Capítulo 17

Liz se estiró en el otro sofá en el salón de Raúl.

– En serio -le dijo-. Tienes que estar aburrida.

– Casi he terminado -admitió Pia. Era el día cuatro y su último día de descanso-. No dejo de pensar en todo lo que hay que hacer y en lo atrasada que voy.

– Sí, bueno, en cuanto a eso… Montana ha organizado un equipo de trabajo.

Pia se puso derecha.

– No me digas que ha dejado que entre gente en mi despacho.

– De acuerdo, no te lo diré.

– ¿Estás de broma? ¿Han tocado mis archivos?

Liz se rio.

– No es que hayan estado revolviendo tu cajón de la ropa interior. No son más que carpetas.

Pia gruñó.

– Son mis carpetas. Tengo un sistema. ¿Y si me lo han descolocado?

– ¿Y si solo intentaban ayudar porque se preocupan por ti?

– Ayudar es agradable, pero no si me genera más trabajo.

– Alguien necesita relajarse un poco. Deberías estar agradecida por lo mucho que nos preocupamos por ti. Este pueblo se cuida a sí mismo.

Pia entrecerró los ojos.

– No estabas tan contenta con eso cuando te mudaste. Si no recuerdo mal, querías marcharte y no volver nunca más.

– Eso era diferente.

– ¿Por qué?

– Me estaba pasando a mí.

Pia se relajó en el sofá y se rio.

– Muy típico. Estamos absortos en uno mismo.

– Eso lo dirás por ti -el humor de Liz se desvaneció-. ¿Cómo te encuentras?

– No. Estoy cansada de hablar de mí. ¿Cómo estás tú? ¿Cómo es la vida con tres niños y un prometido?

– Te olvidas del perro. Es la gran idea de Ethan, aunque la culpa es mía. Di un voto. Claro que todos querían el cachorrito menos yo y ahora, por si antes tenía poco, estoy entrenando a un labrador con mucha energía que se llama Newman.

Pia se rio.

¿Newman?

– ¿Te lo puedes creer?

A comienzos de verano, Liz había descubierto que tenía dos sobrinas. La mayor, de catorce años, se había puesto en contacto con ella a través de su página web, diciendo que su padre estaba en prisión y que su madrastra las había abandonado. Liz había hecho las maletas, había agarrado a su hijo y su ordenador y había llegado a Fool’s Gold para rescatar a sus sobrinas.

La situación se había visto complicada por el hecho de que Ethan, el mayor de los chicos Hendrix, era el padre del hijo de diez años de Liz. Como consecuencia de una serie de malos entendidos, Liz haba pensado que él sabía lo de Tyler, pero no era así. Tras unos meses algo duros, se habían dado cuenta de que seguían locamente enamorados y ahora Ethan estaba construyéndoles una casa, estaban comprometidos y Liz tenía la custodia de sus dos sobrinas. Y a Newman.

– ¿No tienes que empezar pronto con la presentación de un libro?

Liz era una autora súper ventas de libros de misterio.

– La semana que viene -dijo con un suspiro-. Denise se va a mudar a casa mientras estoy fuera. Le he advertido que no será la gran fiesta que se está imaginando. La buena noticia es que Newman tiene un noventa por ciento de probabilidades de saber donde hacer pis.

– ¿No dentro de la casa, supongo?

– Exacto. Tengo una lista de las tareas que tienen que hacer los chicos y cada uno se hará su colada, lo cual significa que Tyler a veces tiene calcetines rosas…, pero está aprendiendo a soportarlo. Normalmente suelo estar fuera tres semanas, pero dadas las circunstancias, mi publicista cree que diez días es mejor. Sinceramente, estoy deseando estar sola en una habitación de hotel. Sin música alta, sin televisión, sin peleas por los mandos de la Wii, sin gritos preguntando a qué hora es la cena.

– Sin Ethan.

– Eso es lo malo, pero sobreviviré. Lo cierto es que me es de gran ayuda con los niños. Las niñas lo adoran y está ayudando a Abby a practicar béisbol para entrar en el equipo del colegio.

– Te has hecho a vivir aquí, aunque pensé que eso no pasaría nunca.

– Yo tampoco -admitió Liz-. Al principio fue duro, por lo de mi pasado, pero con el tiempo el pueblo y yo hemos hecho las paces.

Pia miró a su amiga y lo consideró una señal de su buen carácter que no le importara el hecho de que Liz fuera preciosa, tuviera un brillante cabello rojizo y un cuerpo perfecto.

– Se te ve feliz -dijo Pia.

– Lo soy. Sé que no quieres hablar de ello, pero ¿cómo estás tú?

– Mejor. Estoy durmiendo. Me aburro desesperadamente y supongo que eso es buena señal. Ahora que sé que hay gente merodeando por mi despacho, estoy más ansiosa todavía por volver al trabajo -se acarició el vientre-. Pero es difícil no estar asustada por los dos pequeños que siguen aquí dentro.

– No me extraña. ¿Cuándo vuelves al médico?

– En un par de días. Quiero que me diga que todo va bien, aunque sé que eso no puede prometérmelo.

– Pero puede acercarse.

– Eso espero. Ahora mismo me siento como si todo lo que hago pusiera en peligro a los bebés. Una vez que nazcan, podré relajarme.

Liz enarcó las cejas.

– Siento desilusionarte, pero no. En cierto modo será mejor, pero en otro, será peor. Cada fase tiene sus alegrías y sus traumas. Es increíble que cualquiera tengamos hijos, teniendo en cuenta todo lo que puede ir mal. Aunque al final merece la pena. Querrás a esos bebés como nunca has querido a nadie. Es algo mágico y darás gracias por tenerlos.

– Estoy deseándolo -admitió-. Perder a uno me ha acercado más a los demás. Los imagino como unas personas diminutas creciendo en mi interior. Quiero ver cómo serán y abrazarlos y protegerlos.

– Mírate. Hace unas semanas no sabías por qué Crystal te había dejado los embriones. ¿Aún sigues haciéndote esa pregunta?

– Menos que antes.

– Entonces las dos estamos felices, que es como tiene que ser. ¿Habéis fijado fecha para la boda?

– No -a pesar del impresionante anillo que llevaba, no podía imaginarse casándose y mucho menos visualizando la ceremonia-. Cada crisis a su tiempo.

– Ethan y yo estamos pensando en hacer algo tranquilo en Navidad. Solo los amigos y la familia. Lo estoy presionando porque le he dicho que no pienso casarme hasta que la casa esté terminada. No pienso empezar mi vida de casada en la casa en la que crecí.

Pia lo comprendía. Liz nunca había conocido a su padre y su madre había sido alcohólica. La casa se había visto frecuentada por muchos hombres, lo cual había llevado a pensar que su madre tenía relaciones con ellos por dinero. Liz había sido una niña abandonada tanto física como emocionalmente e incluso había sido maltratada.

– Así que Ethan es un hombre motivado. Eres muy lista.

– Es más cuestión de desesperación que de inteligencia. No dejo de decirme que la casa es genial, que todo está arreglado y que ya no quedan fantasmas, pero estoy deseando mudarme.

Pia se recostó en el sofá.

– ¿Cuándo te diste cuenta de que te habías enamorado de él?

– Más bien descubrí que nunca había dejado de amarlo y fue todo un impacto. El tiempo y la distancia no pudieron con mis sentimientos. Supongo que a veces sucede eso. La gente puede amar eternamente. ¿Por qué?

– Solo por curiosidad. No veas más allá, ¿eh?

– ¿Estás enamorándote de Raúl? -preguntó Liz con cautela.

– No lo creo -Pia se dijo que no era mentira, que aún no lo había decidido.

– Si lo estás, puede que no sea tan malo.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque eres tú y él sería tonto de no corresponderte.

Pia suspiró.

– Ojalá -susurró.


La doctora Galloway ayudó a Pia a sentarse.

– Estás bien. Todo está como es debido. Los bebés están creciendo muy bien y tú estás sana.

Pia se permitió relajarse durante un instante.

– ¿Entonces no les pasará nada?

– A veces los bebés no lo logran, Pia, y no podemos saber por qué. La naturaleza tiene su propia forma de resolver los problemas. Aunque se comprueban los embriones antes de la implantación, la ciencia no es perfecta. Pero no hay razón para pensar que a partir de ahora lo tendrás complicado. ¿Has vuelto a tu vida normal?

– Excepto por las escaleras. Me dan miedo.

– Son ejercicio y el ejercicio es bueno. No estoy diciendo que te pongas a hacer deporte, pero haz lo que hacías antes. Camina, charla, ríete, sube las escaleras.

Pia respiró hondo.

– De acuerdo. Lo haré.

– Bien. No te estreses. Descansa mucho y disfruta de ese hombre tan guapo que tienes. ¿Estáis teniendo relaciones?

– ¿Qué? -Pia se sonrojó-. No, claro que no.

– Puede que fuera lo mejor durante los primeros días, pero ahora no pasa nada.

Pia no podía imaginarse volviéndolo a hacer.

– ¿Incluso con los bebés dentro?

– No es que vayan a enterarse de lo que está pasando. Ni tampoco pueden veros. Para ellos, es divertido y más todavía cuando mamá tiene un orgasmo.

En la cabeza de Pia los bebés y el sexo no tenían nada que ver. Además, estaba confundida en cuanto a lo que sentía por Raúl. Hacer el amor con él no haría más que complicar una situación ya de por sí difícil.

– Pensaré en ello.

– No quiero que lo pienses, quiero que lo hagas. Sé feliz, Pia. Todo va bien.

– Gracias.

Esperó a que la doctora saliera de la consulta antes de levantarse y vestirse.

Los bebés estaban bien. Eso era lo principal y ahora que lo sabía, intentaría relajarse. Viviría la vida.

Había pasado un mes y solo quedaban ocho, pensó mientras deseaba que hubiera un modo de acelerar el embarazo. O tal vez no, se dijo, recordando la estadística de los casi cien pañales. Tal vez era mejor dejar que cada cosa marchara a su tiempo.


– Es mi trabajo -dijo Pia, preguntándose si golpeando fuerte a Raúl podría hacerle entender.

– No puedes pasar el día de pie.

– No lo haré. Tengo sillas preparadas por todo el parque y varias personas que se asegurarán de que me siente -a pesar de lo que le había dicho la doctora Galloway, no estaba dispuesta a correr ningún riesgo-. Estaré bien.

Él se acercó y la rodeó por la cintura.

– Me preocupo por ti.

– Yo también me preocupo por mí, pero tengo un trabajo que adoro y tengo que volver.

Él la agarró un segundo más mirándola fijamente.

Lo cierto era que Pia no quería moverse aún. Adoraba estar en sus brazos, sintiendo su cuerpo contra el suyo. Era genial estar juntos, pero había un momento y un lugar para los mimos y no era ése.

Ella dio un paso atrás.

– Tengo que irme.

– Te veo esta noche.

– Sí.

Pia agarró su bolso y se marchó. De camino al parque, se vio pensando en Raúl en lugar de en el inminente evento. Y eso no era bueno. Pensar en él era peligroso para su corazón. El trabajo le suponía seguridad.

Caminó las pocas manzanas hasta llegar al parque y encontró la disposición preparada desde temprana hora de la mañana. Los puestos recorrían el pasillo y los vendedores ya estaban preparando sus artículos. El olor a barbacoa se mezclaba con el dulce olor del caramelo fundido.

El Festival del Otoño era uno de sus favoritos. Era cierto que los días eran más cortos y que las primeras nieves estaban a la vuelta de la esquina, pero adoraba los cambiantes colores, la prometida tranquilidad del invierno, el aroma a leña.

Cada festival tenía su personalidad. Ése sería distinto por todos los hombres que había en el pueblo. Ella había añadido juegos extra para tenerlos contentos y un segundo puesto de cerveza. Y para contrarrestar esto último, también había solicitado vigilancia policial extra.

Un hombre se acercó a ella.

– Pia, nos faltan cinco váteres portátiles. El tipo se ha perdido.

– No por mucho tiempo. Que alguien localice su móvil y llamadlo. Necesitamos esos baños de más.

Se necesitaba un electricista para que arreglara una toma de corriente defectuosa, el cambio del viento significaba que el humo del puesto de carne ahumada estaba ahogando a los vendedores de joyas y alguien había olvidado colocar los conos de «No aparcar» para reservar zonas para los camiones de bomberos.

Pia se ocupaba de cada crisis rápida y fácilmente, como lo había hecho durante años. Dio una vuelta al recinto y se topó con Denise Hendrix que caminaba hacia ella con una silla plegable bajo el brazo.

– Me toca el primer turno. Son las ocho y media. Tienes que sentarte hasta las nueve.

– Pero tengo que ir a comprobar una cosa.

– No, no puedes -Denise batió las pestañas-. No me hagas usar mi voz de madre porque no te gustará.

– Sí, señora -dijo Pia dócilmente antes de dejarse caer en la silla.

Denise vio a Montana y la saludó.

– Hola, mamá -dijo la chica sonriendo, y dirigiéndose a Pia, añadió-: Tengo el turno de las once y media y después vuelvo esta tarde. Mandarte es divertido.

– Vaya, gracias -la estaban obligando a sentarse media hora cada hora-. ¿Puedes ir a hablar con los vendedores para asegurarte de que tienen todo lo que necesitan? Además, hay agua para ellos en la parte trasera de la camioneta de Jo. Encuéntrala y asegúrate de que la coloca donde los vendedores puedan verla. Y si ves a un tipo con baños portátiles en la parte trasera de un camión, avísame.

Montana se quedó mirándola.

– ¿Esperas que haga todo eso?

Pia le mostró la carpeta.

– Eso ni siquiera ocupa la primera página.

– Vaya, no querría tener tu trabajo. Mamá, si ves a Nevada, dile que venga a ayudarme.

– Claro, cariño.

Montana se marchó.

– Impresionante -le dijo Denise-. Estás descansando y trabajando al mismo tiempo.

– Soy experta en multifunciones.

Denise se quedó mirando a su hija.

– Montana parece emocionada con su nuevo trabajo.

– Sí. La admiro, se entrega al máximo en todo lo hace.

– Sé que está preocupada por encontrar el trabajo adecuado: lo hará, pero le está llevando mucho tiempo. No dejo de decirle que todo el mundo acaba encontrando su camino, pero no me escucha. Es una de las emociones de ser madre. Espera a que tus pequeños sean adolescentes y ya verás.

– Ahora mismo lo único que quiero es que sean más grandes que un grano de arroz.

– Eso también sucederá.

El ruido de un gran camión las hizo girarse. Denise se cubrió los ojos con la mano y se volvió hacia Pa.

– Interesante. ¿Esperabas elefantes?


Raúl caminaba con Peter por el parque abarrotado. Fool’s Gold estaba celebrando otro de sus muchos festivales y él, al saber que Pia estaría trabajando, lo había preparado todo para llevarse a Peter a pasar la tarde con él. A los Folio no parecía importarles que quisiera pasar tiempo con el chico. Aunque la pareja parecía agradable, Raúl aún seguía preocupado por su capacidad para cuidar del niño.

Peter y él ya habían ido a ver cómo se encontraba Pia, que estaba confinada en una silla de jardín hasta que le llegara la hora del cambio. Juró que no estaba cansada y que nunca había tenido tantos ayudantes ni había trabajado tan poco en un festival.

– ¿Quieres helado?

– ¡Claro!

Peter marcó el camino. Ambos lo pidieron de dos bolas y se sentaron en un banco.

– Esto es guai -dijo Peter-. Me gusta que haya festivales en cada época del año. Es muy divertido. Mis padres solían traerme todo el tiempo.

– ¿Creciste en Fool’s Gold?

– Más o menos. Mi padre trabajaba en una bodega y vivíamos fuera del pueblo. Pero venía aquí al colegio -su sonrisa se desvaneció-. Cuando murieron, me metieron un tiempo en una casa comunal. No me gustó. Fue duro porque los demás niños se reían de mí cuando lloraba.

Raúl sintió su dolor.

– No pasa nada por sentir y estar triste.

– Los chicos no lloran.

– Muchos chicos lloran -Raúl vaciló, sabiendo la fina línea que existía entre decir lo que uno siente y la realidad de que te torturen tus compañeros-. Perder a tus padres es demasiado duro.

– Lo sé. Aún los echo de menos.

– Eso es bueno. Los querías. Hay que echar de menos a las personas que se quieren.

– La señorita Dawson dice que están mirándome desde el cielo, pero no sé si es verdad.

– Cada vez que los recuerdes, sabrás lo mucho que te querían. Eso es lo que importa.

Peter dio unos lametazos más a su helado y alzó su escayola.

– Me la quitan en un par de semanas. La doctora dice que se me está curando muy rápido.

Ésa era la ventaja de la juventud, pensó Raúl.

– Espera a ver tu brazo. Tendrá una forma extraña después de estar en la escayola.

– ¡Guai! Ojalá pudiera verlo ahora -alzó el brazo y lo giró, como si intentara ver dentro de la escayola. Después, se giró hacia Raúl-: ¿Sabes que la semana que viene hay un carnaval en el colé? Vamos a hacer juegos. No será tan grande como esto, pero será divertido.

Mientras el chico le contaba los distintos eventos que se celebrarían en el colegio, Raúl se fijó en las tres mujeres que había de pie en un camino cercano. No las había visto nunca, así que supuso que eran turistas que habían ido al festival. Parecían treintañeras y estaban charlando entre sí. La alta, una morena, levanto su cámara y sacó una foto.

Al darse cuenta de que las había visto, la más baja lo saludó y fueron hacia él.

– Eres Raúl Moreno, ¿verdad? Te he reconocido al momento. ¡Oh, Dios mío! No puedo creerlo. Eres igual de guapo en persona. Esto es muy emocionante. Hemos venido cuando nos hemos enterado de lo de los autobuses de hombres. Ha habido una subasta y todo. Qué pena que tú no participaras. Habrías sacado mucho dinero.

Sus amigas se unieron a ella.

Raúl tiró el helado y se levantó. Por lo general esas cosas no le molestaban, pero habían pasado meses desde que un fan se le acercaba. Allí en Fool’s Gold todo el mundo lo trataba con normalidad y ahora mismo lo único que quería era pasar el día con Peter no con tres mujeres que seguro que no se conformarían con una foto.

– ¿Es tu hijo? -preguntó la rubia más alta.

– No tiene hijos -dijo la morena-. ¿Participas en uno de esos programas benéficos? ¿Es un desfavorecido? Fijaos en su brazo roto.

Raúl se situó entre las mujeres y el niño.

– Ya basta. Sacad vuestras fotos y marchaos.

La rubia pequeña se acercó.

– Es un país libre. No tenemos que hacer lo que nos dices. Podemos pasarnos todo el día siguiéndote si queremos.

– No lo creo.

Esas firmes palabras se oyeron tras él, que se giró y vio a Bella Gionni acercándose junto con Denise y otras cuantas mujeres que no reconocía. Parecían serias.

– Buenos días, señoritas -dijo Denise con educación-. ¿Podemos ayudaros?

– No puede. Es una conversación privada.

– Podéis decir lo que queráis delante de nosotras -dijo Bella poniendo la mano sobre el hombro del niño-. Estamos muy unidos.

Sus amigas se situaron alrededor de Peter y de él.

Las mujeres más jóvenes se miraron y fruncieron el ceño.

– ¿Qué está pasando? -preguntó la alta.

– Podéis saludar a Raúl y sacarle una foto, pero hasta ahí todo. No lo sigáis ni lo molestéis. Tampoco podéis hablar con Peter -sonrió al chico-. Chicas… -dijo en susurro.

Él tenía los ojos como platos.

– Lo sé -le susurró.

Raúl estaba tan impactado por el rescate como por las potenciales acosadoras. Mientras que agradecía la preocupación, su orgullo no toleraba la idea de que lo hubieran protegido media docena de mujeres de entre cuarenta y cincuenta años.

Aunque, ¡al infierno con su ego! Por el momento mantendría la boca cerrada.

Las tres mujeres le hablaron de nuevo.

– ¿Lo dices en serio? ¿Vas a dejar que te digan lo que tienes que hacer?

Él les dedicó la mejor de sus sonrisas. La misma que mostraba en los anuncios.

– Absolutamente.

– Este pueblo es estúpido. Deberíamos irnos. No sé por qué hemos creído que podríamos pasarlo bien aquí.

– Nosotras tampoco. Conducid con cuidado, chicas.

La morena le hizo un gesto obsceno con el dedo.

– Parece que necesitas una manicura, señorita. Llevar el esmalte desportillado es vulgar, igual que su…

Las tres se marcharon.

– Gracias -dijo Raúl a sus rescatadoras.

– De nada -le respondió Bella-. Seguro que habrías podido librarte de ellas, pero ¿por qué malgastar tu tiempo con esa basura?

– Si tuviera diez años más…

Bella le dio una palmadita en el hombro.

– Lo siento, pero no. Si tuvieras diez años más, te dejaría agotado y acabarías muriendo de un ataque al corazón, así que mejor lo dejamos ahí.

Denise se acercó y lo besó en la mejilla.

– Admítelo. Estás un poco humillado.

– Un poco.

– Entonces nuestra labor aquí ha terminado -miró a Peter-. ¿Te importa si me llevo a este hombrecito? Hay coches de choque al otro lado del parque y mis hijos ya son demasiado mayores para jugar. Te lo traigo después.

– Claro, si a ti te apetece, Peter.

– Claro.

Peter le dio la mano a Denise y se marchó relamiendo su helado. Raúl les dio las gracias a las demás y esperó a que se hubieran ido antes de ir a ver a Pia.

– Habla con el chico de los cacahuetes -estaba diciendo ella cuando llegó-. Siempre recoge temprano para evitar el tráfico. Dile que si vuelve a hacerlo, no vendrá más. Recuérdale que puedo conseguir cincuenta vendedores de cacahuetes para sustituirlo con solo una llamada.

Sonrió a Raúl.

– Ey, ¿dónde está Peter?

– En los coches de choque con Denise -se sentó en el césped junto a la silla-. Acaba de rescatarme un grupo de mujeres de mediana edad.

– ¿De qué estás hablando?

Le contó lo de las mujeres que lo habían parado y cómo Bella, Denise y sus amigas se habían ocupado de la situación.

– Qué majas -dijo con una mirada divertida-. El gran jugador de fútbol americano rescatado por unas mujeres mayores.

– Esto no está bien. Puedo cuidar de mí mismo, pero he dejado que hablaran ellas.

– Eres uno de los nuestros y nosotros cuidamos de los nuestros. Es como lo de la comida que trajo todo el mundo después de perder al bebé.

– No es así.

– No te pongas así. Es un gesto adorable.

Pero a él no le hacía gracia.

– No se lo cuentes a mis amigos.

– ¿Qué me darás si no lo hago?

– Lo que quieras.

Ella se rio y él disfrutó de ese sonido mientras la miraba. Era encantadora, con sus grandes ojos y esa sonriente boca. Las ondas de su cabello resplandecían bajo el sol y era la perfecta combinación de carácter y estabilidad.

Pero no era solo ella, pensó al mirar a su alrededor Era el pueblo en sí. Había vivido en muchos sitios y aunque siempre había disfrutado en esas ciudades, nunca se había sentido conectado con la comunidad. No como ahí.

Aunque no le hacía gracia que lo hubieran rescatado unas señoras, sabía qué significado tenía ese gesto. Allí no se tenía en cuenta ni el sexo ni la edad de las personas. Ellas habían visto un problema y habían actuado, como si Raúl fuera responsabilidad suya. Se había mudado a Fool’s Gold para encontrar un lugar en el que asentarse y lo que había encontrado había sido un hogar.

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