14

– Roarke sabe cómo montar una fiesta. -Mavis se zampó un huevo de codorniz con salsa picante y habló con la boca llena-. Todo el mundo está aquí, y me refiero a todo el mundo. ¿Has visto a Roger Keene? Va a la cabeza en Be There Records. ¿Y a Lilah Monroe? Está triunfando en Broadway con su espectáculo con participación del público. Tal vez Leonardo logre convencerla de que le diseñe el nuevo vestuario. Y allí está…

– Para el carro, Mavis -aconsejó Eve mientras su amiga parloteaba sin dejar de llevarse canapés a la boca-. No te aceleres.

– Estoy tan nerviosa… -Con las manos momentáneamente libres, Mavis se apretó el estómago, que llevaba al descubierto salvo por una artística versión de una orquídea roja-. ¿Sabes? No puedo controlarme. Cuando estoy tan excitada sólo puedo comer y hablar.

– Y vomitar si no te calmas un poco -advirtió Eve. Recorrió con la mirada la habitación y tuvo que admitir que Mavis tenía razón. Roarke sabía montar una fiesta.

La sala relucía, lo mismo que la gente. Incluso la comida se veía distinguida, casi demasiado decorativa para comer. Claro que no era el caso de Mavis. Como el tiempo no había fallado, habían abierto el techo dejando entrar la suave brisa y el brillo de las estrellas. Una de las paredes estaba cubierta por una enorme pantalla, y Mavis daba vueltas y brincaba en ella, mientras se oía crepitar la música. Roarke había sido lo bastante astuto para poner el volumen al mínimo.

– Nunca podré pagártelo.

– Vamos, Mavis.

– No; hablo en serio. -Después de dedicar a Leonardo una radiante sonrisa y enviarle un exagerado beso, se volvió hacia Eve-. Nos conocemos desde hace mucho, Dallas. Demonios, si no me hubieras detenido seguramente seguiría robando carteras y estafando a la gente.

Eve escogió un canapé de aspecto interesante.

– Eso ha quedado muy lejos, Mavis.

– Es posible, pero no cambia los hechos. Hice mucho por corregirme y cambiar de rumbo, y me siento orgullosa.

Cambiarnos a nosotros mismos, pensó Eve. Podía ocurrir. Había ocurrido, de hecho. Miró hacia donde Reeanna y William hablaban con Mira y su marido.

– Y tienes que estarlo. Yo estoy orgullosa de ti.

– Pero lo que quiero decir es que deseo salir de ésta, ¿comprendes? Antes de que me levante e intente arrancar todos los diamantes de las orejas de esta gente. -Mavis se aclaró la garganta y de pronto olvidó el pequeño discurso que había preparado-. Al demonio con esto. Te conozco, y te quiero. Te quiero de verdad, Dallas.

– Cielos, Mavis, no me pongas sensiblera. Roarke ya me ha drogado.

Mavis hizo un puchero, emocionada.

– Habrías hecho todo esto por mí… si hubieras sabido cómo. -Al ver que Eve parpadeaba y fruncía el entrecejo, Mavis logró convertir su sensiblería en una broma-. Vamos, tú no habrías tenido ni la más remota idea de encargar algo más complicado que salchichas de soja y platos de verduras picadas. Veo la mano de Roarke por todas partes.

«Encontrarás mi mano por todas partes.» Las palabras de Roarke resonaron en la mente de Eve y la hicieron estremecer.

– Desde luego.

Decidida a no permitir que nada le estropeara la velada, Eve negó con la cabeza.

– Lo hizo por ti, Mavis.

Mavis sonrió y volvieron a empañársele los ojos.

– Sí, supongo que sí. Tienes un maldito príncipe, Dallas. Un jodido príncipe. Ahora tengo que ir a vomitar. Enseguida vuelvo.

– Claro. -Medio riendo, Eve cogió un agua con gas de una bandeja que pasó por su lado y se acercó a Roarke-. Perdón, sólo es un momento -se disculpó apartándolo de un grupo-. Eres un maldito príncipe.

– Oh, muchas gracias. Supongo. -El le deslizó un brazo por la cintura con delicadeza, puso la otra mano sobre la de ella que sostenía una copa, y la sorprendió con unos pasos de baile-. Tienes que utilizar tu imaginación al… estilo de Mavis. Pero este tema casi puede considerarse romántico.

Eve arqueó una ceja y se concentró en la voz de Mavis que se alzaba por encima de los instrumentos de metal.

– Sí, es una melodía anticuada y sentimental. Soy una pésima bailarina.

– No lo serías si no intentaras llevarme. He decidido que ya que no vas a estar sentada y descansar tu exhausto cuerpo, podrías apoyarte un rato en mí. -Le sonrió-. Estás empezando a cojear ligeramente. Pero tienes un aspecto de lo más relajado.

– Siento la rodilla un poco rígida. Pero estoy muy relajada. Supongo que ha sido de tanto oír farfullar a Mavis. Ahora está vomitando.

– Encantador.

– Sólo son los nervios. Gracias. -Se dejó llevar por un impulso y le dio uno de sus raros besos en público.

– De nada. ¿Por qué?

– Por asegurarte de que no haya salchichas de soja y platos de verdura picada.

– El placer es mío. -La atrajo con delicadeza-. Créeme, el placer es mío. Bueno, a Peabody le sienta bien el negro y parece llevar bien la conmoción.

– ¿Cómo? -Separándose, Eve vio a su ayudante, que acababa de cruzar las amplias puertas dobles, coger una copa de una bandeja-. Debería estar en cama -murmuró y se apartó de Roarke-. Discúlpame, voy a hacerlo yo misma.

Cruzó la sala entornando los ojos mientras Peabody trataba de sonreír.

– Una gran fiesta, teniente. Gracias por la invitación.

– ¿Qué demonios estás haciendo levantada?

– Sólo fue un golpe en la cabeza, y todo lo que me hacían era toquetearme. No iba a permitir que una tontería como una explosión me impidiera asistir a una fiesta de Roarke.

– ¿Has tomado alguna medicación?

– Sólo un par de calmantes y… -Puso cara larga cuando Eve le arrebató el champán de la mano-. Sólo sostenía la copa. ¡De verdad!

– Sostén esto en su lugar -sugirió Eve y le entregó su vaso de agua-. Debería enviar tu trasero de vuelta al centro médico.

– Tú tampoco fuiste -murmuró Peabody, y alzó la barbilla y añadió-: Además, no estoy de servicio. Ahora soy dueña de mi tiempo y no puedes darme órdenes.

Por mucho que simpatizara y admirara la determinación, Eve se mantuvo en sus trece.

– Nada de alcohol -replicó-. Ni de baile.

– Pero…

– Te saqué de un edificio hoy y puedo volver a hacerlo de éste. A propósito, Peabody -añadió-, podrías perder unos kilos.

– Eso me decía siempre mi madre. -Resopló-. Nada de alcohol ni de baile. Ahora, si has terminado con las prohibiciones, quisiera hablar con alguien que no me conozca.

– Muy bien. Por cierto, Peabody…

La oficial se volvió con el entrecejo fruncido.

– ¿Sí, teniente?

– Has hecho un buen trabajo hoy. Confiaría en ti sin pensármelo dos veces.

Eve se alejó mientras ella la miraba boquiabierta. Lo había dicho con aire de indiferencia, pero era el mayor cumplido que jamás había recibido en el plano profesional.

Alternar no era el pasatiempo favorito de Eve, pero hizo lo que pudo. Incluso se resignó a bailar cuando no pudo escabullirse. Se encontró siendo conducida -esto era lo que pensaba de bailar- por el suelo en los brazos de Jess.

– ¿Conoces a William? -preguntó Jess.

– Es amigo de Roarke. No lo conozco muy bien.

– Pues tenía ciertas ideas interesantes sobre el diseño de un interactivo para acompañar este disco. Y hacer vibrar al público con la música… con Mavis.

Ella arqueó una ceja y volvió la vista hacia la pantalla. Mavis balanceaba sus caderas medio desnudas y gritaba algo sobre arder en el fuego del amor mientras unas llamas rojas y doradas danzaban a su alrededor.

– ¿Crees realmente que a la gente le gustaría vibrar con ella?

Él rió y adoptó un acento sureño.

– Se pisotearían por hacerlo, encanto. Y soltarían mucha pasta por tener la oportunidad.

– Y si lo hacen tú te ganas un generoso porcentaje -respondió ella, volviéndose hacia él.

– Es lo habitual en esta clase de tratos. Pregúntale a tu marido. Él te lo explicará.

– Mavis tomó una decisión. -Eve se ablandó al ver a varios invitados observar absortos el espectáculo de la pantalla-. Y yo diría que fue acertada.

– Ambos la tomamos. Y creo que será un gran éxito. Y cuando les hagamos una demostración en directo, bueno, la casa se vendrá abajo con los aplausos.

– ¿No estás nervioso? -Eve observó su mirada confiada, su expresión de gallito-. No, no estás nervioso.

– Llevo muchos años tocando para comer. Es un trabajo. -Le sonrió y le recorrió la espalda con los dedos-. Tú tampoco te pones nerviosa persiguiendo a tus asesinos. Te embalas y te sientes intranquila, pero no nerviosa.

– Depende. -Eve pensó en qué perseguía en esta ocasión y se le revolvió el estómago.

– No; tienes los nervios de acero. Lo vi la primera vez que te miré a los ojos. Nunca cedes ni das marcha atrás. Ni siquiera parpadeas. Eso hace que tu cerebro, bueno, tu forma de ser, por así decirlo, resulte fascinante. ¿Qué mueve a Eve Dallas? ¿La justicia, la venganza, el deber, la moralidad? Yo diría que es una combinación única de todo eso, exacerbado por un conflicto de inseguridad en ti misma. Tienes una idea muy clara de lo que está bien, y no paras de preguntarte quién eres.

Ella no estaba muy segura de que le gustara el giro que había tomado la conversación.

– ¿Qué eres, músico o psiquiatra?

– La gente creativa estudia al resto de la gente, y la música tiene tanto de ciencia como de arte, de emoción como de ciencia. -Sus ojos plateados permanecieron clavados en los de ella mientras la conducía alrededor de las demás parejas-. Cuando compongo una serie de notas quiero llegar a la gente. Debo comprender, e incluso estudiar la naturaleza humana, si quiero obtener de ellos la reacción correcta. Saber cómo les hará comportarse, pensar, sentir.

Eve sonrió ausente cuando William y Reeanna pasaron bailando por su lado, absortos el uno en el otro.

– Pensaba que era para entretenerlos.

– Ésa es la cara externa. Sólo la externa. -Los ojos de Jess brillaban de excitación mientras hablaba-. Cualquier músico mediocre puede ejecutar un tema por ordenador y salir con una melodía aceptable. El oficio del músico cada vez es más corriente y predecible gracias a la tecnología.

Con las cejas arqueadas, Eve echó un vistazo a la pantalla y a Mavis.

– Tengo que decir que no oigo nada corriente ni predecible aquí.

– Exacto. Me he dedicado a estudiar cómo los distintos tonos, notas y ritmos afectan a la gente, y sé qué teclas hay que tocar. Mavis es una joya. Es tan abierta, tan maleable. -Sonrió al ver que la mirada de ella se endurecía-. Lo digo como un cumplido, no como una debilidad. Pero es una mujer a la que le gustan los riesgos, y está dispuesta a vaciarse y a convertirse en un simple conducto transmisor del mensaje.

– ¿Y el mensaje es?

– Depende de la cabeza del público. De sus esperanzas y sueños. Me pregunto cuáles son tus sueños, Dallas.

Y yo los tuyos, pensó ella, pero lo miró con benevolencia.

– Prefiero atenerme a la realidad. Los sueños son engañosos.

– No; son reveladores. La mente, y el inconsciente en particular, son como un lienzo en el que pintamos continuamente. El arte y la música pueden poner muchos colores, muchos estilos. La medicina lo ha comprendido desde hace décadas y los utiliza para tratar y estudiar ciertas enfermedades, tanto psicológicas como fisiológicas.

Ella ladeó la cabeza. ¿Había otro mensaje bajo esas palabras?

– Ahora hablas más como científico que como músico.

– Tengo algo de ambos. Algún día podrás elegir una canción diseñada personalmente para tus ondas cerebrales. Las posibilidades del alterador del ánimo serán infinitas e íntimas. Ésa es la clave, la intimidad.

Ella se dio cuenta de que le estaba soltando un discurso y dejó de bailar.

– No creo que el coste fuera rentable. Además, investigar en tecnología concebida para analizar y coordinar las ondas cerebrales individuales es ilegal. Y por una buena razón: es peligroso.

– En absoluto. Es liberador. Los nuevos procesos, cualquier vertiente del verdadero progreso suele comenzar siendo ilegal. En cuanto al coste, sería alto inicialmente, pero bajaría en cuanto el diseño se adaptara a la fabricación en serie. ¿Qué es un cerebro sino un ordenador, después de todo? Un ordenador analizando un ordenador. ¿Qué hay más sencillo? -Echó un vistazo a la pantalla-. Esas son las primeras notas del último número. Tengo que comprobar el equipo antes de mi entrada. -Se inclinó y la besó en la mejilla-. Deséanos suerte.

– Sí, suerte -murmuró ella, pero tenía un nudo en el estómago.

¿Qué era el cerebro sino un ordenador?, pensó. Ordenadores analizando ordenadores. Programas individualizados diseñados para patrones de ondas cerebrales personales. Si eso era posible, ¿sería también posible incorporar programas de sugestión directamente vinculados al cerebro del usuario? Eve negó con la cabeza.

Roarke jamás habría dado su aprobación. No habría corrido un riesgo tan absurdo. Pero se abrió paso entre la multitud en dirección a él y le cogió del brazo.

– Necesito hacerte una pregunta -dijo en voz baja-. ¿Alguna de tus compañías se ha dedicado a investigar clandestinamente el diseño de unidades de realidad virtual para ondas cerebrales personales?

– Eso es ilegal, teniente.

– Vamos, Roarke.

– No. Hubo un tiempo en que me habría aventurado en un buen número de negocios dudosos. Pero ése no habría sido uno de ellos. Y no -repitió, adelantándose a ella-, mi modelo de realidad virtual tiene un diseño universal, no individual. Sólo los programas pueden ser personalizados para un determinado usuario. Estás hablando de algo de un coste elevadísimo, logísticamente complicado y que supondría demasiados quebraderos de cabeza.

– Eso me figuraba. -Relajó los músculos-. Pero ¿podría hacerse?

Él hizo una pausa, luego se encogió de hombros.

– No tengo ni idea. Tendrías que contar con la colaboración del individuo o tener acceso al escáner de su cerebro. Eso también supone la aprobación personal y el consentimiento de éste. Y entonces… no tengo ni idea -repitió.

– Si pudiera hablar con Feeney a solas. -Eve trató de avisar entre la multitud que daba vueltas al detective experto en electrónica.

– Tómate la noche libre, teniente. -Roarke le deslizó un brazo por la cintura-. Mavis está a punto de actuar.

– Está bien. -Ella se obligó a dejar a un lado la preocupación mientras Jess se acomodaba ante su consola y tocaba unas notas introductorias. Mañana, se prometió, y se puso a aplaudir cuando Mavis apareció bailando en el escenario.

De pronto sus inquietudes se desvanecieron, fundiéndose en el estallido de energía y profunda satisfacción que emanaba de Mavis, mientras las luces, la música y el talento se combinaban en un vertiginoso calidoscopio.

– Es buena, ¿verdad? -Eve le había cogido sin darse cuenta del brazo, como una madre a su niño en el patio de la escuela-. Es algo diferente y extraño, pero bueno.

– Ella es todo eso. -La disonante mezcla de notas, efectos sonoros y voces no serían nunca la música preferida de Roarke, pero se sorprendió sonriendo-. Ha cautivado al público. Puedes relajarte.

– Ya lo estoy.

Él rió y la abrazó aún más.

– Si llevaras botones, te saltarían -le susurró, sin importarle tener que hablarle al oído para hacerse oír. Y ya que estaba allí añadió una sugestiva proposición para después de la fiesta.

– ¿Cómo? -Ella se excitó al oírla-. Creo que ese acto en particular es ilegal en este estado. Consultaré mi código y me pondré en contacto contigo. Corto. -Y alzó un hombro en reacción cuando Roake empezó a mordisquearle y lamerle el lóbulo de la oreja.

– Te deseo -susurró él. Y la lujuria le erizó la piel como un sarpullido apremiante-. Y quiero poseerte ahora mismo.

– No hablas en serio -empezó ella, pero comprobó que sí lo hacía cuando la besó en la boca de un modo frenético y urgente. Se le aceleró el pulso y sintió que le fallaban las piernas. Logró apartarse ligeramente, sin aliento y atónita, y a punto de ruborizarse. No todo el mundo estaba absorto en Mavis-. Contrólate. Estamos en un acto público.

– Pues vayámonos de aquí. -Él estaba excitado, dolorosamente empalmado. Dentro de él había un lobo listo para abalanzarse sobre ella-. Hay un montón de habitaciones privadas en esta casa.

Ella se habría echado a reír si no hubiera percibido la urgencia que vibraba dentro de él.

– Domínate, Roarke. Es el gran momento de Mavis. No vamos a encerrarnos en un cuarto de baño como un par de adolescentes cachondos.

– Ya lo creo que sí. -Medio ciego, la condujo entre la multitud mientras ella balbuceaba una protesta.

– Es una locura. ¿Qué eres, un robot de placer? Puedes contenerte perfectamente un par de horas.

– Al demonio. -Roarke abrió de golpe una puerta y la empujó dentro de lo que era realmente un cuarto de baño-. Tiene que ser ahora, maldita sea.

Ella se golpeó la espalda contra la pared, y antes de que pudiera emitir siquiera un grito de asombro, él le subió las faldas y la penetró.

Estaba seca, desprevenida, atónita. Él la estaba saqueando, y eso era lo único que podía pensar en esos momentos mientras se mordía el labio inferior para contener el llanto. Él fue brusco y poco delicado, y le reavivó el dolor de las contusiones al empujarla contra la pared con cada embestida. Aun cuando ella trataba de apartarlo, él siguió penetrándola, sujetándola por las caderas, arrancándole un grito de dolor.

Ella podría haberlo detenido ya que había recibido un entrenamiento concienzudo. Pero éste se había desanecido dando paso a una profunda angustia. No veía el rostro de Roarke, pero no estaba segura de reconorlo si lo veía.

– Roarke, me estás haciendo daño… -El miedo le hizo temblar la voz.

Él murmuró algo en un idioma que Eve no entendió y que nunca había oído, de modo que dejó de forcear, le aferró los hombros y cerró los ojos a lo que taba ocurriendo entre ambos.

Él siguió penetrándola, sujetándole las caderas para mantenerla abierta, jadeándole al oído. La folló brutalmente y sin rastro de la delicadeza o el dominio tan propios de él.

No podía parar. Aun cuando una parte de su mente retrocedía horrorizada ante lo que estaba haciendo, él sencillamente no podía parar. La urgencia era como un cáncer que lo devoraba y tenía que satisfacerla para sobrevivir. En un recóndito rincón de su mente oía una voz ansiosa y jadeante: más fuerte, más deprisa. Más. Lo animaba y lo apremiaba, hasta que, con una última y cruel embestida, se descargó.

Ella esperó. Era hacerlo o caer al suelo. Él temblaba como un hombre febril, y ella no sabía si tranquilizarlo o darle una paliza.

– Maldita sea, Roarke. -Pero al verlo apoyar una mano contra la pared para mantener el equilibrio, empezó a preocuparse-: Vamos, ¿qué te pasa? ¿Cuántas copas has bebido? Vamos, apóyate en mí.

– No. -Una vez satisfecha la urgencia, a Roarke se le despejó la mente. Y los remordimientos le causaron un nudo en el estómago. Sacudió la cabeza para combatir el mareo y se apartó de ella-. Por Dios, Eve. Lo siento. Lo siento muchísimo.

– No te preocupes.

Roarke estaba blanco como el papel. Ella nunca lo había visto enfermo o asustado.

– Debería llamar a Summerset o a alguien. Tienes que acostarte.

Él le apartó con delicadeza las manos que le acariciaban y retrocedió hasta que dejaron de tocarse. ¿Cómo podía soportar que lo hiciera?

– Por el amor de Dios, te he violado. Acabo de violarte.

– No, no lo has hecho -replicó ella, esperando su tono de voz fuera tan efectivo como una bofetada-. Sé muy bien qué es una violación. No me has violado, aunque te has mostrado demasiado entusiasta.

– Te he hecho daño. -Cuando ella alargó una mano, él levantó las suyas para detenerla-. Maldita sea, Eve, estás magullada de la cabeza a los pies, y yo te arrincono contra la pared de un jodido cuarto de baño y te utilizo. Te he usado como un…

– Ya basta. -Ella dio un paso adelante y al ver que él negaba con la cabeza, añadió-: No te apartes de mí, Roarke. Eso sí me dolería. No lo hagas.

– Necesito un minuto -respondió él frotándose la cara. Seguía aturdido y mareado, y peor aún, algo fuera de sí-. Cielos, necesito una copa.

– Lo que me lleva a preguntarte de nuevo cuánto has bebido.

– No lo suficiente. No estoy borracho, Eve. -Dejó caer las manos y miró alrededor. Un cuarto de baño. ¡Por el amor de Dios, un cuarto de baño!-. No sé qué me ha ocurrido, qué se ha apoderado de mí… Lo siento.

– Eso ya lo veo. -Pero ella seguía sin tener una visión de conjunto-. No paras de repetirlo. Es extraño. Como liomsa.

La mirada de Roarke se ensombreció.

– Es gaélico. Significa mío. No he vuelto a hablar en gaélico desde que era niño. Mi padre lo utilizaba a menudo cuando estaba… borracho. -Vaciló antes de acariciarle la mejilla-. He sido tan brusco contigo. Tan poco delicado.

– No soy uno de tus jarrones de cristal, Roarke. Puedo soportarlo.

– No de este modo. -Él pensó en los quejidos y protestas de las prostitutas del callejón que le llegaban a través de las delgadas paredes y lo perseguían cuando su padre se las llevaba a la cama-. Nunca así. No he pensado en ti. No he tenido ninguna consideración, y eso no tiene excusa.

Ella no quería que se humillara. Le hacía sentirse incómoda.

– Bueno, estás demasiado ocupado mortificándote para que me preocupe, así que volvamos.

Él la cogió del brazo antes de que ella pudiera abrir la puerta.

– Eve, no sé qué ha ocurrido, de verdad. Hace un minuto estábamos allí fuera, escuchando a Mavis, y al siguiente… ha sido superior a mis fuerzas. Como si mi vida dependiera de tomarte en ese mismo instante. No era sólo sexo, sino cuestión de supervivencia. No podía controlarlo. Eso no es excusa para…

– Espera. -Ella se apoyó contra la puerta unos instantes, luchando por diferenciar la esposa de la policía que había en ella-. ¿No crees que exageras?

– No; era como unas tenazas en el cuello. -Roarke logró esbozar una débil sonrisa-. Bueno, tal vez ésa no sea la parte correcta de la anatomía. No hay nada que pueda decir o hacer para…

– Olvídate de tu sentido de culpabilidad, ¿quieres? Y piensa. -Esta vez la mirada de Eve era fría y dura como un ágata-. Una urgencia repentina e irresistible, semejante a una compulsión, que tú, un hombre con un gran autodominio, no has podido controlar. Y me penetras con la delicadeza de un célibe sudoroso rompiendo el ayuno con una androide de alquiler.

Él hizo una mueca y sintió que los remordimientos lo desgarraban.

– Soy muy consciente de ello.

– Y ése no es tu estilo, Roarke. Tienes tus movimientos característicos, no puedo seguirlos todos, pero son rítmicos y estudiados. Tal vez seas brusco, pero nunca mezquino. Y alguien que ha hecho el amor contigo en casi todas las posturas anatómicamente posibles puede afirmar que nunca eres egoísta.

– Vamos, esto es una lección de humildad -repuso él sin saber muy bien cómo reaccionar.

– No eras tú -murmuró ella.

– Lamento disentir.

– No lo era la persona en que te habías convertido -corrigió ella-. Y eso es lo que cuenta. Algo dentro de ti se rompió. O se encendió. Ese hijo de perra. -Contuvo la respiración al mirar a Roarke a los ojos y ver que empezaba a comprender lo ocurrido-. Ese hijo de perra tiene algo. Me lo comentó mientras bailábamos. Estuvo fanfarroneando y yo no lo entendí, de modo que tuvo que hacer una pequeña demostración. Y eso va a ser su perdición.

Roarke le cogió del brazo con fuerza.

– ¿Estás hablando de Jess Barrow? ¿De escáneres cerebrales y de sugestión? ¿Del control de la mente?

– La música debería afectar el comportamiento de la gente, el modo de pensar y de sentir. Eso me decía unos minutos antes de que empezara la actuación. Cabrón presuntuoso.

Roarke recordó la sorpresa reflejada en la mirada de Eve cuando la arrojó contra la pared y la penetró a la fuerza.

– Si tienes razón, quiero tener unos momentos a solas con él -dijo con un tono tal vez demasiado glacial.

– Es asunto de la policía -empezó a decir ella, pero él se acercó con una expresión de fría determinación.

– O me dejas unos momentos a solas con él o ya encontraré el modo de conseguirlos. De un modo u otro los tendré.

– Está bien. -Ella posó una mano sobre la de él, no para aflojar su sujeción sino en un gesto de solidaridad-. Está bien, pero tendrás que esperar tu turno. Tengo que estar segura.

– Esperaré -accedió él.

Pero ese hombre pagaría, se prometió Roarke, por haber introducido un instante de miedo o desconfianza en su relación.

– Dejaré que termine la actuación -decidió ella-. Entonces lo interrogaré de forma extraoficial en mi despacho bajo la supervisión de Peabody. No hagas nada por tu cuenta, Roarke. Hablo en serio. -Él abrió la puerta.

– He dicho que esperaría.

La música seguía sonado fuerte y los golpeó con una nota aguda varios metros antes de que llegaran al umbral. Pero bastó que Eve entrara y se abriera paso entre la multitud para que Jess levantara la mirada de la consola y la clavara en ella. Entonces esbozó una fugaz sonrisa entre orgullosa y divertida.

Y ella estuvo segura.

– Busca a Peabody y pídele que baje a mi despacho y se prepare para un interrogatorio preliminar. -Dio un paso hacia Roarke y lo miró a los ojos-. Por favor, no estamos hablando de un ultraje personal, sino de asesinato. Déjame hacer mi trabajo.

Roarke se volvió sin decir palabra. En cuanto se perdió en la multitud, ella se abrió paso hasta Summerset.

– Quiero que vigile a Roarke.

– ¿Cómo dice?

Ella le clavó un dedo en la pulcra americana hasta alcanzarle las costillas.

– Escuche, es importante. Podría estar en apuros. No quiero que lo pierda de vista hasta al menos una hora después de la actuación. Si le ocurre algo, le freiré el culo. ¿Comprendido?

En absoluto, pero sí comprendió el apremio.

– Está bien -respondió con dignidad, y cruzó la habitación con garbo, aunque con los nervios en punta.

Segura de que Summerset vigilaría a Roarke como una halcón madre a sus crías, Eve volvió a abrirse paso entre el público hasta situarse en primera fila. Aplaudió con el resto y se esforzó por dedicar una sonrisa de apoyo a Mavis cuando ésta subió a cantar un bis. Y al llegar la siguiente ovación, se acercó con disimulo a Jess y rodeó la consola.

– Todo un triunfo -murmuró.

– Ya te lo dije, es un tesoro -respondió él. Tenía un brillo malicioso en los ojos cuando la miró sonriente y añadió-: Tú y Roarke os habéis perdido un par de números.

– Un asunto personal -repuso ella-. Necesito hablar contigo, Jess. De tu música.

– Me alegro. No hay nada que me guste más.

– Ahora, si no te importa. Vayamos a algún sitio un poco más privado.

– Claro. -Cerró su consola y tecleó el código de seguridad-. Es tu fiesta.

– Desde luego que lo es -murmuró ella, precediéndolo.

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