Capítulo 9

Pia estaba sentada en una mesa frente al escenario del instituto.

– ¿Estás de broma, verdad? -le preguntó a la alcaldesa.

Marsha apoyó los codos sobre la mesa y bajó la cabeza hasta sus manos.

– Ojalá. Fui al baño y cuando volví habían votado para tener un concurso de talentos de las mujeres solteras del pueblo. Supongo que quieren autobuses llenos de hombres que puedan echarle un buen vistazo a la mercancía disponible.

Cuando se le había pedido a Pia que acudiera a una audición, no había tenido ni idea de dónde se metía.

Allí había por lo menos cincuenta mujeres, lo cual le pareció increíble, y no de un modo positivo. Llevaban desde tutus hasta disfraces de pastoras. Algunas querían empezar diciendo todo lo que sabían cocinar e incluso una mujer sonrió ampliamente para demostrar que tenía todos los dientes.

– ¡Como si eso la convirtiera en buen material de cría! Dime que esto no está pasando.

– Ojalá pudiera.

– ¿Cuándo nos hemos vuelto tan desesperadas? Siempre he sabido que había escasez de hombres, pero ¿tanto? Somos felices como estamos. Hay más mujeres desempeñando los trabajos tradicionalmente relacionados con los hombres. ¿No es eso positivo?

Marsha alzó la cabeza y suspiró.

– Me han dicho que hay mujeres que quieren sentar cabeza, casarse y tener familia. Eso es más difícil aquí. Tienen que elegir entre el surtido limitado que tenemos a mano o trasladarse.

– ¿Surtido que tenemos a mano? -y luego las mujeres se quejaban de que los hombres las trataban como si fueran objetos-. No lo comprendo.

– Yo tampoco, pero es demasiado tarde para deshacerlo. Llegan hombres todos los días.

Una joven veinteañera subió al escenario. Llevaba un leotardo rosa claro y una falda corta. Asintió y comenzó a sonar una música. En cuestión de segundos la participante estaba cantando y haciendo la coreografía de un famoso musical de Broadway.

– Es buena -murmuró Pia-. ¿Qué tengo que hacer? ¿Tomar notas sobre las que más me gustan? ¿De verdad vamos a tener un concurso de talentos?

– No veo el modo de evitarlo, pero me resulta humillante.

– Em, no. Ese honor se lo concederemos a la mujer que hacía malabares con las tartas que había cocinado.

Pia siempre había adorado Fool’s Gold. El pueblo tenía tradiciones y educados residentes. La gente se preocupaba la una de la otra. ¿Y ahora, un capítulo de una tesis y un autobús cargado de hombres iban a cambiarlo todo?

Tal vez había algo en el aire que avisaba de un cambio. No había más que verla a ella. Dos días antes le habían implantado unos embriones. Después, se había pasado la tarde en el sofá y aún no había podido dejar de pensar en ello. Estar embarazada era más un concepto que una realidad. ¿Cómo era posible que estuviera embarazada?

De cualquier modo, le habían implantado los embriones. ¿Estarían aferrándose a ella como les había pedido? ¿Estaban creciendo y haciéndose más fuertes y grandes?

Se acarició el vientre, como si pudiera sentirlos en su interior.

Unos aplausos la devolvieron a la realidad y aplaudió también antes de girarse y ver a Marsha mirándola.

– ¿Dónde estabas? -le preguntó la alcaldesa-. Era muy buena, así que no ha podido ser por el baile.

– Lo siento. Prestaré atención -agarró su boli y se acercó la libreta-. ¿Quién es la siguiente?

– ¿Va todo bien?

– Estoy muy bien.

La alcaldesa no parecía muy convencida.

Pia respiró hondo.

– Crystal me ha dejado sus embriones.

El rostro de Marsha se relajó en una sonrisa.

– ¿Sí? Sabía que se los cedería a alguien. Debes de estar conmovida y aterrorizada a la vez. Es mucha responsabilidad.

– Y que lo digas. Crystal espera que tenga a sus bebés.

Marsha asintió.

– Es pedirle mucho a una amiga. ¿Vas a hacerlo?

– Yo… Me los he implantado hace dos días. Había tres embriones. Todos han sobrevivido a la descongelación, aunque supongo que no es lo que suele pasar. En dos semanas sabremos si se han implantado.

Marsha pareció quedarse impactada un momento y después la abrazó.

– Bien por ti. Es algo increíble. Estoy muy orgullosa.

Esas palabras hicieron que Pia se sintiera bien.

– Estoy impactada. Nada de esto me parece real.

– Te llevará tiempo.

– Tengo nueve meses. Supongo que incluso ahora mismo mi cuerpo podría estar cambiando, pero no me siento distinta.

– Te sentirás. Sobre todo si tienes trillizos.

– No me digas eso. No puedo asumir lo de un bebé, y mucho menos lo de tres. Voy a tener a estos niños sola.

Marsha le apretó la mano.

– Todos estaremos a tu lado, Pia. Lo sabes, ¿verdad?

Ella asintió.

– Todo es surrealista. No dejo de volver a hacerme la misma pregunta. ¿Por qué me eligió Crystal?

– Porque te quería y confiaba en ti.

– Supongo.

La alcaldesa sonrió.

– Tengo una petición personal que hacerte.

– Claro.

– Por favor, ¿puedes tener varones?

Pia se rio.

– Ya está decidido todo. Lo siento. Deberías haberlo hablado con Crystal.

– Odio llegar siempre tarde para todo -se giró hacia el escenario donde un par de chicos estaban colocando unos árboles de cartón-. Dios mío, ¿qué vendrá ahora?


Raúl atravesó el edificio principal del campamento. Un mes antes, los últimos campistas del verano se habían marchado a casa y la cuadrilla de mantenimiento se había puesto a preparar las instalaciones para el invierno. Ahora, varios cientos de niños llenaban las distintas salas, pegaban carteles en las paredes y mataban el silencio con sus carcajadas.

Él seguía pensando en un campamento que funcionara durante todo el año, pero hasta que pudiera hacerlo realidad, utilizar las instalaciones para la escuela temporal era lo correcto.

Las reuniones preliminares para reparar y reconstruir la escuela incendiada no habían sido muy positivas. El daño era extenso y los fondos limitados. En términos realistas, la nueva escuela elemental no estaría preparada hasta que pasaran dos años, lo que hacía que sus planes tuvieran que esperar más. Su mayor preocupación era hacer que Dakota Hendrix siguiera trabajando para él. Era inteligente y estaba muy capacitada; estaba seguro de que estaba muy solicitada, así que tendría que pagarle un buen sueldo y prometerle que además de dirigir el campamento de verano, estaría al mando del nuevo programa.

El colegio había contratado sus servicios unas horas a la semana. Ella ofrecía asesoramiento y actuaba de mediadora entre el campamento y la escuela. Hasta el momento no había habido ningún problema, y mientras que Raúl no anticipaba ninguno, había aprendido que lo mejor era estar siempre preparado.

Miró el gran reloj de la pared. Pasaban unos minutos del mediodía. Ahora el pasillo estaba relativamente tranquilo, pero en unos dos minutos sonaría la campana y los niños saldrían de sus clases corriendo hacia la cafetería.

Lo sabía porque estaba allí la mayoría de los días. Por alguna razón, se había acostumbrado a jugar al balón con un grupo de niños durante la hora del almuerzo. No le importaba demasiado y tenía la precaución de no pasar más tiempo con un niño en con otro. Estaba bien relacionarse con ellos en grupo, pero no quería encariñarse con ninguno específicamente.

Lo mejor era mantener un poco las distancias, por mucho que quisiera implicarse.

Cuando la campana sonó, las puertas se abrieron de golpe y unas agudas voces rompieron el silencio. En cuestión de segundos, se vio rodeado de una docena de niños queriendo almorzar con él.

Estaba a punto de decirles a todos que no, con la promesa de que después jugarían en el patio, cuando vio al chico pelirrojo. Peter, así era como había dicho Pia se llamaba.

– Conoces a mi amiga Pia -le dijo al chico.

Peter sonrió.

– Sí. Nos conocimos en el parque. Es guay, para ser una chica.

– Le haré llegar tu cumplido.

– ¿Vas a almorzar con nosotros? -le preguntó el amigo de Peter-. Te guardaremos un sitio y todo.

Raúl vaciló y después asintió.

– Claro -tal vez así tendría oportunidad de hablar con Peter y descubrir si tenía algún problema en casa.

Fueron a la cafetería y se pusieron a la cola. Raúl agarró una bandeja y sonrió a la mujer que estaba sirviendo macarrones con queso.

– No tomaré nada si no hay suficiente.

– Oh, siempre hacemos de más. La mayoría de los profesores también comen aquí -dijo la mujer y echó una porción de pasta en su plato.

Después vinieron las judías verdes junto con fruta. Él agarró dos cartones de leche en una mano y contuvo la sonrisa cuando los chicos que lo acompañaban intentaron hacer lo mismo.

Tenían las manos demasiado pequeñas, así que se conformaron con un cartón y lo siguieron hasta una mesa junto a la ventana.

Él se quedó mirando un segundo, no muy seguro de entrar en el banco.

Los chicos se sentaron a su alrededor mientras él abría el primer cartón de leche y se lo bebía de tres tragos. Cuando lo soltó, todos los niños estaban mirándolo.

Se limpió la boca tímidamente.

– Bueno… eh… ¿os gusta la nueva escuela?

– Es genial -dijo un niño-. Cuando nieve, mi madre dice que tendremos problemas para subir la montaña. Puede que no tengamos que venir al colé.

– ¡Guai! -exclamó otro.

– Dinos cómo era todo cuando jugabas al fútbol americano -le suplicó un tercer niño-. Mi padre dice que eras el mejor.

– Dale las gracias a tu padre -dijo Raúl con una sonrisa-. Era bueno, pero no estoy seguro de que fuera el mejor. Siempre intenté hacerlo bien, eso es lo que define el éxito.

– Me gustaría jugar al fútbol americano -dijo Peter-. Pero soy pequeño.

– No eres bajo -le dijo su amigo-. Solo eres delgado.

– No te preocupes por eso -le dijo Raúl-. Crecerás. Ahora es el momento de trabajar en lo básico, en correr, en la coordinación. Eso puedes encontrarlo en cualquier deporte. También puedes empezar a aprender cosas sobre ese deporte.

– Yo también quiero jugar al fútbol americano.

– ¡Y yo!

Raúl se hizo una nota para recordar que tenía que hablar con la alcaldesa sobre crear un programa de primavera de fútbol americano. Nada que supusiera demasiado esfuerzo físico, tan solo un juego en equipos.

– Mi hermana dice que quiere jugar al fútbol americano -dijo el chico sentado al lado de Raúl-. Yo no dejo de decirle que las niñas no juegan al fútbol americano, pero es mayor que yo y cuando se enfada, me pega.

Un par de niños se rieron.

– Entonces tal vez deberías dejar de decírselo -sugirió Raúl.

– Supongo, pero tú podrías decírselo. A ti tendría que escucharte.

Él alzó las manos.

– No, gracias. Tu hermana puede hacer lo que se proponga.

El chico suspiró.

– Eso es lo que dice mamá y papá se queda callado.

«Un hombre inteligente», pensó Raúl.

– Mis padres están divorciados -dijo el chico sentado a la derecha de Peter-. Vivo con ellos según la semana. Tienen casas uno enfrente del otro.

– ¿Y qué tal lo llevas?

– No lo sé. Es una estupidez. Si pueden vivir así de cerca, ¿por qué no viven juntos?

– El matrimonio puede ser muy duro -le dijo Raúl-. Lo importante es que tus padres te quieren. ¿Tienes alguien con quien hablar, un hermano mayor, algún tío?

– Mi tío Carl es muy simpático. Él me escucha.

– Entonces no dejes de hablar con él. No dejes que tu malestar se acumule dentro. Eso nunca es bueno.

– Mis padres también están divorciados -dijo otro chico.

– Yo tengo cinco hermanas -apuntó otro niño y sus amigos gruñeron.

– Qué de niñas -le dijo Raúl-. ¿Eres el pequeño?

– No. Soy el del medio. Están por todas partes. Mi padre me ha construido una casa en un árbol para poder tener mi propia cueva.

– Bien por ti.

Durante la conversación, Raúl había estado observando a Peter, que se terminó su almuerzo y no dijo nada. Justo cuando iba a proponer que fueran al patio, Peter habló.

– Mis padres están muertos -dijo mirando a su plato-. Murieron hace dos años en un accidente de coche.

– Lo siento -le dijo Raúl.

Peter se encogió de hombros.

– Esas cosas pasan.

Drew, el amigo de Peter, se acercó a Raúl para decirle:

– Él iba en el coche cuando sucedió. Estaba allí cuando murieron.

Raúl maldijo por dentro. ¡Qué pesadilla para un niño! No sabía qué decir.

Peter lo miró.

– ¿De verdad crees que creceré lo suficiente para jugar al fútbol americano en el instituto?

– De verdad. Es más, ahora mismo vamos a practicar un poco.

El triste rostro de Peter se transformó en una sonrisa.

– ¿Sí?

– Vamos, será divertido.

Los chicos se levantaron y agarraron sus bandejas. Después de dejarlas sobre la encimera junto a la cocina, corrieron hacia la puerta. Peter iba más despacio que el resto.

Raúl lo alcanzó.

– Siento lo de tus padres. Yo jamás conocí a mi padre y perdí a mi madre cuando era un poco mayor que tú. Es duro.

Peter asintió sin decir nada.

Raúl quería abrazarlo, pero sabía que en la escuela existía la política de «no tocar». Al no saber qué otra cosa hacer, juró prestarle atención al niño siempre que lo viera.

– ¿Quieres aprender a tirar más lejos que nadie?

– ¿Puedes enseñarme a hacerlo? -preguntó Peter ansioso.

– Claro.

– ¡Genial! -el chico se rio y corrió hacia sus amigos.

Tal vez con eso bastaba por ese día.


– Deberías haber sido más claro con lo de la comida -dijo Pia mientras se servía kung pao en el plato y se relamía el dedo manchado de salsa.

Raúl estaba sentado frente a ella en la pequeña mesa de su cocina.

– ¿Porque te habrías subido al carro del compañero de embarazo?

– Absolutamente. Sé que no es sofisticado ni elegante, pero ofréceme algo de comer y soy prácticamente tu esclava.

– Es bueno saberlo.

Al ver la simpática expresión de los ojos de Raúl, Pia quiso sonreír… aunque mirarlo a la cara o a otras partes de su cuerpo hacía que quisiera hacer otras cosas… como pedirle que se desnudara. O dejar que él la desnudara. O que la acariciara. Hacer el amor con Raúl la había dejado hambrienta de más.

Incluso aunque él no hubiera sido muy explícito sobre la naturaleza temporal de su relación, ella no habría podido pedir que lo repitieran. No con los embriones pendiendo de un hilo… o de donde fuera que estaban pendiendo. Tal vez en unas cuantas semanas, cuando la doctora le dijera que todo marchaba dentro de la normalidad, podría pensar en hacer algo salvaje. Pero hasta entonces, sería todo pureza y pensamientos maternales.

– Puede que ésta sea la última comida china -dijo ella metiéndose un bocado de arroz frito en la boca-. He estado leyendo uno de esos libros de embarazo y tengo que vigilar mi ingesta de sal. Además, tengo que dejar el alcohol, la cafeína, los medicamentos y en seis o siete meses, olvidarme de mis tobillos. Los bebés son muy exigentes.

Él sonrió.

– ¿No dicen que merece la pena?

– Claro, pero es mucho más fácil escribirlo que vivirlo. Y eso que ahora estoy solo en el primer mes… si es que estoy embarazada…

– ¿Algún síntoma?

– Solo las voces.

Él sonrió.

Pia pinchó un rollito de huevo.

– No, nada, de verdad. Dicen que algunas mujeres saben cuándo están embarazadas en cuanto se quedan, pero supongo que yo no soy tan sensitiva. Y puede que eso sea algo positivo. Tengo la sensación de que voy a volverme loca preocupándome por todo.

Miró a su alrededor; la cocina de la modesta casa de Raúl estaba remodelada y tenía nuevos electrodomésticos y encimeras, pero su tamaño no parecía encajar con la etiqueta de «deportista famoso».

– ¿Cómo era tu casa en Dallas?

– Grande.

– ¿Dos habitaciones? ¿Cinco?

– Tres plantas y algunas habitaciones que no llegue a ver nunca -se encogió de hombros-. Fue una inversión.

Pia intentó recordar qué más había leído sobre él.

– ¿Hace mucho que te mudaste a Los Ángeles?

Él asintió.

– Como un año después de casarme. Cuando rompimos, volví a Dallas, pero nunca llegué a instalarme. Después me retiré y aquí estoy.

Ella se preguntó por la exseñora Moreno, pero no estaba segura de sentirse lo suficientemente cómoda como para hacer preguntas. Por lo que podía ver, Raúl se acercaba irritablemente a la perfección. ¿Por qué iba una mujer a dejarlo escapar?

Tal vez no había sido elección de ella. Tal vez había sido él el que la había abandonado.

– ¿Vas a comprarte una casa en el pueblo?

– He estado mirando. No tengo prisa. Esta casa me sirve.

– ¿Se la alquilas a Josh, verdad?

Raúl sonrió.

– Es como si fuera el dueño de casi todo el pueblo.

– Está metido en el negocio inmobiliario. Tenía que hacer algo con todo lo que había ganado -ladeó la cabeza-. ¿Es duro tener que compartir entre los dos el centro de atención? Quiero decir, por el tema de vuestros egos y todo eso.

Él enarcó una ceja.

– Tú has visto mi ego… así que dímelo tú.

– Muy gracioso. Supongo que si alguno tuviera problemas, ése sería Josh. Ha sido el hijo predilecto durante años, pero no creo que le importe que tú recibas más atención.

– Te cae bien Josh -dijo Raúl sin preguntar.

– Claro. Lo conozco de toda la vida. Iba unos años por delante de mí en el instituto. A todas nos gustaba.

– ¿Alguna vez los dos…?

Ella lo miró fingiendo confusión.

– ¿Alguna vez qué?

– Que si salisteis.

– Oh, ¿quieres decir que si he visto su ego?

Raúl se quedó mirándola sin hablar. Pia quería creer que su interés era una pista sobre lo que sentía por ella, que estaba a segundos de enamorarse.

O tal vez no. ¿De verdad necesitaba ahora mismo a un hombre en su vida? ¿No eran tres niños ya suficiente?

– Nunca salimos -dijo-. Nunca he visto su ego -sonrió-. Aunque su trasero aparece en un salvapantallas, así que lo he visto -bajó la voz-. El tuyo es mejor.

– No es una competición.

Pero él había preguntado, pensó ella divertida. Dio un sorbo de agua mientras lo observaba. Su cabello oscuro le caía sobre la frente.

– Necesitas un corte de pelo.

– No, gracias. Me resulta demasiado complicado, con eso de la guerra de las peluquerías…

– Yo te llevaré. Te luciré por todas partes.

– Gracias -se inclinó hacia ella-. ¿Le has hablado a alguien de los embriones?

– Marsha lo sabe. Puede que se lo haya dicho a Charity. Prefiero esperar, hasta que sea algo seguro. No quiero que la gente especule hasta que haya algo sobre lo que especular. Me parece que está mal. Es el momento de Crystal, no el mío.

– Eres tú la que va a quedarse embarazada.

– Dentro de unos días haré pis en un palito.

– Quiero estar allí.

– Mira, aunque es un gesto muy bonito, no estamos tan unidos.

Él sacudió la cabeza.

– Me refiero a estar en la misma casa, no en la misma habitación.

No estaba segura de poder hacer pis mientras alguien se lo ordenaba y esperaba, pero suponía que podía abrir el grifo del agua o hacer que Raúl tarareara en voz alta.

– De acuerdo.

– Bien.

Cuando él le dio el último rollito de huevo que quedaba, la luz captó la fina cicatriz de su mejilla.

– ¿Qué te pasó? Deja que adivine. Estabas ayudando a una señora mayor a cruzar la calle.

– ¿Te sentirías mejor si te dijera que tuve una pelea en un bar?

– Sí, pero pensaría que estás mintiendo.

– ¿Y si te digo que me caí entrenando y me clavé una valla?

– Mejor la historia del bar.

– Lo que te haga más feliz.

Después de la cena, él insistió en acompañarla a casa.

Ya estaba oscuro y la noche era fría. Pia se echó su jersey por encima y se cruzó de brazos.

– En noviembre tendremos nieve.

– ¿Te gusta el invierno?

– La mayor parte del tiempo. No tenemos mucha nieve y eso está bien. La estación está en lo alto de la montaña, y allí suelen alcanzar varios metros. Por lo menos, yo no tengo que preocuparme por quitar la nieve de mi camino de entrada. Puedo ir caminando a todas partes.

Él la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí.

– Si tienes problemas con la pala y la nieve, avísame.

– ¿Más deberes de compañero de embarazo?

– Absolutamente.

– Deberías diseñar un folleto para saber qué esperarme de ti.

– Lo haré.

Acurrucada contra él se sentía segura; sentía todo lo que una mujer embarazada podía esperar de un hombre… o una mujer que no estuviera embarazada…

Una vez más pensó en la mujer con la que había estado casado y quiso preguntar qué había sucedido. Pero no lo hizo. Por razones que no podía explicar, Raúl quería ocuparse de ella y ya que llevaba sola desde los diecisiete años, eso la hacía sentir bien. Sobre todo ahora, pensó, posando la mano sobre su vientre.

Llegaron al edificio de apartamentos, donde él le sujetó la puerta y la siguió para subir las escaleras. Cuando llegaron a la puerta, se giró hacia ella.

– ¿Estarás bien sola?

– Llevo años viviendo aquí. Puedo apañármelas.

– Si necesitas algo, llámame.

– No quiero interrumpir tu cita.

– Tú eres mi cita.

Esas palabras hicieron que su corazón latiera más deprisa, pensó, sabiendo que ceder ante la tentación emocional le traería problemas.

– Raúl…

Antes de poder decir nada más, él la besó.

Fue un beso suave y tierno más que apasionado durante el que él no intentó tocarla y aun así, la sensación fue devastadora para ella. No por un deseo sensual, sino porque tanta delicadeza despertó un anhelo que ella apenas se dejaba experimentar. El beso la hizo soñar con lo que sería enamorarse, arriesgar su corazón, creer que podía tener a alguien. Alguien que no se marcharía.

Unas inesperadas lágrimas brotaron de sus ojos. Se apartó, se sacó las llaves del bolsillo y abrió la puerta.

– Gracias por la cena -dijo ella-. Sobre todo por el último rollito de huevo.

– ¿Me avisarás cuando vayas a hacer pis en el palito?

A pesar de lo vacía que se sentía por dentro, se rio.

– Es algo que nunca me había pedido nadie, así que tengo que decirte que sí.

– Buenas noches, Pia.

– Buenas noches.

Esperó hasta que él bajó las escaleras, cerró la puerta con llave y se apoyó contra la pared.

– No vayas por ahí -se dijo-. No creas en él. Ya sabes lo que pasará si lo haces.

Lo que siempre pasaba. Que él se marcharía. Tenía la sensación de que decirse que estaba acostumbrada a estar sola no la haría sentirse mejor cuando se viera sin él.

Загрузка...