiendo que si no lo hacía acabaría suplicando. Entonces la boca de Raúl se posó sobre la parte más sensitiva de su ser y un cálido placer la invadió.

Él se movía lentamente, como si estuviera descubriéndola. Era una caricia perfecta, lo suficientemente rápida como para excitar y lo suficientemente delicada como para hacer que todo lo que él hacía fuera magia. Se detuvo para decirle cuánto le gustaba mirarla así y esas palabras la excitaron casi tanto como el dedo que se hundió en su interior.

Mientras la acariciaba, posó la boca sobre un terso e inflamado punto que rozó con su lengua, provocándole un espasmo de placer. Movía la lengua al mismo tiempo que el dedo, hacia delante y hacia atrás, dentro y fuera. Pia no podía recordar la última vez que un hombre le había hecho algo así, la última vez que había sentido ese calor líquido fluyendo por su cuerpo, la promesa de liberarse en cuestión de segundos.

Intentó contenerse, al querer saborear el momento el máximo tiempo posible y aunque el final sería genial, ese momento de espera y anticipación tampoco tenía precio. Pero era como nadar contra corriente. Agotador e imposible. Cada movimiento de su lengua la acercaba más al borde del placer y cuando él cerró los labios alrededor de ese punto, ella se perdió y se produjo un fuerte estallido de placer.

Los músculos se tensaron y se relajaron y cada célula de su cuerpo tembló según el placer iba abriéndose paso en su cuerpo. Se rindió a las sensaciones, arqueando la cabeza hacia atrás y jadeando una y otra vez.

Cuando logró pensar de nuevo, abrió los ojos y vio a Raúl sonriéndole con expresión de satisfacción.

– No eres todo eso -le dijo ella apenas sin respiración.

– Claro que sí.

Raúl se inclinó y le lamió un pezón. Ella se estremeció y tuvo que resistir las ganas de llevarlo hacia sí para que volvieran a hacerlo. En lugar de eso, abrió el cajón de la mesilla y sacó la caja de preservativos.

– ¿Es esto? -preguntó él frunciendo el ceño.

– ¿Qué quieres decir? ¿Es que no son buenos?

Él esbozó una media sonrisa.

– Solo hay tres.

– ¿Solo?

– Se supone que es tu última noche de sexo, ¿no debería ser memorable?

– Pensé que con uno bastaba.

Él sacó un preservativo y metió el paquete en la mesilla.

– Pues tendré que demostrarte que no.


El instituto de Fool’s Gold estaba situado en la carretera que conducía a la estación de esquí. El campus solo tenía cinco años de antigüedad, con un edificio dedicado a la ciencia, un gran estadio y un auditorio que podía albergar a quinientas personas.

Raúl se encontraba sobre el escenario frente a los estudiantes. Había apartado el pódium, ya que preferí caminar de un lado para otro.

– Cuando empecé no era rico y famoso -les dijo a los muchachos-. Cuando tenía vuestra edad, estaba en una casa de adopción luchando contra el sistema responsable de alimentarme y vestirme. Sabía que no le importaba a nadie, no como persona. Yo no era más que un número para los trabajadores sociales y un ingreso constante para mi familia adoptiva.

Se detuvo y miró a los ojos a varios de los jóvenes del público.

– Algunas familias se preocupan verdaderamente por los chicos a los que acogen y los aplaudo. Los trabajadores sociales que conocí estaban agobiados de trabajo, intentaban hacer lo mejor, pero no tenían ni las herramientas ni los recursos apropiados. Por eso me implique en algunas cosas que debería haber evitado.

Caminó hasta el borde del escenario y miró a los alumnos.

– Las bandas pueden parecer muy chulas en la fantasía. Te dan un lugar al que pertenecer y crees que adquieres estatus. Estás rodeado de gente que te acepta. Si están lo suficientemente locos, nunca sabes lo que va a pasar y eso también puede ser divertido -se encogió de hombros-. Pero también puede dejarte peor de lo que podrías imaginarte nunca. Embarazada. En la cárcel. O muerto -dejó que esas palabras pendieran en el aire un momento.

– Cuando tienes dieciséis años, el futuro parece estar muy lejano, pero yo estoy aquí para hablaros del valor de pensar a largo plazo. De saber lo que quieres y de ir tras ello, independientemente de cuánta gente te diga que es imposible. Pasé los primeros meses de mi primer año de carrera en la calle, viviendo en un edificio abandonado. Tenía amigos que me ayudaron, pero la gran diferencia la marcó el encontrar a alguien que creía en mí. Y que me enseñó a creer en mí mismo. Eso es lo que tenéis que hacer. Creed que podéis hacerlo.

Fue al otro lado del escenario y miró a los chicos.

– El diccionario nos dice que un mentor es un guía en el que se confía. Sed lo que queréis ver en los demás. Implicaos con alguien más joven que os necesite. Es como lanzar una piedra a un lago. Las ondas se extienden para siempre.

Habló un poco más sobre la importancia de hacer lo correcto, y después dijo que respondería preguntas.

Formularon las típicas preguntas sobre sus partidos con los Cowboys y lo que había supuesto lograr que su equipo de la universidad venciera durante dos temporadas seguidas.

– Yo no lo hice -dijo sinceramente-. Era miembro de un excelente equipo. Todo el mundo hacía su parte y por eso ganamos. El fútbol americano no es el golf. No estás solo tú y el balón. Te rodea mucha gente. Todo equipo es tan fuerte como su jugador más débil.

Una pequeña chica de la tercera fila alzó la mano.

Él la señaló.

– ¿Sí?

– ¿Alguna vez has ejercido de Hermano Mayor? Mi tío lleva ayudando a un chico dos años.

– Bien por él -dijo Raúl-. En cuanto a lo de ser un Gran Hermano, es difícil para un tipo como yo porque la prensa lo descubre enseguida y todo se complica. Por eso colaboro de este modo, doy charlas en escuelas, comparto ideas, trabajo con los profesores.

Siguió charlando un par de minutos más y quedó aliviado al ver que los estudiantes estaban haciéndole caso y que los profesores presentes asentían ante lo que decía.

Quería que se levantaran y le gritaran porque, ¿en qué planeta un antiguo jugador de fútbol americano sería tan famoso como para no poder llevar a un muchacho a la bolera? Hombres mucho más famosos que él tenían vida privada.

La verdad no era tan bonita. No quería involucrarse personalmente. No quería preocuparse. El precio era demasiado alto. Mejor que las cosas fueran superficiales; así, nadie salía herido, incluyéndolo a él.

Una filosofía con la que Pia no estaría de acuerdo, pensó mientras terminaba el discurso. Ella era de las que se lanzaban primero y luego hacían preguntas. Eso era lo que estaba haciendo con los embriones. Eso sí que era una mujer con convicción y valor, pensó mientras terminaba y sonrió cuando lo aplaudieron. Tres noches antes se había quedado con ella y desde entonces su cama había estado un poco más fría, un poco más vacía.

Pero conocía el valor de estar solo y el peligro de hacer que algo fuera más de lo que era en realidad. De algún modo volvería a pasar por eso.


Pia esperó nerviosa sobre la mesa acolchada.

– No pasa nada -le dijo el técnico-. Las ecografías no duelen.

– Tienen que tener algo malo.

– Lo siento, pero no. Incluso calentamos el gel que utilizamos sobre tu barriga. Es una de las pruebas médicas más sencillas.

– Mejor que un enema de contraste.

La otra mujer, Jenny según decía su etiqueta, se rio.

– ¿Alguna vez te han hecho un enema de contraste?

– He oído rumores. No son divertidos.

– No, no lo son, pero esto es sencillo.

Jenny alzó el camisón de papel de Pia y extendió gel sobre su vientre.

No dolía en absoluto; no era más que una sensación cálida moviéndose sobre ella. Bien, pensó. «Las ecografías no duelen».

Unos minutos después, Jenny la cubrió y se disculpó. Pia se quedó allí en la habitación suavemente iluminada, haciendo todo lo que podía por respirar. Pronto descubriría si estaba preparada para la implantación. Si lo estaba, llegaría el momento. Una vez que los embriones estuvieran descongelados, ya no habría vuelta atrás.

Antes de poder levantarse de la camilla y salir corriendo del edificio, la doctora Galloway apareció allí.

– He oído que estás lista -dijo la doctora con una sonrisa-. Vamos a ver.

Estudió el monitor.

– Muy bien -murmuró-. Sí, Pia, diría que mañana podemos implantarte los embriones, si tú quieres -le acarició un brazo-. También podemos esperar un mes, si necesitas más tiempo.

¿Preparada? ¿Como para hacerlo ya?

Pia abrió la boca y volvió a cerrarla. Se le encogió el pecho, como si algo muy pesado estuviera presionándolo. Sintió náuseas y mareo. Preparada.

– ¿Los óvulos pueden estar listos mañana? -preguntó apenas con voz.

– Sí. Te citaríamos justo después de almorzar. No tienes que decidirlo hoy. Estarás igual de preparada el mes que viene.

Cierto, pero un mes era mucho tiempo de espera. Pia temía asustarse incluso más, o intentar convencerse a sí misma de no seguir adelante.

Respiró hondo y se preparó para decir:

– ¿A qué hora mañana?


Al parecer, la definición de la doctora Galloway de «indoloro» y la de Pia no eran exactamente lo mismo. Que te insertaran un catéter era una experiencia horrorosa, pero Pia hizo lo que pudo por relajarse y seguir respirando.

– Hecho -le dijo la doctora unos segundos después. Se levantó y le bajó el camisón a Pia antes de cubrirla con una sábana.

– Quédate aquí tumbada unos veinte minutos para que todo se asiente. Después, podrás irte.

– ¿Y no tengo que hacer nada? ¿Evitar actividades extenuantes o cosas así?

– Yo me quedaría quieta unas cuantas horas. ¿Tienes las vitaminas que te di?

La doctora Galloway le había dado muestras los días anteriores, junto con una receta. Se había tomado su primera vitamina prenatal esa mañana junto con un desayuno de lo más sano.

– Sí.

– Entonces es todo lo que necesitas por ahora.

La doctora bajó las luces y salió de la sala. Pia intentó ponerse cómoda sobre la camilla, cerró los ojos y colocó las manos sobre su vientre bajo.

– Hola -susurró-. Soy Pia. Conocí a vuestra madre. Era increíble y maravillosa y os habría encantado.

Pensar en su amiga hizo que se le saltaran las lágrimas. Parpadeó para apartarlas de sus ojos y respiró hondo.

– Ella… murió hace unos meses. Durante el verano. Fue muy triste y todos la echamos de menos. Vuestro padre también se fue, pero ambos querían tener hijos. Especialmente vuestra madre. Quería teneros a los tres, pero no pudo porque murió.

Gruñó. ¡Vaya forma de estropear la conversación!

– Lo siento -murmuró-. Debería haber planeado esto mejor. Lo que estoy diciendo es que de verdad quería esto. Quería que nacierais. Sé que no soy ella, pero voy a hacerlo lo mejor que pueda, lo juro. Voy a leer libros y a hablar con mujeres que son buenas madres. Estaré ahí para vosotros.

Pensó en su madre abandonándola para mudarse a Florida.

– Jamás os dejaré -les juró-. Pase lo que pase, estaré siempre a vuestro lado. No me marcharé ni me olvidaré de vosotros -presionó su vientre-. ¿Lo sentís? Soy yo. Estoy aquí.

El miedo pendía como telón de fondo, la posibilidad de un castigo cósmico por haber deseado abortar en la universidad, pero lo cierto era que no podía cambiar el pasado. Solo podía rezar para que las almas de los inocentes estuvieran protegidas. Y si alguien tenía que ser castigado, fuera ella únicamente.

– Lo siento también -susurró-. Me equivoqué -a pesar de la promesa de la doctora Galloway de que no había sido culpa suya, no podía evitar preguntarse si lo era.

Oyó una llamada en la puerta.

– Adelante.

Raúl entró, se le veía increíblemente alto y masculino.

– Ey, la doctora dice que ya está.

Pia intentó sonreír.

– Eso me han dicho. No me siento distinta.

– ¿No oyes voces? -preguntó con una sonrisa.

– No creo que oír voces sea una buena señal.

Él se sentó en un taburete y le tomó las manos.

– ¿Asustada?

– Aterrorizada. Estaba diciéndoles que se agarrara bien y que estaría a su lado.

La miró a los ojos.

– Voy a decirte lo mismo, Pia. Estaré a tu lado en esto.

Ella contuvo las lágrimas otra vez.

– ¿Por Keith?

– Y por ti. Tengo que hacer esto.

Pia logró esbozar una sonrisa.

– ¿Entonces se trata únicamente de ti? Muy típico de los hombres.

– Así soy yo -se inclinó y la besó en la frente-. ¿Qué pasa ahora?

Ella intentó no centrarse en la calidez de su piel ni en lo segura que se sentía a su lado. Incluso aunque Raúl se quedara a su lado durante el embarazo, no había forma de que se quedara después. Acostumbrarse a tenerlo cerca no sería una opción.

– Me quedaré aquí hasta que la enfermera me eche a patadas. En teoría, puedo volver al trabajo, pero me iré a casa. Voy a pasar la tarde tirada en el sofá por eso de la gravedad.

– Vale. ¿Qué te apetece?

Durante un segundo, ella pensó que se refería al sexo, esa parte de ella que se había quedado encantada y saciada quiso suplicarle que lo repitieran, pero no era posible. No, después de la implantación.

– ¿Italiano? ¿Mejicano? Iré a por comida.

Oh, claro, comida.

– Me da igual. No tengo hambre.

– La tendrás en unas horas y tienes que comer.

– Por los bebés -dijo ella con la mano sobre el vientre-. ¿Crees que debería cantarles algo?

Él se rio.

– ¿Quieres hacerlo?

– No se me da muy bien.

– Podrías animarlos. ¿Te acuerdas de alguna del instituto?

Ella se rio.

– Te lo agradezco, pero es demasiado extraño para mí.

Él le acarició la mejilla.

– Mírate. ¿Qué van a decir tus amigas?

– Mis amigas me apoyarán por completo. Las que lo saben ni siquiera se han sorprendido, pero mis amigas de antes… -suspiró-. Como te he dicho, en el instituto no fui muy simpática. Demasiado dinero y genio y nada de compasión.

– ¿Cuándo cambió eso?

– En mi último año.

La puerta se abrió y una enfermera se asomó.

– Puedes irte, Pia. Cuando estés vestida, pásate por recepción. Volveremos a verte dentro de dos semanas.

– Gracias.

Se incorporó y Raúl la besó.

– Esperaré fuera.

– De acuerdo.

Lo vio marcharse y con cuidado se puso de pie y comenzó a vestirse. Mientras se ponía los vaqueros, se dio cuenta de que confiaba en Raúl. Al menos por el momento. Después de tanto tiempo, era agradable tener a alguien en quien poder confiar.

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