3

En aquellas tres semanas no había cambiado nada en la comisaría. El café seguía siendo veneno, el ruido insoportable y la vista que se veía por su roñosa ventana deprimente.

Eve estaba encantada de estar de vuelta.

Los miembros del departamento se habían encargado de que la esperara un mensaje. Al verlo parpadear tímidamente en su monitor al entrar, imaginó que Feeney, el experto en electrónica, había pasado por alto su código. BIENVENIDA, TENIENTE AMOR. ¡TÍA BUENA!

¿Tía buena? Soltó una carcajada. Tal vez fuera un humor de colegiales, pero la hizo sentir en casa.

Echó un vistazo a su caótico escritorio. Entre el inesperado cierre de un caso en el transcurso de su despedida de soltera y el día de su boda no había tenido tiempo de archivar nada. Pero sobre el montón de papeles vio un disco pulcramente precintado y etiquetado.

Debía de ser obra de Peabody, pensó. Introdujo el disco en su terminal y, con una maldición, le dio una palmada para poner fin a los hipos que emitió, y vio que la siempre responsable Peabody ya había redactado, archivado y grabado el informe sobre la detención. No debía de haberle sido fácil, pensó. No después de haberse acostado con el acusado.

Echó otro vistazo al trabajo atrasado e hizo una mueca. Se le habían acumulado las citaciones de los tribunales. Los malabarismos que había tenido que hacer para acomodarse a las exigencias de Roarke de ausentarse tres semanas tenían un precio, y había llegado el momento de pagarlo.

Bueno, él también había tenido que hacer un montón de malabarismos, se recordó. Y ahora tocaba volver al trabajo y a la realidad. Antes de revisar los casos para los que pronto tendría que declarar, conectó el telenexo y ordenó la búsqueda de la oficial Peabody.

El rostro familiar y serio con su cabello oscuro apareció con un zumbido en el monitor.

– Gracias, Peabody. Preséntate en mi oficina, por favor.

lSin esperar respuesta, Eve cortó la comunicación y sonrió. Se había ocupado de trasladar a Peabody al departamento de homicidios. Ahora se proponía ir más ejos. Volvió a encender el telenexo.

– Teniente Dallas al habla. ¿Está disponible el comandante?

El rostro de la secretaria del comandante le sonrió resplandeciente.

– ¡Teniente! ¿Qué tal la luna de miel?

– Muy bien, gracias.

Se ruborizó al ver el brillo de los ojos de la mujer.

Lo de tía buena le había hecho gracia, pero esa mirada soñadora le puso los pelos de punta.

– Estaba encantadora de novia, teniente. Vi las fotos y hubo varios programas sobre la boda, y no pararon de salir en los canales de crónicas de sociedad. Vimos imágenes suyas también en París. Parecía tan romántico…

– Sí… -El precio de la fama, pensó Eve, y de casarse con Roarke-. Fue muy bonito. ¿Y el comandante?

– Oh, por supuesto. Un momento, por favor. -Mientras la unidad zumbaba Eve puso los ojos en blanco. Podía aceptar ser objeto de la atención pública, pero nunca lograría disfrutar con ello.

– Dallas. -El comandante Whitney exhibía una amplia sonrisa y una extraña mirada en su oscuro y severo rostro-. Tiene… buen aspecto.

– Gracias, señor.

– ¿Ha disfrutado de su luna de miel?

Cielos, ¿cuándo iba a preguntarle alguien si le había gustado que la follaran en el espacio exterior?

– Sí, señor. Gracias. Supongo que ya ha leído el informe de la oficial Peabody sobre el cierre del caso Pandora.

– Sí, muy completo. El fiscal tratará de conseguir la máxima pena para Casto. Se salvó usted por los pelos, teniente.

Sabía que había estado a punto no sólo de perderse el día de su boda, sino el resto de su vida.

– Duele cuando se trata de otro poli -repuso ella-. Tenía prisa y sólo tuve tiempo para recomendar el traslado de Peabody a mi departamento. Su ayuda en este caso y en otros ha sido inestimable.

– Es una buena policía -coincidió Whitney.

Cinco minutos más tarde, cuando Peabody se presentó en su atestado despacho, Eve se hallaba reclinada en su sillón estudiando los datos de su monitor.

– Tengo un juicio dentro de una hora -dijo sin preliminares-. Sobre el caso Salvatori. ¿Qué sabes al respecto, Peabody?

– Vito Salvatori está siendo procesado por triple asesinato, con el agravante de tortura. Es un presunto distribuidor de sustancias prohibidas y se le acusa del asesinato de otros tres traficantes de Zeus y TRL. Las víctimas murieron carbonizadas en una pequeña pensión de Lowe East Side el pasado invierno, después de que les arrancaran la lengua y los ojos.

Peabody recitó los datos con naturalidad mientras permanecía con su pulcro uniforme en posición de firmes.

– Muy bien, oficial. ¿Has leído mi informe sobre el caso?

– Sí, teniente.

Eve asintió. Un aerobús pasó con estruendo por delante de la ventana, removiendo el aire.

– Entonces sabrás que antes de que detuviera a Salvatori, le fracturé el brazo y el codo izquierdos, le disloqué la mandíbula y le arranqué varios dientes. Sus abogados van a tratar de freírme por exceso de fuerza.

– Les va a costar, teniente, ya que el tipo se proponía prender fuego a los edificios de alrededor cuando tú lo acorralaste. Si no lo hubieras detenido, habría sido él quien se hubiera freído, por así decirlo.

– Está bien, Peabody. Tengo que revisar este y otros casos antes de que termine la semana. Necesito todos los casos en que debo declarar resumidos y trasvasados. Te reunirás conmigo con los datos requeridos en treinta minutos en la puerte este.

– Teniente, tengo una misión. El detective Crouch me ha puesto en matriculación de vehículos. -Una nota burlona en la voz de Peabody traslució sus sentimientos hacia Crouch.

– Me encargaré de Crouch. El comandante me ha dado su autorización. Estás a mis órdenes, así que olvídate de todo el trabajo tedioso que te ha caído encima y mueve tu bonito culo.

Peabody parpadeó.

– ¿A tus órdenes?

– ¿Has tenido problemas de oído en mi ausencia?

– No, teniente, pero…

– ¿Tienes algo con Crouch? -Eve disfrutó al ver a Peabody abrir la boca.

– ¿Bromeas? Es un… -Se interrumpió y se puso rígida-. No es mi tipo, teniente. Creo que he aprendido una lección acerca de tener líos amorosos en el trabajo.

– No te mortifiques, Peabody. A mí también me gustaba Casto. Hiciste un buen trabajo.

Era alentador escuchar esas palabras, pero la herida seguía abierta.

– Gracias, teniente.

– Por ese motivo has sido nombrada ayudante mía. ¿Quieres la placa de detective?

Peabody sabía qué le estaba ofreciendo: una oportunidad, un regalo llovido del cielo. Cerró los ojos unos instantes hasta controlar el tono de voz.

– Sí, teniente.

– Pues tendrás que sudar tinta para ello. Ve a buscar los datos que te he pedido y larguémonos.

– Enseguida. -Una vez en la puerta, Peabody se detuvo y se volvió-. Te agradezco la oportunidad que me das.

– No tienes por qué. Te la has ganado. Y si metes la pata, te volveré a meter en tráfico. -Eve esbozó una débil sonrisa y añadió-: Aéreo.

Prestar declaración ante los tribunales era parte del trabajo, como lo eran, se recordó Eve, las ratas de clase alta como S. T. Fitzhugh, abogado defensor. Era un tipo con mucha labia, un hombre que defendía a lo más bajo de los bajos fondos siempre que tuviera pasta. Su éxito en ayudar a escapar de las garras de la ley a traficantes, asesinos y violadores era tal que podía costearse sin problemas los trajes de color crema y los zapatos hechos a mano que le gustaba llevar.

Se le veía muy elegante en la sala de un tribunal, con la tez achocolatada en vivo contraste con los delicados tonos y telas que solía vestir. Su rostro atractivo y alargado era tan suave como la seda de su americana, gracias al tratamiento de tres días a la semana en Adonis, el mejor salón de belleza para hombres. Estrecho de caderas y ancho de hombros, tenía buena figura, y la profunda e intensa voz de barítono de un cantante de ópera.

Cortejaba a la prensa, alternaba con la elite criminal y tenía su Jet Star particular.

Uno de los pequeños placeres de Eve era despreciarlo.

– Permítame hacerme una idea clara, teniente. -Fitzhugh levantó las manos y juntó los pulgares-. Un cuadro preciso de las circunstancias que le llevaron a atacar a mi cliente en su lugar de trabajo.

El fiscal protestó y Fitzhugh lo expresó con otras palabras.

– Pero usted causó un gran perjuicio físico a mi cliente la noche en cuestión, teniente Dallas.

Lanzó una mirada a Salvatori, que se había vestido para la ocasión con un sencillo traje negro y, siguiendo los consejos de su abogado, se había saltado los tres últimos meses de tratamientos de cosmética y rejuvenecimiento. Tenía el cabello gris, y el rostro y el cuerpo como hundidos, y se le veía viejo e indefenso.

El jurado no podría evitar comparar la joven y atlética policía con aquel frágil anciano, imaginó Eve.

– El señor Salvatori opuso resistencia e intentó poner en marcha un acelerador. Me vi obligada a reducirlo.

– ¿Reducirlo? -Despacio, Fitzhugh retrocedió, pasó por delante del juez androide, caminó por la tribuna del urado y atrajo una de las seis cámaras automatizadas al apoyar una mano alentadora en el delgado hombro de Salvatori-. Tuvo que reducirlo, y tal decisión aparejó una mandíbula dislocada y un brazo fracturado.

Eve miró de reojo al jurado. Algunos miembros parecían conmovidos.

– Es cierto. El señor Salvatori se negó a satisfacer mi petición de abandonar el edificio… y entregarme la cuchilla de carnicero y el soplete oxiacetilénico que tenía en su poder.

– ¿Iba usted armada, teniente?

– Sí.

– ¿Y lleva usted el arma habitual que se entrega a los miembros del Departamento de Policía y Seguridad de Nueva York?

– Sí.

– Bien. Si, como afirma, el señor Salvatori iba armado y opuso resistencia, ¿por qué no lo dejó inconsciente con dicha arma como está estipulado?

– Erré el tiro. El señor Salvatori estaba pletórico de energía aquella noche.

– Entiendo. En los diez años que lleva en las fuerzas del orden público, teniente, ¿cuántas veces ha creído necesario emplear la máxima fuerza?

– Tres veces.

– ¿Tres? -Fitzhugh dejó que el jurado estudiara a la mujer sentada en el banquillo de los testigos. Una mujer que había matado-. ¿No es una cifra bastante alta? ¿No diría usted que ese porcentaje indica una inclinación hacia la violencia?

El fiscal se puso de pie y protestó con el típico argumento de que no se estaba procesando a la testigo. Pero por supuesto que así era, pensó Eve. Los policías siempre eran puestos en tela de juicio.

– El señor Salvatori iba armado -repuso Eve con frialdad-. Yo tenía órdenes de detenerlo por los asesinatos de tres personas. Las tres personas cuyos ojos y lenguas fueron arrancados antes de ser quemados y por cuyo crimen el señor Salvatori se halla ahora en esta sala. Él se negó a colaborar y me amenazó con una cuchilla, lo que me impidió apuntar bien. Luego se abalanzó sobre mí y me derribó. Creo que sus palabras fueron: «Voy a arrancarte tu corazón de polizonte», tras lo cual nos enzarzamos en una lucha cuerpo a cuerpo. En ese momento le disloqué la mandíbula y le arranqué varios dientes, y cuando él arrojó el soplete en mi dirección, le fracturé su maldito brazo.

– ¿Y disfrutó con ello, teniente?

Ella le sostuvo la mirada.

– No, señor, pero me alegré de seguir con vida.

– Canalla -murmuró Eve al subir a su vehículo.

– No logrará sacar a Salvatori. -Peabody se acomodó en el interior que parecía un horno y manipuló el control de temperatura-. Las pruebas son irrebatibles. Y tú no has permitido que te hiciera flaquear.

– Sí que lo ha hecho.

Eve se internó entre los coches que circulaban por el centro a media tarde. Las calles estaban suficientemente congestionadas para hacerle apretar los dientes, pero por encima de sus cabezas el cielo era surcado por aerobuses, furgonetas de turistas y gente que regresaba a sus casas al mediodía.

– Nos matamos para quitar de en medio a cabrones como Salvatori, y hombres como Fitzhugh hacen fortunas soltándolos de nuevo. -Se encogió de hombros-. A veces me cabrea.

– Los suelte o no, seguiremos dejándonos la piel y volveremos a encerrarlos.

Con una risotada, Eve miró de reojo a su compañera.

– Eres optimista, Peabody. Me pregunto por cuánto tiempo. Voy a dar un rodeo -anunció cambiando impulsivamente de rumbo-. Quiero vaciar el aire de esa sala de mis pulmones.

– No me necesitabas hoy en la sala. ¿Por qué me has hecho acompañarte?

– Si quieres la placa de detective es preciso que sepas a qué has de enfrentarte. No sólo a asesinos, ladrones y drogadictos, sino también a los abogados.

No le sorprendió encontrar las calles congestionadas y ningún sitio para aparcar. Eve aparcó en una zona prohibida y encendió las luces de servicio.

Al bajar del vehículo, miró con benevolencia a un embaucador en un monopatín aerodeslizante. Éste le sonrió y le guiñó un ojo antes de largarse hacia un lugar más propicio.

– Esta zona está llena de embaucadores, traficantes y prostitutos ilegales -comentó Eve-. Por eso me gusta.

Abrió la puerta del Down and Dirty Club y se internó en el cargado ambiente que apestaba a alcohol barato y mala comida.

Los cuartos privados alineados a lo largo de una pared estaban abiertos y aireaban el almizclado olor a sexo rancio.

Era un tugurio de esos que se regodean en su aspecto sórdido y que cumplen por los pelos las leyes de higiene y decencia. Una banda holográfica tocaba con desgana para la escasa y poco interesada clientela.

Mavis Freestone estaba en un reservado de la parte trasera, con el cabello púrpura cayéndole en cascada, y dos tiras de tela plateadas estratégicamente colocadas en su menudo y llamativo cuerpo. A juzgar por la forma en que movía la boca y meneaba las caderas, ensayaba una de sus más interesantes piezas vocales.

Eve se acercó a la cristalera y esperó a que sus ojos en blanco completaran el círculo y se posaran en ella. Entonces sonrió con una exclamación de júbilo. Dio un brinco y abrió la puerta de un empujón. Del reservado salió un ensordecedor estruendo de guitarras rechinando.

Mavis se arrojó a los brazos de Eve y a pesar de alzar la voz por encima de la música atronadora, ésta sólo le entendió unas palabras.

– ¿Qué? -Riendo, cerró la puerta de golpe y meneó la cabeza-. Cielos, Mavis, ¿qué es esto?

– Mi nuevo número. Voy a dejarlos fuera de combate.

– Te creo.

– Has vuelto. -Mavis le dio dos ruidosos besos-. Sentémonos y tomemos algo. Cuéntamelo todo. No te dejes nada. Eh, Peabody. Tío, ¿no te estás ahogando con ese uniforme?

Arrastró a Eve a una mesa pegajosa y apretó el botón del menú.

– ¿Qué os apetece? Corre de mi cuenta. Crack me paga bien por el par de números a la semana que hago aquí. Se va a quedar hecho polvo cuando se entere de que has venido. Oh, me alegro tanto de verte. Estás genial. Se te ve feliz. ¿No tiene un aspecto genial, Peabody? El sexo es tan terapéutico, ¿no te parece?

Eve volvió a reír, sabiendo que había ido justo para eso.

– Sólo un par de aguas minerales con gas, Mavis. Estamos de servicio.

– Oh, como si alguno de los presentes fuera a denunciarte. Desabróchate un poco, Peabody. Me asfixio sólo de mirarte. ¿Qué tal París? ¿Qué tal la isla? ¿Qué tal el refugio? ¿Te folló sin parar en todas partes?

– Precioso, maravilloso, interesante, y sí, lo hizo. ¿Qué tal Leonardo?

Mavis adoptó una mirada soñadora. Sonrió y pulsó el menú con una uña plateada.

– Es estupendo. Cohabitar es mejor de lo que suponía. Me ha diseñado este traje.

Eve examinó las finas tiras plateadas que apenas cubrían los senos de Mavis.

– ¿Así es como lo llamas?

– Verás, tengo un nuevo número. Oh, tengo tantas cosas que contarte. -Sacó el agua mineral con gas cuando apareció por la ranura-. No sé por dónde empezar. Está ese tipo, el ingeniero de sonido. Estoy trabajando con él. Vamos a grabar un disco, Eve. Dedicación completa. Está seguro de que podrá venderlo. Es un tipo grande, Jess Barrow se llama. Tuvo mucho éxito hace un par de años con temas propios. Tal vez hayas oído hablar de él.

– No. -Eve sabía que para una mujer que había vivido en la calle buena parte de su vida, Mavis seguía siendo increíblemente ingenua en ciertas cuestiones-. ¿Cuánto le pagas?

Mavis hizo un mohín.

– No es lo que imaginas. Tengo que correr con los gastos de la grabación, desde luego. Así es como funciona esto. Y si triunfamos, él se lleva el sesenta por ciento los tres primeros años. Después renegociamos.

– He oído hablar de él -comentó Peabody. Se había desabrochado el botón del cuello, un tributo a la simpatía que sentía hacia Mavis-. Tuvo un par de éxitos hace un par de años, y se lió con Cassandra. -Al ver que Eve arqueaba una ceja, encogió los hombros-. La cantante, ya sabes.

– ¿Tú una amante de la música, Peabody? No dejas de asombrarme.

– Me gusta escuchar música -murmuró Peabody mirando su vaso de agua con burbujas-. Como a cualquiera.

– En fin, su sociedad con Cassandra se deshizo -continuó Mavis alegremente-. Estaba buscando una nueva vocalista. Y aquí la tenéis.

Eve se preguntó qué más podía andar buscando ese tipo.

– ¿Qué piensa Leonardo de todo esto?

– Le parece súper. Eve, tienes que venir al estudio y vernos en acción. Jess es un genio declarado.

Ella tenía la intención de verlos en acción. La lista de personas que Eve quería era muy corta y Mavis figuraba en ella.

Esperó a estar de nuevo en el coche con Peabody camino de la central de policía, para ordenar:

– Comprueba la identidad de Jess Barrow, Peabody.

Sin sorprenderse, Peabody sacó la agenda y tomó nota.

– No creo que a Mavis le guste.

– No tiene por qué enterarse, ¿no?

Eve rodeó un carro aerodeslizante que vendía fruta congelada en palillos, luego viró en la Décima, donde unos martillos neumáticos automatizados se dedicaban a levantar de nuevo la calle. Por encima de sus cabezas, un zepelín de publicidad pregonaba una oferta especial para la clientela de Bloomingdale: el veinte por ciento de descuento en la compra anticipada de abrigos de invierno en el departamento de caballeros, señoras y unisex. Una ganga.

Divisó al hombre del impermeable que se acercaba a tres niñas y suspiró.

– Mierda. Allí está Clevis.

– ¿Clevis?

– Este es su territorio -se limitó a decir Eve deteniendo el coche en la zona de carga y descarga-. Yo solía patrullar esta calle cuando iba de uniforme. Lleva años por aquí. Vamos, Peabody, rescatemos a esas niñas.

Se apeó y rodeó a un par de hombres que discutían de béisbol. A juzgar por el olor que despedían, llevaban demasiado tiempo discutiendo en medio del calor. Gritó, pero los martillos neumáticos ahogaron su voz. Resignada, aceleró el paso y cerró el camino a Clevis antes de que éste alcanzara a las desprevenidas niñas de mejillas rosadas.

– ¡Eh, Clevis!

Parpadeó tras las pálidas lentes de sus filtros solares. Tenía el cabello rubio rojizo y rizado enmarcando un rostro tan inocente como el de un querubín. Ya había cumplido los ochenta.

– Eh, Dallas. Hacía un montón de tiempo que no te veía. -Le mostró su blanca dentadura mientras evaluaba a Peabody-. ¿Quién es ésta?

– Peabody, te presento a Clevis. Clevis, no vas a molestar a esas niñas, ¿entendido?

– Mierda, no pensaba molestarlas. -Frunció el entrecejo-. Sólo iba a enseñársela, eso es todo.

– Pues no lo harás, Clevis. Vas a volver a casa para escapar de este calor.

– Me gusta el calor. -El hombre soltó una risita-. Allá van. -Suspiró al ver a las tres niñas cruzar riendo la calle-. Como supongo que ya no podré enseñarla hoy, os la enseñaré a vosotras.

– Clevis, no… -Eve resopló. Clevis ya se había abierto la gabardina. Debajo iba desnudo, salvo por una pajarita azul brillante que llevaba atada en torno a su arrugado miembro-. Muy bien, Clevis. Te sienta muy bien ese color. A juego con tus ojos. -Le puso una mano en el hombro amistosamente-. Vamos a dar un paseo, ¿de acuerdo?

– Está bien. ¿Te gusta el azul, Peabody?

Peabody asintió con solemnidad mientras abría la puerta trasera del coche y lo ayudaba a subir.

– El azul es mi color favorito. -Cerró la puerta del coche y se encontró con la mirada risueña de Eve-. Bienvenida al trabajo, teniente.

– Es agradable estar de vuelta, Peabody.

También era agradable estar en casa. Eve cruzó las altas verjas de hierro que guardaban la imponente fortaleza. Ya le causaba menos impacto recorrer el curvo sendero de entrada a través de jardines bien cuidados y árboles en flor en dirección a la elegante mansión de piedra y cristal donde ahora vivía.

El contraste entre el lugar donde trabajaba y aquel donde vivía ya no le chocaba tanto. Allí había silencio, la clase de silencio que sólo pueden permitirse los muy ricos en una gran ciudad. Se oía el trino de los pájaros, se veía el cielo, se respiraba el dulce aroma del césped recién cortado. Y a sólo unos minutos de las numerosas, ruidosas y sudorosas masas de Nueva York.

Era un refugio, supuso. Tanto para Roarke como para ella.

Dos almas perdidas, como él había comentado en una ocasión. Y ella se preguntaba si habían dejado de estar perdidas al encontrarse.

Dejó el coche delante de la entrada principal, sabiendo que su aspecto destartalado y vulgar ofendería a Summerset, el estirado mayordomo de Roarke. Era muy sencillo poner el vehículo en automático y hacerle rodear la casa e introducirse en el espacio reservado para él en el garaje, pero, en lo referente a Summerset, a Eve le encantaba provocar.

Abrió la puerta y lo encontró de pie en el suntuoso vestíbulo con una expresión desdeñosa y una sonrisa burlona en los labios.

– Su vehículo es repugnante, teniente.

– Eh, que es propiedad municipal. -Eve se agachó para recoger el gordo gato de mirada misteriosa que acudió a su encuentro-. Si no lo quiere allí, muévalo usted mismo.

Oyó una melodiosa carcajada procedente del salón y arqueó una ceja.

– ¿Tenemos visita?

– En efecto. -Con una mirada desaprobadora, Summerset le examinó la camisa y los pantalones arrugados, y la pistolera que todavía llevaba a un costado-. Le sugiero que tome un baño y se cambie antes de reunirse con sus invitados.

– Le sugiero que me bese el trasero -respondió ella alegremente, pasando por su lado.

En el salón principal, lleno de los tesoros que Roarke había coleccionado procedentes de todas partes del universo conocido, se estaba desarrollando una elegante fiesta íntima. Distinguidos canapés descansaban en bandejas de plata, y un vino dorado llenaba la destellante cristalería. Roarke parecía un ángel oscuro vestido con lo que él habría definido como atuendo informal. La camisa de seda negra con el cuello desabrochado y los pantalones perfectamente ajustados sujetos con un cinturón de reluciente hebilla, le sentaban a la perfección y lo hacían parecer exactamente lo que era: un hombre rico, atractivo y peligroso.

Sólo había una pareja en la espaciosa estancia. El hombre era tan claro como Roarke oscuro. El cabello largo y dorado le pendía sobre los hombros de su ajustada americana azul. Y tenía un rostro cuadrado y atractivo, con los labios un poco excesivamente delgados, pero el contraste de sus ojos castaños impedía advertirlo a quien lo observaba.

La mujer era deslumbrante. Llevaba su cabello pelirrojo recogido en tirabuzones que le rozaban la nuca. Sus ojos eran de un verde tan intenso como los del gato, y las cejas eran perfectas y negras como el carbón. Tenía un cutis de porcelana, de pómulos altos y una boca de labios gruesos y sensuales.

Su figura hacía juego, y en aquella ocasión la había comprimido en una columna de esmeraldas que dejaba sus firmes hombros al descubierto y se hundía entre sus asombrosos senos hasta la cintura.

– Oh, Roarke. -Dejó escapar de nuevo una sonora carcajada y, deslizando una mano esbelta y pálida en la melena de Roarke, lo besó con dulzura-. Te he echado tanto de menos.

Eve pensó en el arma que llevaba y en cómo, aun desde aquella posición, sería capaz de hacer bailar a esa sensacional pelirroja. Pero sólo fue un pensamiento fugaz. Dejó a Galahad en el suelo por miedo a estrujarlo.

– No has podido echarlo tanto de menos -replicó Eve con indiferencia al entrar.

Roarke se volvió hacia ella y le sonrió. Tendremos que borrar esa expresión de satisfacción de tu cara, amigo, se dijo Eve. Y pronto.

– Oh, no te oímos entrar.

– Eso es evidente. -Eve cogió un canapé de la bandeja y se lo llevó a la boca.

– Creo que no conoces a nuestros invitados. Reeanna Ott, William Shaffer, mi esposa Eve Dallas.

– Cuidado, Ree, va armada -bromeó William al tiempo que cruzaba la habitación para estrecharle la mano. Se movía a grandes zancadas, como un esbelto caballo que sale a pacer-. Me alegro de conocerte, Eve. Es un auténtico placer. Ree y yo sentimos no poder asistir a vuestra boda.

– Nos quedamos deshechos. -Reeanna sonrió a Eve con sus centelleantes ojos verdes-. William y yo nos moríamos por conocer personalmente a la mujer que ha logrado doblegar a Roarke.

– Sigue de pie. -Eve miró de reojo a Roarke cuando éste le ofreció una copa de vino-. De momento.

– Ree y William han estado en el laboratorio de Tarus Three, trabajando en un proyecto para mí. Acaban de volver al planeta para disfrutar de un bien merecido descanso.

– ¿De veras? -preguntó Eve como si le importara algo.

– El proyecto a bordo ha sido particularmente satisfactorio -explicó William-. Dentro de un año, o dos como mucho, las industrias de Roarke lanzarán una nueva tecnología que revolucionará el mundo del ocio y las diversiones.

– Ocio y diversiones. -Eve esbozó una débil sonrisa-. Sin duda se trata de un descubrimiento trascendental.

– A decir verdad tiene muchas posibilidades de serlo. -Reeane bebió un sorbo de vino y evaluó a Eve: atractiva, impaciente, competente. Y dura-. También hay posibilidades de hacer grandes descubrimientos en el campo de la medicina.

– Ese es el objetivo de Ree. -William alzó la copa hacia ella con una mirada cariñosa-. Ella es la experta en medicina. Yo sólo entiendo de diversiones.

– Estoy segura de que tras una larga jornada a Eve no le apetece oír hablar de nuestros asuntos. Los científicos son tan tediosos -comentó Reeanna con una sonrisa de disculpa-. Acabas de volver del Olympo. -El vestido de seda de Reeanna susurró cuando ésta cambió de postura-. William y yo formamos parte del equipo que diseñó los centros médicos y de recreo. ¿Tuviste que visitarlos?

– Por encima. -Se estaba mostrando grosera, se recordó Eve. Tendría que acostumbrarse a volver a casa y encontrar elegantes visitas, y ver a mujeres asombrosas babeando ante su marido-. Es impresionante aun a medio construir. Las instalaciones médicas lo serán aún más cuando estén funcionando. ¿Era tuyo el diseño de la habitación holograma del hotel principal?

– Yo soy el culpable -respondió él sonriendo-. Me encanta jugar. ¿A ti no?

– Eve lo considera trabajo. A propósito, tuvimos un incidente durante nuestra estancia allí -apuntó Roarke-. Un suicidio. Uno de los técnicos autotrónicos. Mathias.

William arrugó la frente.

– Mathias… ¿Joven, pelirrojo y con pecas?

– Sí.

– ¡Cielo santo! -William se estremeció y bebió un largo trago-. ¿Suicidio? ¿Estás seguro de que no fue un accidente? Lo recuerdo como un joven entusiasta con grandes ideas. No era de los que se quitan la vida.

– Pues eso hizo -replicó Eve-. Se ahorcó.

– Qué horrible. -Pálida, Reeanna se sentó en el brazo del sofá-. ¿Yo lo conocía, William?

– No lo creo. Tal vez lo viste en uno de los clubes durante nuestra estancia allí, pero no lo recuerdo como un tipo sociable.

– De todos modos lo siento mucho -repuso Reeanna-. Y qué horrible para vosotros tener que presenciar tal tragedia en vuestra luna de miel. En fin, no hablemos más de ello. -Galahad se subió de un salto al sofá y colocó la cabeza debajo de una de sus esbeltas manos-. Preferiría hablar de la boda que nos perdimos.

– Quedaos a cenar y os aburriremos con los detalles. -Roarke le apretó el brazo a Eve disculpándose.

– Ojalá pudiera -respondió William acariciando el hombro de Reeanna con la misma delicadeza con que ella acariciaba la cabeza del gato-. Pero nos esperan en el teatro. Ya llegamos tarde.

– Tienes razón, como siempre. -Con visible contrariedad, Reeanna se levantó-. Espero que la invitación se repita. Estaremos en el planeta un par de meses, y me encantaría tener la oportunidad de conocerte mejor, Eve. Mi amistad con Roarke viene de antiguo.

– Aquí siempre sois bien recibidos. Os veré a los dos mañana en la oficina para un informe completo.

– Allí estaremos -respondió Reeanna dejando la copa a un lado-. Tal vez podamos almorzar juntas algún día, Eve. Sólo mujeres. -Los ojos le brillaban con tan buen humor que Eve se sintió estúpida-. Para cambiar impresiones sobre Roarke.

La invitación era demasiado amistosa para encajarla mal y Eve se sorprendió sonriendo.

– Sería interesante. -Los acompañó con Roarke hasta la puerta y se despidió con la mano-. ¿Cuántas impresiones tendremos que cambiar? -preguntó al volver a entrar.

– Hace mucho de eso. -La sujetó por la cintura para darle el aplazado beso de bienvenida a casa-. Años, millones de años.

– Seguramente se ha comprado ese cuerpazo.

– Debo admitir que ha sido una excelente inversión. -Eve alzó la barbilla y lo miró con dureza.

– ¿Hay alguna mujer guapa que no se haya metido en tu cama?

Roarke ladeó la cabeza y entornó los ojos reflexionando.

– No. -Se echó a reír cuando ella lo amenazó con el puño. Pero gruñó cuando ella le dio un leve puñetazo en el estómago-. Debí rendirme cuando te llevaba ventaja.

– Que te sirva de lección, encanto. -Pero dejó que él la levantara del suelo y la cargara sobre los hombros.

– ¿Tienes hambre? -preguntó él.

– Un hambre canina.

– Yo también. -Roarke empezó a subir las escaleras-. Cenaremos en la cama.

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