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– No me lo trago -murmuró Eve mientras pedía los datos sobre Fitzhugh. Estudió su atractivo rostro cuando apareció en el monitor y meneó la cabeza-. Sencillamente no me lo trago -repitió.

Echó un vistazo a la fecha y lugar de nacimiento: nacido en Filadelfia en la última década del siglo anterior, casado con una tal Milicent Barrows de 2033 a 2036, divorciado, sin hijos.

Se trasladó a Nueva York el mismo año de su divorcio, empezó a ejercer de abogado criminalista, y por lo que Eve veía, nunca había mirado atrás.

– Ingresos anuales -pidió.

SUJETO FITZHUGH, INGRESOS ANUALES DEL PASADO EJERCICIO FISCAL: 2.700.000 DóLARES.

– Sanguijuela -murmuró-. Enumerar y detallar posibles detenciones.

BUSCANDO. NO TIENE ANTECEDENTES PENALES.

– De acuerdo, está limpio. ¿Qué me dices de esto? Enumerar todas las demandas civiles presentadas contra el individuo.

Esta vez dio en el blanco. Obtuvo una breve lista de nombres y ordenó una impresión. A continuación pidió una lista de los casos que Fitzhugh había perdido en los últimos diez años y anotó los nombres que coincidían con las demandas presentadas contra él, lo que le hizo suspirar. Era el típico pleito de los tiempos en que vivían: si tu abogado no te libraba de la cárcel, lo demandabas. Eso hacía tambalear su optimista teoría de que se trataba de un chantaje.

– De acuerdo, tal vez estamos yendo en una dirección equivocada. Siguiente sujeto, Foxx, Arthur, residencia 5002 de la avenida Madison, Nueva York.

BUSCANDO.

El ordenador tuvo problemas y emitió un pitido, y Eve le dio una palmada para hacerlo reaccionar. No se molestó en maldecir los recortes presupuestarios.

Foxx apareció en la pantalla temblando ligeramente hasta que Eve dio otra palmada a la unidad. Resultaba más atractivo cuando sonreía. Era quince años más joven que Fitzhugh, había nacido en East Washington, hijo de dos militares profesionales, y vivido en distintas partes del planeta hasta establecerse en Nueva York en el 2042 e incorporarse a la organización Nutrición de por Vida en calidad de nutriólogo.

Sus ingresos anuales alcanzaban justo las seis cifras. En el expediente no aparecía ningún matrimonio, sino la misma relación legalizada que mantenía con Fitzhugh y con otros miembros de su mismo sexo.

– Enumerar y detallar posibles detenciones.

La máquina gruñó como si estuviera cansada de responder preguntas, pero la lista apareció. Una alteración del orden público, dos agresiones sexuales y un altercado.

– Bueno, por fin llegamos a alguna parte. De ambos sujetos, enumerar y detallar las consultas psiquiátricas.

No había ninguna en lo que respectaba a Fitzhugh, pero volvió a dar en el clavo con Foxx. Con un gruñido ordenó una impresión, y levantó la vista al oír entrar a Peabody.

– ¿El informe del forense o el toxicológico?

– El del forense todavía no está, pero tengo el toxicológico. -Peabody le entregó un disco-. Alcohol de baja graduación identificado como coñac parisino de 2045. Ni siquiera suficiente para debilitar. No hay rastro de otras drogas.

– Mierda. -Eve se había hecho ilusiones-. Es posible que aquí haya algo. Nuestro Foxx pasó gran parte de su infancia en el diván de un terapeuta. Ingresó por su propio pie en la clínica Delry por un mes hace unos dos años. Y ha estado en la cárcel. No mucho tiempo, pero algo. Tres meses encerrado por violencia. Y tuvo que llevar durante medio año el brazalete de libertad condicional. Nuestro muchacho tiene cierta tendencia a la violencia.

Peabody frunció el ceño mientras estudiaba los datos.

– De familia militar. A menudo siguen oponiéndose a la homosexualidad. Apuesto a que trataron de lavarle el coco para volverlo heterosexual.

– Es posible, pero ha tenido problemas de salud mental y tiene antecedentes penales. Todavía está por ver qué descubren los agentes cuando interroguen a los vecinos. Y hemos de hablar con los socios del bufete de Fitzhugh.

– No te tragas lo del suicidio.

– Lo conocía. Era arrogante, pedante, petulante y presumido. -Eve meneó la cabeza-. Los hombres presumidos y arrogantes no deciden que los encuentren desnudos en la bañera, nadando en su propia sangre.

– Era un hombre brillante.

Leanore Bastwick se hallaba sentada en su butaca de cuero hecha de encargo en una de las oficinas de paredes de cristal de Fitzhugh, Bastwick y Stern. Su escritorio era como una piscina de cristal, inmaculada y brillante. En armonía con su belleza glacial y asombrosamente rubia, pensó Eve.

– Era un amigo generoso -añadió Leanore doblando sus manos perfectamente arregladas sobre el borde del escritorio-. Todos estamos conmocionados, teniente.

Costaba imaginar alguna conmoción en la pulida superficie de aquel bufete. Los numerosos rascacielos de Nueva York se alzaban destellantes a espaldas de Leanore, dando la sensación de que dominaba la ciudad. Un rosa pálido y un gris suave se sumaban al colorido elegante y apagado de una oficina tan meticulosamente decorada como la mujer que la ocupaba.

– ¿Se le ocurre alguna razón por la que Fitzhugh quisiera quitarse la vida?

– Absolutamente ninguna. -Leanore mantuvo las manos firmes a la altura de los ojos-. Amaba la vida. Su vida, su trabajo. Disfrutaba de cada minuto del día como no he conocido a nadie. No tengo ni idea de por qué decidió ponerle fin.

– ¿Cuándo lo vio o habló con él por última vez?

Vaciló. Eve casi vio los engranajes en funcionamiento tras esos ojos de pobladas pestañas.

– Si le soy sincera, lo vi un rato anoche. Pasé por su casa para dejarle un expediente y discutir un caso. La discusión es, por supuesto, confidencial. -Curvó sus brillantes labios-. Pero puedo decir que se mostró tan entusiasta como siempre, y aguardaba impaciente batirse en duelo con usted en la sala de tribunales.

– ¿En duelo?

– Así es como llamaba Fitz a la contrainterrogación de los expertos y testigos policías. -La abogada esbozó una sonrisa-. Para él era una competición de ingenio y coraje. Un juego de profesionales para un jugador innato como él. No creo que nada le proporcionara tanta satisfacción como acudir a los tribunales.

– ¿A qué hora pasó anoche a dejar el expediente?

– A eso de las diez. Sí, creo que eran las diez. Había trabajado hasta tarde y me detuve al regresar a casa.

– ¿Era corriente que pasara a verlo de vuelta a casa, señorita Bastwick?

– No era raro. Después de todo éramos socios profesionales y nuestros casos a veces estaban relacionados.

– ¿Eso era todo? ¿Sólo socios?

– ¿Cree, teniente, que porque un hombre y una mujer son físicamente atractivos y tienen una relación amistosa no pueden trabajar juntos sin que haya conflicto sexual?

– Yo no creo nada. ¿Cuánto tiempo se quedó… discutiendo su caso?

– Veinte minutos, media hora. No lo controlé. Estaba bien cuando lo dejé, eso sí se lo digo.

– ¿Había algo que le preocupara particularmente?

– Le tenía un poco preocupado el asunto Salvatori… y otros. Nada fuera de lo corriente. Era un hombre seguro de sí mismo.

– ¿Y fuera del trabajo, en su vida privada?

– Era reservado.

– Pero usted conoce a Arthur Foxx.

– Por supuesto. En el bufete nos preocupamos por conocer y tratar al menos superficialmente a las parejas de los socios y colaboradores. Arthur y Fitz estaban muy unidos.

– ¿No… discutían?

Leanore arqueó una ceja.

– ¿Cómo voy a saberlo?

Seguro que sí, pensó Eve.

– Usted y el señor Fitzhugh eran socios, tenían una estrecha relación profesional y al parecer personal. De vez en cuando debía de hablar de su vida en pareja con usted.

– Él y Arthur eran muy felices. -Leanore reveló la primera señal de irritación al golpear con suavidad una uña de color coral contra el borde del cristal-. Incluso las parejas felices discuten de vez en cuando. Imagino que usted discute de vez en cuando con su marido.

– Pero mi marido no me ha encontrado recientemente muerta en la bañera -replicó Eve sin alterarse-. ¿Sobre qué discutían Foxx y Fitzhugh?

Leanore resopló. Se levantó, pulsó un código en el AutoChef y obtuvo una humeante taza de café. No ofreció nada a Eve.

– Arthur sufría depresiones periódicas. No es el hombre más seguro de sí mismo. Solía tener celos, lo que exasperaba a Fitz. -Frunció el ceño-. Probablemente sabrá que Fitz estuvo casado antes. Su bisexualidad era algo así como un problema para Arthur, y cuando estaba deprimido solía preocuparse por los hombres y mujeres con que Fitz tenía contacto a través de su trabajo. Raras veces discutían, pero cuando lo hacían, solía ser por los celos de Arthur.

– ¿Y tenía motivos para estar celoso?

– Que yo sepa, Fitz le era totalmente fiel. No siempre es una elección fácil, teniente, siendo objeto de la atención pública como era, y dado su estilo de vida. Incluso hoy, hay quienes se sienten… incómodos, por así decirlo, ante las preferencias sexuales menos tradicionales. Pero Fitz no daba a Arthur motivos para estar insatisfecho.

– Y sin embargo lo estaba. Gracias -concluyó Eve levantándose-. Ha sido de gran ayuda.

– Teniente -dijo Leanore cuando Eve y la silenciosa Peabody se encaminaron a la puerta-, si creyera por un instante que Arthur Foxx tuvo algo que ver… -Se interrumpió y respiró hondo-. No; es sencillamente impensable.

– ¿Menos impensable que creer que Fitzhugh se abrió las venas y se dejó morir desangrado? -Eve la miró antes de abandonar la oficina.

Peabody esperó hasta que salieron al pasillo aéreo que rodeaba el edificio para comentar:

– Aún no he decidido si plantabas semillas o escarbabas en busca de gusanos.

– Ambas cosas. -Eve miró por la pared de cristal del pasillo. Vio el edificio de oficinas de Roarke, alzándose alto y de ébano pulido entre los demás. Al menos no tenía nada que ver con ese caso. No tenía por qué preocuparse de desenterrar algo que había hecho él o alguien que él conocía demasiado bien-. Esa mujer conocía tanto a la víctima como al sospechoso. Y Foxx no mencionó que ella hubiera pasado para discutir un asunto entrada la noche.

– Así que Foxx ha pasado de testigo a sospechoso.

Eve observó a un hombre con una túnica entallada pasar por su lado en aerodeslizador hablando malhumorado por telenexo.

– Hasta que no tengamos pruebas concluyentes de que fue un suicidio, Foxx es el principal… cielos, el único sospechoso. Tenía medios: el cuchillo era suyo. Y tuvo oportunidad: estaban solos en el apartamento. Además tenía un móvil: el dinero. Ahora sabemos que sufre depresiones, tiene antecedentes violentos y es celoso.

– ¿Puedo preguntarte algo? -Peabody esperó a que Eve asintiera-. No te gustaba Fitzhugh, ni en el plano profesional ni como persona, ¿verdad?

– No lo soportaba. ¿Y qué más da? -Eve abandonó el pasillo aéreo y salió a la calle donde había tenido la suerte de encontrar aparcamiento. Divisó un carrito aerodeslizante que vendía salchichas de soja y patatas humeantes, y se encaminó a él abriéndose paso a través de la multitud-. ¿Por qué crees que tiene que gustarme el cadáver? Déme un par de salchichas y una ración de patatas. Y dos tubos de Pepsi.

– Para mí todo de régimen -pidió Peabody poniendo los ojos en blanco frente a la larga y esbelta figura de Eve-. Las hay que tenemos que preocuparnos por el peso.

– Aquí tiene, salchicha y Pepsi de régimen. -La dueña del carrito llevaba en el centro del labio superior un deslucido pendiente de la zona del canal de Panamá y un tatuaje del mapa del metro en la pechera. La línea A giraba y desaparecía bajo la gasa suelta que le cubría los senos-. Y aquí salchicha normal, Pepsi y patatas calientes. ¿Pagará en efectivo?

Eve pasó a Peabody la caja de cartón que contenía la comida y se palpó los bolsillos.

– ¿Qué le debo?

La mujer pulsó con una mugrienta uña violeta una tecla de la consola y ésta emitió un pitido.

– Veinticinco.

– Mierda. Ni has respirado que ya han subido de precio. -Entregó unos créditos a la mujer y cogió un par de servilletas de papel.

Retrocedió y se dejó caer en el banco que rodeaba la fuente de delante del edificio de los tribunales. El pordiosero sentado a su lado la miró esperanzado. Eve le mostró la placa, y él sonrió y le mostró la licencia de mendigo que le colgaba del cuello.

Resignada, Eve le dio cinco créditos.

– Vete a dar la lata a otra parte o comprobaré si esa licencia está al día.

Él respondió algo poco halagador, pero se guardó los créditos en el bolsillo y se marchó, dejando sitio a Peabody.

– A Leanore no le gusta Arthur Foxx.

Peabody masticó un bocado animosamente. Las salchichas de régimen siempre tenían grumos.

– ¿Tú crees?

– Una abogada de clase alta no tiene por qué dar tantas respuestas a menos que le interese. Nos ha llenado la cabeza con que Foxx era celoso, que discutían. -Eve le tendió la papelina de patatas grasientas. Tras una breve lucha interior, Peabody introdujo la mano-. Quería que tuviéramos esos datos.

– Sigue sin ser gran cosa. No hay nada en los datos que tenemos sobre Fitzhugh que implique a Foxx. Ni en su agenda, ni en el listín de su telenexo. Ninguno de los datos que he revisado señala a nadie. Claro que tampoco hay nada que indique una tendencia suicida.

Pensativa, Eve bebió su Pepsi contemplando la ciudad de Nueva York con todo su ruido y sudor.

– Tendremos que hablar de nuevo con Foxx. Esta tarde vuelvo a tener una vista. Quiero que regreses a la central, recojas los informes del vecindario y no pares hasta que el forense te entregue la autopsia final. No sé qué problema hay, pero quiero los resultados antes de que termine el turno. Saldré del tribunal a eso de las tres. Echaremos otro vistazo al apartamento de Fitzhugh y veremos por qué Foxx omitió la breve visita de Bastwick.

Peabody hizo malabarismos con la comida mientras anotaba en su agenda sus obligaciones.

– Lo que te he preguntado antes acerca de que no te gustaba Fitzhugh. Sólo me preguntaba lo duro que debía ser tener que seguir todas las formalidades cuando guardas rencor al tipo en cuestión.

– Los polis no tienen sentimientos -repuso Eve. Luego suspiró y añadió-: Mierda. Te olvidas de los sentimientos y cumples con tu deber. En eso consiste este trabajo. Y si crees que un hombre como Fitzhugh merece acabar sus días nadando en su propia sangre, eso no significa que no vayas a hacer todo lo posible para averiguar cómo llegó allí.

Peabody asintió.

– Otros policías se limitarían a cerrar el caso como suicidio.

– Yo no soy una policía cualquiera, y tú tampoco, Peabody.

Eve miró por encima del hombro, ligeramente interesada en la explosión producida por dos taxis al chocar. Los peatones y los coches de la calle apenas si prestaron atención mientras el humo se elevaba y los dos conductores bajaban furiosos de sus vehículos destrozados.

Terminó su almuerzo mientras los dos hombres se daban empujones e intercambiaban imaginativas obscenidades. Ella supuso que de eso se trataba, ya que hablaban otro idioma. Levantó la vista, pero no vio ningún helicóptero de tráfico. Con una sonrisa, arrugó la caja de cartón, aplastó el tubo vacío y se los pasó a Peabody.

– Tíralos al reciclador, ¿quieres? Luego vuelve y ayúdame a separar a esos dos idiotas.

– Uno de ellos acaba de sacar un bate. ¿Pido refuerzos?

– No. -Eve se frotó las manos mientras se levantaba-. Puedo arreglármelas.

Le seguía doliendo el hombro cuando salió del tribunal un par de horas más tarde. A esas alturas ya debían de haber soltado a los taxistas, cosa que no iba a ocurrir a la asesina contra la que acababa de testificar, pensó Eve con satisfacción. La tendrían encerrada los próximos cincuenta años como mínimo.

Eve movió el hombro magullado. El taxista no había querido golpearla a ella, sino partir la cabeza de su contrincante, pero ella se había puesto en medio. Sin embargo, no le importaría que les retiraran a los dos los permisos de conducir durante tres meses.

Se subió al coche y, a fin de no forzar el hombro, lo puso en automático en dirección a la comisaría. Por encima de su cabeza, un tranvía turístico soltaba la clásica perorata sobre las balanzas de la justicia.

Bueno, a veces se equilibran, pensó Eve. Aunque sea por poco tiempo. Sonó el telenexo.

– Dallas.

– Soy el doctor Morris. -El forense tenía unos ojos de lince de párpados pesados y un color verde intenso, la barbilla cuadrada y con barba de varios días, y una melena lacia y brillante azabache peinada hacia atrás. A Eve le gustaba, y aunque a menudo le exasperaba su lentitud, valoraba su meticulosidad.

– ¿Ha terminado el informe sobre Fitzhugh?

– Tengo un problema.

– No quiero problemas, sino el informe. ¿Puede enviármelo al telenexo de mi oficina? Voy para allí.

– No, teniente, va a venir para aquí. Tengo algo que enseñarle.

– No tengo tiempo para pasar por el depósito de cadáveres.

– Pues encuéntrelo -sugirió él, y cortó la transmisión.

Eve apretó los dientes. Los científicos eran tan desesperantes, pensó mientras redirigía su unidad.

Desde fuera, el depósito de cadáveres municipal de Lower Manhattan se parecía a una de las colmenas de oficinas que lo rodeaban. Formaba un conjunto armonioso con su entorno, y ése debió de ser el motivo de que volvieran a diseñarlo. A nadie le gustaba pensar en la muerte, o que ésta te quitara el apetito al salir del trabajo a la hora del almuerzo para tomar algo en el bar de la esquina. Las imágenes de cuerpos etiquetados y enfundados en bolsas sobre las mesas de autopsia refrigeradas solían quitar las ganas de probar la ensalada de pasta.

Eve recordaba la primera vez que había cruzado las puertas de acero negras de la parte trasera del edificio. Era una principiante uniformada que se codeaba con otras dos docenas de principiantes uniformados. A diferencia de varios de sus compañeros, ella ya había visto la muerte de cerca, pero nunca expuesta, diseccionada y analizada.

Sobre uno de los laboratorios de autopsias había una galería y desde allí los estudiantes, principiantes, periodistas o novelistas, con los permisos pertinentes, podían presenciar en directo las intrincadas artes de la medicina forense.

En cada asiento un monitor ofrecía primeros planos a quienes tenían estómago para verlos.

La mayoría no volvía a hacer una segunda visita. Y muchos no se podían tener en pie al salir.

Eve había salido por sus propios medios y desde entonces había vuelto incontables veces, pero no aguardaba con impaciencia esas visitas.

El blanco esta vez no era la sala de operaciones conocida como el Teatro, sino el laboratorio C, donde Morris realizaba la mayor parte de su trabajo. Eve recorrió el corredor de azulejos blancos y suelo verde manzana. Desde allí se podía oler la muerte. No importaba qué utilizaran para erradicarlo, el olor se colaba a través de los resquicios y puertas, e impregnaba el aire como un inquietante recordatorio de nuestra condición de mortales.

La medicina había erradicado plagas y un montón de enfermedades y dolencias, y ampliado las esperanzas de vida hasta una media de ciento cincuenta años. Y la tecnología de la cirugía estética había asegurado que el ser humano se mantuviera atractivo durante ese siglo y medio.

Podías vivir sin arrugas, sin las manchas causadas por la edad, sin achaques, dolores y huesos que se desintegraban. Pero aun así, tarde o temprano morirías.

Para muchos de los que acudían allí, ese día estaba próximo.

Se detuvo delante de la puerta del laboratorio C, acercó su placa a la cámara de seguridad, y pronunció su nombre y número de identidad en dirección al altavoz. Tras apoyar la mano en el lector de palmas la puerta se abrió.

Era una pequeña y deprimente sala sin ventantas, atestada de instrumentos y llena del zumbido de los ordenadores. Algunos de los instrumentos colocados ordenadamente en los mostradores como en una bandeja de cirujano eran lo bastantes primitivos para hacer estremecer al menos débil: sierras, láseres, relucientes escalpelos, mangueras.

En el centro de la habitación había una mesa con canalones para recoger los fluidos y guardarlos en contenedores herméticos y esterilizados que serían analizados más adelante. Tendido en la mesa estaba Fitzhugh, desnudo y exhibiendo las cicatrices de los recientes cortes en forma de Y.

Morris se hallaba sentado en un taburete giratorio delante de un monitor, con la cara muy próxima a la pantalla. Llevaba una bata blanca que le llegaba hasta el suelo. Era una de sus pocas extravagancias, esa bata que ondeaba y se arremolinaba como la capa de un salteador de caminos al recorrer los pasillos. Llevaba su cabello lacio y brillante pulcramente recogido en una larga coleta.

Eve sabía, dado que la había llamado personalmente en lugar de pasarla con uno de sus técnicos, que se trataba de algo inusual.

– ¿Doctor Morris?

– Hummm, teniente -respondió él sin volverse-. Nunca he visto nada parecido en los treinta años que llevo explorando a los muertos. -Se volvió con una revuelo de su bata blanca. Debajo llevaba unos pantalones estrechos y una camiseta de colores llamativos-. Tiene buen aspecto, teniente.

Le dedicó una de sus breves y encantadoras sonrisas, y ella curvó los labios en respuesta.

– Usted también tiene buen aspecto. Se ha quitado la barba.

Él se llevó la mano a lá barbilla y se la frotó. Hasta entonces había llevado una pulcra perilla.

– No me sentaba bien. Pero detesto afeitarme. ¿Qué tal la luna de miel?

Ella se metió las manos en los bolsillos.

– Bien. Tengo mil cosas que hacer, Morris. ¿Qué tiene que enseñarme que no puede hacerlo en pantalla?

– Ciertas cosas requieren atención personal. -Morris acercó el taburete a la mesa de autopsias hasta detenerse con un ligero chirrido de ruedas junto a la cabeza de Fitzhugh-. ¿Qué ve?

Ella bajó la vista.

– Un fiambre.

Morris asintió, aparentemente satisfecho.

– Lo que definiríamos como un cadáver normal y corriente a causa de una pérdida excesiva de sangre, posiblemente autoinfligida.

– ¿Posiblemente?

– A simple vista el suicidio es la conclusión lógica. En su organismo no había drogas, muy poco alcohol, no presenta heridas ni contusiones ofensivas o defensivas, la cantidad de sangre conservada en sus venas coincide con su posición en la bañera, de modo que no se ahogó, y el ángulo de las heridas de las muñecas… -Se acercó, cogió una de las manos pulcramente manicuradas de Fitzhugh por la muñeca, donde los cortes recordaban un lenguage antiguo e intrincado-. También concuerdan con la hipótesis de suicidio: un hombre diestro, ligeramente reclinado. -Hizo una demostración, sosteniendo un cuchillo imaginario-. Se hizo unos cortes muy rápidos y precisos en la muñeca, rajándose la arteria.

Aunque ella ya había examinado las heridas en fotografías, se acercó aún más y volvió a hacerlo.

– ¿Por qué no pudo venir alguien por detrás, inclinarse y abrirle las venas desde el mismo ángulo?

– No es totalmente descartable, pero si ése fuera el caso, esperaría encontrar más heridas defensivas. Si alguien te golpea en la bañera y te corta las venas, tiendes a enfadarte y a oponer resistencia. -Sonrió radiante-. No creo que te recuestes en la bañera para morir desangrado.

– De modo que se inclina por el suicidio.

– No tan deprisa. Estuve a punto… -Se mordió el labio inferior-. Pero he realizado el escáner cerebral exigido cuando se trata o sospecha de un suicidio. Y eso me tiene intrigado.

Acercó el taburete a la terminal de trabajo y le hizo un gesto por encima del hombro para que lo imitara.

– Este es el cerebro -explicó, dando unos golpecitos al órgano que flotaba en un líquido claro y estaba conectado a unos finos cables metálicos que salían de la unidad central del ordenador-. No es normal.

– ¿Hay lesiones en el cerebro?

– Lesiones… En fin, me parece una palabra excesiva para lo que he descubierto. Fíjese aquí, en la pantalla. -Se volvió en el taburete y pulsó varias teclas, y apareció un primer plano del cerebro de Fitzhugh-. De nuevo, a primera vista, es tal como esperamos. Pero si mostramos un corte transversal… -De nuevo pulsó unas teclas y el cerebro se dividió en dos-. Ocurren tantas cosas en esta pequeña masa -murmuró Morris-. Pensamientos, ideas, música, deseos, poesía, ira, odio. La gente habla del corazón, teniente, pero es el cerebro el que contiene toda la magia y el misterio de la especie humana. Nos eleva, nos diferencia y define como individuos. Y los secretos que encierra, bueno, no sabemos si algún día los descubriremos. Fíjese aquí.

Eve se acercó más, tratando de ver lo que él le señalaba con el dedo.

– Sólo veo un cerebro. Poco atractivo pero necesario.

– No se preocupe, a mí también casi me pasó inadvertido. En esta imagen… -continuó mientras en el monitor se sucedían colores y formas- el tejido aparece en tonos azules, de pálidos a oscuros, y el hueso en blanco. Los vasos sanguíneos en rojos. Como puede ver, no hay cóagulos o tumores que indiquen desórdenes neurológicos en ciernes. Ampliar cuadrante B, secciones de la treinta y cinco a la cuarenta, treinta por ciento.

La pantalla vibró y se amplió una sección de la imagen. Eve se inclinó.

– ¿Qué es eso? Parece… ¿qué? ¿Una mancha?

– ¿Verdad? -El médico volvía a sonreír sin apartar los ojos de la pantalla, donde una débil sombra no mayor que un excremento de mosca manchaba el cerebro-. Es casi como una huella dactilar de un niño. Pero cuando vuelves a ampliarlo… -y así lo hizo con unas breves órdenes- parece más bien una quemadura diminuta.

– ¿Cómo es posible hacerse una quemadura dentro del cerebro?

– Exacto. -Visiblemente fascinado, Morris se volvió hacia el cerebro en cuestión-. Nunca he visto nada que se parezca a este diminuto agujerito. No fue causado por un derrame cerebral, ni por un leve ataque de apoplejía, ni por un aneurisma cardíaco. He ejecutado todos los programas de imágenes del cerebro y no he logrado encontrar ninguna causa neurológica que lo explique.

– Pero está allí.

– Así es. Podría no ser nada, o no ser más que un minúsculo defecto que le causaba las vagas jaquecas o mareos de vez en cuando. Sin duda no era letal, pero es curioso. He pedido todos los historiales médicos de Fitzhugh para ver si hay algún análisis o datos sobre esta quemadura.

– ¿Podría haberle causado depresión o ansiedad?

– No lo sé. Afecta el lóbulo frontal del hemisferio derecho del cerebro. Según la opinión médica actual, ciertos aspectos de la personalidad están localizados en esta zona específica del cerebro. Y esto está en la sección del cerebro que actualmente se cree que recibe y pone en práctica sugerencias e ideas. -Alzó los hombros-. Sin embargo, no podemos demostrar que este defecto haya contribuido a causar la muerte. El hecho es que estoy tan confundido como fascinado. No voy a abandonar el caso hasta encontrar algunas respuestas.


Una quemadura en el cerebro, se dijo Eve al descodificar las cerraduras del apartamento de Fitzhugh. Había ido sola en busca de silencio y soledad para pensar con claridad. Hasta que no resolviera el caso Foxx viviría en otra parte.

Volvió a subir por las escaleras y examinó de nuevo el espeluznante cuarto de baño.

Una quemadura en el cerebro. Las drogas parecían la respuesta más lógica. El hecho de que no hubieran aparecido en el análisis toxicológico podía deberse a que se trataba de un nuevo tipo de droga aún no registrada.

Entró en la sala de recreo. No había nada allí aparte de los caros juguetes de un hombre rico que disfrutaba de su tiempo libre.

Tenía insomnio, recordó Eve. Entraba para relajarse y se tomaba un coñac. Se echaba en la tumbona y veía algo en la pantalla. Apretó los labios al coger las gafas de realidad virtual que se hallaban junto a la silla. Hacía un rápido viaje, pensó. Pero no le gustaba utilizar la sala para eso y aquí simplemente se espatarraba.

Intrigada, se puso las gafas y pidió la última escena visualizada. Se encontró en un bote blanco que navegaba por un río verde. Los pájaros volaban alto, un pez de color plateado salió a la superficie y volvió a sumergirse. En las orillas había flores silvestres y árboles altos y tupidos. Se sentía flotar, y dejó que una mano se sumergiera en el agua y dejara una silenciosa estela. Casi era el atardecer, y el cielo estaba adquiriendo un tono rosado y púrpura hacia el oeste. Oía el débil zumbido de las abejas, el alegre chirrido de los grillos. El bote se mecía como una cuna.

Conteniendo un bostezo, se quitó las gafas. Una escena inofensiva y sedante, concluyó. Nada que pudiera despertarte un deseo repentino de abrirte las venas. Pero el agua podría haberle suscitado el deseo de tomar un baño caliente, así que había tomado uno. Y si Foxx había entrado a hurtadillas, si había sido lo bastante sigiloso y rápido, podría haberlo hecho él.

Era todo lo que tenía, decidió Eve. Y sacó su comunicador para ordenar un segundo interrogatorio a Arthur Foxx.

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