Poco antes de las seis de la mañana siguiente, un poco dolorida y atontada, Eve se sentó ante el escritorio del despacho que tenía en casa. En realidad consideraba más un santuario que un despacho el apartamento que Roarke había mandado construir para ella en su casa. Su diseño era similar al apartamento donde ella había vivido antes de conocerlo, y que tan reacia había sido a abandonar.
Él se había ocupado de que ella tuviera su espacio, sus cosas. Aun después de todo el tiempo que llevaba viviendo allí, Eve raras veces dormía en el dormitorio que compartía con Roarke cuando éste se ausentaba. En lugar de ello, se acurrucaba en la tumbona de relajación de su despacho y dormitaba.
Cada vez tenía menos pesadillas, pero éstas volvían a aparecer en momentos extraños.
Podía trabajar allí, y cerrar las puertas si deseaba intimidad. Y como tenía una cocina en pleno funcionamiento, a menudo recurría a su Autochef antes que a Summerset cuando se quedaba sola en casa.
Con el sol entrando a raudales por el ventanal a sus espaldas, revisó el número de casos abiertos y reorganizó el trabajo de campo. Sabía que no podía permitirse el lujo de centrarse exclusivamente en el caso Fitzhugh, sobre todo porque estaba catalogado como un probable suicidio. Si en un par de días no encontraba pruebas convincentes, no tendría otra elección que restarle prioridad.
A las ocho en punto llamaron a la puerta.
– Pasa, Peabody.
– Nunca me acostumbraré a este lugar -comentó la oficial al entrar-. Parece sacado de un viejo vídeo.
– Deberías pedir a Summerset que te lo enseñe -respondió Eve distraída-. Estoy segura de que hay habitaciones que nunca he visto. Allí tienes café. -Señaló con un ademán el rincón de la cocina y siguió revisando su agenda con el entrecejo fruncido.
Peabody se alejó, examinando las unidades de recreo alineadas en la pared y preguntándose qué debía sentirse al poder permitirse toda la diversión que existía en el mercado: música, arte, vídeo, hologramas, realidad virtual, cámaras de meditación y juegos. Jugar un partido de tenis con el último campeón de Wimbledon, bailar con un holograma de Fred Astaire o hacer un viaje virtual a los palacios de recreo de Regis III.
Soñando despierta entró en la cocina. El Autochef ya estaba programado para café, de modo que ordenó dos y regresó al despacho con dos tazas humeantes. Esperó paciente mientras Eve seguía murmurando y bebió un sorbo de café.
– Oh, Dios. Es auténtico. -Parpadeando asombrada, ahuecó ambas manos alrededor del tazón con reverencia-. Es café auténtico.
– Sí, aquí te malacostumbras. A duras penas puedo seguir soportando la bazofia de la central. -Eve reparó en la expresión atónita de Peabody y sonrió. No hacía mucho ella había tenido una reacción similar ante el café de Roarke. Y ante Roarke-. Increíble, ¿no?
– Nunca había probado café auténtico. -Como si se tratara de oro líquido, y dada la escasez de selvas tropicales y de plantaciones era igual de valioso, Peabody lo bebió despacio-. Es asombroso.
– Tienes media hora para hartarte mientras decidimos la estrategia del día.
– ¿Podré repetir? -Peabody cerró los ojos y disfrutó del aroma-. Eres una diosa, Dallas.
Con un resoplido Eve alargó la mano hacia el telenexo cuando éste sonó.
– Dallas -contestó, y su rostro se iluminó con una sonrisa-. Hola, Feeney.
– ¿Qué tal la vida de casada, encanto?
– Pasable. Es muy temprano para el departamento de electrónica, ¿no te parece?
– Esto está que arde. La oficina del jefe es un caos. Algún bromista ha entrado en el ordenador central y casi fríe todo el sistema.
– ¿Lo han atrapado? -preguntó Eve con los ojos muy abiertos. No estaba segura de que ni siquiera Feeney, con su toque mágico, fuera capaz de sortear los dispositivos de seguridad del sistema del jefe de policía.
– Eso parece. Todo está embrollado y estoy tratando de desembrollarlo -explicó él alegremente-. Se me ha ocurrido llamarte y ver qué pasa, ya que no he tenido noticias tuyas.
– No he parado desde que volví.
– No sabes ir a otro ritmo. ¿Estás con el caso Fitzhugh?
– Sí. ¿Algo que debería saber?
– No. Los entendidos dicen que se mató, y por aquí nadie lo ha sentido mucho. A ese tipo empalagoso le encantaba pellizcar a los policías en el estrado. Pero es extraño. El segundo suicidio importante en un mes.
– ¿El segundo?
– Sí. Oh, claro, estabas de luna de miel haciéndole ojitos a tu marido. -Frunció sus pobladas cejas pelirrojas-. El senador de East Washington se tiró hace un par de semanas de una ventana del Capitol Building. Políticos y abogados, lo mismo da, todos están locos.
– ¿Podrías conseguirme los datos? Envíamelos a la terminal de mi oficina.
– ¿Qué, coleccionas recortes?
– Simple curiosidad. -Volvía a tener un presentimiento-. La próxima vez que coincidamos en el restaurante pago yo.
– No te preocupes. Te los enviaré tan pronto como desembrolle el sistema. Ah, y no seas tan cara de ver. -Y cortó la transmisión.
Peabody seguía tomando mezquinos sorbos de café.
– ¿Crees que hay alguna relación entre Fitzhugh y el senador que se tiró?
– Abogados y policías -murmuró Eve-. E ingenieros autotrónicos.
– ¿Cómo dices?
Eve meneó la cabeza.
– No lo sé. Desconectar -ordenó a su terminal, luego se colgó el bolso del hombro y añadió-: Vamos.
Peabody se contuvo de hacer pucheros por no poder tomar otra taza de café.
– Dos suicidios en dos ciudades diferentes en un mes no es tan insólito -comentó, alargando el paso para alcanzar a Eve.
– Tres. Un muchacho se ahorcó durante mi estancia en el Olympus. Mathias Dew. Quiero averiguar si existe una conexión, algo que los relacione. Gente, lugares, costumbres, educación, aficiones. -Bajó corriendo las escaleras para calentarse.
– No sé el nombre del político. No presté atención a los informes del suicidio de East Washington. -Peabody sacó su ordenador personal de bolsillo y empezó a buscar datos.
– Mathias tenía veintitantos años, y era ingeniero autotrónico. Trabajaba para Roarke. Mierda. -Eve tenía el presentimiento de que iba a verse obligada a involucrar a Roarke de nuevo en su trabajo-. Si tienes problemas pregunta a Feeny. Es capaz de obtener datos esposado y borracho.
Eve abrió la puerta de un tirón y puso cara larga al no ver el coche en el camino de entrada.
– Maldito Summerset. Le tengo dicho que deje el coche donde lo aparco.
– Creo que eso hizo. -Peabody se puso las gafas de sol y señaló-. Está en mitad del camino, ¿lo ves?
– Oh, sí. -Eve se aclaró la voz. El coche estaba donde lo había dejado, y agitándose en la suave brisa había varias prendas rasgadas-. No hagas preguntas -murmuró mientras echaba a andar a grandes zancadas.
– No pensaba hacerlo -repuso Peabody con un tono suave como la seda-. Es más interesante hacer conjeturas.
– Cierra el pico, Peabody.
– A la orden, teniente. -Con una sonrisa de complicidad, Peabody se subió al coche y contuvo la risa cuando Eve hizo un viraje brusco y recorrió a toda velocidad el camino de entrada.
Arthur Foxx estaba sudando. Sólo era un sutil brillo en el labio superior, pero a Eve le satisfizo. No le había sorprendido enterarse de que el representante que había elegido era un socio de Fitzhugh, un joven entusiasta del trabajo, que exhibía un traje caro con medallones a la moda en las delgadas solapas.
– Mi cliente está comprensiblemente disgustado. -El joven abogado frunció el rostro-. El funeral del señor Fitzhugh está previsto para la una de esta tarde. Ha escogido usted un momento de lo más inoportuno para interrogarlo.
– La muerte es la que escoge el momento, señor Ridgeway, y suele ser inoportuna. Interrogatorio de Arthur Foxx, en relación con Fitzhugh, caso número 30091, conducido por la teniente Dallas, Eve. Fecha: 24 de agosto de 2058, hora 9.36. ¿Puede decir su nombre para que conste en acta?
– Arthur Foxx.
– Señor Foxx, ¿es usted consciente de que este interrogatorio está siendo grabado?
– Lo soy.
– ¿Ha ejercido su derecho a ser representado por un abogado y comprende sus derechos y responsabilidades adicionales?
– Sí.
– Señor Foxx, ya ha hecho usted anteriormente una declaración sobre sus movimientos la noche de la muerte del señor Fitzhugh. ¿Desea revisarla?
– No es necesario. Ya le expliqué qué ocurrió. No sé qué más espera que diga.
– Para empezar, dígame dónde estuvo usted entre las diez y media y las once de la noche del incidente.
– Ya se lo he dicho. Cenamos, vimos una comedia, nos acostamos y alcanzamos a ver parte de las últimas noticias.
– ¿Se quedó en casa toda la noche?
– Eso he dicho.
– Sí, señor Foxx, eso ha dicho, y consta en el acta. Pero no es lo que hizo.
– Teniente, mi cliente está aquí voluntariamente. No veo…
– Ahórreselo -sugirió ella-. Salió del edificio a eso de las diez y media y regresó treinta minutos más tarde. ¿Adónde fue?
– Yo… -Foxx se aflojó el nudo de la corbata-. Salí un rato. Lo había olvidado.
– Lo había olvidado.
– Estaba aturdido, en estado de shock. -La corbata hizo frufrú mientras los dedos de Foxx jugueteaban con ella-. Me olvidé de algo tan irrelevante como que di una rápida vuelta.
– Pero lo recuerda ahora, ¿verdad? ¿Adónde fue?
– Di unas vueltas a la manzana.
– Volvió con un paquete. ¿Qué contenía?
Eve lo vio caer por fin en la cuenta de que las cámaras de seguridad lo habían filmado. Miró más allá de ella y siguió sobándose el nudo de la corbata.
– Me paré en una tienda que no cierra y compré cigarrillos de hierba. De vez en cuando necesito fumarme uno.
– Es sólo cuestión de preguntar en el establecimiento y determinar qué compró exactamente.
– Tranquilizantes -explicó él-. Quería dormir bien y decidí fumar hierba. No hay ninguna ley que lo prohíba.
– No, pero sí hay una ley contra dar falsos testimonios en una investigación policial.
– Teniente Dallas -intervino el abogado con tono todavía sereno, pero con una nota de irritación, lo que dio a entender a Eve que Foxx no había sido más comunicativo con su representante que con la policía-. El hecho de que el señor Foxx saliera del edificio difícilmente tiene relación con su investigación. Y descubrir el cadáver de un ser querido es una excusa más que razonable para no recordar un detalle nimio.
– Nimio, tal vez. Pero el señor Foxx tampoco mencionó que él y el señor Fitzhugh tuvieron visita la noche de la muerte.
– Leanore no es una visita -replicó Foxx con rigidez-. Ella es… era socia de Fitz. Tengo entendido que tenían cierto asunto que discutir, lo que es otra razón por la que salí a dar un paseo. Quería dejarlos a solas para que discutieran el caso. -Tragó saliva.
– Entiendo. De modo que ahora afirma que abandonó el apartamento para dejar a solas a su amigo con su socia. ¿Por qué no mencionó la visita de la señorita Bastwick en su anterior declaración?
– No pensé en ello.
– No pensó en ello. Declaró que cenaron, vieron una comedia y se acostaron, pero se olvidó de añadir estos otros sucesos. ¿Qué otros sucesos ha olvidado decirme, señor Foxx?
– No tengo nada más que agregar.
– ¿Por qué estaba enfadado cuando salió del edificio, señor Foxx? ¿Le irritaba que una hermosa mujer, una mujer con quien el señor Fitzhugh colaboraba estrechamente, viniera a su casa a esas horas?
– Teniente, no tiene ningún derecho a insinuar…
– No estoy insinuando -replicó ella sin apenas mirar al abogado-, sino preguntando, de manera muy directa, si el señor Foxx estaba enfadado y celoso cuando salió como un huracán de su edificio.
– No salí como un huracán. -Foxx cerró un puño sobre la mesa-. Y no tenía ningún motivo para estar enfadado o celoso de Leanore. Por muy a menudo que ella lo asediara, él no estaba interesado en ella en ese sentido.
– ¿La señorita Bastwick asediaba al señor Fitzhugh? -Eve arqueó las cejas-. Eso debía de molestarle, Arthur. Sabiendo que su amigo prefería sexualmente tanto hombres como a mujeres, sabiendo que pasaban horas juntos cada día de la semana, que ella viniera y se exhibiera delante de él en su propia casa… No me extraña que estuviera enfadado. Yo habría tenido ganas de tumbarla de un golpe.
– A él le divertía -dejó escapar Foxx-. Le parecía muy halagador que alguien mucho más joven y tan atractivo como ella le echara los tejos. Se reía cuando yo me quejaba de ello.
– ¿Se reía de usted? -Eve sabía cómo jugar. Una nota de compasión se traslució en su voz-. Eso debía de enfurecerle, ¿no? Lo consumía por dentro, ¿no es así, Arthur? Imaginarlo con ella, acariciándola y riéndose de usted.
– ¡La habría matado! -estalló Foxx, apartando al abogado que lo sujetaba mientras enrojecía de ira-. Ella pensaba que lograría apartarlo de mí, que lograría seducirlo. Le importaba un comino que estuviéramos comprometidos el uno con el otro. Todo lo que quería era triunfar y tirarse al abogado.
– No le gustan mucho los abogados, ¿verdad?
Foxx jadeaba y contuvo la respiración para acompasarla.
– Por lo general, no. No veía a Fitz como un abogado, sino como mi compañero. Y si hubiera estado predispuesto a cometer un asesinato aquella noche u otra, teniente, habría asesinado a Leanore. -Abrió los puños y volvió a cerrarlos-. En fin, no tengo nada más que decir.
Decidiendo que era bastante por el momento, Eve dio por terminado el interrogatorio y se levantó.
– Volveremos a hablar, señor Foxx.
– Quisiera saber cuándo va a entregar el cadáver de Fitz -dijo él, levantándose con rigidez-. He decidido no posponer los funerales hoy, aunque no es muy propio continuar con su cuerpo todavía retenido.
– Es la decisión del forense. Aún no ha terminado de examinarlo.
– ¿No basta con que esté muerto? -A Foxx le tembló la voz-. ¿No es bastante que se haya quitado la vida, que tienen ustedes que sacar a la luz los pequeños y sórdidos detalles personales de su vida?
– No. -Ella se encaminó a la puerta y tecleó el código-. No es bastante. -Vaciló y decidió probar suerte-. Supongo que el señor Fitzhugh se quedó muy impresionado y afectado con el reciente suicidio del senador Pearly.
Foxx asintió con un gesto formal.
– Seguramente le impresionó, aunque apenas se conocían. -De pronto se le marcó un músculo en el rostro-. Si está insinuando que Fitz se quitó la vida influenciado por Pearly, es ridículo. Apenas se conocían y raras veces hablaban.
– Entiendo. Gracias por su tiempo. -Eve los acompañó a la puerta y echó un vistazo a la sala contigua. Leanore debía de estar esperando.
Eve se lo tomó con calma, recorrió el pasillo hasta la máquina expendedora y estudió las opciones mientras hacía sonar los créditos sueltos en su bolsillo. Se decidió por una golosina y medio tubo de Pepsi. La máquina le sirvió los productos, le pidió con voz monótona que reciclara los envases y la previno contra el consumo de azúcar.
– Métete en tus asuntos -le espetó Eve. Se apoyó contra la pared y se tomó despacio su tentempié, luego arrojó la basura por la ranura de reciclaje y desanduvo tranquilamente el pasillo.
Había calculado que una espera de veinte minutos haría subirse a Leanore por las paredes. Había acertado.
La mujer se paseaba como un gato enjaulado. Se volvió en cuanto Eve abrió la puerta.
– Teniente Dallas, mi tiempo es muy valioso, aun cuando el suyo no lo sea.
– Depende de cómo se mire. Yo no cobro dos mil dólares la hora, desde luego.
Peabody carraspeó.
– Que conste en acta que la teniente Eve Dallas ha entrado en la sala de interrogatorio C para continuar con el resto del procedimiento. La interrogada ha sido informada de sus derechos y ha optado por representarse a sí misma. Todos los datos constan en acta.
– Bien. -Eve se sentó y señaló la silla delante de ella-. Cuando deje de pasearse, señorita Bastwick, podremos empezar.
– Estaba preparada para comenzar a la hora que se me convocó. -Leanore se sentó y cruzó sus satinadas piernas-. Con usted, teniente, no con su subordinada.
– Ya lo has oído, Peabody. Eres mi subordinada.
– Constará en acta, teniente -repuso Peabody secamente.
– Aunque lo considero insultante e innecesario. -Leanore se tiró de los puños de su traje negro-. Debo asistir al funeral de Fitz dentro de unas horas.
– No estaría aquí siendo insultada innecesariamente si no hubiera mentido en su primera declaración.
Leanore le lanzó una mirada glacial.
– Supongo que puede probar esa acusación, teniente.
– Declaró que había acudido a casa del difunto la pasada noche por un asunto profesional. Que permaneció allí discutiendo un caso de veinte a treinta minutos.
– Más o menos -repuso Leanore con frialdad.
– Dígame, señorita Bastwick, ¿siempre lleva consigo una botella de vino gran reserva a una reunión de negocios y se acicala para dicha reunión en el ascensor como la reina del baile del colegio?
– No hay ninguna ley que prohíba acicalarse, teniente Dallas. -Miró a Eve de arriba abajo con expresión desdeñosa, desde el cabello despeinado a sus gastadas botas-. Podría intentarlo.
– Ahora es usted quien está hiriendo mis sentimientos. Se acicala, se abre los tres primeros botones de la blusa y lleva una botella de vino. Parece la hora de la seducción, Leanore. -Eve hizo una mueca-. Vamos, está entre mujeres. Sabemos de qué se trata.
Leanore se lo tomó con calma, estudiando un ligero defecto en su manicura. A diferencia de Foxx, no rompió a sudar.
– Pasé aquella noche por su casa para consultarle un asunto profesional. Tuvimos una breve reunión y me marché.
– Estuvo a solas con él durante ese tiempo.
– Así es. Arthur tuvo uno de sus arranques de mal genio y se marchó.
– ¿Arranques?
– Era típico de él -dijo Leanore con sorna-. Me tenía muchísimos celos. Estaba convencido de que trataba de alejar a Fitz de él.
– ¿Y era cierto?
Una sonrisa felina curvó los labios de Leanore.
– La verdad, teniente, si me hubiera empleado a fondo en ello, ¿no cree que lo habría conseguido?
– Yo diría que se empleó a fondo. Y no conseguirlo la habría enfurecido.
Leanore se encogió de hombros.
– Reconozco que lo estaba considerando. Fitz se estaba desperdiciando con Arthur. Fitz y yo teníamos muchas cosas en común, y me parecía muy atractivo. Le tenía mucho afecto.
– ¿Obró aquella noche de acuerdo con la atracción y el afecto que sentía hacia él?
– Digamos que le dejé claro que estaba abierta a una relación más íntima. Él no se mostró receptivo de entrada, pero sólo era cuestión de tiempo. -Leanore movió los hombros en un gesto rápido y confiado-. Arthur debía de saberlo. -Su mirada se volvió de nuevo glacial-. Por eso creo que lo mató.
– Menuda pieza, ¿eh? -murmuró Eve al terminar el interrogatorio-. No ve nada malo en conducir a un hombre al adulterio y romper una relación de años. Además, está convencida de que no hay hombre en el mundo que se le resista. -Suspiró-. Menuda zorra.
– ¿Vas a acusarla? -preguntó Peabody.
– ¿Por ser una zorra? -Con una risita, Eve negó con la cabeza-. Podría intentar procesarla por falso testimonio, pero ella y sus amigos abogados resolverían el asunto en un abrir y cerrar de ojos. No vale la pena. No podemos situarla en el lugar de los hechos a la hora de la muerte, ni imputarle ningún móvil. Y no imagino a esa monada abalanzándose sobre un hombre de ciento diez kilos y cortándole las venas. No habría querido manchar de sangre su bonito traje.
– Entonces volvemos a Foxx.
– Estaba celoso y cabreado, y va a heredar todos los juguetes. -Eve se levantó y se paseó por la habitación-. Sin embargo seguimos sin nada. -Se apretó los ojos-. No puedo evitar coincidir con lo que ha dicho al perder los estribos durante el interrogatorio: habría matado a Leanore, no a Fitzhugh. Voy a revisar los datos sobre los dos suicidios previos.
– Todavía no tengo gran cosa -se disculpó Peabody saliendo de la sala de interrogatorio detrás de Eve-. No ha habido tiempo.
– Ahora hay tiempo. Y Feeney probablemente ya me ha enviado los suyos. Pásame lo que tienes y sigue buscando -pidió Eve entrando en su despacho-. Conectar -ordenó al ordenador mientras se desplomaba en la silla delante de él-. Mostrar los nuevos mensajes.
El rostro de Roarke apareció en la pantalla.
«Supongo que has salido a erradicar el crimen. Estoy camino de Londres por un problema técnico que necesita atención personal. No creo que me lleve mucho. Estaré de vuelta a eso de las ocho, lo que nos deja tiempo de sobra para volar a New Los Ángeles para el estreno.»
– Mierda, lo olvidé.
En la pantalla Roarke sonrió.
«Seguro que has olvidado oportunamente la cita, así que considéralo como un recordatorio. Cuídate, teniente.»
Volar a California para pasar la velada codeándose con engreídas estrellas de vídeo, comiendo las elegantes y minúsculas verduras que la gente consideraba comida, dejando que los periodistas te pegaran las grabadoras a la cara y te hicieran preguntas estúpidas no era su idea de una noche divertida.
El segundo mensaje era del comandante Whitney ordenándole que preparara una declaración para los medios de comunicación sobre varios casos en marcha. Maldita sea, más titulares, se dijo con amargura.
A continuación los datos de Feeney aparecieron en la pantalla. Eve se encogió de hombros, se hundió en la butaca y se dedicó a estudiarlos.
A las dos de la tarde entró en el Village Bistro. Tenía la camisa pegada a la espalda porque el control de temperatura de su vehículo había vuelto a morir de muerte no natural. En el elegante restaurante el ambiente era tan fresco como la brisa del océano. Suaves y encantadores céfiros acariciaban las ligeras palmeras que crecían en enormes macetas de loza blanca. Las mesas de cristal estaban dispuestas en dos niveles, estratégicamente situadas cerca de una pequeña laguna de agua negra, o delante de una amplia pantalla de una playa de arena blanca. Las camareras llevaban uniformes cortos de tonos tropicales y se abrían paso entre las mesas con bebidas de colores y platos artísticamente presentados.
El maitre era un androide vestido con un mono blanco y programado con un altivo acento francés. Al ver los vaqueros gastados y la camisa arrugada de Eve, arrugó su prominente nariz.
– Me temo que no hay mesas libres, madame. Tal vez prefiera el establecimiento de la siguiente manzana al norte.
– Desde luego. -Irritada ante la actitud del androide, Eve le plantó la placa en la cara-. Pero voy a comer aquí. Y me importa un comino si eso pone tus chips en un lío, amigo. ¿Cuál es la mesa de la doctora Mira?
– Guarde eso -susurró él, mirando hacia todas partes a la vez y agitando las manos-. ¿Quiere que mis clientes pierdan el apetito?
– Lo perderán de verdad si saco mi arma, que es lo que voy a hacer si no me enseñas la mesa de la doctora Mira y te encargas de que me sirvan un vaso de agua mineral en los próximos veinte segundos. ¿Lo has programado?
El androide apretó los labios y asintió. Con la espalda rígida, la condujo por un tramo de escaleras de imitación de piedra hasta el segundo piso, y a continuación a un rincón decorado como una terraza mirando el océano.
– Eve. -Mira se levantó de su bonita mesa y le cogió ambas manos-. Tienes muy buen aspecto. -Para sorpresa de Eve, Mira la besó en la mejilla-. Se te ve descansada y feliz.
– Supongo que lo estoy. -Tras una breve vacilación, Eve se inclinó y le rozó la mejilla con los labios.
– La acompañante de la doctora Mira desea un agua mineral -ordenó el androide a la camarera.
– Fría -añadió Eve, sonriendo al maitre.
– Gracias, Armand. -Mira tenía brillantes sus serenos ojos azules-. Enseguida pediremos.
Eve echó otro vistazo al elegante restaurante. Cambió de postura en su silla.
– Podríamos haber quedado en tu oficina.
– Me apetecía invitarte a almorzar. Éste es uno de mis lugares favoritos.
– Ese androide es gilipollas.
– Bueno, tal vez han programado a Armand excesivamente altivo, pero la comida es exquisita. Tienes que probar las almejas Maurice. No te arrepentirás. -Se recostó mientras servían agua a Eve-. Dime, ¿qué tal la luna de miel?
Eve se bebió el vaso de un trago y volvió a sentirse un ser humano.
– Dime, ¿hasta cuándo debo esperar que la gente me haga esta pregunta?
Mira se echó a reír. Era una mujer atractiva, con el cabello negro azabache recogido hacia atrás en un rostro de serena belleza. Vestía uno de sus elegantes trajes amarillo pálido. Tenía un aspecto arreglado y pulcro. Era una de las principales psiquiatras conductivistas del país, y la policía a menudo le pedía su opinión acerca de los más perversos crímenes. Aunque Eve no era consciente de ello, Mira sentía hacia ella mucho afecto y un fuerte sentimiento maternal.
– Te incomoda.
– Bueno, ya sabes. Luna de miel, sexo… Es personal. -Eve puso los ojos en blanco-. Suena estúpido, pero supongo que no estoy acostumbrada a estar casada. Y a Roarke. A todo el asunto.
– Os queréis y os hacéis felices mutuamente. No es preciso acostumbrarse a ello, sólo disfrutarlo. ¿Duermes bien?
– Por lo general. -Y recordando que Mira conocía sus más profundos y oscuros secretos, Eve bajó sus defensas-. Sigo teniendo pesadillas, pero no tan a menudo. Los recuerdos van y vienen. Ninguno es tan doloroso ahora que lo he superado.
– ¿Lo has superado?
– Mi padre me violaba y me maltrataba -dijo Eve categóricamente-. Lo maté. Tenía ocho años. Sobreviví. Quienquiera que fuese antes de que me encontraran en aquel callejón, ya no importa. Me llamo Eve Dallas. Soy una buena policía. Me he hecho a mí misma.
– Bien. -Pero habría más, pensó Mira. Los traumas como el de Eve tenían resonancias que nunca terminaban de desaparecer-. Sigues poniendo por delante de todo lo de policía.
– Soy policía ante todo.
– Sí, y supongo que siempre lo serás. -Mira esbozó una sonrisa-. ¿Por qué no pedimos y me explicas la razón de tu llamada?