Esas palabras giraban en la cabeza de Pia. Era la mayor locura, incluso, que el beso.
– No he decidido que vaya a tener los bebés -susurró.
– Claro que sí. ¿Vas a olvidarte de ellos?
– No, pero…
De no haber estado sentada, se habría desmayado. Tenía razón Raúl? ¿Ya había hecho una elección?
Cerró los ojos. Tenía que tenerlos, no tenía elección. Ya fuera o no la mejor persona del mundo, sí que era la que Crystal había elegido. Era una locura, le daba miedo y sería algo que le cambiaría la vida, pero tenía que hacerlo. Su amiga dependía de ella.
Abrió los ojos.
– Oh, Dios. Voy a quedarme embarazada -se puso de pie con el pecho encogido y el corazón bombeándole a mil por hora-. No puedo respirar.
Él rodeó el escritorio, le agarró las manos y se las apretó con fuerza.
– Yo te ayudaré.
– Esto no tiene nada que ver contigo.
– Quiero ayudar. Quiero ser tu… -parecía estar buscando una palabra que describiera lo que estaba ofreciendo-. Tu compañero de embarazo. Te llevaré al médico, iré a comprarte encurtidos, lo que necesites.
– No necesito encurtidos -le dijo ignorando la cálida sensación de su piel contra la de ella. No era el momento de dejarse arrastrar por la debilidad-. No me gustan. No lo suficiente como para que se me antojen -¿un compañero de embarazo?-. Puede que te llevaras demasiados golpes en la cabeza cuando jugabas al fútbol americano.
A pesar de que ella intentaba soltarse, él no apartó las manos.
– Pia, hablo en serio. No tienes familia aquí. Tienes amigas, pero todas tienen sus vidas. Necesitas poder depender de alguien durante los próximos nueve meses, y yo me ofrezco a ser ese alguien.
«¿Los besos vienen incluidos en la oferta?», pensó ella durante un instante.
Logró soltarse las manos y dio un paso atrás.
– No sabes lo que estás diciendo. ¿Por qué ibas a darme nueve meses de tu vida para ayudarme?
– ¿Por qué ibas tú a ofrecerte a tener a los bebés de Crystal?
– Eso es distinto. Ella era mi amiga.
– Cierto. Yo no la conocí, pero sí que conocí a Keith. Éstos también son sus hijos. Ese hombre murió en mis brazos, Pia. Yo estaba allí. Se lo debo. Ayudarlo a traer a sus hijos al mundo me parece lo mínimo que puedo hacer.
Eso casi tenía sentido, pensó ella.
– Bien, de acuerdo, pero tal vez podrías donar algo a la caridad. Eres rico, un tipo famoso. Tienes una vida y probablemente una novia.
– No tengo novia. No te habría besado si la tuviera.
Lo cual generaba la pregunta de por qué lo había hecho…
– Raúl, eres muy dulce al ofrecerte, pero no.
– ¿Por qué? ¿Es que no confías en mí?
– ¿Qué quieres decir?
– No voy a ofrecerte todo esto para luego cambiar de opinión. No pienso marcharme.
Ella hizo lo que pudo por no estremecerse ante esas palabras. Raúl ya sabía suficiente sobre su pasado como para suponer que una de sus preocupaciones era que la abandonaran. Lentamente, ella volvió a su silla y se sentó. Después de respirar hondo, lo miró como si pudiera encontrar una respuesta en sus preciosos rasgos.
Allí no había nada nuevo, solo los mismos ojos grandes y oscuros, los mismos pómulos y esa boca perfecta.
Él se sentó frente a ella.
– Lo digo en serio, Pia. Quiero ayudar. Por ti y por Keith. Deberías dejarme intentarlo. Lo que estás haciendo es importante. Deja que te ayude.
– ¿Qué significa ser un compañero de embarazo? -preguntó con cautela.
– Lo que tú quieras que signifique. Como te he dicho, te llevaré al médico en coche, iré a buscarte los antojos, y te escucharé mientras hablas de lo hincados que tienes los tobillos.
Algo pasó por los ojos de él, algo oscuro, una emoción cargada de miedo que la hizo preguntarse sobre su pasado. Pero antes de poder preguntar, esa emoción ya se había desvanecido.
– Estaré ahí para ti, Pia. No habrá reglas, ni expectativas. No tendrás que pasar por esto sola.
Eso sonaba perfecto, pensó ella mientras se preguntaba si era posible. ¿De verdad podía depender de él, confiar en él, saber que estaría a su lado?
No estaba acostumbrada a apoyarse en la gente. No desde el instituto, cuando sus padres la abandonaron… de una u otra forma. Ya que Raúl y ella no estaban relacionados emocionalmente, la situación era completamente diferente de lo que había sido con sus novios. Si decidía marcharse, no sería para tanto. ¿Verdad?
– Es una idea interesante -comenzó a decir Pia- y te lo agradezco, pero ¿por qué ibas tú a hacer algo así?
– Estaré a tu lado -dijo con firmeza- porque me gustas. Y porque estás haciendo algo bueno. Tal vez porque hay cosas de mi pasado que no salieron como yo quería, y esto me hará sentirme mejor al respecto.
– ¿Cómo sabes en qué estoy pensando?
– Simplemente lo sé, y estaré contigo.
Una parte de ella quería creerle. Ser capaz de depender de alguien, especialmente mientras estaba embarazada y preocupada por dar a luz y criar a tres niños, sería una maravilla. Pero otra parte de ella sabía que lo que a la mayoría de la gente se le daba mejor era salir corriendo y dejarte atrás.
– Míralo de este modo: utilízame sin ningún reparo. Y entonces, si me marcho, acabas teniendo razón. Sales ganando todo el rato.
Punto interesante. Sonaba muy sincero. No cuerdo del todo, pero sincero.
– De acuerdo -asintió ella lentamente-. Puede que sí.
– Te tomo la palabra -se acercó y rozó su boca contra la de ella.
De nuevo, ese suave beso hizo que todo su cuerpo reaccionara. Quería que Raúl se abalanzara sobre ella, pero se contentó con acordarse de respirar.
Él se levantó.
– Avísame cuando empiece todo y yo estaré ahí.
Pia no tenía muy claro cómo funcionaba el proceso de implantación, pero lo que sabía con seguridad era que no quería que él lo viera.
– En la sala de espera -se corrigió él al ver su inquietud.
– De acuerdo. Estaría bien. Te avisaré.
Y con eso, Raúl se marchó.
Ella siguió sentada en su silla, sintiéndose impactada y aliviada a la vez. Tal vez así era mejor, tener a alguien que la ayudara. Tener a alguien más que cuidara de los bebés de Crystal. ¿Y si se aburría o se marchaba? Ya la habían abandonado de formas que Raúl no se podría ni imaginar, así que no había forma de que le hiciera daño. Por eso estaba a salvo. Y estar a salvo era lo que más le importaba.
Raúl intentaba subir al campamento casi cada día y hacía que sus visitas coincidieran con la hora del almuerzo o del recreo para poder pasar algo de tiempo con los chicos en el patio de juegos. Era divertido jugar a la pelota con ellos y, aunque eran demasiado pequeños como para lanzar o atrapar un balón de fútbol americano, jugaban bien con una de béisbol y la tienda de deportes de Josh había donado varias.
Cuando llegó aquel día, los niños aún seguían almorzando y fue a ver a Dakota.
Ella era una de esas personas ordenadas que tenía archivos clasificados por códigos y colores. Muy parecido al despacho de Pia, pero sin el enorme calendario ni los pósters del Día de los Fundadores y del Puesto de los Besos. «Un dólar por beso».
– ¿Qué tal va todo? -preguntó él.
– Genial -ella le indicó que pasara y él se sentó-. Todos los niños están ubicados en sus clases. Vamos bien de pupitres, aunque un poco escasos de pizarras y libros. Así que estamos haciendo uso de la creatividad. Puede que a los alumnos les venga bien aprender que en la vida hay que ser flexibles.
Él se rio.
– Utilizar el desastre como método para la enseñanza.
– Claro, ¿por qué no? -ella sacó una carpeta y la miró-. Deberíamos tener un presupuesto estimado del coste de la reparación del colegio para finales de semana. Si oyes un gruñido generalizado el viernes a las diez de la mañana, eso es el consejo escolar reunido con el consejo de la ciudad. Creo que la cosa se pondrá fea.
– ¿No hay un seguro?
– Claro, pero no creo que sea suficiente para reformar toda la escuela. Seguro que también hay dinero estatal, pero veo que vamos a tener que hacer muchas recaudaciones de fondos.
Él recordó la divertida tarde de sábado que habían pasado en el parque.
– Pia montó una buena fiesta.
– Tiene mucha experiencia.
Un grupo de niños gritando pasó por delante de la puerta del despacho.
– El almuerzo debe de haber terminado.
– Eso parece.
Más niños pasaron corriendo.
– ¿Te molesta el ruido? ¿Quieres que te ponga el despacho en otra parte?
Dakota se rio.
– Somos seis hermanos. Estoy acostumbrada al ruido.
– ¿Una infancia feliz y llena de ruidos?
– Absolutamente. Los niños llegaron primero y con años de diferencia, pero cuando llegamos las chicas, mamá tuvo que vérselas con tres bebés a la vez. No entiendo cómo pudo hacerlo. Sé que mi padre la ayudó y también los vecinos echaron una mano, pero ¿trillizas? No sé cómo, pero lo logró.
Pensó en Pia. Le implantarían los tres embriones al mismo tiempo y si todos sobrevivían, ella también tendría trillizos.
– Entonces estás acostumbrada al caos.
– Ni siquiera lo noto. Hay complicaciones con muchos niños, pero por lo que yo sé, lo positivo supera a lo negativo.
– ¿Planeas tener una gran familia?
Ella asintió y se rio.
– Pero debería estar empezando ya, ¿eh?
– ¿Hay algún chico?
– Eso me gustaría -arrugó la nariz-. Lo sé… que aburrido, pero quiero ser tradicional. Casarme, tener hijos, una casa con valla y un perro. No son cosas que un jugador de fútbol americano pueda encontrar interesantes.
– ¿Qué te hace pensar que no quiero lo mismo?
– ¿Lo quieres? -preguntó ella ladeando la cabeza mientras lo observaba.
– Me gustaría.
– Has estado casado una vez.
– No funcionó.
– ¿Habrá una próxima vez?
– No lo sé -admitió. Igual que le sucedía a Pia, le costaba confiar en la gente. En su caso, su problema eran específicamente las mujeres.
– Puede ser distinto. Mejor.
Él estaba menos seguro.
– ¿Qué hay de ti? ¿Algún marido en el horizonte o estás esperando al chico perfecto?
– No tiene que ser perfecto, sino un chico normal que quiera una vida normal -sacudió la cabeza-. Encontrar eso es más complicado de lo que piensas. Aquí en el pueblo tenemos escasez de hombres.
– Ya lo he oído.
– Podrías decirle a alguno de tus colegas del equipo que nos visitara, como un gesto de cortesía hacia las solitarias mujeres del pueblo.
– Ceder el campamento ha sido mi buen acto de la semana.
Él se levantó y se asomó a la puerta. Un grupo de niños, en el que se encontraba Peter, pasó por allí.
Raúl se giró hacia Dakota.
– Hay un chico en la clase de la señorita Miller, Peter. Se asustó mucho en el incendio. Fui a agarrarlo de la mano para sacarlo, pero cuando alargué el brazo, se encogió como si pensara que iba a pegarlo.
Ella frunció el ceño.
– No me gusta cómo suena eso -anotó el nombre en una libreta-. Hablaré con su profesora e investigaré un poco.
– Gracias. Seguro que al final no es nada.
– Seguro que sí, pero nos aseguraremos -miró el reloj-. Será mejor que te vayas. Tus fans están esperando.
Él se movió incómodo.
– No son fans.
– Te veneran. Eres alguien a quien han visto jugar por la tele y ahora estás en su patio, lanzándoles una pelota de béisbol. Si eso no es cosa de fans, ¿entonces qué?
– Solo voy a pasar un rato con los chicos. No hagas que parezca más de lo que es.
– Afectuoso y modesto… sal conmigo.
– No soy tu tipo.
– ¿Cómo lo sabes?
Porque desde el momento en que se habían conocido, no había habido química. Además, Dakota trabajaba para él.
– ¿Me equivoco?
Ella suspiró teatreramente.
– No, no lo eres. Por eso me interesa conocer a tus compañeros de equipo.
– Lo dudo. Encontrarás a tu hombre tú misma.
– ¿Podrías decirme cuándo? -le preguntó ella con una carcajada-. ¿Para poder poner una estrella junto a ese día en el calendario?
– Cuando menos te lo esperes.
Pia estaba sentada frente a Montana Hendrix en su pequeño despacho. Conocía a las trillizas de toda la vida, unas chicas cuya familia siempre había sido importante allí y cuyo linaje se remontaba a los fundadores del pueblo.
La gente que daba por hecho que las tres hermanas actuaban igual, porque se parecían, estaba claro que no las conocían. Nevada era la más tranquila, la que había estudiado ingeniería y trabajaba con su hermano. Dakota era más como una niña… quería que todo el mundo le hiciera caso. Montana era la más pequeña, tanto en orden de nacimiento como en personalidad. Era divertida e impulsiva, y ésa a la que Pia estaba más unida.
– ¿Entonces está todo vendido? -preguntó Montana, doblando una carta y metiéndola en un sobre.
– Sí. La subasta ha sido todo un éxito. A pesar del hecho de que no había pujas mínimas, sacamos casi el doble de lo que esperábamos.
– Todo el mundo quiso ayudar -dijo Montana.
– Igual que tú hoy -sonrió Pia-. ¿Te lo he agradecido ya?
– Vas a invitarme a almorzar.
– Ah, sí, lo había olvidado.
Hablaron sobre lo que estaba sucediendo en el pueblo y con sus amigas.
– Me han ofrecido un trabajo a jornada completa en la biblioteca.
Pia enarcó las cejas.
– Eso es genial. Felicidades.
Montana no parecía muy emocionada.
– ¿Es genial, verdad? Llevo trabajando ahí dos años a jornada partida y ahora me van a dar un buen ascenso y tendré beneficios.
– ¿Pero?
Montana respiró hondo.
– No quiero -alzó una mano-. Lo sé, lo sé. ¿En qué estoy pensando? Es una gran oportunidad. Me ayudarían a pagar un máster en biblioteconomía. Me encanta vivir en Fool’s Gold y ahora tengo seguridad laboral.
– ¿Pero? -volvió a preguntar Pia.
– No es lo que quiero hacer -admitió Montana en voz baja-. No me encanta trabajar en la biblioteca. Quiero decir, me gusta, los libros son geniales, y me gusta ayudar a la gente y trabajar con niños, pero ¿a tiempo completo? ¿Todos los días durante ocho horas?
Apoyó los brazos sobre la mesa y se dejó caer en su asiento.
– ¿Por qué no puedo ser como los demás? ¿Por qué no puedo saber lo que quiero hacer con mi vida?
– Creí que te gustaba la biblioteca. El verano pasado te hizo mucha ilusión ayudar a montar la firma de libros de Liz.
– Eso fue divertido, pero… Tú sabías lo que querías hacer.
– No, no tenía ni idea. Empecé en este trabajo porque parecía que me ofrecía muchas opciones y empecé como asistente antes de descubrir que me gustaba. Tuve suerte. No estaba planeado.
– Yo necesito tener suerte -murmuró Montana y después sonrió-. Iba a decir que no en un sentido amoroso, aunque eso tampoco estaría mal -su sonrisa se disipó-. Me siento como una estúpida.
– ¿Por qué? No lo eres. Eres inteligente y divertida.
Montaba bajó la voz.
– Creo que puede que no sea muy fiable.
Pia hizo lo que pudo por no sonreír.
– Eres todo menos eso.
– No puedo elegir una carrera. Tengo veintisiete años y no sé lo que quiero hacer cuando sea mayor. ¿No debería haber crecido ya? ¿No es ahora mi futuro?
– Suenas como un póster. No se trata del futuro, sino de ser feliz. No tiene nada de malo intentar distintas carreras hasta que encuentres la que te guste. Te mantienes a ti misma. No es que estés viviendo con tu madre y viendo la tele todo el día. No pasa nada por explorar posibilidades.
– Tal vez -dijo Montana-. Nunca pensé que no sabría lo que quiero hacer.
– Mejor seguir intentándolo hasta descubrir lo que te hace feliz que elegir algo ahora y después odiar tu trabajo durante los próximos años.
Montana sonrió.
– Haces que suene muy fácil.
– Arreglar la vida de otro no es difícil. La única vida con la que tengo problemas es la mía.
Montana enarcó las cejas.
– ¿Este problema tiene que ver con cierto exjugador de fútbol americano alto y muy musculoso?
Pia se advirtió que no debía sonrojarse.
– No. ¿Por qué lo preguntas?
– Has almorzado con él.
– Fue un almuerzo de negocios.
– A mí no me pareció un almuerzo de negocios -dijo Montana.
«Así es la vida en un pequeño pueblo», pensó Pia.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Lo viste?
– Me lo han contado y hasta me han dicho que hubo un beso, pero no me han confirmado nada.
Pia suspiró.
– Te juro que por aquí necesitamos ampliar los canales de la televisión por cable. La gente está hambrienta de entretenimiento.
– Entonces, ¿no hay nada entre Raúl y tú? -preguntó Montana decepcionada.
Pia vaciló.
– ¡Sí que lo hay!
– No te emociones tanto. No es lo que crees. No es romántico -¿cómo podía serlo? Su futuro embarazo ahuyentaría a cualquier hombre en su sano juicio.
Pia respiró hondo.
– Crystal me ha dejado sus embriones.
Montana abrió los ojos de par en par.
– Creía que te habías quedado con su gato.
– Y así fue hasta que me enteré de lo de su testamento. Jo tiene el gato.
– ¿Y tú los bebés? Es increíble. ¡Oh, Dios mío! Vas a tener a sus bebés. Tienes que decidir qué hacer con ellos. ¿Te ha dejado instrucciones?
– No específicamente. Sé que lo de tenerlos está implícito, no es que quiera que los mantenga congelados para siempre. Dejó dinero para cubrir algunos de los gastos médicos y establecer un fondo para la universidad.
– ¿Vas a tenerlos?
Pia asintió lentamente, aún no lo había asumido del todo; aceptar algo así llevaba su tiempo.
Montana se levantó, rodeó la mesa, se agachó y abrazó a Pia.
– No puedo creerlo. Es increíble. Vas a tener los bebés de Crystal. ¿Estás aterrorizada?
– Mucho, además de confundida y preocupada. ¿Por qué me ha tenido que elegir a mí? Hay muchas otras mujeres con más potencial para ser madre.
Montana se puso derecha y volvió a su asiento.
– Eso no es verdad. Tú eres la persona que quería que tuviera sus hijos.
– Lo dices como si tuviera todo el sentido del mundo.
Montana parecía confundida.
– ¿Y por qué no iba a tenerlo?
– No sé nada de bebés y mucho menos de cómo criar a tres. No me habló de esto, no me advirtió. Se suponía que yo me quedaba con el gato. Le caigo fatal, así que es casi mejor que no lo tenga yo, pero aun así… -se mordió el labio-. ¿Por qué me eligió Crystal?
– Porque te quería y confiaba en ti. Porque sabía que tomarías las decisiones correctas.
– Eso no podía saberlo. Ni siquiera lo sé yo. ¿Y si sucede algo malo? ¿Y si los embriones me odian tanto como Jake?
– No están en posición de juzgarte.
– De acuerdo, no ahora, pero lo estarán. Una vez que hayan nacido.
– Los bebés se unirán a ti porque eres maravillosa. Pero incluso aunque no lo fueras, lo harían.
– Me sentiría mejor si les gustara por mí misma y no por algo biológico.
– Eso también pasará -le aseguró Montana-. Serás una mamá genial.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Pia, preocupada y desesperada-. Mis novios siempre me dejan, ni siquiera el gato quería vivir conmigo. ¿Qué tengo que ofrecerle a un bebé?
– Tu corazón -dijo sencillamente Montana-. Pia, harás todo lo que esté en tu poder por ocuparte de esos niños. Te sacrificarás y te preocuparás y estarás a su lado cuando te necesiten. Así eres.
– Me asusta mucho lo de ser madre soltera -admitió.
– Puede que estés soltera, pero no estarás sola -le recordó Montana-. Esto es Fool’s Gold. El pueblo se ocupará de ti. Tendrás toda la ayuda y consejo que necesites. Por cierto, si puedo hacer algo, por favor, dímelo.
– Lo haré.
Pia sabía que Montana tenía razón: si necesitaba ayuda, no tenía más que pedirla. Después estaba el extraño ofrecimiento de Raúl de ser su «compañero de embarazo». No estaba del todo segura de lo que Raúl pretendía, pero era agradable saber que estaba dispuesto a estar a su lado.
– Ojalá Crystal me hubiera contado esto antes de morir. Que me hubiera explicado lo que quería.
– ¿Le habrías dicho que no? -preguntó Montana.
Pia pensó en la pregunta.
– Probablemente habría intentado hacerle cambiar de opinión, pero al final, si esto es lo que quería, habría accedido. Pero por lo menos habría tenido la oportunidad de descubrir por qué.
– ¿De verdad no puedes imaginarlo? ¿Te confunde pensar por qué te dejó los embriones?
– Sí. ¿A ti no?
Montana le sonrió.
– No. Ni lo más mínimo. Supongo que tendrás que averiguarlo y cuando lo hagas, sabrás por qué te eligió a ti y te vio como la persona adecuada.