Eve no era amiga de infringir las normas, pero se encontró de pie frente a la puerta cerrada con llave de la sala privada de Roarke. Era desconcertante darse cuenta de que, tras una década de ceñirse estrictamente a las normas, podía parecerle tan fácil saltárselas.
¿Realmente el fin justificaba los medios?, se preguntó. ¿Y eran estos medios tan incorrectos? Tal vez el equipo que la aguardaba al otro lado de la puerta no había sido registrado y detectado por Compuguardia, y por tanto era ilegal, pero se trataba de un modelo de primerísima calidad. Los lamentables equipos electrónicos asignados al Departamento de Policía y Seguridad ya estaban desfasados casi antes de que los instalaran, y la parte del presupuesto correspondiente a Homicidios era particularmente miserable.
Se metió la mano en el bolsillo donde guardaba el disco y movió los pies. Podía ser una policía respetuosa de la ley y largarse de allí, o simplemente ser una policía inteligente. ¡Al demonio con eso!, decidió.
Apoyó una mano en el lector de palmas.
– Teniente Dallas, Eve.
Las cerraduras se desconectaron con un silencioso chasquido y se abrió la puerta que conducía a la enorme base de datos de Roarke. El largo y curvo ventanal cubierto de protectores solares y del tráfico aéreo mantenían la sala en penumbra. Ordenó que se encendieran las luces, cerró la puerta y se acercó a la amplia consola en forma de U.
Roarke había registrado meses antes en el sistema la palma de la mano y la voz de Eve, pero ésta nunca había utilizado el equipo. Incluso ahora que estaban casados se sentía como una intrusa.
Acercó la silla a la consola y ordenó:
– Unidad uno. -Oyó el zumbido del equipo de alto nivel al encenderse y casi suspiró. El disco se deslizó con suavidad en la ranura, y al cabo de unos segundos había sido descodificado y leído por el ordenador.
– Y después hablan del sofisticado sistema de seguridad del DPSNY -murmuró-. Pantalla completa. Visualizar datos. Fitzhugh, expediente H-12871. Compartir pantalla con Mathias, expediente S-30912.
Los datos fluyeron como el agua hacia la enorme pantalla de pared situada frente a la consola. En su asombro, Eve olvidó sentirse culpable. Se inclinó y revisó las fechas de nacimiento, calificaciones crediticias, hábitos de compra, afiliaciones políticas…
– Erais completos desconocidos -dijo para sí-. No podríais haber tenido menos en común. -Y apretó los labios al advertir una correlación en el apartado de los hábitos de compra-. En fin, a los dos os gustaban los juegos. Un montón de programas de recreo e interactivos. -Luego suspiró-. Junto con el setenta por ciento de la población. Dividir la pantalla y visualizar el escáner cerebral de los dos expedientes cargados.
Empezó a estudiar las imágenes.
– Aumentar y señalar anomalías inexplicables.
Iguales, se dijo entornando los ojos. En eso los dos hombres eran tan iguales como hermanos gemelos en el seno materno. Las sombras de las quemaduras eran exactamente del mismo tamaño y forma, y estaban situadas en el mismo lugar.
– Analizar anomalía e identificarla.
TRABAJANDO… DATOS INCOMPLETOS… BUSCANDO HISTORIALES MÉDICOS. POR FAVOR, ESPERE EL ANÁLISIS.
– Eso dicen todos. -Se apartó de la consola y empezó a pasearse mientras el ordenador reorganizaba la información. Cuando la puerta se abrió, Eve giró sobre los talones y casi se ruborizó al ver entrar a Roarke.
– Hola, teniente.
– Hola -respondió ella metiéndose las manos en los bolsillos-. Esto… tenía problemas con mi ordenador de la central y me urgía este análisis, así que… Puedo interrumpirlo si necesitas el equipo.
– Descuida. -La evidente incomodidad de Eve le divirtió. Se acercó a ella, se inclinó y la besó con delicadeza-. Y no es necesario que te justifiques por utilizar el equipo. ¿Tratando de desvelar secretos?
– No en el sentido que lo dices. -El hecho de que él le sonriera aumentó su incomodidad-. Necesitaba algo más potente que el trasto que tenemos en la central, y no te esperaba hasta dentro de un par de horas.
– Encontré transporte antes de lo previsto. ¿Quieres que te ayude?
– No lo sé. Tal vez. Deja de sonreírme.
– ¿Yo? -La sonrisa de Roarke se ensanchó cuando la rodeó con los brazos y metió las manos en los bolsillos traseros de sus vaqueros-. ¿Qué tal el almuerzo con la doctora Mira?
Ella lo miró con ceño.
– ¿Te enteras de todo?
– Lo intento. La verdad es que me he cruzado con William y me ha comentado que Reeanna se encontró contigo y con la doctora. ¿Negocios o placer?
– Las dos cosas, supongo. -Ella arqueó las cejas al ver a Roarke muy ocupado con su trasero-. Estoy de servicio, Roarke. Tus manos están en estos momentos sobre el trasero de una policía en servicio.
– Eso lo hace más emocionante -respondió él, mordisqueándole el cuello-. ¿Te apetece transgredir unas cuantas leyes?
– Ya lo estoy haciendo. -Torció la cabeza para permitirle mejor acceso.
– ¿Y qué son unas pocas más? -murmuró él al tiempo que sacaba las manos de sus bolsillos y las posaba en sus senos-. Me encanta tocarte. -Empezaba a recorrerle la mandíbula con la boca cuando el ordenador emitió un pitido.
ANÁLISIS COMPLETO. ¿VISUALIZAR IMAGEN CON O SIN SONIDO?
– Sin -ordenó Eve forcejeando para soltarse. -Maldita sea. -Roarke suspiró.
– ¿Qué demonios es eso? -Con los brazos en jarras, Eve estudió la muestra en la pantalla-. No hay quien lo entienda.
Con resignación, Roarke se sentó en el borde de la consola y también estudió la pantalla.
– Es lenguaje técnico; términos médicos, sobre todo. Se aleja un poco de mi terreno. Se trata de una quemadura de origen electrónico. ¿Tiene sentido?
– No lo sé. -Pensativa, Eve se rascó la oreja-. ¿Tiene sentido que un par de tipos muertos tengan una quemadura de origen electrónico en el lóbulo frontal de sus cerebros?
– El roce de un instrumento durante la autopsia -sugirió Roarke.
– No. -Negó con la cabeza-. No tratándose de dos, examinados por distintos forenses en distintos depósitos de cadáveres. Y no se trata de lesiones superficiales. Están dentro del cerebro. Son agujeritos microscópicos.
– ¿Qué relación existía entre los dos hombres?
– Absolutamente ninguna. -Ella se encogió de hombros. Roarke ya estaba involucrado de forma tangencial; ¿por qué no meterlo de lleno?-. Uno de ellos trabajaba para ti -añadió-. El ingeniero de autotrónica del refugio Olympus.
– ¿Mathias? -Roarke se apartó de la consola, y su expresión entre divertida e intrigada se ensombreció-. ¿Por qué estás investigando el suicidio del Olympus?
– Oficialmente, no. Es un presentimiento, eso es todo. El otro cerebro que tu flamante equipo está analizando es el de Fitzhugh. Y si Peabody consigue los permisos, me propongo analizar el del senador Pearly.
– Y esperas encontrar esa microscópica quemadura en el cerebro del senador.
– Eres un lince. Siempre te he admirado por ello.
– ¿Por qué?
– Porque es un fastidio tener que explicar todo paso por paso.
Él entornó los ojos.
– Eve.
Ella levantó las manos y las dejó caer.
– Está bien. Fitzhugh no daba la impresión de ser de esos tipos que se quitan la vida. No puedo cerrar el caso hasta haber estudiado todas las opciones, y se me están agotando. Tendría que haberlo dejado correr, pero no consigo quitarme de la cabeza a ese muchacho que se ahorcó.
Eve empezó a pasearse de un lado a otro.
– No hay una predisposición allí tampoco. Ni un móvil obvio, ni se le conocen enemigos. Simplemente coge algo y fabrica una soga casera. Luego me enteré de la muerte del senador. Con él son tres suicidios sin una explicación lógica. Personas con los medios económicos de Fitzhugh y el senador pueden recurrir a terapias con sólo chasquear los dedos. O en casos de enfermedad terminal física o emocional, pueden ingresar en centros para quitarse la vida de forma voluntaria. Sin embargo optaron por hacerlo de modo sangriento y doloroso. No me cuadra.
Roarke asintió.
– Sigue.
– Y el forense de Fitzhugh se encontró con esta inexplicable tara. Quería ver si el muchacho tenía por casualidad algo semejante. -Eve señaló la pantalla con un ademán-. Y así es. Ahora necesito saber qué la causó.
Él volvió a clavar la mirada en la pantalla.
– ¿Una tara genética?
– Es posible, pero el ordenador dice que es poco probable. Al menos nunca se ha encontrado con algo parecido a causa de herencia, mutación o motivos externos. -Eve se movió detrás de la consola e hizo avanzar la pantalla-. ¿Ves aquí, en la proyección de posibles repercusiones mentales? Alteraciones en la conducta. Patrón desconocido. ¡Valiente ayuda! -Se frotó los ojos mientras reflexionaba en todo ello-. Pero eso significa que el sujeto pudo comportarse, y problablemente así lo hizo, sin seguir las pautas de ese patrón. El suicidio no debía entrar en el patrón de conducta de ninguno de los dos hombres.
– Cierto -coincidió Roarke. Apoyándose contra la consola, cruzó los pies-. Como tampoco lo era bailar desnudo en la iglesia o tirar de un empujón a matronas de un pasadizo aéreo. ¿Por qué ambos optaron por el suicidio?
– Ésa es la cuestión, ¿no te parece? Pero me basta, una vez que discurra cómo vendérselo a Whitney para que me permita dejar ambos casos abiertos. Trasvasar datos al disco e imprimirlos -ordenó. Se volvió hacia Roarke y añadió-: Dispongo de unos minutos.
Él arqueó una ceja, un gesto característico que ella adoraba en secreto.
– ¿De veras?
– ¿Qué leyes pensabas infringir?
– La verdad, unas cuantas. -Roarke echó un vistazo a su reloj mientras ella daba un paso adelante para desabrocharle su elegante camisa de lino-. Tenemos un estreno en California esta noche.
Ella se detuvo y puso cara larga.
– ¿Esta noche?
– Pero creo que tenemos tiempo para unos cuantos delitos menores. -Con una carcajada, la levantó del suelo y la tendió de espaldas sobre la consola.
Eve se debatía con un vestido tubo, largo hasta los pies, de color rojo intenso, quejándose amargamente de la imposibilidad de llevar la mínima expresión de ropa interior bajo la ceñida tela, cuando sonó el comunicador. Desnuda de cintura para arriba, con el ligero corpiño colgándole de las rodillas, pegó un brinco.
– ¿Peabody?
– Teniente. -El rostro de Peabody registró varias expresiones hasta decidirse por la de perplejidad-. Un vestido precioso. ¿Te propones introducir una nueva moda?
Confundida, Eve bajó la mirada y puso los ojos en blanco.
– Mierda. Ya me has visto las tetas otras veces. -Pero dejó a un lado el comunicador y trató de colocar el corpiño en su sitio.
– ¿Y puedo decir que las tienes muy bien puestas, teniente?
– ¿Lamiéndome el culo, Peabody?
– Ya lo creo.
Eve contuvo la risa y se sentó en el borde de la butaca del vestidor.
– ¿Un informe?
– Sí, teniente. Yo… esto…
Al ver a Peabody levantar la mirada, Eve miró por encima del hombro. Roarke acababa de entrar en la habitación recién salido de la ducha, con el pecho mojado y una toalla blanca anudada en las caderas.
– Quítate de allí antes de que mi ayudante acabe muerta clínicamente.
Roarke miró la pantalla del comunicador y sonrió.
– Hola, Peabody.
– Hola. -Se oyó a Peabody tragar saliva aun a través del aparato-. Me alegro de verte… Quiero decir, ¿cómo estás?
– Muy bien. ¿Y tú?
– ¿Qué?
– Roarke, dale un respiro, ¿quieres? O tendré que apagar el vídeo.
– No es necesario, teniente. -Peabody se desinfló cuando Roarke desapareció de la vista-. Cielos -exclamó sonriendo tontamente a Eve.
– Asienta tus hormonas e informa.
– A la orden, teniente. -La ayudante carraspeó-. He sorteado la mayor parte de los trámites burocráticos, teniente. Sólo quedan un par de problemas. Dada la coyuntura, tendremos los datos requeridos a las nueve. Pero hay que ir a East Washington para consultarlos.
– Me lo temía. Está bien, Peabody. Cogeremos la lanzadera de las ocho.
– No seas tonta. Puedes usar la mía -repuso Roarke detrás de ella mientras examinaba con mirada crítica las arrugas del esmoquin que sostenía en las manos.
– Es un asunto policial.
– No es motivo para que os apretujéis como sardinas en lata. Viajar con comodidad no lo hace menos oficial. De todos modos tengo un asunto que atender en East Washington. Os llevaré. -Se inclinó por encima de Eve y sonrió a Peabody-. Enviaré un coche a buscarte. ¿Ocho menos cuarto te va bien?
– Estupendo. -Peabody no pareció decepcionarse al verlo con camisa.
– Escucha, Roarke… -empezó Eve. Pero él la interrumpió con delicadeza:
– Lo siento, Peabody, se nos está haciendo tarde. Hasta mañana. -Y alargó una mano para desconectar el comunicador.
– Sabes que me molesta que hagas esta clase de cosas.
– Lo sé -se apresuró a responder él-. Por eso no puedo evitarlo.
– Me paso la vida en un tipo de transporte u otro desde que te conozco -gruñó Eve mientras tomaba asiento en el Jet Star privado de Roarke.
– Todavía de mal humor -observó él, e hizo señas a la azafata de vuelo para que se acercara-. Mi esposa necesita otra dosis de café, y yo la acompañaré.
– Enseguida, señor. -La azafata se internó en la cocina con silenciosa eficiencia.
– Disfrutas llamándome esposa, ¿verdad?
– Sí. -Roarke le acarició la cara y le besó la hendidura en la barbilla-. No has dormido bastante -murmuró, pasándole el pulgar por debajo de los ojos-. Te cuesta tanto desconectar ese cerebro tuyo. -Levantó la vista hacia la azafata cuando ésta dejó dos tazas humeantes de café delante de ellos-. Gracias, Karen. Despegaremos en cuanto llegue la oficial Peabody.
– Informaré al piloto, señor. Buen viaje.
– No tienes que ir a East Washington, ¿verdad?
– Podría haberlo resuelto desde Nueva York. -Se encogió de hombros y cogió una taza-. Pero siempre es más eficaz atender los asuntos personalmente. Y tengo una oportunidad más de verte trabajar.
– No quiero involucrarte en esto.
– Nunca lo haces. -Cogió la otra taza y se la ofreció con una sonrisa-. Pero estoy unido a ti y no puedes dejarme fuera, teniente.
– Quieres decir que no vas a permitir que lo haga.
– Exacto. Ah, aquí tenemos a la temible Peabody.
La ayudante subió a bordo recién planchada y arre glada, pero lo estropeó todo al dejar que la mandíbula le colgara mientras meneaba la cabeza en un intento de asimilarlo todo a la vez.
La cabina era tan suntuosa como una habitación de un hotel de cinco estrellas, con asientos cómodos, mesas brillantes y jarrones de cristales conteniendo flores tan frescas que seguían cubiertas de rocío.
– Cierra la boca, Peabody. Pareces una trucha.
– Ya casi he terminado, teniente.
– No te preocupes, Peabody, se ha despertado de mal humor. -Roarke se levantó, desconcertando a Peabody hasta que ésta se dio cuenta de que le estaba ofreciendo un asiento-. ¿Te apetece un café?
– Esto… sí, gracias.
– Iré a buscarlo y os dejaré a solas para que habléis de trabajo.
– Dallas, esto es… súper.
– Es cosa de Roarke.
– Lo que te digo. Súper.
Eve levantó la vista cuando él entró con más café. Moreno, atractivo y un poco perverso. Sí, súper debía de ser la palabra, pensó.
– Vamos, abróchate el cinturón y disfruta del viaje, Peabody.
El despegue fue suave y el trayecto breve, dando a Peabody el tiempo justo para ofrecer a Eve los detalles. Debían presentarse en la oficina del jefe de seguridad de los miembros del gobierno. Todos los datos serían consultados dentro del edificio, y no podían transferir ni llevarse nada.
– Malditos políticos -se quejó Eve subiéndose a un taxi-. ¿De quién se protegen, por el amor de Dios? Ese hombre está muerto.
– Es el procedimiento clásico de cubrirse el trasero. Y en East Washington siempre hay un montón de traseros que cubrir.
Eve miró a Peabody pensativa.
– ¿Has estado alguna vez en East Washington?
– Una vez cuando era niña -respondió encogiéndose de hombros-. Con mi familia. Los de la Free Age propusieron un minuto de silencio para protestar contra la inseminación artificial del ganado.
Eve resopló.
– Eres una caja de sorpresas, Peabody. Como hace tiempo que no has estado por aquí, tal vez quieras disfrutar del paisaje. Contempla los monumentos. -Señaló el Lincoln Memorial y la multitud de turistas y vendedores ambulantes.
– He visto un montón de vídeos -dijo Peabody.
Pero Eve arqueó las cejas.
– Disfruta del paisaje, Peabody. Considéralo una orden.
– Sí, teniente. -Con lo que en otro rostro se habría considerado un mohín, Peabody volvió la cabeza.
Eve sacó de su bolso una grabadora-tarjeta y se la metió debajo de la camisa. Dudaba que el sistema de seguridad implicara rayos X o un registro exhaustivo en el que tuviera que desnudarse. Si así era, se limitaría a alegar que siempre llevaba una de refuerzo. Eve miró de reojo al conductor, pero el androide tenía la mirada clavada en la carretera.
– Hay mucho que ver en la ciudad -comentó Eve cuando giraron para tomar la carretera de circunvalación que conducía a la Casa Blanca, y desde donde podía verse la vieja mansión a través de rejas reforzadas y búnqueres de acero.
Peabody volvió la cabeza y miró a Eve.
– Puedes confiar en mí, teniente. Pensaba que eso hacías.
– No es cuestión de confianza. -Al oír el tono dolido de Peabody, Eve añadió con delicadeza-: Es cuestión de que no quiero poner en peligro otro trasero aparte del mío.
– Si somos compañeras…
– No lo somos. -Eve inclinó la cabeza y esta vez puso autoridad en la voz-. Todavía no. Eres mi ayudante y estás entrenándote. Como tu superior, yo decido hasta dónde debes exponer tu trasero.
– Sí, teniente -respondió con rigidez.
Eve suspiró.
– No te lo tomes a mal, Peabody. Llegará el día en que dejaré que te lleves tú los palos del comandante. Y créeme, tiene un buen puño.
El taxista se detuvo ante las puertas del edificio gubernamental. Eve deslizó los créditos a través de la ranura de seguridad, se apeó y se acercó a la pantalla. Apoyó la mano en el lector de palmas, deslizó la placa en la ranura de identificación y esperó a que Peabody la imitara.
– Teniente Dallas, Eve, y ayudante. Cita con Dudley.
«Un momento para la verificación. Autorización confirmada. Por favor, dejen las armas en el contenedor. Les advertimos que es un delito federal introducir armas en el edificio. Todo individuo que entre con un arma en su poder será detenido.»
Eve desenfundó su arma. Luego, con cierto pesar, se agachó para sacarse de la bota unas tenazas especiales. Al ver la mirada inexpresiva de Peabody, se encogió de hombros.
– Empecé a llevarla tras mi experiencia con Casto. Podría haberme ahorrado algún disgusto.
– Sí. -Peabody dejó caer en el contenedor el arma habitual de la policía, el llamado paralizador-. Ojalá te hubieras cargado a ese cabrón.
Eve abrió la boca y volvió a cerrarla. Peabody había tenido cuidado de no mencionar al detective de Ilegales que la había seducido, se había acostado con ella y la había utilizado mientras mataba por lucro.
– Siento que las cosas fueran así -dijo Eve al cabo de un momento-. Si quieres desahogarte alguna vez…
– No me gusta desahogarme. -Se aclaró la voz-. Gracias de todos modos.
– Bueno, estará entre rejas hasta el próximo siglo.
Peabody esbozó una sombría sonrisa.
– Ya está.
«Tienen autorización para entrar. Por favor, crucen la verja y suban al autotranvía de la línea verde que las conducirá al centro de información del segundo nivel.»
– Cielos, cualquiera diría que vamos a ver al presidente en lugar de a un poli encorbatado.
Eve cruzó la verja que se cerró eficientemente a sus espaldas. Luego se acomodó junto con Peabody en los rígidos asientos del tranvía. Con un zumbido, éste las llevó a toda velocidad a través de los búnqueres y a lo largo de un túnel de paredes de acero que descendía en ángulo, hasta que les ordenaron bajar en una antesala iluminada por luz artificial y con las paredes cubiertas de pantallas.
– Teniente Dallas, oficial.
El hombre que acudió a su encuentro llevaba el uniforme gris de Seguridad del Gobierno con el rango de cabo. Tenía el cabello rubio y tan corto que dejaba entrever el blanco cuero cabelludo. Su rostro delgado estaba igual de pálido, el color de piel de un hombre que se pasaba la vida en interiores y subterráneos.
La camisa del uniforme se hinchó bajo sus abultados bíceps.
– Dejen aquí sus bolsos, por favor. A partir de este punto están prohibidos los dispositivos electrónicos y de grabación. Están bajo vigilancia y así permanecerán hasta que abandonen el edificio. ¿Entendido?
– Entendido, cabo. -Eve le entregó su bolso y el de Peabody, y se guardó el comprobante que él le entregó-. Es asombroso este lugar.
– Estamos orgullosos de él. Por aquí, teniente.
Después de meter los bolsos en un armario a prueba de bombas, las condujo a un ascensor y lo programó para la sección tres, nivel A. Las puertas se cerraron sin hacer ruido y la cabina se movió sin apenas un indicio de movimiento. Eve sintió ganas de preguntar cuánto habían tenido que pagar los contribuyentes por aquel lujo, pero decidió que el cabo no apreciaría la ironía.
Estaba convencida de ello cuando salieron a un espacioso vestíbulo decorado con tumbonas y árboles en macetas. La alfombra era gruesa y tenía un sistema de cables para detectar el movimiento. La consola frente a la cual trabajaban ajetreadas tres recepcionistas estaba equipada con todo clase de ordenadores, monitores y sistemas de comunicación. La música de fondo, más que tranquilizar, embotaba el cerebro.
Las recepcionistas no eran androides, pero eran tan rígidas y pulcras, y tan radicalmente conservadoras en su forma de vestir, que ella pensó que les habría ido mejor como autómatas. Mavis se habría quedado horrorizada de su falta de estilo, pensó Eve con profundo afecto.
– Reconfirmación de las palmas de las manos, por favor -anunció el cabo y, obedientes, Eve y Peabody colocaron la mano derecha plana sobre el lector-. La sargento Hobbs las acompañará a partir de ahora.
La sargento, en su pulcro uniforme, salió de detrás de la consola. Abrió otra puerta reforzada y las condujo por un silencioso corredor.
En el último control había una última pantalla detectora de armas, y finalmente las codificaron para que pudieran acceder a la oficina del jefe de policía. En ésta había una vista panorámica de la ciudad. A Eve le bastó con echar un vistazo a Dudley para saber que se consideraba su dueño. Su escritorio era tan grande como un lago, y en una pared había pantallas que mostraban varias partes del edificio y los jardines. En otra había fotos y hologramas de Dudley con jefes de Estado, miembros de la familia real y embajadores. Su centro de comunicaciones rivalizaba con la sala de control de NASA Dos.
Pero el hombre en sí dejaba todo lo demás en la sombra.
Era enorme, de dos metros de estatura y ciento veinte kilos de peso. Su rostro amplio y huesudo estaba curtido y bronceado, con el cabello plateado cortado a rape. En sus manazas llevaba dos anillos. Uno era el símbolo de rango militar; el otro, una gruesa alianza de oro.
Permaneció erguido con cara de póker estudiando a Eve con sus ojos del color y textura de ónice. En cuanto a Peabody, no se molestó en mirarla siquiera.
– Teniente, está usted investigando la muerte del senador Pearly.
Para que luego hablen de fórmulas de cortesía, pensó Eve, y le respondió con la misma moneda.
– Así es, señor. Estoy investigando la posible relación de la muerte del senador con otra muerte. Valoramos y le agradecemos su colaboración en este asunto.
– Creo que esa posibilidad es muy remota. Sin embargo, después de revisar su hoja de servicios en el departamento de homicidios de Nueva York, no tengo motivos para impedirle que consulte el expediente del senador.
– Hasta la más remota posibilidad merece ser investigada, señor.
– Estoy de acuerdo y admiro la meticulosidad.
– ¿Entonces puedo preguntarle si conocía al senador personalmente?
– Así es, y aunque no teníamos las mismas ideas políticas, lo consideraba un funcionario público consagrado y un hombre de firmes principios morales.
– ¿De los que obligan a quitarse la vida?
Dudley parpadeó unos segundos.
– No, teniente, diría que no. Y ésta es la razón por la que está usted aquí. El senador ha dejado una familia. En el ámbito familiar el senador y yo coincidíamos. Por lo tanto, su aparente suicidio no encaja con él.
Dudley pulsó un botón del escritorio y volvió la cabeza hacia la pared cubierta de pantallas.
– En la pantalla uno, su ficha personal. En la dos, sus datos financieros. En la tres, su carrera política. Tiene una hora para revisar los datos. Esta oficina permanecerá bajo estricta vigilancia electrónica. Limítese a llamar a la sargento Hobb cuando haya finalizado la hora.
Eve expresó la opinión que le merecía Dudley en cuanto éste abandonó la oficina.
– Nos ha puesto las cosas fáciles. Si no le gustaba particularmente Pearly, diría que al menos lo respetaba. En fin, Peabody, manos a la obra.
Estudió las pantallas del mismo modo que había recorrido la habitación con su mirada de policía. Estaba casi segura de haber localizado todas las cámaras y micrófonos de seguridad, y cambió de postura para que su cuerpo quedara parcialmente tapado por el de Peabody.
A continuación se sacó de la camisa el anillo de diamante que Roarke le había regalado y jugueteó distraída con él mientras con otra mano sacaba la pequeña grabadora y la mantenía pegada al cuello enfocando las pantallas.
– Una ficha limpia -comentó-. Sin antecedentes penales. Padres casados, todavía vivos, residentes en Carmel. Su padre prestó el servicio militar con el rango de coronel y sirvió en las Rebeliones Urbanas. Su madre era técnico médico con tiempo libre para ejercer de madre profesional. Se crió en un hogar muy unido.
Peabody clavó la mirada en la pantalla, ajena a la grabadora.
– Y tuvo una buena educación. Licenciado en Princeton, realizó trabajos de posgraduado en el centro de estudios universales de la estación espacial Libertad. Eso fue justo cuando la fundaron, y sólo los mejores estudiantes lograban matricularse. Casado a los treinta años, poco antes de que se presentara por primera vez para el cargo. Defensor del control demográfico. Y con el típico hijo único, varón. -Desplazó la mirada hacia otra pantalla-. Sus ideas políticas están justo en el centro del partido liberal. Se dio cabezazos con tu viejo amigo DeBlass a raíz de la prohibición de armas y el programa de moralidad presentados por éste.
– Tengo el presentimiento de que el senador me habría caído bien. -Eve se volvió ligeramente-. Pasar al historial médico.
Los términos técnicos que fueron desfilando por la pantalla la hicieron bizquear. Se encargaría de que se los tradujeran más tarde, pensó. Si es que lograba salir del edificio con la grabadora.
– Parece un espécimen sano. Los datos físicos y mentales no muestran nada anormal. Amígdalas tratadas de niño, y una tibia fracturada a los veintitantos, haciendo deporte. Corrección de la vista, habitual, a los cuarenta y cinco años. Esterilización permanente en ese mismo período.
– Esto es interesante. -Peabody había pasado a examinar la pantalla sobre la carrera política-. Se proponía presentar un proyecto de ley según la cual todos los representantes legales y técnicos debían someterse cada cinco años a una investigación de antecedentes, corriendo cada uno con los gastos. Eso no debió de sentar muy bien a sus colegas.
– O al mismo Fitzhugh -murmuró Eve-. Parece como que él también andaba tras el imperio electrónico. Pidiendo requisitos más estrictos para los nuevos dispositivos y nuevas leyes para conceder licencias. Esto tampoco debió de convertirle en Mr. Popularidad. Informe de la autopsia -solicitó.
Entornó los ojos cuando éste apareció en la pantalla. Leyó por encima de la jerga y meneó la cabeza.
– Caramba, debía de estar destrozado cuando lo rasparon. No ha quedado mucho que analizar. Escáner y disección del cerebro. Nada -añadió-. No hay constancia de ninguna lesión o tara. Visualizar sección transversal. Vista lateral ampliada -ordenó, y se acercó más a la pantalla para estudiar la imagen-. ¿Qué ves, PeabodY?
– Una poco atractiva materia gris, demasiado destrozada para ser trasplantada.
– Ampliar hemisferio derecho, lóbulo frontal… Cielos, qué desastre le hicieron. No se ve nada. Es imposible estar segura.
Miró la pantalla hasta que le escocieron los ojos. ¿Era una sombra o simplemente parte del trauma resultante de estrellar un cráneo humano contra el cemento?
– No lo sé, Peabody. -Ya tenía lo que necesitaba, así que volvió a guardar la grabadora bajo la camisa-. Sólo sé que en estos datos no se refleja un móvil o una predisposición al suicidio. Y con éste ya son tres. Salgamos de este maldito lugar. Me pone los pelos de punta.
– Coincido plenamente contigo.
Compraron tubos de Pepsi y lo que pasaba por ser un bocadillo de carne y verduras picadas en un carrito aerodeslizante de la esquina de Pennsylvania con Security Row. Eve se disponía a parar a gritos un taxi para regresar al aeropuerto cuando una brillante limusina negra se detuvo en la cuneta. La ventanilla trasera se bajó y Roarke les sonrió.
– ¿Desean las señoras que las lleve?
– ¡Caray! -fue todo lo que Peabody pudo decir al examinar el coche de punta a punta.
Se trataba de una reluciente pieza de anticuario, de un lujo de otra era, y tan romántico y tentador como pecar.
– No lo animes, Peabody. -Eve empezaba a subirse al vehículo, cuando Roarke le cogió la mano y la sentó en su regazo.
– ¡Eh! -exclamó Eve avergonzada, tratando de clavarle el codo.
– Me encanta hacerla ruborizar cuando está de servicio -comentó él forcejeando con ella para volver a sentarla en su regazo-. ¿Qué tal la jornada, Peabody?
La oficial sonrió, encantada al ver a la teniente ruborizada y soltando maldiciones.
– Empieza a mejorar. Si hay algún tipo de mampara, puedo dejaros a solas.
– Te he dicho que no lo animes, ¿vale? -Esta vez Eve logró clavarle el codo y consiguió sentarse en el asiento-. Estúpido -murmuró.
– Es demasiado cariñosa. -Roarke suspiró y se recostó en el asiento-. Si habéis terminado con vuestro asunto policial puedo proponeros un paseo por la ciudad.
Antes de que Peabody pudiera abrir la boca, Eve respondió:
– No. Tenemos que volver a Nueva York. Sin rodeos.
– También es una auténtica juerguista -comentó Peabody con seriedad. Entrelazó las manos y se dedicó a observar la ciudad a través de la ventanilla.