Capítulo 1

– ¿Cómo que me ha dejado los embriones? Se supone que yo me quedo con el gato -Pia O’Brian se detuvo lo suficiente como para llevarse la mano al pecho. El impacto de oír los detalles del testamento de Crystal había sido suficiente como para detener el más fuerte de los corazones y el de Pia estaba dañado por la pérdida de su amiga.

Se sintió aliviada al ver que su corazón aún latía, aunque la velocidad a la que bombeaba era de lo más desconcertante.

– Es el gato -repitió, hablando lo más claramente posible para que la bien vestida abogada que tenía sentada en frente la comprendiera-. Se llama Jake. No soy una persona que le gusten los animales, pero hemos hecho las paces. Creo que le caigo bien, aunque cuesta saberlo porque es muy reservado. Supongo que igual que la mayoría de los gatos.

Pia pensó en llevar al gato para que la abogada lo viera con sus propios ojos, pero no estaba segura de que eso fuera a servir de algo.

– Crystal jamás me dejaría a sus bebés -añadió con un susurro, principalmente porque era verdad. Ella no había tenido instinto maternal en toda su vida. Ocuparse del gato ya había sido un gran paso para ella.

– Señorita O’Brian -dijo la abogada con una breve sonrisa-, Crystal fue muy clara en su testamento. Ella y yo hablamos en varias ocasiones durante el avance de su enfermedad. Quería que usted se quedara con sus embriones. Solo usted.

– Pero yo… -Pia tragó saliva.

Embriones. En alguna parte de un laboratorio habría tubos de ensayo congelados u otros contenedores y dentro de ellos se encontrarían esos potenciales bebés que su amiga tanto había anhelado.

– Sé que es un impacto -dijo la abogada, una elegante mujer de unos cuarenta años ataviada con un traje de chaqueta-. Crystal dudaba si decirle o no lo que había hecho. Al parecer, decidió no decírselo antes de tiempo.

– Probablemente porque sabía que intentaría convencerla de lo contrario -murmuró Pia.

– Por ahora, no tiene que hacer nada. Las tarifas de conservación están pagadas durante los próximos tres años. Hay algunos documentos que rellenar, pero podemos ocupamos de ello más adelante.

Pia asintió.

– Gracias -dijo y se levantó. Una breve mirada a su reloj le dijo que iba a tener que darse prisa o llegaría tarde a su cita de las diez y media en la oficina.

– Crystal la eligió por una razón -dijo la abogada mientras Pia caminaba hacia la puerta.

Pia le lanzó a la mujer una tensa sonrisa y fue hacía las escaleras. Unos segundos después, ya estaba fuera, respirando hondo y preguntándose cuándo dejaría de girar el mundo.

Eso no podía estar pasando, se dijo cuando echó a andar. No podía ser. ¿En qué había estado pensando Crystal? Había docenas de otras mujeres a las que podía haberles dejado los embriones. Cientos, probablemente. Mujeres a las que se les daban bien los niños, que sabían cocinar, reconfortarlos y tomarles la temperatura con el dorso de la mano.

Ella ni siquiera podía mantener viva una planta y se le daba fatal dar abrazos, tanto que su último novio se había quejado de que ella siempre era la que se separaba primero. Probablemente porque el hecho de que la abrazaran demasiado rato hacía que se sintiera atrapada, y ésa no era exactamente una buena cualidad para una madre potencial.

Su estómago estaba cada vez más agitado. ¿En qué había estado pensando Crystal y por qué? ¿Por qué ella? Eso era lo que no podía entender. ¡Cómo había podido su amiga tomar una decisión así sin ni siquiera mencionárselo!

Fool’s Gold era la clase de lugar donde todo el mundo conocía a todo el mundo y era difícil guardar secretos, pero al parecer, Crystal había logrado romper con las convenciones y guardarse una gran cantidad de información.

Pia llegó a su oficina. La primera planta del edificio albergaba varios negocios de ventas al por menor: una tienda de tarjetas, una tienda de regalos y pastelería donde vendían los mejores dulces y Libros Morgan. Su oficina estaba arriba.

Al llegar al segundo piso, vio a un hombre alto de pie junto a la puerta de su despacho.

– Hola -dijo ella-. Siento llegar tarde.

El hombre se giró.

Había una ventana detrás de él, así que no pudo verle la cara, pero sabía las citas que tenía por la mañana y el nombre del hombre al que tenía que ver. Raúl Moreno era alto y tenía unos hombros enormes. A pesar del inusual frío día de septiembre, no se había molestado en ponerse una chaqueta. Por el contrario, llevaba únicamente una camiseta con el cuello en V y unos vaqueros oscuros.

«Menudo hombre», pensó sin darse cuenta. Y tenía sentido. Raúl Moreno era un exjugador de fútbol americano, había jugado con los Cowboys de Dallas. Después de diez años, se había retirado cuando estaba en lo más alto y había desaparecido de la vida pública. El año anterior, había aparecido en Fool’s Gold para participar en un torneo de golf benéfico. Por razones que no lograba entender, él se había quedado allí.

Según se acercaba, pudo ver esos grandes ojos oscuros y ese hermoso rostro. Tenía una cicatriz en la mejilla, probablemente por haber protegido a una anciana durante un asalto callejero. Tenía reputación de ser un tipo simpático y ella tenía la regla de no confiar jamás en la gente simpática.

– Señorita O’Brian -comenzó a decir él-. Gracias por recibirme.

Ella abrió la puerta del despacho y le indicó que entrara.

– Pia, por favor. Ya me van acechando mis años de «señorita O’Brian», pero aún no estoy preparada para que se dirijan a mí de ese modo.

Él era tan guapo que bien podía haberla distraído. Bajo otras circunstancias, probablemente habría sucedido, pero en ese momento estaba demasiado ocupada preguntándose si los tratamientos de quimio le habrían dañado el cerebro a Crystal. Su amiga siempre había parecido muy racional, pero estaba claro que eso no había sido más que una fachada.

Pia le indicó a Raúl que se sentara frente a su escritorio y colgó su chaqueta en el perchero.

Su despacho era pequeño, pero funcional. Tenía una habitación principal de buen tamaño con un calendario de los últimos tres años que cubría la mayor parte de una pared.

Pósteres de distintos festivales celebrados en Fool’s Gold ocupaban el resto de la pared. Tenía un almacén y un aseo en la parte trasera, varios armarios y un archivador compulsivamente organizado. Normalmente seguía la regla de ir a hacer visitas en lugar de recibirlas, pero en esa ocasión había resultado más práctico y había tenido más sentido que Raúl se pasara por su despacho.

Claro que eso había sido antes de descubrir que le habían legado tres posibles hijos congelados.

Fue hacia la pequeña nevera que tenía en una esquina y le dijo:

– Tengo refrescos light y agua, aunque tú no tienes pinta de hacer dietas.

Él enarcó una ceja.

– ¿Estás preguntándomelo o diciéndomelo?

Ella sonrió.

– ¿Me equivoco?

– El agua está bien.

– Lo sabía.

Sacó una botella y una lata de refresco y volvió al escritorio. Después de darle la botella, se sentó y miró el bloc amarillo que tenía delante. Había algo escrito en él; podía distinguir algunas letras, pero no palabras enteras y mucho menos frases.

Se suponía que tenían una reunión sobre algo. Eso estaba claro. Ella se ocupaba de los festivales celebrados en el pueblo. Había una docena de eventos que organizaba cada año, pero su mente no iba más allá. Cuando intentaba recordar por qué estaba ahí Raúl, se quedaba en blanco. Tenía la cabeza llena de otras cosas.

Bebés. Crystal le había dejado sus bebés. De acuerdo, embriones, pero la implicación estaba clara. Crystal quería que sus hijos nacieran y eso significaba que iban a tener que implantárselos a alguien y que ese alguien tendría que acabar dando a luz. Aunque eso ya le parecía lo suficientemente aterrador, también estaba el horror de tener que criarlos después.

Los niños no eran como gatos. Eso lo sabía muy bien. Necesitaban más que pienso, un cuenco de agua y una caja limpia para hacer pis. Mucho más.

– Oh, Dios, no puedo hacerlo -susurró.

Raúl frunció el ceño.

– No lo entiendo. ¿Quieres que aplacemos la reunión para otro día?

¿Reunión? Oh, claro. Él estaba allí por algo. Su campamento… quería que ella…

Volvió a quedarse en blanco y al instante sintió pánico.

Se levantó y comenzó a respirar hondo y aceleradamente.

– No puedo hacerlo. Es imposible. ¿En qué estaba pensando? No tenía que haberlo hecho.

– ¿Pia?

Raúl se levantó y justo cuando ella se giró para decirle que lo mejor era aplazar la reunión, todo comenzó a darle vueltas y más vueltas y a oscurecerse.

Lo siguiente que supo fue que estaba en su silla, con la cabeza entre las rodillas y que algo estaba haciéndole presión en la nuca.

– Esto es muy incómodo.

– Sigue respirando.

– Es más fácil decirlo que hacerlo. Suéltame.

– Un par de veces más.

La presión de su nuca disminuyó. Lentamente, se puso recta y se extrañó ante lo que vio.

Raúl Moreno estaba de cuclillas a su lado, con su oscura mirada cargada de preocupación. Respiró hondo una vez más y se dio cuenta de que él olía realmente bien; a limpio, pero con un toque de algo más.

– ¿Estás bien? -le preguntó él.

– ¿Qué ha pasado?

– Has empezado a desmayarte.

Raúl la miró a los ojos y ella parpadeó y sacudió la cabeza.

– Yo no me desmayo. Nunca me desmayo. Yo… -recobró la memoria-. Oh, mierda -se cubrió la cara con las manos-. No estoy nada preparada para ser madre.

Raúl se movió con una velocidad que hacía honor a su condición física y que resultó casi cómica al mismo tiempo.

– ¿Problemas con algún hombre? -preguntó con cautela y poniendo una distancia de seguridad.

– ¿Qué? -ella bajó las manos-. No. No estoy embarazada. Para eso hace falta sexo… o no. La verdad es que no haría falta… No, esto no puede estar pasando.

– De acuerdo -él parecía nervioso-. ¿Debería llamar a un médico?

– No, pero puedes irte si quieres. Estoy bien.

– Pues no pareces estar bien.

Ahora fue ella la que enarcó las cejas.

– ¿Estás criticando algo sobre mi aspecto?

Él sonrió.

– Jamás me atrevería a hacerlo.

– Pues ha sonado casi como una crítica.

– Sabes lo que quería decir.

Y lo sabía.

– Estoy bien. Me he llevado un fuerte impacto. Una amiga mía ha muerto hace poco; estaba casada con un militar y antes de que lo destinaran a Irak decidieron guardar unos embriones para fecundarlos in vitro para que ella pudiera tener hijos si le sucedía algo.

– Es triste, pero tiene sentido.

Ella asintió.

– Lo mataron hace un par de años. Fue muy duro para ella, pero al cabo de un tiempo decidió tener a los bebés porque así, al menos una parte de él viviría.

Pia se levantó y caminó hasta el otro lado del despacho; era como si moverse la ayudara. Respiró hondo un par de veces para asegurarse de que seguía consciente. ¿Desmayarse? Imposible. Y a pesar de ello, el mundo había empezado a desdibujarse.

Se forzó a volver al tema que estaban tratando.

– Fue al médico para hacerse un examen rutinario y le descubrieron un linfoma; un linfoma de los malos.

– ¿Es que los hay buenos?

Ella se encogió de hombros.

– Hay un tipo que puede curarse, pero el suyo no era de ésos. Y ha muerto. Yo cuidaba de su gato y me imaginaba que acabaría quedándomelo. Nos llevamos bien… bueno, más o menos. Cuesta decirlo tratándose de un gato.

– Son muy reservados.

Hubo algo en el modo en que habló que hizo que Pia lo mirara y le preguntara:

– ¿Estás burlándote de mí?

– No.

Lo vio esbozar una media sonrisa.

– No me provoques o acabaré hablando de mis sentimientos.

– Lo que sea menos eso.

Pia volvió a su mesa y se sentó en su silla.

– No me ha dejado al gato. Me ha dejado a los embriones. No sé en qué estaba pensando. Bebés. ¡Podía habérselos dejado a cualquiera menos a mí! Y no es algo que pueda ignorar. La abogada me dio a entender que podía esperar un tiempo porque las tasas estaban pagadas durante tres años -lo miró-. Supongo que es por lo de la congelación. Tal vez debería ir a verlos.

– Son embriones, ¿qué hay que ver?

– No lo sé. Algo. ¿No pueden ponerlos en un microscopio? Tal vez si los viera, entendería algo -lo miraba como si él tuviera la respuesta-. ¿Por qué pensó que yo podía criar a sus hijos?

– Lo siento, Pia, pero no lo sé.

Parecía incómodo y tenía la mirada clavada en la puerta. De pronto, ella volvió a la realidad y se sintió avergonzada.

– Lo siento muchísimo -murmuró mientras se levantaba-. Dejaremos la reunión para otro momento, estaré mucho mejor la próxima vez. Deja que consulte mi agenda y te llamaré.

Él agarró el pomo de la puerta y se detuvo.

– ¿Estás segura de que estarás bien?

No, no estaba segura. No estaba segura de nada. Pero ése no era el problema de Raúl.

Forzó una sonrisa.

– Estoy genial. En serio, márchate. Voy a llamar a un par de amigas y me desahogaré con ellas.

– De acuerdo -él vaciló-. ¿Tienes mi número?

– Ajá -no estaba segura de si lo tenía o no, pero estaba decidida a dejarlo marchar mientras aún le quedara un átomo de dignidad-. La próxima vez que me veas, seré absolutamente profesional. Lo juro.

– Gracias. Cuídate.

– Adiós.

Y se marchó.

Cuando la puerta se cerró, ella se dejó caer en la silla y, después de apoyar los brazos en la mesa, posó la cabeza sobre ellos e hizo todo lo que pudo por seguir respirando.

Crystal le había dejado sus embriones y solo había dos preguntas que importaban: ¿Por qué y qué demonios se suponía que tenía que hacer ahora?


Raúl llegó a la Escuela Elemental Ronan poco después de las dos. Aparcó en el aparcamiento que había junto al patio y no le extrañó que el suyo fuera el único Ferrari por allí. Le gustaban esa clase de juguetitos.

Antes de poder bajar del coche, su móvil sonó. Miró el reloj, aún tenía unos minutos antes de acudir a su cita, y vio el número reflejado en la pantalla. Sonrió mientras contestaba.

– Hola, entrenador.

– Hola -dijo Hawk, su antiguo entrenador del instituto-. Hace tiempo que Nicole no sabe nada de ti y llamo para averiguar por qué.

Raúl se rio.

– La semana pasada hablé con tu preciosa mujer, así que sé que no me llamas por eso.

– Me has pillado. Estoy vigilándote, asegurándome de que estás siguiendo adelante con tu vida.

Así era Hawk, pensó Raúl con frustración y aprecio a partes iguales.

– Has pasado por cosas malas -siguió diciendo el hombre-, pero no te regocijes en ello.

– No lo hago. Simplemente estoy ocupado.

– Le das demasiadas vueltas a las cosas. Te conozco. Búscate un objetivo, implícate personalmente en tu nuevo pueblo. Te distraerá. No puedes cambiar lo que ha pasado.

El buen humor de Raúl se disipó. Hawk tenía razón. El pasado no podía cambiarse. Los que se habían ido no volverían y eso era algo que no podía solucionarse ni con todo el dinero del mundo.

– No puedo olvidarlo -admitió.

– Tendrás que hacerlo. Tal vez no hoy, pero pronto. Puedes recuperarte, Raúl. Ábrete a la gente.

Parecía imposible, pero llevaba casi veinte años confiando en Hawk.

– Haré lo que pueda.

– Bien. Llama a Nicole.

– Lo haré.

Colgaron.

Raúl se quedó unos segundos sentados dentro del coche pensando en lo que Hawk le había dicho. Implicarse. Encontrar un objetivo. Lo que el otro hombre no sabía era lo mucho que él quería evitar todo eso. Implicarse era lo que había causado el problema en un principio. La vida era mucho más segura si la vivías desde la distancia.

Salió del coche y agarró la mochila que había llevado. Siempre que visitaba una escuela, llevaba unos cuantos balones oficiales de la Liga Nacional y tarjetas firmadas de los jugadores. Eso ponía muy contentos a los niños y por eso estaba allí. Para entretenerlos y motivarlos.

Se fijó en el edificio principal de la escuela. Era viejo, pero estaba bien conservado. Solía charlar con chavales de instituto, pero la directora y la maestra le habían insistido demasiado. Era nuevo en el pueblo y, ya que tenía pensado quedarse en Fool’s Gold de manera permanente, había decidido que cedería y cooperaría.

Entró en el edificio y lo primero en lo que se fijó fue en que, a diferencia de las escuelas de las grandes ciudades que solía visitar, en ésa no había ni detector de metales ni guardias. Las puertas dobles estaban abiertas, los pasillos eran amplios y bien iluminados, las paredes libres de grafitis. Al igual que el resto de Fool’s Gold, la escuela era demasiado perfecta para ser verdad.

Siguió las indicaciones que lo conducían hasta el despacho principal y se vio en una gran zona abierta con un largo mostrador donde estaban los típicos boletines de anuncios con folletos para fomentar la lectura y programas extra escolares. Una mujer de cabello oscuro estaba sentada en un escritorio tecleando algo en un viejo ordenador.

– Buenos días -dijo él.

La mujer, que parecía estar cerca de los cuarenta, alzó la mirada. Se quedó boquiabierta, se levantó y sacudió las manos.

– Oh, vaya, estás aquí. ¡Estás aquí! No puedo creerlo -corrió hacia él-. Hola, soy Rachel. Mi padre es un súper fan tuyo. Se va a morir cuando le diga que te he conocido.

– Espero que no -dijo Raúl con tono distendido mientras sacaba una tarjeta de la mochila y buscaba un bolígrafo.

– ¿Qué?

– Que espero que no se muera.

Rachel se rio.

– No lo hará, pero se pondrá celoso. Había oído que vendrías y aquí estás. ¡Esto es tan emocionante! Raúl Moreno en nuestra escuela.

– ¿Cómo se llama tu padre?

– Norm.

Firmó la tarjeta y se la dio.

– Puede que esto le ayude a llevar mejor la decepción.

Ella tomó la tarjeta con sumo respeto y se llevó una mano al pecho.

– Muchas gracias. Es maravilloso -miró el reloj y suspiró-. Supongo que ahora tengo que llevarte a la clase de la señorita Miller.

– Sí, creo que será mejor que vaya a hablar con los niños ya.

– Bien. Para eso estás aquí. Ha sido maravilloso conocerte.

– Lo mismo digo, Rachel.

Ella salió de detrás del mostrador y fueron al pasillo. Mientras caminaban, la mujer le hablaba sobre el colegio y el pueblo a la vez que lo miraba con una mezcla de aprecio y flirteo. Estaba acostumbrado a eso, iba con su profesión, y hacía tiempo que había aprendido a no tomarse tanta atención demasiado en serio.

La clase de la señorita Miller se encontraba al final del pasillo. Rachel le abrió la puerta.

– Buena suerte -le dijo.

– Gracias.

Entró solo en el aula.

Había alrededor de veinte niños, todos mirándolo con los ojos como platos, mientras su profesora, una atractiva mujer de unos cuarenta años, se sonrojaba.

– Oh, señor Moreno. No puedo darle las gracias lo suficiente por estar hoy con nosotros. Es muy emocionante.

Raúl sonrió.

– Siempre me alegra charlar con los niños -miró a toda la clase-. Buenos días.

Unos cuantos alumnos lo saludaron mientras que otros parecían demasiado impactados y emocionados como para hablar. Por lo menos los chicos. La mayoría de las niñas no parecían en absoluto impresionadas.

– Cuarto curso, ¿verdad?

Una niña con gafas sentada en la fila de delante respondió:

– Somos el grupo avanzado, estamos por encima de nuestro nivel en lectura.

– ¡Oh, vaya! -exclamó él, dando un paso atrás de manera exagerada-. Así que sois los más listos. ¿Vais a hacerme alguna pregunta de Matemáticas?

La boca de la niña se curvó en una sonrisa.

– ¿Te gustan las Matemáticas?

– Sí… claro -miró a toda la clase-. ¿A quién de aquí le gusta mucho el colegio de verdad?

Unos cuantos niños alzaron la mano.

– El colegio puede cambiaros la vida -dijo él apoyando una cadera en la mesa de la maestra-. Cuando crezcáis, vais a tener trabajo y así os ganaréis la vida. Hoy la mayoría de vuestras responsabilidades se centran en trabajar bien en el colegio. ¿Quién sabe por qué tenemos que aprender cosas como leer y Matemáticas?

Más manos se alzaron.

Su charla habitual giraba en tomo a sentirse motivado, a encontrar un mentor y a hacer de sus vidas una vida mejor, pero eso le parecía demasiado para niños de nueve años. Así que tendría que hablar de lo importante que era que les gustara el colegio y que lo hicieran lo mejor posible.

La señorita Miller se acercó.

– ¿Necesita algo? -le preguntó con un susurro-. ¿Le traigo algo?

– No, gracias, estoy bien.

Volvió a centrar su atención en los niños. La niña de la primera fila parecía más interesada en lo que sucedía al otro lado de la ventana. Resultaba extraño, pero le recordaba a Pia. Tal vez era por el pelo ondulado y castaño, o por su obvia falta de interés en él como persona. Pia tampoco se había inmutado; apenas se había fijado en él… aunque tampoco era de extrañar, dado el modo en que había comenzado la mañana para esa chica. Pero él sí que se había fijado en ella y le había parecido encantadora y divertida, incluso sin que lo hubiera intentado.

Centró su atención de nuevo en los alumnos, respiró hondo y frunció el ceño. Volvió a inspirar y olió algo extraño.

Si hubiera sido un instituto, habría dado por hecho que algún experimento había salido mal en el laboratorio de ciencias o que se les estaban quemando las galletas en clase de labores domésticas. Pero en las escuelas elementales no disponían de esa clase de instalaciones.

Se giró hacia la señorita Miller.

– ¿Huele eso?

Ella asintió con una mirada azul cargada de preocupación.

– Tal vez ha sucedido algo en la cafetería.

– ¿Hay un incendio? -preguntó uno de los niños.

– Quedaos sentados todos -dijo con firmeza la señorita Miller mientras iba hacia la puerta.

La abrió lentamente y, al hacerlo, el olor a humo se hizo más intenso. Unos segundos después, saltaron las alarmas de incendios.

La mujer se giró hacia él.

– Es solo el segundo día de colegio. Aún no hemos practicado el simulacro. Creo que hay un incendio de verdad.

Los niños ya estaban de pie y parecían asustados, al borde del pánico.

– ¿Sabéis hacia dónde tenemos que ir? ¿Conocéis la salida? -les preguntó él.

– Claro.

– Bien -se giró hacia los estudiantes-. ¿Quién está al mando aquí? -preguntó lo suficientemente alto como para que lo oyeran por encima de la sirena.

– ¡La señorita Miller! -gritó alguien.

– Exactamente. Poneos en fila y seguid a la señorita Miller por el pasillo. Habrá muchos niños ahí fuera. Mantened la calma. Yo iré el último y me aseguraré de que todos salís del edificio.

La señorita Miller les indicó a sus alumnos que fueran hacia la puerta.

– Seguidme -les dijo-. Iremos deprisa. Todos de la mano. No os soltéis. Todo va bien. Manteneos juntos.

La señorita Miller salió por la puerta. Los niños comenzaron a seguirla y Raúl esperó para asegurarse de que ninguno se quedaba atrás. Un niño pareció dudar un poco antes de marcharse.

– No pasa nada -le dijo Raúl con un tono deliberadamente calmado. Fue a agarrar al niño de la mano, pero el pequeño se estremeció y se encogió, como si fuera a esperar que lo golpeara. El chico, pelirrojo y pecoso, se alejó antes de que Raúl pudiera decir nada.

Raúl salió al pasillo. El olor a humo era más intenso. Había varios niños llorando y unos cuantos en mitad del pasillo tapándose los oídos. Las sirenas sonaban sin cesar mientras los profesores les gritaban a sus alumnos que los siguieran hasta la calle.

– Vamos -dijo él tomando en brazos a la pequeña que tenía al lado-. Vamos.

– Estoy asustada -dijo la niña.

– Soy lo suficientemente grande como para protegerte.

Otro niño se agarró a su brazo. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Suena demasiado fuerte.

– Pues vamos fuera, donde hay menos ruido.

Caminaba deprisa, instando a los niños a avanzar con él. Los profesores corrían de un lado a otro, contando niños, comprobando que no se dejaban a ninguno atrás.

Cuando Raúl y su grupo de niños llegaron a las puertas principales que conducían a la calle, los niños salieron corriendo. Dejó en el suelo a la niña, que corrió hacia su profesora. Podía ver el humo alzándose en el aire, una nube grisácea que cubría el brillante azul.

Los estudiantes se agolpaban a su alrededor. Se gritaron sus nombres. Los profesores colocaron a los grupos por cursos y después por clases. Raúl se giró y volvió a entrar en el edificio.

Ahora podía hacer algo más que oler humo. Podía verlo. El aire era espeso y cada vez más oscuro, haciendo que resultara difícil respirar. Fue aula por aula, abriendo puertas, comprobando debajo de las grandes mesas de los profesores, observándolo todo para asegurarse de que nadie se había quedado atrás.

Encontró a una diminuta niña en una esquina de la tercera clase en la que entró; tenía la cara llena de lágrimas. Estaba tosiendo y sollozando. La levantó, se giró y casi se chocó con una bombera.

– Yo la llevo -dijo la mujer mirándolo desde detrás de una máscara y agarrando a la niña-. Salga de aquí ahora mismo. El edificio tiene setenta años. A saber qué cóctel químico hay en el aire.

– Podría haber más niños.

– Lo sé, y cuanto más tiempo estemos aquí hablando, en más peligro estarán. Ahora, muévase.

Siguió a la bombera hasta salir del edificio. No fue hasta que estuvo fuera cuando se dio cuenta de que estaba tosiendo y ahogándose. Se agachó intentando tomar aire.

Cuando pudo volver a respirar, se puso derecho. La escena era un caos controlado. Había tres camiones de bomberos delante de la escuela. Los alumnos se apiñaban en el césped, bien retirados del edificio. El humo salía en todas las direcciones.

Unas cuantas personas gritaron y señalaron algo. Raúl se giró y vio llamaradas saliendo del tejado en un extremo del colegio.

Se giró para volver a entrar, pero una bombera lo agarró del brazo.

– Ni se le ocurra -le dijo-. Déjeselo a los profesionales.

Ella sacudió la cabeza.

– ¿Ha entrado antes, verdad? Civiles. ¿Cree que llevamos máscaras porque son bonitas? ¡Médicos! -gritó la última palabra y lo señaló.

– Estoy bien -logró decir mientras sentía presión en el pecho.

– Deje que adivine. Es médico también. Coopere con esta agradable señorita o le diré que necesita que le pongan un enema.

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