Capítulo 12

Pia evitó ir al supermercado todo lo que pudo. Si había un lugar en Fool’s Gold donde era más probable encontrarse con gente que quisiera hablar sobre su matrimonio, era el lugar situado entre el pasillo de los productos de granja y de los congelados. Pero se había quedado sin leche esa misma mañana y no tenía nada en la nevera, así que había llegado el momento de apretar los dientes e ir a por ello.

Pensando que la tienda estaría más tranquila a mediodía que después del trabajo, aprovechó su hora del almuerzo para ir allí.

Durante el camino se topó con muchos hombres que no conocía; incluso uno le había entregado un carro de la compra antes de que ella entrara en la tienda. Qué extraño.

Pasó por la zona de limpieza, por el mostrador de la carne y estaba a medio camino de la zona de lácteas cuando Denise Hendrix la vio.

– ¡Pia! -gritó la mujer dejando su carro a un lado-. Ya me he enterado. ¡Cuánto me alegro!

Pia se preparó para un cálido abrazo de parte de la matriarca de la familia Hendrix. Una mujer atractiva de cincuenta y pocos años que había perdido a su esposo unos diez años atrás. Era un miembro activo de la comunidad y madre de seis hijos, incluyendo a sus hijas que eran trillizas idénticas.

Después de abrazarse, Denise dio un paso atrás.

– Vas a tener los bebés de Crystal. Es una bendición.

– Gracias. Aún no me lo creo y estoy algo asustada.

– Claro que sí, pero vas a hacerlo de todos modos. Estoy muy orgullosa de ti -sonrió-. Estoy a tu disposición siempre que me necesites. Un parto múltiple es completamente factible; solo tienes que planificarte.

– Eso he oído -la planificación era importante, pensó Pia. Y empezaría a hacerlo en cuanto asumiera la idea de tener trillizos-. Te agradezco tu ayuda. Seguro que tendré muchas preguntas, aunque ahora mismo no sé cuáles son.

– No te preocupes. No voy a ir a ninguna parte. Avísame cuando estés lista -Denise enarcó una ceja-. También he oído que hay que felicitarte por más cosas. ¿Ya tienes fecha?

– Aún no.

– Supongo que querrás una boda pequeña y tranquila. No tendrás fuerzas para planear algo a lo grande, a menos que quieras esperar a que nazcan los bebés.

Lo de casarse era una cosa, pensó Pia, pero ¿celebrar una boda?

– Yo… eh… Aún no hemos decidido qué vamos a hacer. Todo ha sucedido muy deprisa.

– Sabía que encontrarías a alguien maravilloso -le dijo Denise-. Siempre has sido una chica encantadora. Después de todo lo que has pasado con tus padres… -se aclaró la voz-. Bueno, no hay necesidad de hablar de ello. El caso es que has encontrado la felicidad. Por lo que he oído, Raúl es una persona muy especial. Y guapo. Es el rival de Josh.

Pia se rio.

– No creo que haya ninguna competición.

– Pues eso es porque no has estado en la peluquería de Julia últimamente. La semana pasada se produjo una discusión muy acalorada sobre los dos.

Pia recordó la reunión del consejo en el Ayuntamiento cuando habían hablado de quién tenía el mejor trasero.

– Necesitamos algo más en lo que pensar en este pueblo.

– Están esos hombres. Eso es un tema de conversación. ¿Te has fijado que están por todas partes? Justo ayer dos me silbaron -sonó furiosa y complacida a la vez.

– No sé qué vamos a hacer con ellos.

– Creía que ya había algo planeado.

– Algunas cosas, pero ¿qué van a hacer el resto del tiempo? ¿Vagar por las calles en busca de conquistas?

Denise se rio y añadió:

– Lamento que no te emocione mucho la llegada de tantos hombres, pero eso es porque tú ya has encontrado a alguien maravilloso. Me pregunto si habrá algún hombre mayor.

Pia se dio cuenta de que todo el mundo daba por hecho que Raúl y ella estaban locamente enamorados y se preguntó si deberían decir algo. Sin embargo, la distrajo el último comentario de Denise.

– ¿Estás interesada en algún hombre? -le preguntó.

– «Interesada» es una palabra demasiado fuerte -dijo la mujer encogiéndose de hombros-. Tengo… curiosidad. Hace mucho tiempo que Ralph se fue y mis hijos son lo suficientemente mayores como para que no les moleste que salga con alguien. Me gusta mi vida, pero a veces creo que sería mejor tener a alguien.

– Pues adelante. Creo que es genial. No sé las edades de los hombres que están llegando, pero puedo avisarte si veo a alguno bueno -sonrió-. ¿Qué me dices de alguno más joven?

– No soy una de esas mujeres que buscan jovencitos.

– Podrías serlo.

Denise era guapa, con el pelo corto y moreno, unos brillantes ojos y un cuerpo que alguien quince años más joven podría envidiar.

– Preferiría alguien de mi edad. Así tengo que dar menos explicaciones. ¿Crees que alguien más joven podría comprender la emoción de oír Rhinestone Cowboy por la radio?

– Probablemente no -admitió Pia-. Te encontraremos un hombre simpático que recuerde la década de los setenta.

– ¿No estarás viéndome como un proyecto, verdad?

– No. No se lo diré a ninguna de tus hijas. Dejaré que seas tú quien les diga que estás al acecho.

Denise se rio y alzó las manos.

– No estoy al acecho, solo estoy pensando. Hay una diferencia. Bueno, recuerda que aquí me tienes si tienes alguna pregunta. Además, cuando prepares la lista de regalitos para los bebés, avísame. Habrá cosas para las que necesites tres, pero otras no.

– De acuerdo.

¿Regalos? ¿Para una fiesta prenatal? Pia no estáis preparada para eso, aunque en realidad era mucho más sencillo que una boda.

– De acuerdo, querida -dijo Denise abrazándola de nuevo-. Estoy encantada. Te mereces toda la felicidad del mundo.

– Gracias.

Denise se despidió y empujó su carro hacia la parte delantera de la tienda. Pia terminó de hacer su compra, se lo llevó todo a casa y lo guardó. Cuando volvió a salir de su apartamento, fue al despacho de Raúl en lugar de al suyo.

Diez minutos después, lo encontró solo en la amplia y vacía sala.

– Tienes que comprar algún mueble y contratar empleados.

– Tengo a Dakota. Está almorzando -se levantó de su mesa y le sonrió-. Qué sorpresa tan agradable.

– Tenemos que hablar.

– ¿Debería preocuparme?

– No. No pasa nada -respiró hondo-. Sabrás que la noticia se está extendiendo y todo el pueblo se enterará de que vamos a casamos.

– Me lo imaginaba. Josh ha violado el código de chicos.

– ¿Le dijiste que no dijera nada del compromiso?

– Sí, pero no sirvió de nada.

– Esto no es como Dallas o Seattle. Todo el mundo lo sabe todo de los demás.

Se levantó y la acercó a sí.

– ¿Es eso un problema?

– No es algo que se pueda cambiar.

– Lo que quiero decir es si estás molesta por el hecho de que la gente sepa que vamos a casamos.

Allí de pie, sintiendo el calor de su cuerpo contra el suyo, resultaba difícil estar molesta por algo.

– No estoy molesta, es solo que pensaba que tendríamos más tiempo para acostumbramos a la idea.

Le acarició las mejillas.

– Así que la gente se te está acercando a decirte cosas.

Ella asintió.

– ¿Quieres cambiar de opinión?

– No.

– Bien, porque yo tampoco -bajó la cabeza y la besó suavemente-. Lo que te dije iba en serio, Pia. Estoy absolutamente volcado en esto.

Pia no se había dado cuenta del nudo que se le había formado en la garganta hasta que él volvió a pronunciar esas palabras. Al momento, se le deshizo y de pronto le fue más fácil respirar.

– Gracias -le susurró-. Yo también.

– Bien.

Volvió a besarla y dejó que su calor manara desde dentro.

– ¿Quieres venir a cenar? Cocino yo.

– ¿Sabes cocinar? -le preguntó Pia.

Él se encogió de hombros.

– Haré una barbacoa.

Ella se rio.

– Hace frío fuera.

– Sobreviré el tiempo que me lleve asar un par de bistecs -y añadió diciéndole al oído-: Existe una cosa llamada chaqueta. Tengo una.

– Eres un listillo…

– Bueno, ¿eso ha sido un «sí»?

– Allí estaré.

– Genial. Ahora mismo voy al colegio, pero cuando baje, compraré bistecs y ensaladas. ¿A las seis te parece bien?

– Claro.

La besó una vez más antes de que se marchara y se fuera a su oficina. Mientras caminaba sintió un leve cosquilleo en los labios… como si aún perdurara el efecto de su boca.

Le gustaba ese hombre. Y teniendo en cuenta que iban a casarse, era genial. Pero Liz tenía razón, tenía que tener cuidado. Si dejaba que le gustara demasiado acabaría siendo vulnerable. Ya le habían hecho demasiado daño en la vida. No necesitaba buscar problemas. La mayor parte del tiempo parecía que ellos la encontraban a ella sin ninguna ayuda.


Raúl llegó al campamento justo cuando los niños estaban tomándose su descanso de la tarde. Hacía fresco, pero el cielo estaba claro. Se encontró en mitad de un grupo de niños que corrían para aprovechar al máximo sus veinte minutos de juegos.

– Ey, Raúl -le gritó Peter mientras pasaba por delante-. Ven a jugar.

Había visto al chico varias veces desde que habían almorzado juntos. Peter era inteligente, simpático y le gustaban los deportes. No había señal de abuso de ningún tipo. Tal vez, él se lo había imaginado al verlo encogerse de miedo durante el incendio.

Siguió a los niños hasta el patio y el nivel de ruido aumentó cuando comenzaron a jugar. Había gritos además de carcajadas.

Al mirar a su alrededor, quedó complacido al ver en lo que se había convertido su campamento. Era genial, pensó cuando unas niñas lo convencieron para que sujetara un extremo de una comba.

– Más deprisa -dijo una niña con el pelo rizado-. Yo salto muy bien.

La profesora, al otro lado de la cuerda, y él hicieron lo que les dijo y la giraron más deprisa mientras la niña se reía entre carcajadas.

Por el rabillo del ojo vio a varios chicos en los columpios y a Peter trepando hasta lo alto. Sospechó lo que iba a pasar, a pesar de saber que estaba demasiado lejos como para evitarlo.

A Peter se le resbaló la mano y mientras Raúl echaba a correr hacia él, el chico cayó al suelo aterrizando sobre su brazo. Inmediatamente, Raúl supo que sería grave.

– Quédate quieto -le ordenó cuando llegó a su lado.

Peter parecía más aturdido que lesionado. Comenzó a levantarse y Raúl vio la extraña forma que había adoptado su brazo.

– Me duele -dijo el chico, pálido y con el rostro desencajado antes de empezar a llorar.

– Lo sé. Es el brazo. ¿Te duele algo más?

Peter negó con la cabeza y las lágrimas cayeron sobre sus mejillas mientras Raúl lo tomaba en brazos.

Un puñado de alumnos se habían arremolinado a su alrededor y los profesores llegaban corriendo.

– Se ha roto el brazo -dijo Raúl-. No sé si se ha hecho daño en alguna otra parte. Me lo llevo al hospital. Será más rápido que esperar una ambulancia. Llamad al hospital para que sepan que vamos y a la policía por si pueden reunirse conmigo en la parte baja de la montaña y escoltarme hasta el hospital y localizar a sus padres adoptivos.

Peter apenas pesaba nada, pensó Raúl mientras corría al aparcamiento. Una de las profesoras iba con ellos y le sacó las llaves de la chaqueta. Les abrió la puerta, y él se agachó para tender al niño sobre el asiento.

La señorita Miller apareció a su izquierda.

– Yo también voy. Llevaré mi propio coche y os seguiré -se agachó y acarició el rostro de Peter-. Te pondrás bien. Cuidaremos de ti.

El chico seguía llorando.

Raúl le abrochó el cinturón y la señorita Miller se apartó y cerró la puerta.

– ¿Sabes dónde está el hospital? -preguntó ella mientras Raúl corría hacia el lado del conductor.

– Sí.

– Allí nos vemos.


Casi dos horas después, Raúl estaba en la sala de espera de Urgencias, donde habían atendido a Peter casi de inmediato. La radiografía mostraba una clara rotura que se curaría rápidamente. Estaban poniéndole una escayola mientras la señorita Miller esperaba para hablar con la trabajadora social con la que habían contactado. Por el momento, no habían aparecido los padres adoptivos.

– ¿Señor Moreno?

Él alzó la mirada hacia una enfermera alta y rubia con una carpeta.

– Sí.

– Hola, soy Heidi. Peter se pondrá bien, pero me preguntaba si podría hablar con usted un minuto.

– Claro.

La siguió hasta una sala de examen vacía.

– ¿De qué conoce a Peter?

– Del colegio. Va a la escuela que se ha quemado y por eso ahora todos los niños están en mi campamento. He jugado al balón con él y con sus amigos algunas veces. ¿Por qué?

Ella apretó los labios.

– Está muy delgado para su edad y nos preocupa cómo se está alimentando. Sus huesos no son tan fuertes como deberían. Por lo que nos ha dicho la señorita Miller del patio, no debería haberse roto ningún hueso con esa caída. ¿Sabe si come lo suficiente?

Él sacudió la cabeza, ignorando la rabia que bullía en su interior. No tenía paciencia para la gente que no se ocupaba de los niños que se les confiaban. Él había pasado por todo eso mientras creció.

– ¿Hará alguna prueba? -preguntó él.

– Tenemos que hablar con sus padres.

– Padres adoptivos. Perdió a sus padres hace un tiempo.

– No me gusta cómo suena eso. Ahora sé por qué la señorita Miller quería que llamáramos a los servicios sociales. Hablaré con la encargada del caso cuando llegue y le preguntaré qué hacer.

Raúl la miró.

– ¿Hay señales de maltrato físico?

– No hemos visto nada. ¿Sospecha que puede estar pasando algo?

– Estuve en la escuela cuando estalló el fuego y Peter fue uno de los últimos niños en salir. Cuando iba a ayudarlo, se apartó. Tal vez no signifique nada, pero…

– Tal vez -Heidi no parecía muy convencida-. También mencionaré eso. No tiene nada de malo ser cauto -tomó anotaciones-. Gracias por la información.

Heidi y él salieron de la sala y Raúl vio a la señorita Miller corriendo hacia él.

– ¿Puedes venir a la habitación de Peter? No está bien.

– ¿Qué pasa? Estaba bien hace unos minutos.

– Tiene la escayola puesta y están dándole algo para el dolor -dijo la mujer-. No es el brazo -bajo la voz-. Al parecer, la última vez que estuvo en un hospital fue después de aquel terrible accidente que se llevó a sus padres. No deja de hablar de ellos y de preguntar por ti -miró a Raúl-. Creo que verle lo haría sentir mejor.

– Claro.

– Adelante -le dijo Heidi-. Yo voy a ver a qué hora viene la trabajadora social.

Ya que a Peter le darían el alta en una hora, aproximadamente, no le habían asignado habitación. Raúl siguió a la señorita Miller por el laberinto de pasillos que conformaban la zona de Urgencias. Petar estaba incorporado en la cama, muy pequeño y pálido. La escayola le llegaba hasta el codo y era del azul de los Cowboys de Dallas. Pero el chico no pasea contento con ella mientras lloraba cubriéndose los ojos.

– Ey, colega -dijo Raúl al entrar en la habitación-. ¿Qué pasa?

– Quiero irme a casa… -lloraba.

– Estamos buscando a tus padres adoptivos.

– No, no los quiero a ellos. Quiero estar con mis papás.

Raúl maldijo en silencio. Ése era un problema que no podía solucionar. Miró a la señorita Miller, que estaba conteniendo las lágrimas, y después volvió a mirar al chico.

Raúl fue hacia la cama, tomó al niño en brazos y se sentó con él en una silla.

El chico lo abrazaba y lloraba sobre su hombro.

Estaba delgadísimo. Se le marcaban los huesos y pesaba demasiado poco para su edad. Raúl no le dijo nada al chico, solo le acarició la espalda, y al cabo de unos minutos, el llanto se suavizó y el niño pareció quedarse dormido.

– Me siento fatal por él -susurró la señorita Miller-. He llamado a todos los números que habían dejado los señores Folio y no ha habido respuesta. La empleada del señor Folio me ha dicho que el hombre ha salido del pueblo unos días. Pero si eso es verdad, ¿quién está cuidando de Peter?

Raúl no tenía respuestas. Sabía que la situación no era tan poco habitual, que ser pequeño y estar solo en el mundo nunca era nada bueno, que había padres adoptivos excelentes, pero que muchos de ellos solo iban tras el dinero.

Una mujer más mayor entró. Parecía cansada, agotada; llevaba el pelo recogido hacia atrás y unas gafas que le colgaban de una cadena.

– Soy Cathy Dawson -dijo y bajó la voz al ver a Peter-. ¿Está bien?

– Ha sido una rotura limpia y, según los médicos, se recuperará pronto -respondió la señorita Miller-. Pero no podemos localizar a sus padres adoptivos.

La trabajadora social frunció el ceño, se puso las gafas y leyó los papeles que tenía en la mano.

– Veo que también hay cierta preocupación por su estado físico. Puede que no esté comiendo bien -suspiró-. De acuerdo. Denme unos minutos.

Justo en ese momento, Peter se movió y se incorporó.

– Hola, señora Dawson -dijo y bostezó.

– Hola. Parece que te has caído.

Peter asintió.

– Me he roto un brazo -alzó la escayola y miró a Raúl-. Es del azul de los Cowboys de Dallas.

– Ya me he fijado -dijo Raúl-. ¿Vas a dejarme firmar tu escayola?

– Ajá -respondió el niño sonriendo tímidamente.

– Bien.

La señora Dawson se sentó en la otra silla.

– Peter, ¿dónde has estado los últimos días?

– Con la señora de al lado -le dio el nombre.

– ¿Cuánto hace que se fueron tus padres adoptivos?

Peter se encogió de hombros.

– Un tiempo.

– ¿Desde el fin de semana?

Peter arrugó la nariz.

– Desde antes, creo.

– Entiendo. ¿Sabes cuándo volverán?

Él sacudió la cabeza y se sujetó el brazo contra el pecho.

– ¿Se van a enfadar conmigo porque me he hecho daño?

– Claro que no -dijo ella con firmeza-. Se alegrarán de que estés bien. Todos nos alegramos -se detuvo-. ¿Sabes lo que pienso?

– ¿Qué?

– Creo que puede que necesites un poco de helado. Sé que tienen en la cafetería y si no te importa, voy a ir a por un poco.

El alivio se reflejó en el rostro de Peter, que sonrió.

– No me importa.

– Eres muy amable, pero bueno, es un hospital muy grande. ¿Te importaría que me acompañara el señor Moreno?

– Vale.

Raúl no sabía qué pretendía la trabajadora social, pero se levantó y volvió a dejar a Peter en la cama.

– Puede que tenga algunas pegatinas en mi despacho. Mañana lo comprobaré y si tengo, te las pegaremos en la escayola.

El niño sonrió.

La señorita Miller se movió hacia él.

– Te esperaré aquí -dijo ella.

Raúl siguió a la señora Dawson hasta el pasillo.

– La cafetería está por allí -dijo señalando.

– Entonces no necesita que la ayude a encontrarla.

– Quería tener la oportunidad de hablar con usted. Supongo que conocerá a alguien en el pueblo, ¿verdad?

– Sí -respondió él con cautela.

– Bien. Eso ayudará con el papeleo. Conozco a un juez muy agradable. Si me da dos o tres nombres que utilizar como referencia, podemos solucionar esto en una hora.

– ¿Solucionar qué?

– Que Peter se quede con usted hasta que regresen sus padres adoptivos y veamos si es seguro que vuelva con ellos.


Pia llegó a casa de Raúl a las siete con dos bolsas de la compra. Él tenía la puerta abierta antes de que ella llegara al pequeño porche.

– ¿Qué es todo eso?

– Cena para muchos días. Hay más en el coche.

– ¿Más qué?

Pobre hombre, pensó al entregarle las bolsas.

– Comida. Se dice que vas a quedarte con Peter. La gente no sabía cuándo volverías a casa, así que me lo han llevado todo a mí.

Él seguía de pie confundido cuando ella volvió al coche a por una segunda ronda de bolsas. Recogió las tres últimas, cerró la puerta con la cadera y volvió a la casa.

– No lo entiendo -dijo Raúl siguiéndola hasta la cocina.

– ¡Pia!

Ella se giró y vio a Peter corriendo hacia ella. Tenía una escayola en su delgadito brazo y llevaba puesto un pijama de coches de carreras.

– Hola -dijo ella dejando las bolsas-. ¿Qué te ha pasado?

– Me he caído. Mira.

– Es impresionante. ¿Te duele?

– No. Me han dado gotas.

Algún analgésico, supuso ella.

– Guai. ¿Has cenado?

Peter sacudió la cabeza.

– Solo helado.

Pia enarcó las cejas.

– A mí no me mires -le dijo Raúl-. Ha sido idea de la señora Dawson.

– Ya, seguro -se quitó la chaqueta y la dejó sobre el respaldo de una silla-. Bueno, ¿qué nos apetece? Hay mucho donde elegir.

Ella se movió hacia la encimera y comenzó a sacar cacerolas de las bolsas.

– Lasaña, pastel de tamales de siete pisos -fue leyendo cada etiqueta según dejaba los recipientes-. Pollo con fideos, pastel de verduras -arrugó la nariz hacia Peter-. Seguro que esto no, ¿verdad?

Él se rio.

– Me gusta la lasaña.

– A mí también -miró a Raúl-. ¿Puedes poner a calentar el horno? No está congelada, así que no tardará mucho en estar lista.

Él seguía de pie, mirándola.

– No lo entiendo.

– Cuando la gente se ha enterado de que Peter se quedaría contigo unos días, han traído comida para ayudarte y que no tengas que cocinar por las noches.

– ¿Cómo se han enterado?

– Alguien se lo ha contado. ¿Es que no sabes cómo es la vida en los pueblos?

Pia se giró hacia el horno y caminó hasta la nevera.

– Dime que el congelador está vacío porque tienes comida para varios días.

Él asintió, aún impactado.

– ¿Por qué no ayudas a Peter a que se lave las manos? Ya sabes que la escayola no puede mojarse.

– Sí.

– Bien. Yo lo prepararé todo por aquí. Dejaré dos cenas en la nevera para las dos próximas noches. Oh, también hay pegatinas en esa bolsa blanca para tu escayola.

– ¡Qué guai! -Peter metió la mano y sacó hojas de pegatinas-. ¿Podemos ponerlas ahora?

Raúl la miró y ella se rio.

– Adelante. La cena estará lista en unos treinta minutos.

Los dos salieron de la cocina y unos minutos después. Raúl volvió.

– Lo siento.

– ¿Por qué?

– Se suponía que cenaríamos juntos.

– Y eso haremos.

– Pero no así. No sé exactamente cómo ha pasado. La trabajadora social estaba hablándome y al instante ya tenía al niño conmigo.

Ella le dio una palmadita en el torso.

– Sé cómo te sientes.

– ¿No estás enfadada?

– ¿Por qué iba a estarlo? Peter está solo, se ha hecho daño y nadie sabe dónde están sus padres adoptivos. El hecho de que estés ayudando hace que me resultes más agradable y simpático todavía.

– Odias que sea así.

– Pero estoy haciendo una excepción.

– De acuerdo, gracias.

Y Raúl desapareció por el pasillo y ella se quedó mirándolo y diciéndose que el hecho de que fuera un gran tipo no significaba que fuera seguro abrirle su corazón.


Para cuando terminaron de cenar y Peter se instalo en la habitación que a Raúl le quedaba libre, ya eran más de las nueve. Pia estaba acurrucada en el sofá diciéndose que tenía que volver a casa. A pesar de no tener muchos síntomas de su embarazo, estaba más cansada de lo habitual. Raúl estaba sentado en el otro extremo del sofá girado hacia ella.

– Gracias por todo.

– Lo único que he hecho ha sido presentarme aquí cargando con el esfuerzo de otros. No hay nada que agradecerme.

– Pobre niño -dijo Raúl antes de dar un sorbo a su cerveza-. Vaya infierno.

– ¿De verdad no saben dónde están sus padres adoptivos?

– Eso es lo que ha dicho la señora Dawson. Espero que los investiguen cuando aparezcan. Peter no ha dicho nada sobre ellos, pero hay cierta alarma.

Soltó la botella de cerveza.

– Tenía otros planes para la noche -le dijo a ella.

Y durante un segundo, Pia pensó que se refería al sexo y su cuerpo reaccionó con una danza de felicidad interna. Él abrió un pequeño cajón de la mesita de café y sacó una pequeña caja de terciopelo lavanda. Pia reconoció el color y el diseño de la caja; la joyería Gemas Jenel era conocida por sus diseños elegantes y caros.

Se le quedó la garganta seca y la invadió una inesperada sensación de timidez. El deseo dio paso a la confusión.

– No lo comprendo.

– Vamos a casarnos -le recordó él-. Y creo que lo tradicional es tener un anillo de compromiso.

– Sí, pero… -lo suyo no era un compromiso tradicional-. No me esperaba nada. No tienes por qué hacer esto.

– Quiero hacerlo.

Se acercó a ella y le tomó la mano izquierda.

– Pia, gracias por acceder a casarte conmigo. Haremos que esto funcione. Estaré a tu lado pase lo que pase.

Esas palabras eran exactamente las que ella siempre había querido oír… o casi.

– Yo también estaré a tu lado -susurró.

Raúl sonrió y abrió la caja.

Si no hubiera estado sentada, se habría caído. El anillo era increíble. Precioso y resplandeciente y lo suficientemente grande como para ponerla nerviosa.

– Las otras dos alianzas de diamantes son las alianzas de boda. Si no te gustan, podemos cambiarlas.

– Son maravillosas. Todo es impresionante, pero demasiado -lo miró-. Me habría conformado con una alianza de oro.

– ¿Estás diciendo que no eres una chica de diamantes?

– Nunca lo había sido.

– Entonces hay que cambiar eso.

Raúl sacó el anillo de compromiso y se lo colocó su el dedo. Encajaba a la perfección.

– Gracias -le dijo ella, contemplando el brillo de los diamantes.

– De nada.

La abrazó y ella cerró los ojos mientras se decía que todo iría bien. Que estaba tomando la decisión acertada. Que habría estado bien estar enamorados, pero que era mejor sacrificar ese estúpido sueño con tal de asegurarse de que los bebés estarían cuidados el resto de sus vidas. ¿No era eso lo que su amiga habría querido?

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