1

El callejón estaba oscuro y apestaba a orina y vómito, infestado de ratas escurridizas y de huesudos felinos que les daban caza. En la oscuridad brillaban ojos rojos, algunos humanos, todos feroces.

Eve sintió que se le aceleraba el pulso al adentrarse en la hedionda y húmeda oscuridad. Lo había visto meterse en el callejón, estaba segura. Su deber era detenerlo y llevarlo a comisaría. Sostenía el arma con firmeza.

– Eh, encanto, ¿quieres hacértelo conmigo?

De la oscuridad llegaban voces, ásperas a causa de las drogas y los brebajes baratos. Gemidos de malvivientes, risotadas de los locos. Las ratas y los gatos no vivían solos en el callejón. La compañía de la basura humana alineada junto a las húmedas paredes de ladrillo no resultaba grata.

La joven empuñó el arma y se agachó al rodear una destartalada unidad de reciclaje que, a juzgar por el olor, llevaba décadas sin funcionar. El hedor de la comida putrefacta impregnó el húmedo aire. Se oyó un gemido, y la joven vio a un niño de unos trece años totalmente desnudo. Tenía el rostro cubierto de llagas, y los ojos entrecerrados de miedo e impotencia mientras se apretujaba contra la mugrienta pared.

La joven se compadeció de él. De niña, ella también se había escondido herida y aterrorizada en un callejón.

– No voy a hacerte daño -dijo en un susurro, mirándolo a los ojos, mientras bajaba el arma.

Fue entonces cuando él la atacó.

Lo hizo por detrás, moviéndose ágilmente. Le descargó un trozo de tubería que hendió el aire con un silbido amenazador. Ella se volvió y la esquivó. Apenas tuvo tiempo de lamentar haberse distraído y olvidado su objetivo principal, cuando ciento doce kilos de músculos y maldad la arrojaron contra la pared de ladrillo.

El arma se le cayó y repiqueteó en la oscuridad. Entonces vio los ojos del hombre, el brillo de la violencia intensificado por la química de Zeus. Entonces, con un rápido movimiento, la joven arremetió contra el estómago del hombre, que se tambaleó con un gruñido y trató de agarrarla por el cuello. Pero ella le propinó un puñetazo en la barbilla, y la fuerza del golpe le dejó el brazo dolorido.

La gente gritaba, peleándose entre sí por sobrevivir en un mundo donde nada ni nadie estaba a salvo. La joven giró sobre los talones y aprovechó el impulso para propinar a su adversario una patada en la nariz. La sangre le brotó a borbotones, sumándose a la nauseabunda miasma de olores.

El hombre la miró con ojos desorbitados, pero apenas reaccionó ante el golpe. El dolor no podía competir con el dios de la química. Sonriendo mientras la sangre le corría por el rostro, se dio golpecitos en la mano libre con la tubería.

– Voy a matarte, jodida polizonte. -Avanzó agitando la tubería en el aire como si se tratara de un látigo. Sin dejar de sonreír, añadió-: Voy a abrirte la cabeza y comerte los sesos.

Aquello le subió la adrenalina. Era cuestión de vida o muerte. La joven jadeaba y el sudor le corría como si se tratara de aceite. Esquivó el siguiente golpe y cayó de rodillas. Se llevó la mano a la bota y se levantó con una sonrisa.

– Cómete esto, bastardo. -Sostenía en una mano su arma de repuesto.

No se molestó en intentar dejarlo inconsciente, convencida de que sólo conseguiría hacer cosquillas a un hombre de ciento doce kilos bajo el efecto alucinatorio de Zeus. Tenía que darle muerte.

Cuando el hombre se abalanzó sobre ella, le disparó. Los ojos del hombre fueron lo primero en apagarse. Lo había visto otras veces. Los ojos se volvieron vidriosos como los de una muñeca, aun mientras su cuerpo arremetía. La joven lo esquivó, resuelta a volver a disparar, pero el hombre inició una temblorosa danza a medida que se le sobrecargaba el sistema nervioso.

Cayó a los pies de la joven, una mole de humanidad destruida que había jugado a ser dios.

– Ya no te cargarás a más vírgenes, cabrón -murmuró ella.

Y al sentir que las fuerzas la abandonaban, se frotó el rostro con una mano y dejó caer el brazo con que sostenía el arma.

Un débil ruido la sobresaltó. Empezó a volverse y a levantar el arma, cuando unos brazos la sujetaron y la pusieron de puntillas.

– Guárdate siempre las espaldas, teniente -susurró una voz justo antes de que unos dientes le mordisquearan el lóbulo de la oreja.

– ¡Maldita sea, Roarke! Por poco te liquido.

– Ya te gustaría. -Con una carcajada, él la volvió y la besó con avidez-. Me encanta verte en acción -murmuró mientras le recorría con una diestra mano el cuerpo hasta cubrirle los senos-. Es… estimulante.

– Basta. -Pero a Eve se le aceleró el pulso-. Éste no es lugar para seducciones.

– Al contrario. La luna de miel es el típico lugar para ello. -La apartó de sí, pero sujetándola por los hombros-. Me preguntaba dónde te habías metido. Debí imaginarlo. -Echó un vistazo al cadáver que yacía a sus pies-. ¿Qué había hecho éste?

– Tenía predilección por abrir la cabeza a las jovencitas y comerles los sesos.

– Oh. -Roarke hizo una mueca de asco y meneó la cabeza-. La verdad, Eve, ¿no podrías haberte conseguido algo menos truculento?

– Hace un par de años había un tipo en Terra Colony que encajaba con el perfil y me pregunté… -Se interrumpió con el ceño fruncido. Estaban en medio de un hediondo callejón, con un cadáver a los pies. Y Roarke, el maravilloso y bronceado ángel, lucía un esmoquin y un alfiler de corbata con un diamante-. ¿Qué haces tan elegante?

– Habíamos quedado para cenar, ¿recuerdas?

– Lo había olvidado. No pensé que esto me llevaría tanto tiempo. -Guardó el arma con un suspiro-. Supongo que tendría que arreglarme.

– Me gustas tal como estás. -Roarke la tomó entre sus brazos-. Olvídate de la cena… por el momento. -Le dedicó una sonrisa cautivadora-. Pero insisto en buscar un entorno un poco más estético. Fin de programa -ordenó.

El callejón, los olores y el montón de cuerpos apiñados se desvanecieron. De pronto se hallaban de pie en una enorme sala llena de máquinas y luces parpadeantes empotradas en las paredes. Tanto el suelo como el techo eran de espejo negro a fin de proteger las escenas holográficas disponibles en el programa. Se trataba de uno de los juguetes más sofisticados y novedosos de Roarke.

– Escenario tropical 4-B. Posición de doble mando.

En respuesta llegó el rugido de las olas y el reflejo

de las estrellas en el agua. La arena bajo sus pies era tan blanca como el azúcar y las palmeras ondeaban al viento como bailarines exóticos.

– Así está mejor -decidió Roarke, y empezó a desabrocharle la camisa-. O lo estará cuando te tenga desnuda.

– Has estado desnudándome a cada momento durante casi tres semanas.

Él arqueó una ceja.

– Privilegio del marido. ¿Alguna queja?

Marido. A Eve todavía le sorprendía esa palabra. Ese hombre con la melena negra de un guerrero, el rostro de un poeta, los ojos azules y rebeldes de un irlandés, era su marido. Nunca lograría acostumbrarse a ello.

– No, sólo… -Le falló la respiración cuando las esbeltas manos de Roarke le cubrieron los senos.

– Polizontes. -Él sonrió y le desabrochó los tejanos-. No estás de servicio, teniente Dallas.

– Sólo quería comprobar mis reflejos. Después de tres semanas sin trabajar te desentrenas.

Él le deslizó una mano entre los muslos desnudos y la oyó gemir.

– Tus reflejos funcionan perfectamente -murmuró mientras la tendía en la suave arena blanca.

Su esposa. A Roarke le gustaba repetírselo mientras ella lo montaba, se movía debajo de él o yacía exhausta a su lado. Esa mujer fascinante, esa policía consagrada, esa alma atormentada le pertenecía.

La había observado, a través del programa, en acción en aquel callejón, haciendo frente al asesino enloquecido por las drogas. Y sabía que en la vida real se enfrentaba a su trabajo con la misma determinación y coraje que había exhibido en la ilusión.

La admiraba por ello, por muchos quebraderos de cabeza que le causara. Pronto estarían de nuevo en Nueva York y él tendría que compartir con ella sus obligaciones. Pero de momento no quería compartirla con nada ni nadie.

A él tampoco le eran desconocidos los callejones que apestaban a basura y a miseria humana. Había crecido en ellos y finalmente había escapado, hasta convertirse en quien era, y entonces Eve había irrumpido en su vida, penetrante y letal como una flecha, y había vuelto a cambiarla.

Los policías habían sido en otro tiempo el enemigo, luego un divertimento, y ahora estaba unido a uno.

Apenas hacía dos semanas la había visto acercarse a él con un vestido largo y suelto de color bronce, y un ramo de flores. Los cardenales que unas horas atrás le había dejado en el rostro un asesino habían quedado disimulados bajo el maquillaje. Y en sus grandes ojos castaños que revelaban tantas cosas, había visto coraje y risa.

Allá vamos, Roarke. Casi se lo había oído decir mientras colocaba una mano sobre la de él. En la fortuna como en la adversidad, te acepto. Dios nos ampare.

Ahora ella llevaba su anillo y él el de ella. Roarke había insistido en ese punto, aunque esas tradiciones no estaban precisamente de moda a mediados del siglo XXI. Había querido tener un recordatorio tangible de lo que significaban el uno para el otro, un símbolo.

Ahora él le cogió la mano y le besó el dedo por encima de la alianza de oro grabada que había encargado para ella. Ella mantuvo los ojos cerrados mientras él estudiaba los marcados ángulos de su rostro, la boca grande, el cabello corto y castaño despeinado.

– Te quiero.

A Eve se le subieron los colores. Se conmovía tan fácilmente, pensó él. Se preguntó si tenía alguna idea de lo grande que era su corazón.

– Lo sé. -Abrió los ojos-. Empiezo a acostumbrarme.

– Estupendo.

Mientras oía el ruido de las olas lamiendo la orilla y la balsámica brisa susurrando entre las palmeras, la joven se apartó el cabello del rostro. Un hombre como él, poderoso, rico e impulsivo, podía hacer realidad tales escenas con un chasquido de los dedos. Y lo había hecho por ella.

– Me haces tan feliz.

Él le sonrió, haciendo que el estómago se le encogiera de placer.

– Lo sé.

Sin esfuerzo, la levantó del suelo y la colocó a horcajadas sobre él. Entonces le recorrió despacio el largo, delgado y musculoso cuerpo.

– ¿Estás dispuesta a admitir que te alegras de que te haya sacado a la fuerza del planeta para la última parte de nuestra luna de miel?

Ella hizo una mueca al recordar su pánico y obstinada negativa a embarcar en el transporte que los esperaba, y cómo se había reído él y, cargándola a los hombros, la había subido a bordo mientras ella lo maldecía.

– Me gustó París -respondió ella con un resoplido-. Y me encantó la semana en aquella isla. No veía razón para venir a este refugio a medio terminar y suspendido en el espacio cuando íbamos a pasar la mayor parte del tiempo en la cama.

– Estabas asustada. -Le había encantado verla atemorizada ante la perspectiva de su primer viaje fuera del planeta, y había sido un placer para él distraerla durante la mayor parte del trayecto.

– No es cierto. -Aterrorizada, pensó ella-. Estaba con toda razón indignada de que hubieras hecho planes sin consultarme.

– Me parece recordar a alguien absorto en un caso y diciéndome que hiciera los planes que quisiera. Estabas muy guapa de novia.

Esas palabras la hicieron sonreír.

– Era el vestido.

– No; eras tú. -Le acarició el rostro-. Eve Dallas, me perteneces.

Eve desbordaba amor, que parecía llegarle en inesperadas oleadas que la dejaban temblorosa.

– Te quiero. -Bajó el rostro hacia él y lo besó-. Parece como que eres mío.

Era medianoche cuando cenaron. En la terraza bañada por la luz de la luna del alto y casi terminado edificio del Gran Hotel Olympus, Eve escarbaba en la langosta rellena y contemplaba la vista.

Con Roarke ocupándose de ello, el Olympus estaría en pleno funcionamiento dentro de un año. De momento lo tenían para ellos solos, si ignoraban a los obreros de la construcción, arquitectos, ingenieros y otros colaboradores que ocupaban la enorme estación espacial.

Desde la pequeña mesa de cristal donde se hallaban sentados se alcanzaba a ver el centro del refugio. Las luces encendidas para los trabajadores nocturnos y el débil zumbido de las máquinas hablaban de jornadas de veinticuatro horas. Las fuentes y las antorchas y arco iris simulados que brotaban de los surtidores de agua eran para ella, Eve lo sabía.

Él había querido que ella viera lo que estaba construyendo para que empezara a hacerse una idea del mundo al que pertenecía ahora que era su esposa.

Esposa. Eve exhaló un suspiro, y bebió un sorbo del champán que él le había servido. Iba a tardar en comprender cómo había pasado de ser Eve Dallas, teniente de homicidios, a esposa de un hombre que, según afirmaban algunos, tenía más dinero y poder que Dios.

– ¿Algún problema?

Ella parpadeó y esbozó una sonrisa.

– No. -Con concentración, hundió un trozo de langosta en la mantequilla derretida (mantequilla auténtica, no artificial, para la mesa de Roarke), y lo saboreó-. ¿Cómo me enfrentaré al cartón que hacen pasar por comida en la cantina cuando vuelva al trabajo?

– De todos modos comes golosinas. -Le llenó hasta arriba la copa de champán y arqueó una ceja al verla entornar los ojos.

– ¿Tratas de emborracharme, amigo?

– Desde luego.

Ella se echó a reír, algo que él la veía hacer cada vez con mayor facilidad y más a menudo, y encogiéndose de hombros alzó la copa.

– ¡Qué demonios! No voy a hacerte un desaire. -Bebió de un trago el caro champán como si se tratara de agua y añadió-: Y cuando esté borracha te echaré un polvo que tardarás en olvidar.

El deseo que él había creído saciado por el momento volvió a despertar.

– En ese caso nos emborracharemos los dos -repuso él, llenándose la copa hasta el borde.

– Me gusta este lugar.

Se levantó de la mesa y llevó la copa hasta el grueso muro de mármol. Debía de haber costado una fortuna extraerlo de una cantera y llevarlo allí, pero era Roarke, después de todo.

Inclinándose, contempló el espectáculo de la luna reflejada en el agua y observó los edificios de cúpulas y torres, todos relucientes y elegantes para albergar a la gente deslumbrante y los juegos deslumbrantes que habían ido a jugar.

El casino ya estaba terminado y relucía como una esfera dorada en la oscuridad. Una de las doce piscinas estaba iluminada y el agua brillaba de color azul cobalto. Entre los edificios serpenteaban pasillos aéreos que parecían hilos plateados. Ahora estaban vacíos, pero imaginó cómo estarían dentro de seis meses, un año: atestados de gente envuelta en seda y reluciente de joyas. Acudirían allí para ser mimados entre las paredes de mármol del balneario, con sus baños de barro e instalaciones para embellecer al cuerpo, sus especialistas de voz melosa y sus solícitos androides. Acudirían a perder fortunas en el casino, beber licor selecto en los clubes y acostarse con los cuerpos firmes y suaves de prostitutas con licencia.

Roarke les ofrecería un mundo de maravillas. Pero ése no sería el mundo de Eve. Ella se sentía más cómoda en la calle, en la otra acera del mundo de la ley y el crimen. Roarke lo comprendía, ya que procedía de los mismos orígenes. De modo que él se lo había ofrecido cuando sólo era de los dos.

– Estás haciendo algo importante aquí -comentó ella, volviéndose y apoyando la espalda contra el muro.

– Ésa es la idea.

– No. -La joven meneó la cabeza, y sonrió al sentir que todo empezaba a girarle a causa del champán-. Estás haciendo algo de lo que la gente hablará durante siglos, y con lo que soñarán. Has recorrido un largo camino desde que eras el joven ladrón que correteaba por los callejones de Dublín, Roarke.

Él sonrió con malicia.

– No tan largo, teniente. Sigo robando carteras, sólo que de la forma más legal posible. Casarte con una polizonte pone límites a ciertas actividades.

Esta vez ella frunció el entrecejo.

– Prefiero no oír hablar de ellas.

– Mi querida Eve. -Roarke se levantó con la botella-. Siempre tan rigurosa. Y tan impulsiva que te has enamorado perdidamente de un tipo sospechoso. -Volvió a llenarle la copa y dejó a un lado la botella-. Un tipo que meses atrás estaba en tu breve lista de sospechosos de asesinato.

– ¿Te divierte ser sospechoso?

– Pues sí. -Roarke le acarició con el pulgar el pómulo donde había desaparecido un cardenal, salvo en su memoria-. Y me preocupas un poco. -Mucho, reconoció para sus adentros.

– Soy una buena policía.

– Lo sé. La única que ha despertado toda mi admiración. ¡Qué extraña broma del destino que me haya enamorado de una mujer consagrada a la justicia!

– Me parece aún más extraño que yo me haya unido a alguien capaz de comprar y vender planetas a su antojo.

– Casado. -Él se echó a reír. Le dio la vuelta y le mordisqueó la nuca-. Vamos, dilo. Estamos casados. No te atragantarás.

– Ya sé que lo estamos. -Se ordenó relajarse y se apoyó contra él-. Dame tiempo para hacerme a la idea. Me gusta estar aquí contigo, lejos de todo.

– Entonces, ¿te alegras de que te haya presionado para que te tomaras estas tres semanas?

– No me presionaste.

– Tuve que insistirte. -Le mordisqueó la oreja-. E intimidarte. -Le deslizó las manos por los senos-. Y suplicarte.

– Nunca me has suplicado nada. Pero es posible que insistieras. No me había tomado tres semanas de vacaciones desde… nunca.

Él se abstuvo de recordarle que ahora tampoco lo había hecho exactamente. No habían transcurrido veinticuatro horas sin que probara un programa que la enfrentaba a un crimen.

– ¿Por qué no hacer que sean cuatro?

– Roarke…

Él se echó a reír.

– Sólo bromeaba. Apura la copa. No estás lo bastante borracha para lo que tengo en mente.

– ¿Ah, sí? -A ella se le aceleró el pulso, lo que la hizo sentir como una tonta-. ¿Y de qué se trata?

– Perderá la gracia si te lo digo. Digamos que me propongo tenerte ocupada las últimas cuarenta y ocho horas que nos quedan aquí.

– ¿Cuarenta y ocho? -Eve soltó una carcajada y apuró la copa-. ¿Cuándo empezamos?

– No hay como… -Él se interrumpió al oír el timbre de la puerta-. Pedí a los camareros que recogieran mañana. Espera aquí. -Le cerró el albornoz que acababa de desabrocharle-. Los mandaré a paseo.

– Trae otra botella de paso -pidió ella sonriendo mientras se servía las últimas gotas en la copa-. Alguien se ha pulido ésta entera.

Divertido, Roarke cruzó el espacioso salón de techo de cristal y mullidas alfombras. De entrada quería verla allí tendida, en ese suelo tan blando y con las estrellas brillando por encima de sus cabezas. Arrancó un largo lirio blanco de una fuente de porcelana y se imaginó enseñándole lo que un hombre habilidoso era capaz de hacer a una mujer con los pétalos de una flor.

Sonriendo, entró en el vestíbulo de paredes doradas y una amplia escalera de mármol. Tras echar un vistazo a la pantalla de seguridad, se preparó para maldecir al camarero del servicio de habitaciones por la interrupción.

Pero se encontró con uno de sus ingenieros.

– ¡Carter! ¿Algún problema?

Carter se frotó un rostro mortalmente pálido y cubierto de sudor.

– Señor, me temo que sí. Necesito hablar con usted. Por favor.

– Está bien. Un momento.

Roarke suspiró mientras apagaba la pantalla y desconectaba las cerraduras. A sus veinticinco años, Carter era joven para el puesto que ocupaba, pero era un genio del diseño y su ejecución. Si había algún problema en la construcción, lo mejor era resolverlo al momento.

– ¿Se trata del planeador de la sala? -preguntó Roarke mientras descodificaba la puerta-. Creía que ya lo habías resuelto.

– No, quiero decir, sí señor, ya lo he resuelto. Ahora funciona perfectamente.

Roarke advirtió que el joven temblaba y se olvidó de su enfado.

– ¿Ha habido un accidente? -Cogió a Carter del brazo para conducirlo al salón y lo hizo sentar-. ¿Algún herido?

– No lo sé… quiero decir, no sé si ha sido un accidente. -Parpadeó y clavó la mirada al frente con ojos vidriosos-. Señorita… señora. Teniente -saludó a Eve al verla entrar y se dispuso a levantarse, pero volvió a caer sin fuerzas cuando ésta le hizo sentar de un empujón.

– Está en estado de shock -señaló Eve-. Dale un poco de ese caro coñac que tienes por aquí. -Se inclinó hacia él-. Te llamas Carter, ¿verdad? Tranquilízate.

– Yo… -El rostro del joven adquirió un tono macilento-. Creo que voy…

Antes de que pudiera terminar la frase, Eve le colocó la cabeza entre las rodillas.

– Respira. Sólo respira. Dame ese coñac, Roarke. -Alargó la mano y allí tenía la copa.

– Cálmate, Carter -lo tranquilizó Roarke-. Bebe un trago de esto.

– Sí, señor.

– Por el amor de Dios, deja de llamarme señor.

El color volvió a las mejillas de Carter, a causa del coñac así como de la incomodidad. Asintió, bebió y suspiró.

– Lo siento. Creía que estaba bien. He venido de inmediato. No sabía si debía… no sabía qué hacer. -Se cubrió el rostro con una mano como un muchacho viendo una película de terror. Suspiró de nuevo y se apresuró a añadir-: Es Drew. Drew Mathias, mi compañero de cuarto. Está muerto.

Exhaló de golpe para a continuación volver a aspirar. Luego tomó otro sorbo de coñac y se atragantó.

La mirada de Roarke se ensombreció. Evocó la imagen de Mathias: joven, emprendedor, pelirrojo y con pecas, experto en electrónica y especializado en autotrónica.

– ¿Dónde, Carter? ¿Qué ha ocurrido?

– Pensé que debía comunicárselo de inmediato -repitió Carter, muy sofocado-. He venido inmediatamente a decírselo, a usted y a su mujer. Pensé que como ella es… policía, podría hacer algo.

– ¿Necesitas un policía, Carter? -Eve le cogió el coñac de su temblorosa mano-. ¿Por qué?

– Creo… que se ha matado, teniente. Estaba allí colgado de la lámpara del techo de la salita de estar. Y la cara… ¡Oh, Dios mío!

Eve dejó que Carter se cubriera el rostro y se volvió hacia Roarke.

– ¿Quién dispone de autoridad para ocuparse de un caso así?

– Contamos con los dispositivos de seguridad habituales, la mayoría automatizados. -Inclinó la cabeza y admitió-: Diría que tú, teniente.

– Pues intenta proporcionarme un equipo. Necesito una grabadora de sonido y vídeo, film transparente, bolsas para guardar pruebas, unas pinzas y un par de cepillos pequeños.

Dejó escapar un suspiro al tiempo que se mesaba el cabello. Difícilmente iba a encontrar allí el equipo necesario para calcular la temperatura del cuerpo y la hora de la muerte. No iba a disponer de un escáner, ni de cepillos mecánicos, ni de ninguna de las sustancias químicas habituales para el informe forense.

Tendrían que improvisar.

– Hay un médico, ¿verdad? Tendrá que hacer las veces de forense. Voy a vestirme.

La mayoría de técnicos utilizaban como alojamiento las alas concluidas del hotel. Carter y Mathias al parecer habían congeniado lo bastante para compartir una espaciosa habitación doble durante su estancia en la estación. Mientras bajaban a la planta décima Eve entregó a Roarke una grabadora de bolsillo.

– ¿Sabes utilizarla?

Él arqueó una ceja. La había fabricado una de sus compañías.

– Creo que podré arreglármelas.

– Estupendo -respondió ella con una sonrisa-. Entonces te nombro segundo de a bordo. ¿Te ves con fuerzas para seguir, Carter?

– Sí -respondió el joven.

Pero al llegar a la décima planta salió del ascensor haciendo eses como un borracho tratando de pasar un test. Tuvo que secarse dos veces la mano en los pantalones antes de apoyar la mano en el lector de palmas. Cuando la puerta se abrió dio un paso atrás.

– Sólo que de momento prefiero no volver a entrar.

– Quédate aquí -respondió ella-. Puede que te necesite.

Y entró. Las luces estaban encendidas al máximo y la música sonaba a todo volumen: rock duro y discordante cantado por una vocalista estridente que le recordó a su amiga Mavis. El suelo era de baldosas de un azul caribeño y creaba la ilusión de andar sobre el agua.

A lo largo de las paredes norte y sur había ordenadores. Terminales de trabajo provistas de toda clase de tableros electrónicos, microchips y herramientas.

Vio la ropa amontonada en el sofá, las gafas de realidad virtual en la mesa baja junto a tres tubos de cerveza asiática -dos de ellos aplastados, listos para reciclary un bol de galletitas saladas.

Y vio el cuerpo desnudo de Drew Mathias balanceándose débilmente de una soga trenzada con unas sábanas y colgada de uno de los destellantes brazos de la araña de cristal azul.

– Mierda -suspiró-. ¿Qué edad tenía, Roarke? ¿Veinte años?

– No muchos más. -Roarke apretó los labios mientras examinaba el rostro infantil de Mathias. Había adquirido un color purpúreo, con los ojos desorbitados, el gesto torcido en una desagradable sonrisa. Un perverso capricho de la muerte lo había dejado sonriendo.

– Está bien, haremos lo que podamos. Teniente Dallas, Eve, del *DPSNY responsable hasta que nos pongamos en contacto y sean trasladadas aquí las autoridades pertinentes. Muerte sospechosa y por investigar. Mathias, Drew, Gran Hotel Olympus, habitación 1036. Día 1 de agosto de 2058, a la una de la madrugada.

– Quiero que lo descuelguen -dijo Roarke, quien no debería haberse sorprendido de lo deprisa que ella había cambiado de mujer a policía.

– Aún no. A él le trae sin cuidado y necesito filmar la escena antes de mover nada. -Se volvió hacia el umbral-. ¿Tocaste algo, Carter?

– No. -El joven se frotó la boca con el dorso de la mano-. Abrí la puerta, como ahora, y entré. Lo vi enseguida… Como ustedes. Supongo que me quedé aquí unos momentos. Aquí mismo. Supe que estaba muerto. Lo vi en la cara.

– ¿Por qué no vas al dormitorio por la otra puerta y tratas de dormir un poco? -sugirió ella señalándole la puerta de la izquierda-. Hablaremos luego.

– De acuerdo.

– No llames a nadie -ordenó ella.

– No lo haré.

Eve cerró la puerta. Miró a Roarke y éste le devolvió la mirada. Sabía que él estaba pensando lo mismo que ella, que algunas personas -como ella- no tenían posibilidad de escapar de los contratiempos.

– Manos a la obra -dijo.

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